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CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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- Mensaje n°241
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Y no olvidar, al comenzar el trabajo, el estar preparada para equivocarme. No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha y, si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Mas siempre sentí miedo del delirio y del error. Mi error, no obstante, debía de ser el camino de una verdad, pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la 'verdad' fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño.
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°242
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le habíadado un hogar sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con lasorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre deverdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña comouna enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad sevivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quientrabaja: con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar yaestaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada que muchas veces habíaconfundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, unavida de adulto. Así lo quiso ella y así lo había escogido.
Del cuento Amor.
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°243
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Por el momento estoy inventando tu presencia, como un día tampoco sabré aventurarme a morir sola, morir es el mayor ries- go, no sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la primera ausencia de mí; también en esa hora última y tan primera inventaré tu presencia desconocida y contigo co- menzaré a morir hasta que pueda aprender sola a no existir, y entonces te liberaré.
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°244
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Las astucias de doña Frozina
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
-También, con ese dinero esmirriado…
Eso es lo que la viuda doña Frozina dice del montepío. Pero da para comprar Leche de Rosas y tomar verdaderos baños con el líquido lechoso. Dicen que su piel es espectacular. Usa desde joven el mismo producto y tiene olor de madre.
Es muy católica y vive en las iglesias. Todo eso oliendo a Leche de Rosas. Como una niña. Quedó viuda a los veintinueve años. Y desde entonces, nada de hombres. Viuda a la moda antigua. Severa. Sin escote y siempre con mangas largas.
-Doña Frozina, ¿cómo pudo arreglárselas sin un hombre? -me gustaría preguntarle.
La respuesta sería:
-Astucias, hija mía, astucias.
Dicen de ella: mucha gente joven no tiene su espíritu. Está en casa desde los setenta, la excelentísima señora doña Frozina. Es buena suegra y óptima abuela. Fue buena paridera. Y continuó fructificando. A mí me gustaría tener una conversación seria con doña Frozina.
-Doña Frozina, ¿usted tiene algo que ver con doña Flor y sus tres maridos?
-¡Qué dice, amiga mía, qué pecado! Soy viuda virgen, hija mía.
Su marido se llamaba Epaminondas, y de apellido, Mozo.
Oiga, doña Frozina, hay nombres peores que el suyo. Conozco a una que se llama Flor de Lis, y como encontraron malo el nombre, le dieron un apellido peor: Minhora. Casi Manías. ¿Y aquellos padres que llamaron a sus hijos Brasil, Argentina, Colombia, Bélgica y Francia? Por lo menos, usted escapó de ser un país. La señora y sus astucias. «Se gana poco -dice-, pero es divertido.»
¿Divertido? ¿Entonces no conoce el dolor? ¿Fue evitando el dolor, por la vida? Sí, señora, con mis astucias lo fui evitando.
Doña Frozina no bebe Coca-cola. Le parece demasiado moderno.
-¡Pero todo el mundo la bebe!
-¡Por Dios! Parece insecticida para cucarachas, Dios me libre y me guarde.
Pero si le encuentra gusto a insecticida es porque ya la probó.
Doña Frozina usa el nombre de Dios más de lo que debiera. No se debe usar el nombre de Dios en vano. Pero con ella no va, esa ley.
Y ella se agarra a los santos. Los santos ya están hartos de ella, de tanto que abusa. De «Nuestra Señora» ni hablar; la madre de Jesús no tiene sosiego. Y, como viene del Norte, vive diciendo: «¡Virgen María!» a cada espanto. Y son muchos sus espantos de viuda ingenua.
Doña Frozina rezaba todas las noches. Hacía una oración para cada santo. Pero entonces ocurrió el desastre: se durmió en el medio.
-Doña Frozina, ¡qué horrible, dormirse en medio del rezo y dejar a los santos esperando!
Ella contestó con un gesto de la mano de despreocupación:
-Ah, hija, que cada uno coja el suyo.
Tuvo un sueño muy raro: soñó que veía al Cristo del Corcovado (¿dónde estaban los brazos abiertos?; estaban bien cruzados) y el Cristo estaba fastidiado, como si dijera: ustedes arréglense, yo estoy harto. Era un pecado, ese sueño.
Doña Frozina, llena de astucias. Quédese con su Leche de Rosas, «Io me ne vado». (¿Es así como se dice en italiano cuando alguien se quiere ir?)
Doña Frozina, excelentísima señora, quien está harta de usted soy yo. Adiós, pues. Me dormí en medio del rezo.
P.S. Busque en el diccionario lo que quiere decir manigancas. Pero le adelanto el trabajo.
MANIGANÇA: prestidigitación, maniobra misteriosa, artes de impostura. (Del Pequeño Diccionario Brasileño de la Lengua portuguesa.)
Un detalle antes de acabar:
Doña Frozina, cuando era pequeña, allá, en Sergipe, comía agachada detrás de la puerta de la cocina. No se sabe por qué.
Eso es lo que la viuda doña Frozina dice del montepío. Pero da para comprar Leche de Rosas y tomar verdaderos baños con el líquido lechoso. Dicen que su piel es espectacular. Usa desde joven el mismo producto y tiene olor de madre.
Es muy católica y vive en las iglesias. Todo eso oliendo a Leche de Rosas. Como una niña. Quedó viuda a los veintinueve años. Y desde entonces, nada de hombres. Viuda a la moda antigua. Severa. Sin escote y siempre con mangas largas.
-Doña Frozina, ¿cómo pudo arreglárselas sin un hombre? -me gustaría preguntarle.
La respuesta sería:
-Astucias, hija mía, astucias.
Dicen de ella: mucha gente joven no tiene su espíritu. Está en casa desde los setenta, la excelentísima señora doña Frozina. Es buena suegra y óptima abuela. Fue buena paridera. Y continuó fructificando. A mí me gustaría tener una conversación seria con doña Frozina.
-Doña Frozina, ¿usted tiene algo que ver con doña Flor y sus tres maridos?
-¡Qué dice, amiga mía, qué pecado! Soy viuda virgen, hija mía.
Su marido se llamaba Epaminondas, y de apellido, Mozo.
Oiga, doña Frozina, hay nombres peores que el suyo. Conozco a una que se llama Flor de Lis, y como encontraron malo el nombre, le dieron un apellido peor: Minhora. Casi Manías. ¿Y aquellos padres que llamaron a sus hijos Brasil, Argentina, Colombia, Bélgica y Francia? Por lo menos, usted escapó de ser un país. La señora y sus astucias. «Se gana poco -dice-, pero es divertido.»
¿Divertido? ¿Entonces no conoce el dolor? ¿Fue evitando el dolor, por la vida? Sí, señora, con mis astucias lo fui evitando.
Doña Frozina no bebe Coca-cola. Le parece demasiado moderno.
-¡Pero todo el mundo la bebe!
-¡Por Dios! Parece insecticida para cucarachas, Dios me libre y me guarde.
Pero si le encuentra gusto a insecticida es porque ya la probó.
