Andaba por las calles el médico sanador de los instrumentos que habían perdido el corte o
el recorte.
El pie del afilador hacía girar la rueda de esmeril, que arrancaba una lluvia de chispas a las
hojas de cuchillos, navajas y tijeras. Los chiquilines del barrio, un enjambre de admiradores,
éramos el público del espectáculo.
Como el organito anunciaba al barquillero, la flauta era el pregón del afilador.
Los vecinos decían que si uno estaba pensando en algo y escuchaba el son de esa flauta,
cambiaba de opinión en el acto.
Ya casi no quedan afiladores en las calles de las ciudades, ya sus flautas no se meten por
las ventanas. Otros sones suenan, músicas del miedo, y mucha es la gente que cambia de
opinión en un instante.
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