(Cuento con bicho y niño)
Por OTTO LARA RESENDE
Familiarizado con los inofensivos cachos de vidrio, el gato andaba
perezosamente por encima del muro. El niño iba a erguirse, a coger
una astilla, a respirar el hálito fresco del sótano. Su húmeda penumbra. Pero la presencia del gato. El gato, que se paró indeciso, con
el rabo en la flema de una casi interrogación.
Luminoso sol vertical y el inmenso cielo azul, callado, sobre
el corral. El niño, pactando con la mudez de cuanto le rodeaba:
árboles, bichos, cosas. Captando el inarticulado secreto de las cosas.
Inventando un ser solitario, en el vértigo de imaginaciones espontáneas como un gas que se escapa.
Gato, leyó en el silencio de su propia boca. En la palabra no
cabe el gato, toda la verdad de un gato. Aquel de allí, ocioso, lento,
emoliente, encima del muro. Las cosas aceptan la incomprensión de
un nombre que no está lleno de ellas. Pero el animal necesita un
nombre razonable: como rinoceronte, o jirafa si tuviese una sílaba
más en la que le cupiese el largo pescuezo. Jirarafa, jirafafa. Monerías, gatimono. Falta un nombre largo felino y peludo, ronroneante
de adormecidas astucias. El pisa-blando, los dos lados de un gato.
Patitas a un lado, patitas al otro, leve, muy levemente para no lastimar el silencio de fieltro de las manos enguantadas.
El pelo del gato para ser peinado. Limpito, el caliente contacto
de la mano en el lomo, corcoveante y nudoso a la caricia. El charquito de leche en el plato y la lengua secreta, ágil. La carnada de
gatos, los trémulos hijuelos de ojos cerrados. El ovillo, la bola de
papel; el niño y el gato jugando. Gato lúdico. El gatorro, más felino
que el perro canino. Gato persa, gatoachís: el estornudo del gato
de ojos orientales. Gato con botas, las aristocráticas zapatillas del
gato. La maña del gato, gatimaña: tuvo en secreto una gata juiciosa
llamada Alemana.
Encima del muro, el gato recibió el aviso de la presencia del niño.
Onduló suavemente algunos pasos denunciados tan sólo por la
blanda palanca de las ancas. Pasos irreales encima del muro erizado
de cachos de vidrio. Y el niño sosaina, quietecito, conspirando en el
corral acomodado al silencio de todas las cosas.
Al mirarse, el niño suspendió la respiración, amenazando de
asfixia a todo cuanto a su alrededor respiraba con él, en un sólo
sistema pulmonar. El translúcido manto de calma sobre el claustro
de los corrales. El corazón del niño latiendo bajito. El gato mirando
al niño nacer vegetalmente del suelo, como árbol desarmado e inofensivo. La ignorancia, la inocencia de los vegetales.
El aire de enfado, de sabelotodo del gato: la línea de la boca
imperceptible, los bigotes agresivos, tensos por costumbre. Las orejas
acústicas. El rabo desgarbado, pero alerta como un timón. El hociquillo embutido en la cara seria y grave. La película de los ojos reverberando como laguitos al sol. Ni un movimiento en la estatua
viva de un gato. Garras y presas remotas, antiguas.
Niño y gato ronroneando en armonía con la púdica intimidad
del corral. Muro, niño, cachos de vidrio, gato, árbol, sol y cielo azul:
el milagro de la comunicación perfecta. La comunión del interior de
un mismo barco. Lo que existe aquí ahora, codo con codo, navegando. La confidencia esencial pronta a manifestarse y siempre retrasada. Y nunca. El gato, el niño, las cosas: la vida túmida y solidaria.
El terco secreto sin habla posible. Del muro al niño, de la piedra al
gato: como el árbol y la sombra del árbol.
El gato vio pálido al niño. El susto de dos seres que se atacan
tan sólo por defenderse. Por existir y, no siendo uno, esquivarse.
Cuatro ojos luminosos, y todas las cosas opacas por testigo. El estúpido muro coronado de cachos de vidrio. El niño sentado, tramando
una posición más práctica. El gato de pie, vigilantemente cuadrúpedo
y, en el atento equilibrio, la centella felina. Su íntimo compromiso
de astucia.
El niño revocó el deseo de cualquier gesto. Gaturufo, inventó
el niño en una traicionera tentativa de alianza y amistad. El gato,
preparado para la fuga, indagaba. Repelía. Interrogaba el momento
de la ruptura como un golpe que despierta de la hipnosis. Dio tres
pasos de terciopelo y se detuvo, estirando las patas traseras, las patas
delanteras en la inminencia de un bote ¿hacia dónde? Un salto
acrobático sobre un ratón ancestral, inexistente.
Durante un momento, fue como si el cielo se descolgase desde su
azul: dos tortolillas descendieron vertiginosas al suelo. Pellizcaron
livianas un granito de nada y de nuevo cortaron el aire excitadas,
alejándose.