Doña Frozina usa el nombre de Dios más de lo que debiera. No se debe usar el nombre de Dios en vano. Pero con ella no va, esa ley.
Y ella se agarra a los santos. Los santos ya están hartos de ella, de tanto que abusa. De «Nuestra Señora» ni hablar; la madre de Jesús no tiene sosiego. Y, como viene del Norte, vive diciendo: «¡Virgen María!» a cada espanto. Y son muchos sus espantos de viuda ingenua.
Doña Frozina rezaba todas las noches. Hacía una oración para cada santo. Pero entonces ocurrió el desastre: se durmió en el medio.
-Doña Frozina, ¡qué horrible, dormirse en medio del rezo y dejar a los santos esperando!
Ella contestó con un gesto de la mano de despreocupación:
-Ah, hija, que cada uno coja el suyo.
Tuvo un sueño muy raro: soñó que veía al Cristo del Corcovado (¿dónde estaban los brazos abiertos?; estaban bien cruzados) y el Cristo estaba fastidiado, como si dijera: ustedes arréglense, yo estoy harto. Era un pecado, ese sueño.
Doña Frozina, llena de astucias. Quédese con su Leche de Rosas, «Io me ne vado». (¿Es así como se dice en italiano cuando alguien se quiere ir?)
Doña Frozina, excelentísima señora, quien está harta de usted soy yo. Adiós, pues. Me dormí en medio del rezo.
P.S. Busque en el diccionario lo que quiere decir manigancas. Pero le adelanto el trabajo.
MANIGANÇA: prestidigitación, maniobra misteriosa, artes de impostura. (Del Pequeño Diccionario Brasileño de la Lengua portuguesa.)
Un detalle antes de acabar:
Doña Frozina, cuando era pequeña, allá, en Sergipe, comía agachada detrás de la puerta de la cocina. No se sabe por qué.
FIN
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o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
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- Mensaje n°245
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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- Mensaje n°246
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
En cada palabra late un corazón. Escribir es esa búsqueda de la veracidad íntima de la vida. Vida que me molesta y deja a mi propio corazón trémulo el dolor incalculable que parece necesario para mi maduración: ¿maduración? ¡Hasta ahora he vivido sin madurar!
Sí. Pero parece que ha llegado el momento de aceptar de lleno la vida misteriosa de los que un día morirán. Tengo que comenzar por aceptarme y no sentir el horror punitivo del cada vez que caigo, pues cuando caigo la raza humana cae también conmigo.
Un soplo de vida.
Sí. Pero parece que ha llegado el momento de aceptar de lleno la vida misteriosa de los que un día morirán. Tengo que comenzar por aceptarme y no sentir el horror punitivo del cada vez que caigo, pues cuando caigo la raza humana cae también conmigo.
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- Mensaje n°247
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector: Felicidad clandestina
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"Pero qué talento tenía para la crueldad. Toda ella era pura venganza, chupando ruidosamente los caramelos. Cómo debía odiarnos esa chica, a nosotras, que éramos imperdonablemente bonitas, esbeltas, altas, de cabellos sueltos"
Felicidad clandestina es uno de los [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] en la [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] de la editorial Siruela, que recoge la obra completa de la formidable escritora brasileña
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compartir contigo sol y luna,
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- Mensaje n°248
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Ruido de pasos
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposa.
Esa señora tenía el deseo irreprimible de vivir. El deseo se sustentaba cuando iba a pasar los días a una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposa que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó, avergonzada, con la cabeza baja:
—¿Cuándo se pasa esto?
—¿Pasa qué, señora?
—Esta cosa.
—¿Qué cosa?
—La cosa —repitió—. El deseo de placer —dijo finalmente.
—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
—¡Pero ya tengo ochenta y un años de edad!
—No importa, señora. Eso es hasta morir.
—Pero ¡esto es el infierno!
—Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso? ¿Esa falta de vergüenza?
—¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
El médico la miró con piedad.
—No hay remedio, señora.
—¿Y si yo pagara?
—No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
—¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.
Esa señora tenía el deseo irreprimible de vivir. El deseo se sustentaba cuando iba a pasar los días a una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposa que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó, avergonzada, con la cabeza baja:
—¿Cuándo se pasa esto?
—¿Pasa qué, señora?
—Esta cosa.
—¿Qué cosa?
—La cosa —repitió—. El deseo de placer —dijo finalmente.
—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
—¡Pero ya tengo ochenta y un años de edad!
—No importa, señora. Eso es hasta morir.
—Pero ¡esto es el infierno!
—Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso? ¿Esa falta de vergüenza?
—¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
El médico la miró con piedad.
—No hay remedio, señora.
—¿Y si yo pagara?
—No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
—¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.
FIN
“Ruido de pasos”,
El viacrucis del cuerpo, 1974
El viacrucis del cuerpo, 1974
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Y no olvidar, al comenzar el trabajo, el estar preparada para equivocarme. No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha y, si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Mas siempre sentí miedo del delirio y del error. Mi error, no obstante, debía de ser el camino de una verdad, pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la 'verdad' fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño.
La pasión según G.H.
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- Mensaje n°250
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Mejor que arder
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
FIN
“Melhor do que arder”,
El viacrucis del cuerpo, 1974
El viacrucis del cuerpo, 1974
* Cilicio: Faja de cerdas o cadenillas de hierro con puntas, que se lleva ceñida al cuerpo para mortificación.
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
El hechizo irresistible de Clarice Lispector
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]MIGUEL LORENCI
Hay quien sitúa los cuentos de Clarice Lispector (Ucrania 1920 - Río de Janeiro, 1977) a la altura de los de Chéjov o Kafka. Nunca antes se habían reunido en un sólo volumen los 84 relatos que firmó y que Siruela publica bajo el título de 'Todos los cuentos'. Será todo un hito ante una nueva edición de 'La hora de Clarice', el evento internacional que homenajea cada año a la enigmática y elegante escritora brasileña en el día de su nacimiento y que se celebra mañana, 10 de diciembre.
«Clarice Lispector procedía de un misterio y regresó a otro», resumió su vida el gran poeta brasileño Drummond de Andrade en 1977, cuando la autora murió con 56 años, devastada por un cáncer. «Soy tan misteriosa que ni yo misma me entiendo», había dicho de sí misma una escritora tan rara como seductora. Una atractiva y esquiva mujer que llegó «a las tinieblas del alma» en una obra elegante y cargada de hechizo que se ha conectado con Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Los mismos compatriotas que en vida le dieron la espalda y cuestionaron su «brasileñidad» hoy la idolatran y devoran sus libros. Hay acuerdo en que la narrativa breve es lo más rico y acabado de la obra de Lispector. Unos cuentos que «hechizan» según Bejamim Moser, su biógrafo y prologuista de unos cuentos en los que laten sus inquietudes vitales: el impacto de la realidad cotidiana, lo efímero del fulgor poético, o los eternos interrogantes sobre la identidad femenina y la condición humana.
