-El miércoles pasado abordamos el tema de la muerte y las religiones. Y tú, José, dijiste que habías escrito un estudio sobre ese tema, y que hoy lo leerías. ¿Lo has traído? -indaga Recalde, el notario.
-Hombre, si que lo he traído, pero tal vez lo consideréis un poco largo, para leerlo aquí -responde José, el profesor y filósofo.
-Por eso no te preocupes, al fin y al cabo servirá para que ocupemos la tarde -le anima Joaquín, el juez.
-Bien, José, como ves que todos asienten con la cabeza, no te hagas el remolón y comienza - vuelve a intervenir Recalde.
-Bueno, lo leeré. Pero os guste o no, están prohibidas las críticas. Lo titulo: El miedo a la muerte y las religiones. Dice así: -y José extrae una cuartilla del bolsillo, y se pone a leer:
"La muerte entraña el fin último de la materia, la descomposición del cuerpo en que mora el alma. Pero el ser humano se rebela ante el hecho de que ésta desaparezca y se consuma en el arcano insondable del vacío y lo ignoto.
Ese miedo a la consunción de la psique mueve a la humanidad a crear otros mundos en los que el alma se perpetúe. Como su raciocinio le obliga a instituir el contrapunto a lo para ella existente, que cabe concretar en lo bueno y lo malo, de ahí que ese hipotético destino a que se dirige el alma lo amolde al anhelo de premiar las buenas acciones y castigar las malas, para cuyo fin establece dos mundos diferenciados y distantes el uno del otro: el cielo, que lo sitúa en la estratosfera, a donde van a parar los seres limpios de pecado, y el infierno, en el centro de la tierra donde radica el magma que alimenta los volcanes, para que los malos sufran el martirio del fuego eterno.
Desde niño el concepto del bien y del mal rige el destino del ser humano: lo bueno y lo malo se emparejan con esos conceptos. Hacer el bien, portarse bien, vivir bien, es bueno; mientras que causar mal ajeno, portarse mal, vivir mal, es malo. Con ese espíritu ordenancista y categórico que caracteriza al hombre, dicta para sí y el resto de los mortales una serie de principios inmutables que, temeroso de que le sean discutidos por sus congéneres y pierdan toda la fuerza coercitiva e intimatoria que pretende que alcancen, asume le son inspirados por un ser sobrenatural, al que según el lugar y la raza le denomina Dios, Alá, Buda, y hasta en los adscritos a religiones politeístas de la antigüedad eran conocidos con los nombres de Zeus, Apolo, Marte... A esos principios se les asigna el dogma de verdades inmutables, cuya duda o discusión presupone, para quién se atreve a suscitarla, el más grave de los pecados capitales, pues es poner en entredicho la palabra divina.
Los libros donde se recogen esos dogmas: Biblia, Corán, Talmud, etc., adquieren la condición de sagrados para los prosélitos de la religión que los invoca, y sus verdades aparecen tan patentes y reales para los adeptos, que algunos son capaces de llegar al martirio y hasta el crimen por mantenerlas y defenderlas
Adoptar esa fe capacita al ser humano para enfrentarse con una relativa conformidad al acto de la muerte, pues la otra vida le deparará una existencia más feliz y, además, con el acicate de la eternidad. De todas las religiones, la más benigna y consoladora es la cristiana, pues basta con un acto de contrición momentos antes del tránsito, para que se nos abran las puertas del cielo.
Cierto que otras religiones, como la mahometana, el paraíso presentido por ellos responde más a lo bueno que depara este mundo terrenal. Por eso no es extraño que algunos fanáticos se erijan en bombas vivientes para exterminar al enemigo, como sucede actualmente en Israel con los palestinos y como ocurrió en Nueva York contra las torres. Saben que Alá premiará el sacrificio de su vida, dotándoles en la otra con un harén pletórico de huríes".
-José, hemos prometido no hacer crítica, y por eso te dispenso de exponer mis sentimientos. Pero el próximo miércoles no te librarás de mi más acerba crítica -amenaza Miguel, el del gobierno militar.
