POESÍAS SUELTAS
DE 1911 A 1924
(DEL ROSARIO DE SONETOS LÍRICOS A TERESA)
C
LA DESPEDIDA FINAL
—Arrímate —le dijo—, ya más nunca
te afligiré, Isabel; ya en paz quedaste...
—En paz... en paz... mas con la vida trunca...
—Ya no atada, como antes, en el maste
de mi nave de lucha...
—Tu guerra era mi paz, y nunca es mucha
cuando es el corazón un arrecife...
—Pues ahora, mira, se acabó la guerra;
se me ha roto del todo hasta el esquife,
ni hay riesgo a domeñar; la dura tierra
me llama ya, mientras la mar me esquiva...
¿A qué vivir? Cuando la mar reciba
dentro de su seno al Sol, también yo mismo
me hundiré en el abismo...
—Pero, hombre, Juan, ¿quién piensa ahora en eso?
—Es verdad... ¿para qué? Véngase o vaya...
mas sin pensar... ¡Siento aquí dentro un peso...!
Incorpórame. ¡Así! Que allá, en la playa,
quiero ver el quebrarse de las olas...
—¿Te acuerdas, di?
—Cuando los dos a solas
y descalzos...
—El mar nos confundía
y rodábamos juntos, abrazados,
riendo entre la espuma que reía
por la arena...
—Es la vida...
—Es, bien dices...
es la vida... y no fue... Siempre pasados
son los tiempos felices...
¡Qué limpia de la mugre de la brega
me era ver del oleaje la agonía...!
—Entonces no pensábamos...
—¡Es claro!
—¿Qué te pasa, mi Juan? ¡Vamos, sosiega...!
—Ya pasó la congoja... ¡aún hay respiro!
—Con nosotros fue Dios un tanto avaro...
—¡Calla, Isabel, no hables así...! ¿Deliro,
o veo allá, a lo lejos, un penacho
de espuma rozagante que se viene
con aires de muchacho
cantando su canción? Dime, ¿no tiene
la vida en su regazo?
—Otra ola sólo...
—¡Sí, que pasa y canta!
Dame, Isabel, tu brazo,
que la vea venir... Ya se levanta
cuando tocan sus raíces peregrinas
la arena, que es su tumba,
y siente a las gaviotas vespertinas
rondándole al morir... ¡Ya se derrumba!
¡Mira otra allí! O dime, ¿es una sola?
—¡Es la misma agua, Juan, es la misma agua!
—Amarga, pero fuerte, y cada ola
cual chispa de una fragua...
—¿Qué te pasa otra vez?
—¡Soy yo, que paso!
Luego, sabes, entiérrame en la arena...
—Cállate, Juan, y de eso no hagas caso...
—Sí, a bajamar, y que mi eterno sueño
cunen cantando cantos de sirena,
moviendo sobre mí...
—Si ése es tu empeño...
¿Y a mí, quién me pondrá cuando me llegue
de la resaca el día, ahí, a tu lado,
abrazada yo a ti, tú a mí abrazado,
y la misma salina que nos riegue
los huesos confundidos?
—Eso llega, Isabel; cógeme..., ¡firme!
* * *
Se abrazaron, pegándose las bocas
los ojos en los ojos derretidos,
quietos los corazones como rocas.
* * *
—Mira al sol —dijo Juan—, pues quiero, al irme,
verle hundirse en el mar de tus pupilas,
y, ¡cállate!
Callaron, y tranquilas
sus almas esperaban; él, mirando
el ocaso del Sol, dentro en los ojos
de la mujer que fue su ancla en el mundo,
y ella, con ellos húmedos, clavando
la sumisa mirada allá en los rojos
desangres del Poniente moribundo.
Y cuando el Sol, el náufrago celeste,
no era más que una perla encandecida
sobre la linde de la inmensa hueste
de las olas, se fue el postrer aliento
de Juan, el navegante de la vida,
con un beso al respiro soñoliento
de Isabel, y a la vez se derretía
su mirada, mirando la agonía
del Sol, en la mirada
de la mujer amada.
Salamanca, mayo, 1918.
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