Reconocida como una de las más poderosa voces literarias del siglo XX -«lo que Kafka habría sido de ser mujer», según la escritora francesa Hélène Cixoux- su figura y su legado irradian hoy el mismo magnetismo que en 1941 cautivó a los lectores de su primer cuento. «Cuidado con Clarice: eso no es literatura, es brujería», advertía un amigo a una lectora.
Sus relatos iluminan 'La hora de Clarice', que cada 10 de diciembre celebra su genio
Nacida en Tchetchelnik, una remota aldea de Ucrania, Chaya Pinkhasovna Lispector llegó a Brasil con dos meses. Sus padres huían de los salvajes progromos que aniquilaron a cientos de miles de judíos. Ella cambió su nombre hebreo -Chaya, que quiere decir vida- por el de Clarice y se ganó la vida como periodista de moda y belleza. Madre de dos hijos, esposa de diplomático, su impenetrable mundo interior trata de emerger en una obra hermética para muchos y «compleja y fascinante» para su biógrafo, que la define con 'Una Chéjov femenina en las playas de Guanabara».
Sus admiradores y detractores la identificaban como 'La esfinge'. Quienes la trataron dicen que su mirada, profunda e intimidante, como la de Picasso, acentuaba su exótica e inquietante belleza. «Parecía una loba fascinante», escribió otro poeta, Ferreira Gullar. Como «una persona extraña que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf», la evoca el traductor Gregory Rabassa.
«La leeremos dentro de 200 años, cuando hayamos olvidado a todos los bestsellers que venden hoy millones de libros», asegura Moser, autor de 'Por qué este mundo', la primera y quizá definitiva biografía de la enigmática, legendaria y misteriosa narradora. «Desde la promesa adolescente hasta la seguridad de la madurez o a la implosión de una artista a medida que se acerca a la muerte, descubrimos una figura más grande que la suma de sus obras individuales», asegura Moser en el prólogo.
Concedió Lispector una única entrevista a la televisión en una vida que protegió con un caparazón de misterio que le granjeó toda clase de animadversiones. «Para unos era comunista, para otros de derecha; la tildaron de lesbiana y hasta corrió el rumor de que era un hombre», destaca su biógrafo. Hoy reina en la literatura brasileña, es un icono en las redes sociales y va camino de convertirse en un mito literario global.
Fallecida hace 41 años, la leyenda de la autora de 'Cerca del corazón salvaje' no deja de agigantarse. Aquella primera novela dejo atónita a la intelectualidad brasileña. Tenía 21 años y pasó en nada de joven promesa a perfilarse como una de las más grandes renovadoras de las letras brasileñas.
«La literatura no es literatura; es vida, es vivir», sostenía Lispector. Y lo demostró en títulos como 'La pasión según G.H.', 'Agua viva', 'La ciudad sitiada', 'La manzana en la oscuridad' o 'Un soplo de vida'. Y sobre todo con 'La hora de la estrella', publicado poco antes de su muerte, el 9 de diciembre de 1977, y que abrió el camino hacia la universalización de su obra.
«Siempre ha habido un secta de «claricianos» y yo no soy su único sacerdote», ironiza Benjamin Moser, que desentrañó en su biografía los secretos de una extraordinaria dama de la literatura contemporánea. «No pertenezco a nada ni a nadie», decía de sí misma un escritora que «transformó su lucha personal como mujer en una obra de resonancia universal», según Moser.
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Los cuentos de la enigmática escritora brasileña, reunidos por primera vez en un único volumen | Sus relatos iluminan 'La hora de Clarice' que cada 10 de diciembre celebra su genio
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Hay quien sitúa los cuentos de Clarice Lispector (Ucrania 1920 - Río de Janeiro, 1977) a la altura de los de Chéjov o Kafka. Nunca antes se habían reunido en un sólo volumen los 84 relatos que firmó y que Siruela publica bajo el título de 'Todos los cuentos'. Será todo un hito ante una nueva edición de 'La hora de Clarice', el evento internacional que homenajea cada año a la enigmática y elegante escritora brasileña en el día de su nacimiento y que se celebra mañana, 10 de diciembre.
«Clarice Lispector procedía de un misterio y regresó a otro», resumió su vida el gran poeta brasileño Drummond de Andrade en 1977, cuando la autora murió con 56 años, devastada por un cáncer. «Soy tan misteriosa que ni yo misma me entiendo», había dicho de sí misma una escritora tan rara como seductora. Una atractiva y esquiva mujer que llegó «a las tinieblas del alma» en una obra elegante y cargada de hechizo que se ha conectado con Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Los mismos compatriotas que en vida le dieron la espalda y cuestionaron su «brasileñidad» hoy la idolatran y devoran sus libros. Hay acuerdo en que la narrativa breve es lo más rico y acabado de la obra de Lispector. Unos cuentos que «hechizan» según Bejamim Moser, su biógrafo y prologuista de unos cuentos en los que laten sus inquietudes vitales: el impacto de la realidad cotidiana, lo efímero del fulgor poético, o los eternos interrogantes sobre la identidad femenina y la condición humana.
Reconocida como una de las más poderosa voces literarias del siglo XX -«lo que Kafka habría sido de ser mujer», según la escritora francesa Hélène Cixoux- su figura y su legado irradian hoy el mismo magnetismo que en 1941 cautivó a los lectores de su primer cuento. «Cuidado con Clarice: eso no es literatura, es brujería», advertía un amigo a una lectora.
Sus relatos iluminan 'La hora de Clarice', que cada 10 de diciembre celebra su genio
Nacida en Tchetchelnik, una remota aldea de Ucrania, Chaya Pinkhasovna Lispector llegó a Brasil con dos meses. Sus padres huían de los salvajes progromos que aniquilaron a cientos de miles de judíos. Ella cambió su nombre hebreo -Chaya, que quiere decir vida- por el de Clarice y se ganó la vida como periodista de moda y belleza. Madre de dos hijos, esposa de diplomático, su impenetrable mundo interior trata de emerger en una obra hermética para muchos y «compleja y fascinante» para su biógrafo, que la define con 'Una Chéjov femenina en las playas de Guanabara».
La esfinge
Sus admiradores y detractores la identificaban como 'La esfinge'. Quienes la trataron dicen que su mirada, profunda e intimidante, como la de Picasso, acentuaba su exótica e inquietante belleza. «Parecía una loba fascinante», escribió otro poeta, Ferreira Gullar. Como «una persona extraña que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf», la evoca el traductor Gregory Rabassa.
«La leeremos dentro de 200 años, cuando hayamos olvidado a todos los bestsellers que venden hoy millones de libros», asegura Moser, autor de 'Por qué este mundo', la primera y quizá definitiva biografía de la enigmática, legendaria y misteriosa narradora. «Desde la promesa adolescente hasta la seguridad de la madurez o a la implosión de una artista a medida que se acerca a la muerte, descubrimos una figura más grande que la suma de sus obras individuales», asegura Moser en el prólogo.
Concedió Lispector una única entrevista a la televisión en una vida que protegió con un caparazón de misterio que le granjeó toda clase de animadversiones. «Para unos era comunista, para otros de derecha; la tildaron de lesbiana y hasta corrió el rumor de que era un hombre», destaca su biógrafo. Hoy reina en la literatura brasileña, es un icono en las redes sociales y va camino de convertirse en un mito literario global.