-Bueno, pues dejémoslo para el próximo miércoles, y como se ha hecho tarde, levantemos la tertulia. -Como siempre, cierra Recalde la reunión.
-Hombre, si que lo he traído, pero tal vez lo consideréis un poco largo, para leerlo aquí -responde José, el profesor y filósofo.
-Por eso no te preocupes, al fin y al cabo servirá para que ocupemos la tarde -le anima Joaquín, el juez.
-Bien, José, como ves que todos asienten con la cabeza, no te hagas el remolón y comienza - vuelve a intervenir Recalde.
-Bueno, lo leeré. Pero os guste o no, están prohibidas las críticas. Lo titulo: El miedo a la muerte y las religiones. Dice así: -y José extrae una cuartilla del bolsillo, y se pone a leer:
"La muerte entraña el fin último de la materia, la descomposición del cuerpo en que mora el alma. Pero el ser humano se rebela ante el hecho de que ésta desaparezca y se consuma en el arcano insondable del vacío y lo ignoto.
Ese miedo a la consunción de la psique mueve a la humanidad a crear otros mundos en los que el alma se perpetúe. Como su raciocinio le obliga a instituir el contrapunto a lo para ella existente, que cabe concretar en lo bueno y lo malo, de ahí que ese hipotético destino a que se dirige el alma lo amolde al anhelo de premiar las buenas acciones y castigar las malas, para cuyo fin establece dos mundos diferenciados y distantes el uno del otro: el cielo, que lo sitúa en la estratosfera, a donde van a parar los seres limpios de pecado, y el infierno, en el centro de la tierra donde radica el magma que alimenta los volcanes, para que los malos sufran el martirio del fuego eterno.
Desde niño el concepto del bien y del mal rige el destino del ser humano: lo bueno y lo malo se emparejan con esos conceptos. Hacer el bien, portarse bien, vivir bien, es bueno; mientras que causar mal ajeno, portarse mal, vivir mal, es malo. Con ese espíritu ordenancista y categórico que caracteriza al hombre, dicta para sí y el resto de los mortales una serie de principios inmutables que, temeroso de que le sean discutidos por sus congéneres y pierdan toda la fuerza coercitiva e intimatoria que pretende que alcancen, asume le son inspirados por un ser sobrenatural, al que según el lugar y la raza le denomina Dios, Alá, Buda, y hasta en los adscritos a religiones politeístas de la antigüedad eran conocidos con los nombres de Zeus, Apolo, Marte... A esos principios se les asigna el dogma de verdades inmutables, cuya duda o discusión presupone, para quién se atreve a suscitarla, el más grave de los pecados capitales, pues es poner en entredicho la palabra divina.
Los libros donde se recogen esos dogmas: Biblia, Corán, Talmud, etc., adquieren la condición de sagrados para los prosélitos de la religión que los invoca, y sus verdades aparecen tan patentes y reales para los adeptos, que algunos son capaces de llegar al martirio y hasta el crimen por mantenerlas y defenderlas
Adoptar esa fe capacita al ser humano para enfrentarse con una relativa conformidad al acto de la muerte, pues la otra vida le deparará una existencia más feliz y, además, con el acicate de la eternidad. De todas las religiones, la más benigna y consoladora es la cristiana, pues basta con un acto de contrición momentos antes del tránsito, para que se nos abran las puertas del cielo.
Cierto que otras religiones, como la mahometana, el paraíso presentido por ellos responde más a lo bueno que depara este mundo terrenal. Por eso no es extraño que algunos fanáticos se erijan en bombas vivientes para exterminar al enemigo, como sucede actualmente en Israel con los palestinos y como ocurrió en Nueva York contra las torres. Saben que Alá premiará el sacrificio de su vida, dotándoles en la otra con un harén pletórico de huríes".
-José, hemos prometido no hacer crítica, y por eso te dispenso de exponer mis sentimientos. Pero el próximo miércoles no te librarás de mi más acerba crítica -amenaza Miguel, el del gobierno militar.
-Bueno, pues dejémoslo para el próximo miércoles, y como se ha hecho tarde, levantemos la tertulia. -Como siempre, cierra Recalde la reunión.
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