El niño forcejeando por nombrar al gato, por descifrarlo. El
gato, más semejante a todos los gatos que a sí mismo. Imposible
cualquier clase de intercambio: gato y niño no caben en un solo
corral. Un muro permanente entre el niño y el gato. Entre todos los
seres emparedados, el muro. La divisa, el límite. El odioso mundo
del exterior del niño, todo lo que es enemigo.
Ningún rumor de alas; todas cerradas. Ningún rumor.
Ah, la ballesta lejana, suspira el niño en su más escondido silencio. Y el gato consulta con la lengua los colmillos olvidados, pero
afilados. Todos los músculos preparados, electrizados. Las garras
despiertas, arañando el muro entre dos abismos.
El gato, el blanco: la pedrada pasó silbando por encima del
muro. El gato corrió elástico y cauteloso, se detuvo un segundo y se
precipitó al otro lado, al corral vecino. Esquivó las piedras y el peligroso desafío de dos seres midiéndose, se escabulló por debajo del
emparrado, medio derretido bajo el sol.
El tiro al blanco sin blanco. La pedrada sin el gato. Como un
puñetazo en el aire: la violencia que no concluye, que se pierde
en el vacío. Desde lo alto del muro, el niño escudriña el corral
vecino. En la inmensa prisión del cielo azul flotan distantes las
manchas negras de los urubúes. El baile de las alas sueltas al calor
de los vientos de las alturas.
El niño pisó con el talón la procesión de hormigas asustadas.
Sólo entonces notó que le escurría de la rodilla desollada un hilillo
de sangre. Salió cojeando por el portón, ganó el patinillo del fondo
de la casa. La planta de los pies en las piedras lisas y calientes. Al
pasar el niño, una gallina sacudió en el aire pesado su algazara
histérica.
La casa sin aparente presencia humana.
Se agarró a la ventana, escaló el primer muro, el segundo, y
alcanzó el tejado. Andaba descalzo sobre el barro resbaladizo de
las tejas oscuras, asegurando el peso enfadoso del cuerpo como quien
retiene la respiración. El refugio debajo del depósito del agua, la
fresca acogida de la sombra. En el depósito, el agua borboteante en
una bocanada de aire. Apartó el ladrillo de la columna e introdujo
la mano: canicas, el cortaplumas robado, dos caracoles con las babosas de la víspera. El misterio. Personal, vedado a los demás. Un
papel de platilla, el todavía perfume de la pastilla de jabón. La estampa de San José, recuerdo de la Primera Comunión.
Apoyado en los codos, el niño cogió una cochinilla que se encogió
hermética. La cochinilla impenetrable, en la palma de la mano. Y el
súbito silencio del depósito, harto, saciada su sed.
Del otro lado de la ciudad partieron solemnes cuatro campanadas
del reloj de la catedral. El niño miró la esfera indiferente del cielo
azul, sin nubes. El mundo es redondo, Dios es redondo, todo secreto
es redondo. Las achaparradas, dándose las espaldas, los corrales repitiéndose en la modorra de la misma tarde sin fecha.
Hasta que localizó debajo, enroscado a la sombra, junto al tanque: un gato. Durmiendo, la cara escondida entre las patas, el rabo
invisible. Amarillo, manchado de blanco a un lado de la cabeza: era
un gato. Bajo su puntería. Encima del muro o durmiendo, rayado
o amarillo, todos los gatos, hoy o mañana, son el mismo gato. El
gato eterno.
El niño agarró el ladrillo con que vedaba la entrada del misterio.
Allí abajo —blanco fácil— el gato dormía tranquilo su ociosa
siesta. Acertar pendularmente en la cabeza mal adivinada en el pequeño lío felino, jadeante. Gato, gato, gato: lento bicho soñoliento
¿para descifrar o para despertar?
Para matar. El ladrillo partió certero y deshizo con estruendo
la tranquila rodilla de trapos del gato. Las silenciosas patitas enguantadas se descompensaron del susto, de la sorpresa del ataque
gratuito, con el estertor de la muerte. La muerte inesperada. La
elegancia deshecha, el gato convulso torciendo las patas, demolida
su arquitectura. Las siete vidas vencidas por la brutal desarmonía de
la muerte. La cabeza súbitamente aplastada, sucia de sangre y ladrillo. Los colmillos inútiles, mostrándose en la boca entreabierta.
El gato fuera del gato, tan sólo el cuerpo del gato. La inmovilidad
sin la viva presencia inmóvil del sueño. El gato sin lo que en él
es gato. La muerte, que es la ausencia de gato en el gato. Gatocosa
entre las cosas. Grato para olvidar, tal vez para enterrar. Para pudrirse.
El silencio de la tarde invariable. El impenetrable muro entre
el niño y todo lo que no es niño. La ciudad, las cosas, los corrales,
la densa copa del mango de hojas rojizas. El inalcanzable cielo
azul.
Encima del muro, indiferente a los cachos de vidrio, un gato
—otro gato, el siempregato— se llevaba a la casa vecina el tedio
de un mundo impenetrable. El viento caliente que desgreñó al bochorno trajo de lejos, de otros corrales, victorioso canto de un gallo.
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