Fallecida hace 41 años, la leyenda de la autora de 'Cerca del corazón salvaje' no deja de agigantarse. Aquella primera novela dejo atónita a la intelectualidad brasileña. Tenía 21 años y pasó en nada de joven promesa a perfilarse como una de las más grandes renovadoras de las letras brasileñas.
«La literatura no es literatura; es vida, es vivir», sostenía Lispector. Y lo demostró en títulos como 'La pasión según G.H.', 'Agua viva', 'La ciudad sitiada', 'La manzana en la oscuridad' o 'Un soplo de vida'. Y sobre todo con 'La hora de la estrella', publicado poco antes de su muerte, el 9 de diciembre de 1977, y que abrió el camino hacia la universalización de su obra.
«Siempre ha habido un secta de «claricianos» y yo no soy su único sacerdote», ironiza Benjamin Moser, que desentrañó en su biografía los secretos de una extraordinaria dama de la literatura contemporánea. «No pertenezco a nada ni a nadie», decía de sí misma un escritora que «transformó su lucha personal como mujer en una obra de resonancia universal», según Moser.
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o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
La palabra visionaria
por [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Un soplo de vida (Pulsaciones)
CLARICE LISPECTOR
Siruela, Madrid, 160 págs.
Trad. de Mario Merlino
En 1953, una jovencísima Clarice Lispector había publicado Cerca del corazón salvaje. Se trataba de un texto insólito porque era una novela psicológica, femenina y urbana, construida sobre el monólogo interior y de la que había prácticamente desaparecido la trama. Con esta obra Clarice Lispector marcaba ya lo que iba a ser el territorio de su originalidad en ese mundo masculino que era la literatura brasileña, frecuentemente dominada por la narrativa de un mundo rural donde gobernaba una naturaleza desmesurada dominada por un sol de justicia. Frente a toda la narrativa del «sertão» ella aportaría una mirada de mujer, una mirada urbana y una mirada contemporánea.
Clarice Lispector hincó en el mundo su mirada de mujer inteligente –esta es una precisión necesaria– capaz de captar las mínimas sensaciones, los mínimos detalles y de saber que nada, por pequeño o banal que parezca, carece de importancia. El mundo de lo cotidiano, de lo sin historia, que ha sido durante siglos el mundo de la mujer, puede proporcionar innumerables sorpresas, basta con saber mirar y entender esos signos de una realidad subyacente. Las mujeres de Clarice pueden hablar en tono mayor, alcanzar el fondo de todos los pozos, pero van a la compra, componen fruteros, llaman al fontanero y dominan también todos los resortes del tono menor.
En toda su obra, en novelas como La pasión según G. H., Aprendizaje o El libro de los placeres y La hora de la estrella, en volúmenes de cuentos como Lazos de familia, Silencio o Felicidad clandestina, o en textos de dificilísima clasificación genérica como el magistral Un soplo de vida (Pulsaciones), recientemente publicado por Siruela, en una magnífica traducción de Mario Merlino, encontramos esa observación meticulosa, representación de una manera de mirar –y de ver– el mundo.
Clarice Lispector, hija de judíos rusos, nació en Tchetchelnik (Ucrania), en 1925, cuando sus padres ya habían decidido emigrar. Con dos meses llegó a Alagoas y poco tiempo después la familia se trasladó a Recife. A partir de 1937 se instaló en Río de Janeiro donde cursó estudios de Derecho. Entre 1944 y 1960 vivió largas temporadas en el extranjero acompañando a su marido en sus destinos como diplomático en Nápoles, Berna y EEUU. Un cáncer terminó con su vida en 1977. Datos secos de una biografía externa que no nos guía para adentrarnos en su obra, más bien nos entorpece, porque no nos sirve para comprender a esta mujer que fue, como Fernando Pessoa decía de su heterónimo Álvaro de Campos: «un ovillo enrollado hacia dentro». Olga Borelli recogió de la propia Clarice el siguiente programa de vida: «Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio» 1. En esa busca desesperada del amor y del lenguaje podemos encontrar más elementos para interpretar su obra que en la exacta cronología de su biografía.
La obra de Clarice Lispector es una constante reflexión sobre el lenguaje y sobre todo, sobre los límites de la palabra y sobre la tentación del silencio. La palabra debe traducir el misterio y lo que carece de nombre, debe ser capaz de fijar el instante y el acto mínimo que está en el origen de todo. Encontramos así alguno de los motivos recurrentes de su obra: la mirada, a la vez visionaria e implacable, la consagración del instante y la importancia de lo aparentemente banal. Sobre su conciencia de los límites de la palabra Clarice Lispector fue muy explícita: «La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno»2.
La reflexión sobre el lenguaje es, pues, uno de los ejes de la obra de la escritora brasileña y también lo es de su último libro, Un soplo de vida (Pulsaciones), escrito entre 1974 y 1977 y publicado póstumamente en 1978. En el momento de su muerte Clarice Lispector, transmutada en narrador masculino –el Autor–, «insufla» la vida en un personaje (femenino), Ángela Pralini. Este «Autor» interpuesto establece con su personaje un diálogo imposible que estructura el libro como una pieza musical, en que dos instrumentos tocan juntos sin jamás mezclarse.
Todo un entramado de juegos entre autor real, autor ficticio y personaje en el cual un lector español podrá encontrar reminiscencias del Quijote y, sobre todo, de Niebla: «Ángela no sabe que es personaje y, quién sabe, tal vez yo sea también personaje de mí mismo» (p. 27).
Juegos narrativos, espejos y cajas con resortes ocultos, que se unen a sus últimas reflexiones sobre la escritura. También ahora escribir es para Clarice una forma de salvación: «escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21), pero también una condena, porque escribir es peligroso, es entrar en contacto con otra realidad y en ese estado de trance ver más allá de la apariencia: «Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. [...] Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo» (p. 15). Escribir es, pues, colocarse en el vacío a partir de la intuición, la escritura no es un proceso intelectual para Clarice Lispector aunque el resultado sea una prosa altamente intelectualizada.
Y siempre la lucha entre la necesidad de expresión y la tentación del silencio, tan fuerte en todas sus obras. Sabemos muy bien que la mística es inefable, pero también el lenguaje, después de un cierto límite, entra en el reino de lo sin nombre. Las palabras deben ser capaces de congelar aquel instante al que se pueda decir –como en el deseo de Fausto– «¡Detente, eres tan bello!». Para llegar a esto es imprescindible un rigor extremo. Es preciso, pues, crear una escritura que pueda fundir en palabras la iluminación del instante, una escritura fragmentaria, en que ninguna metáfora-cliché puede sobrevivir, porque sólo la imagen virgen, la asociación más insólita, la palabra que ha sido vaciada de todo su sentido anterior, de su servidumbre de la realidad aparente, puede alcanzar la consagración del instante. Pero no es posible inventar lo que no existe. El trabajo debe ser hecho con el lenguaje que tenemos, Clarice Lispector no crea palabras nuevas, retuerce las ya existentes hasta el límite de sus posibilidades.
Este debate sobre los límites de la palabra evoluciona en sus últimas obras –La hora de la estrella y Un soplo de vida (Pulsaciones)– hacia un debate sobre el fracaso del lenguaje. En Aprendizaje oEl libro de los placeres, novela de 1969, aún leemos una consideración optimista: «Nosotros los que escribimos, apresamos en la palabra humana, escrita o hablada, un gran misterio que no quiero revelar con mi raciocinio porque es frío» (Siruela, 1994, p. 83). En 1977, el año de su muerte, escribe en Un soplo de vida: «Querría escribir un libro. Pero ¿dónde están las palabras? Se agotaron los significados. Nos comunicamos como sordomudos con las manos [...]» (p. 14), y en La hora de la estrella –también de 1977– el pesimismo es aún mayor: «Estoy absolutamente cansado de la literatura; sólo la mudez me hace compañía. Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la palabra en la oscuridad» (Siruela, 2000, p. 66).
La escritura se convierte así en la última catarsis frente a la muerte próxima, esa muerte que planea sobre este libro paradójicamente titulado Un soplo de vida en el que leemos frases que contienen toda la angustia existencial del ser humano: «En la hora de mi muerte ¿qué haré? Enseñadme cómo se muere. Yo no lo sé» (p. 152). Ahora bien, la paradoja es sólo aparente, porque, a través de esa escritura que como una música (elemento referencial constante) va directa a la esencia del alma, la autora obtiene una liberación que es el último «soplo de vida»: «Cuidarse para no morir. No obstante, ya estoy en el futuro.
Ese futuro mío que será para vosotros el pasado de un muerto. [...] escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21). Pero como siempre en su obra el deseo de la palabra corre paralelo al vértigo del silencio. Un silencio que es en definitiva la constatación del gran fracaso de la palabra y que adquiere connotaciones plenamente místicas: «–Por mi parte también me distancio de mí. Si la voz de Dios se manifiesta en el silencio, yo también me quedo silencioso. Adiós» (p. 154).
¿Cómo atreverse a seguir hablando? La lectura de un texto de Clarice Lispector es una experiencia profunda, trastornadora, verdadero antídoto contra la levedad en la que frecuentemente la literatura actual nos instala. Gracias a estas nuevas ediciones y reediciones podemos aún leer un libro que habitará nuestro interior cuando lo hayamos cerrado.
01/02/2001
1. Olga Borelli: «Liminar», en: Clarice Lispector, A Paixão segundo G. H. (Ed. Crítica, Coord. Benedito Nunes), Coleção Arquivos, Editora de Univ. de Florianópolis, 1988, pág. XXII. :leftwards_arrow_with_hook:
2. Ibídem, pág. XXIII. :leftwards_arrow_with_hook:
por [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Un soplo de vida (Pulsaciones)
CLARICE LISPECTOR
Siruela, Madrid, 160 págs.
Trad. de Mario Merlino
En 1953, una jovencísima Clarice Lispector había publicado Cerca del corazón salvaje. Se trataba de un texto insólito porque era una novela psicológica, femenina y urbana, construida sobre el monólogo interior y de la que había prácticamente desaparecido la trama. Con esta obra Clarice Lispector marcaba ya lo que iba a ser el territorio de su originalidad en ese mundo masculino que era la literatura brasileña, frecuentemente dominada por la narrativa de un mundo rural donde gobernaba una naturaleza desmesurada dominada por un sol de justicia. Frente a toda la narrativa del «sertão» ella aportaría una mirada de mujer, una mirada urbana y una mirada contemporánea.
Clarice Lispector hincó en el mundo su mirada de mujer inteligente –esta es una precisión necesaria– capaz de captar las mínimas sensaciones, los mínimos detalles y de saber que nada, por pequeño o banal que parezca, carece de importancia. El mundo de lo cotidiano, de lo sin historia, que ha sido durante siglos el mundo de la mujer, puede proporcionar innumerables sorpresas, basta con saber mirar y entender esos signos de una realidad subyacente. Las mujeres de Clarice pueden hablar en tono mayor, alcanzar el fondo de todos los pozos, pero van a la compra, componen fruteros, llaman al fontanero y dominan también todos los resortes del tono menor.
En toda su obra, en novelas como La pasión según G. H., Aprendizaje o El libro de los placeres y La hora de la estrella, en volúmenes de cuentos como Lazos de familia, Silencio o Felicidad clandestina, o en textos de dificilísima clasificación genérica como el magistral Un soplo de vida (Pulsaciones), recientemente publicado por Siruela, en una magnífica traducción de Mario Merlino, encontramos esa observación meticulosa, representación de una manera de mirar –y de ver– el mundo.
Clarice Lispector, hija de judíos rusos, nació en Tchetchelnik (Ucrania), en 1925, cuando sus padres ya habían decidido emigrar. Con dos meses llegó a Alagoas y poco tiempo después la familia se trasladó a Recife. A partir de 1937 se instaló en Río de Janeiro donde cursó estudios de Derecho. Entre 1944 y 1960 vivió largas temporadas en el extranjero acompañando a su marido en sus destinos como diplomático en Nápoles, Berna y EEUU. Un cáncer terminó con su vida en 1977. Datos secos de una biografía externa que no nos guía para adentrarnos en su obra, más bien nos entorpece, porque no nos sirve para comprender a esta mujer que fue, como Fernando Pessoa decía de su heterónimo Álvaro de Campos: «un ovillo enrollado hacia dentro». Olga Borelli recogió de la propia Clarice el siguiente programa de vida: «Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio» 1. En esa busca desesperada del amor y del lenguaje podemos encontrar más elementos para interpretar su obra que en la exacta cronología de su biografía.
La obra de Clarice Lispector es una constante reflexión sobre el lenguaje y sobre todo, sobre los límites de la palabra y sobre la tentación del silencio. La palabra debe traducir el misterio y lo que carece de nombre, debe ser capaz de fijar el instante y el acto mínimo que está en el origen de todo. Encontramos así alguno de los motivos recurrentes de su obra: la mirada, a la vez visionaria e implacable, la consagración del instante y la importancia de lo aparentemente banal. Sobre su conciencia de los límites de la palabra Clarice Lispector fue muy explícita: «La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno»2.
La reflexión sobre el lenguaje es, pues, uno de los ejes de la obra de la escritora brasileña y también lo es de su último libro, Un soplo de vida (Pulsaciones), escrito entre 1974 y 1977 y publicado póstumamente en 1978. En el momento de su muerte Clarice Lispector, transmutada en narrador masculino –el Autor–, «insufla» la vida en un personaje (femenino), Ángela Pralini. Este «Autor» interpuesto establece con su personaje un diálogo imposible que estructura el libro como una pieza musical, en que dos instrumentos tocan juntos sin jamás mezclarse.
Todo un entramado de juegos entre autor real, autor ficticio y personaje en el cual un lector español podrá encontrar reminiscencias del Quijote y, sobre todo, de Niebla: «Ángela no sabe que es personaje y, quién sabe, tal vez yo sea también personaje de mí mismo» (p. 27).
Juegos narrativos, espejos y cajas con resortes ocultos, que se unen a sus últimas reflexiones sobre la escritura. También ahora escribir es para Clarice una forma de salvación: «escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21), pero también una condena, porque escribir es peligroso, es entrar en contacto con otra realidad y en ese estado de trance ver más allá de la apariencia: «Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. [...] Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo» (p. 15). Escribir es, pues, colocarse en el vacío a partir de la intuición, la escritura no es un proceso intelectual para Clarice Lispector aunque el resultado sea una prosa altamente intelectualizada.
Y siempre la lucha entre la necesidad de expresión y la tentación del silencio, tan fuerte en todas sus obras. Sabemos muy bien que la mística es inefable, pero también el lenguaje, después de un cierto límite, entra en el reino de lo sin nombre. Las palabras deben ser capaces de congelar aquel instante al que se pueda decir –como en el deseo de Fausto– «¡Detente, eres tan bello!». Para llegar a esto es imprescindible un rigor extremo. Es preciso, pues, crear una escritura que pueda fundir en palabras la iluminación del instante, una escritura fragmentaria, en que ninguna metáfora-cliché puede sobrevivir, porque sólo la imagen virgen, la asociación más insólita, la palabra que ha sido vaciada de todo su sentido anterior, de su servidumbre de la realidad aparente, puede alcanzar la consagración del instante. Pero no es posible inventar lo que no existe. El trabajo debe ser hecho con el lenguaje que tenemos, Clarice Lispector no crea palabras nuevas, retuerce las ya existentes hasta el límite de sus posibilidades.
Este debate sobre los límites de la palabra evoluciona en sus últimas obras –La hora de la estrella y Un soplo de vida (Pulsaciones)– hacia un debate sobre el fracaso del lenguaje. En Aprendizaje oEl libro de los placeres, novela de 1969, aún leemos una consideración optimista: «Nosotros los que escribimos, apresamos en la palabra humana, escrita o hablada, un gran misterio que no quiero revelar con mi raciocinio porque es frío» (Siruela, 1994, p. 83). En 1977, el año de su muerte, escribe en Un soplo de vida: «Querría escribir un libro. Pero ¿dónde están las palabras? Se agotaron los significados. Nos comunicamos como sordomudos con las manos [...]» (p. 14), y en La hora de la estrella –también de 1977– el pesimismo es aún mayor: «Estoy absolutamente cansado de la literatura; sólo la mudez me hace compañía. Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la palabra en la oscuridad» (Siruela, 2000, p. 66).
La escritura se convierte así en la última catarsis frente a la muerte próxima, esa muerte que planea sobre este libro paradójicamente titulado Un soplo de vida en el que leemos frases que contienen toda la angustia existencial del ser humano: «En la hora de mi muerte ¿qué haré? Enseñadme cómo se muere. Yo no lo sé» (p. 152). Ahora bien, la paradoja es sólo aparente, porque, a través de esa escritura que como una música (elemento referencial constante) va directa a la esencia del alma, la autora obtiene una liberación que es el último «soplo de vida»: «Cuidarse para no morir. No obstante, ya estoy en el futuro.
Ese futuro mío que será para vosotros el pasado de un muerto. [...] escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar» (p. 21). Pero como siempre en su obra el deseo de la palabra corre paralelo al vértigo del silencio. Un silencio que es en definitiva la constatación del gran fracaso de la palabra y que adquiere connotaciones plenamente místicas: «–Por mi parte también me distancio de mí. Si la voz de Dios se manifiesta en el silencio, yo también me quedo silencioso. Adiós» (p. 154).
¿Cómo atreverse a seguir hablando? La lectura de un texto de Clarice Lispector es una experiencia profunda, trastornadora, verdadero antídoto contra la levedad en la que frecuentemente la literatura actual nos instala. Gracias a estas nuevas ediciones y reediciones podemos aún leer un libro que habitará nuestro interior cuando lo hayamos cerrado.
01/02/2001
1. Olga Borelli: «Liminar», en: Clarice Lispector, A Paixão segundo G. H. (Ed. Crítica, Coord. Benedito Nunes), Coleção Arquivos, Editora de Univ. de Florianópolis, 1988, pág. XXII. :leftwards_arrow_with_hook:
2. Ibídem, pág. XXIII. :leftwards_arrow_with_hook:
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Ruido de pasos
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposa.
Esa señora tenía el deseo irreprimible de vivir. El deseo se sustentaba cuando iba a pasar los días a una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposa que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó, avergonzada, con la cabeza baja:
—¿Cuándo se pasa esto?
—¿Pasa qué, señora?
—Esta cosa.
—¿Qué cosa?
—La cosa —repitió—. El deseo de placer —dijo finalmente.
—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
—¡Pero ya tengo ochenta y un años de edad!
—No importa, señora. Eso es hasta morir.
—Pero ¡esto es el infierno!
—Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso? ¿Esa falta de vergüenza?
—¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
El médico la miró con piedad.
—No hay remedio, señora.
—¿Y si yo pagara?
—No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
—¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.
Esa señora tenía el deseo irreprimible de vivir. El deseo se sustentaba cuando iba a pasar los días a una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposa que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó, avergonzada, con la cabeza baja:
—¿Cuándo se pasa esto?
—¿Pasa qué, señora?
—Esta cosa.
—¿Qué cosa?
—La cosa —repitió—. El deseo de placer —dijo finalmente.
—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
—¡Pero ya tengo ochenta y un años de edad!
—No importa, señora. Eso es hasta morir.
—Pero ¡esto es el infierno!
—Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso? ¿Esa falta de vergüenza?
—¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
El médico la miró con piedad.
—No hay remedio, señora.
—¿Y si yo pagara?
—No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
—¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.
FIN
“Ruido de pasos”,
El viacrucis del cuerpo, 1974
El viacrucis del cuerpo, 1974
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y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
La cena
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y sólido.
Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.
En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.
Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.
Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que pasa:
-Este no es el vino que pedí.
La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sin obedecerlo.
El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.
Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.
Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.
El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.
Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.
Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.
Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.
Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.
Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.
Pero yo todavía soy un hombre.
Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.
Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.
En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.
Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.
Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que pasa:
-Este no es el vino que pedí.
La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sin obedecerlo.
El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.
Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.
Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.
El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.
Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.
Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.
Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.
Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.
Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.
Pero yo todavía soy un hombre.
Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.
FIN
“O jantar”,
Lazos de familia, 1960
Lazos de familia, 1960
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Ser escritora não era a primeira opção para Clarice Lispector, por mais estranho que hoje isso nos pareça. Apesar de ter cursado Direito na Universidade do Brasil, colaborado em redações editoriais e traduzido romances, foi na escrita ficcional que ela se destacou. Mas nem só de palavra vive o homem, e Clarice bem teve seu namoro com a pintura.
Não é de hoje que a dimensão plástica, de um modo geral, cruza os limites da palavra. Alguns dos grandes ícones da literatura, como Fiódor Dostoiévski, Edgar Allan Poe e Franz Kafka, além dos nacionais Monteiro Lobato, Rubem Braga, Erico Verissimo e Ferreira Gullar, encontraram prazer nas artes plásticas. Clarice Lispector também se aventurou por esse caminho, principalmente a partir da década de 1970.
O fascínio pela pintura e pela dinâmica que esse tipo de arte demanda se manifestou em personagens e histórias claricianas, sobretudo em Água viva, livro publicado em 1973, no qual o tema é abordado intensamente e de maneira experimental. Pintar e escrever estão em perspectivas diferentes de um mesmo plano. Há ali um jogo, do início ao fim, entre um eu e um tu, entre a tela e a página, entre a tinta e a letra, que desfaz a linearidade e a calmaria às quais leitores convencionais estão acostumados. Nem romance, nem poesia, “gênero não me pega mais”, diz o narrador de Água viva (mesmo que, para fins de catalogação bibliográfica, teve mesmo de ficar como “romance”).
Dentre os itens que compõem o Acervo Clarice Lispector, que se encontra no IMS desde 2004, estão dois quadros pintados pela autora – dos aproximadamente 20 de que se tem notícia: Interior da gruta e o outro sem título.
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Não é de hoje que a dimensão plástica, de um modo geral, cruza os limites da palavra. Alguns dos grandes ícones da literatura, como Fiódor Dostoiévski, Edgar Allan Poe e Franz Kafka, além dos nacionais Monteiro Lobato, Rubem Braga, Erico Verissimo e Ferreira Gullar, encontraram prazer nas artes plásticas. Clarice Lispector também se aventurou por esse caminho, principalmente a partir da década de 1970.
O fascínio pela pintura e pela dinâmica que esse tipo de arte demanda se manifestou em personagens e histórias claricianas, sobretudo em Água viva, livro publicado em 1973, no qual o tema é abordado intensamente e de maneira experimental. Pintar e escrever estão em perspectivas diferentes de um mesmo plano. Há ali um jogo, do início ao fim, entre um eu e um tu, entre a tela e a página, entre a tinta e a letra, que desfaz a linearidade e a calmaria às quais leitores convencionais estão acostumados. Nem romance, nem poesia, “gênero não me pega mais”, diz o narrador de Água viva (mesmo que, para fins de catalogação bibliográfica, teve mesmo de ficar como “romance”).
Dentre os itens que compõem o Acervo Clarice Lispector, que se encontra no IMS desde 2004, estão dois quadros pintados pela autora – dos aproximadamente 20 de que se tem notícia: Interior da gruta e o outro sem título.
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Página sobre Clarice Lispector ( en portugués)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
“Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida”.
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Editorial: Clarice Lispector Joaquín Mª Aguirre Romero Editor - UCM Con la presentación de este número 51 de Espéculo, el monográfico dedicado a la gran escritora brasileña Clarice Lispector, se cumple un viejo deseo personal: dedicarle toda la atención que merece a una autora de su categoría. Toda atención que se le dedique a esta escritora extraordinaria será siempre poca; siempre quedarán recovecos en su escritura, nuevos hallazgos con los que nos sorprendemos a la vuelta de sus páginas. Lispector es un laberinto y un océano, una creadora inagotable. Los lectores de Clarice Lispector suelen manifestar una misma sensación cuando compartimos experiencias: nos ha llegado con una profundidad que causa desasosiego, nos ha dejado sembrados de inquietud. Ya no somos los mismos. He comentado en muchas ocasiones con amigos y compañeros cómo tras el cierre de una obra de Lispector, el cuerpo, la mente y el espíritu —quizá todo junto— nos reclaman la tranquilidad del que sale de las tormentas. Pues son tormentas las que la escritora desata en quien tiene la osadía de adentrarse en su mundo. Lispector es un universo arriesgado, lo más opuesto al turismo literario que parece ser el signo de nuestros tiempos volátiles. Lispector es densa y requiere buenos pulmones para regresar a la superficie desde el fondo del alma en donde nos sujeta. Lispector no es difícil; es exigente. Con ella se acaba la tiranía del lector, que comprende finalmente que debe ponerse a su altura o rendirse, que el arte verdadero requiere esfuerzo. En 1988 se produce la llegada de La pasión según G.H. a los estantes españoles. En ese mismo año se publican aquí las traducciones de Silencio, Lazos de Clarice Lispector - Espéculo UCM julio-diciembre 2013 familia y Felicidad clandestina; al año siguiente sería La hora de la estrella. Más tarde, Aprendizaje o el libro de los placeres. Tentaba a los alumnos y alumnas más capaces, a los que veía más inquietos, a enfrentarse a su lectura. Algunos lo hacían y se encontraban fascinados por una obra como no habían encontrado antes, una mezcla de lo más selecto de la literatura mundial contemporánea reunido en una sola pluma. Lispector era escritura, era filosofía, era lo onírico, era la vida, era... Algunos, pasados veinte años, todavía lo recuerdan como una experiencia iniciática en el mundo de las Letras, el paso del entretenimiento a la Literatura, de la distracción a la indagación. Comparto con la profesora Isabel Mercadé su admiración por Clarice Lispector y fue la seguridad de que este número necesitaba de un suplemento de pasión, junto al conocimiento y el rigor, lo que me llevó a poner en sus manos este monográfico que espero sea valorado positivamente por los seguidores de Lispector y sirva para descubrirla a otros muchos lectores. Quiero agradecerle especialmente su dedicación y entrega a esta causa común que es Lispector. Gracias a su trabajo se ha podido reunir un amplio muestrario de investigaciones y ensayos sobre la autora brasileña. Igualmente, mi agradecimiento a todos aquellos que nos han dedicado sus trabajos para que los lectores de habla española se puedan hacer una imagen más ajustada y completa de una de las grandes autoras del siglo XX. Gracias a todos por hacerlo posible. Madrid, julio de 2013
Editorial: Clarice Lispector Joaquín Mª Aguirre Romero Editor - UCM Con la presentación de este número 51 de Espéculo, el monográfico dedicado a la gran escritora brasileña Clarice Lispector, se cumple un viejo deseo personal: dedicarle toda la atención que merece a una autora de su categoría. Toda atención que se le dedique a esta escritora extraordinaria será siempre poca; siempre quedarán recovecos en su escritura, nuevos hallazgos con los que nos sorprendemos a la vuelta de sus páginas. Lispector es un laberinto y un océano, una creadora inagotable. Los lectores de Clarice Lispector suelen manifestar una misma sensación cuando compartimos experiencias: nos ha llegado con una profundidad que causa desasosiego, nos ha dejado sembrados de inquietud. Ya no somos los mismos. He comentado en muchas ocasiones con amigos y compañeros cómo tras el cierre de una obra de Lispector, el cuerpo, la mente y el espíritu —quizá todo junto— nos reclaman la tranquilidad del que sale de las tormentas. Pues son tormentas las que la escritora desata en quien tiene la osadía de adentrarse en su mundo. Lispector es un universo arriesgado, lo más opuesto al turismo literario que parece ser el signo de nuestros tiempos volátiles. Lispector es densa y requiere buenos pulmones para regresar a la superficie desde el fondo del alma en donde nos sujeta. Lispector no es difícil; es exigente. Con ella se acaba la tiranía del lector, que comprende finalmente que debe ponerse a su altura o rendirse, que el arte verdadero requiere esfuerzo. En 1988 se produce la llegada de La pasión según G.H. a los estantes españoles. En ese mismo año se publican aquí las traducciones de Silencio, Lazos de Clarice Lispector - Espéculo UCM julio-diciembre 2013 familia y Felicidad clandestina; al año siguiente sería La hora de la estrella. Más tarde, Aprendizaje o el libro de los placeres. Tentaba a los alumnos y alumnas más capaces, a los que veía más inquietos, a enfrentarse a su lectura. Algunos lo hacían y se encontraban fascinados por una obra como no habían encontrado antes, una mezcla de lo más selecto de la literatura mundial contemporánea reunido en una sola pluma. Lispector era escritura, era filosofía, era lo onírico, era la vida, era... Algunos, pasados veinte años, todavía lo recuerdan como una experiencia iniciática en el mundo de las Letras, el paso del entretenimiento a la Literatura, de la distracción a la indagación. Comparto con la profesora Isabel Mercadé su admiración por Clarice Lispector y fue la seguridad de que este número necesitaba de un suplemento de pasión, junto al conocimiento y el rigor, lo que me llevó a poner en sus manos este monográfico que espero sea valorado positivamente por los seguidores de Lispector y sirva para descubrirla a otros muchos lectores. Quiero agradecerle especialmente su dedicación y entrega a esta causa común que es Lispector. Gracias a su trabajo se ha podido reunir un amplio muestrario de investigaciones y ensayos sobre la autora brasileña. Igualmente, mi agradecimiento a todos aquellos que nos han dedicado sus trabajos para que los lectores de habla española se puedan hacer una imagen más ajustada y completa de una de las grandes autoras del siglo XX. Gracias a todos por hacerlo posible. Madrid, julio de 2013
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
El muerto en el mar de Urca
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome el vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y solo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.
FIN
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Silencio
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
[Cuento - Texto completo.]
Clarice Lispector
Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es solo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan solo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de este. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, solo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y este navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Solo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando este se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, solo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es solo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan solo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de este. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, solo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y este navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Solo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando este se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, solo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.
FIN
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o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Los nombres de Clarice Lispector
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–Es verdad. Pero no sé lo que está dentro de mi nombre.
Posiblemente habría asumido en ese momento su vida con todos sus secretos de una niña judía, con todo el peso de las persecuciones, de la oculta sabiduría que sólo puede encontrarse en el corazón humano. Un corazón que es también un templo, como enseñan los hasídim, que vivieron en las tierras en las que nació la escritora más misteriosa de las letras brasileñas y autora de una de las obras más abiertas de toda su literatura.
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Ilustración: Miquel Rof ([Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo])
(Artículo publicado en el número de diciembre de 2013 en Quimera. Revista de Literatura).
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POR ANTONIO MAURA
En los últimos años se han multiplicado las publicaciones –libros, artículos, tesis doctorales– sobre la obra de Clarice Lispector. La escritora brasileña cuenta con tres biografías, cada una de ellas ahondando más y más en sus orígenes, en su carácter, en la relación de sus libros con su periplo vital, en las anécdotas que cuentan de ella sus amigos, familiares y conocidos. Los lectores españoles que tengan interés en la vida de la escritora pueden consultar también el libro Ladrona de rosas, de Laura Freixas, que resume inteligentemente las tres biografías y apunta sensatos comentarios acerca de su personalidad, de la forma cómo abordó su feminidad, de su obra.
En lo que se refiere a los trabajos críticos, hay tal variedad que se hace difícil clasificarlos. Desde los primeros estudios existencialistas o de la llamada «escritura femenina», tradición que inauguró la escritora Hélène Cixous, hasta los propios de la mística hebraica, cristiana e incluso zen, desde análisis psicoanalistas a trabajos de literatura comparada, la obra de Clarice Lispector ha sido susceptible de diferentes lecturas. Sus libros –novelas, cuentos, artículos y fragmentos– han sido interpretados siguiendo las coordenadas filosóficas de Nietzsche o de Benjamin, y se han comparado a los de escritoras y pensadoras como Teresa de Jesús o María Zambrano, como defiende en su libro Myriam Jiménez Quenguan, o a la luz del existencialismo sartriano, como expone Carolina Hernández Terrazas en su libro Clarice Lispector. La náusea literaria.
¿A qué se debe tal proliferación de textos, comentarios, análisis semánticos o académicos? ¿Cuál es el secreto de su obra? ¿Qué misterios encierra? El poeta Drummond de Andrade comentaba en su poema dedicado a la escritora que:
Clarice
vino de un misterio, partió para otro.
Quedamos sin saber la esencia del misterio.
O el misterio no era esencial,
era Clarice viajando en él.
Esta era, por lo general, la imagen de la escritora entre sus contemporáneos. Como fue también, según contaba Ángel Crespo, el comentario de la escritora Rosa Chacel tras su visita a la escritora en la década del sesenta del siglo pasado: «No se trata de una mujer», dijo, «es una pantera». Su misterio de felino, su belleza eslava, su atractivo personal son recordados por todos los que la conocieron. Luego se supo de sus orígenes judíos, de los pogromos que su familia sufrió antes de su nacimiento, de la parálisis de su madre, de la muerte prematura de sus padres y de su infancia pobre y oscura en la que se vio obligada a ser feliz, aunque esa felicidad fuera simulada como una dura máscara.
Aquella infancia, aquel pasado remoto que ella no conoció y del que tuvo conocimiento a través de sus hermanas y de los comentarios de su padre, se reflejan en una obra que hace de lo oculto, del secreto y del silencio un edificio literario y, posiblemente, un templo. En ese pasado remoto estaba escondido su nombre originario, que no era Clarice, sino Haia o Chaya, según se quieran transcribir los caracteres hebraicos. Chaya, en yidddish, significa vida, aunque también tenga la connotación de animal. Y ciertamente las reflexiones más profundas, más intensas de su obra, versan sobre la vida, Un soplo de vida es el título de su última y póstuma narración, así como la materia sobre la que reflexionan las protagonistas de Agua Viva, de La pasión según G.H., de tantos cuentos y fragmentos de su obra. También hallaremos en sus libros numerosas referencias a los animales: «A veces me electrizo al ver a un bicho. Ahora estoy oyendo el grito ancestral dentro de mí: parece que no sé quien es más criatura, si yo o el animal. Y me confundo completamente», escribe en Agua viva.
Pero, según el Levítico, no todos los animales son similares, pues hay que distinguir los puros de los impuros, y ambas clases de bichos están descritos con intenso apasionamiento en la obra de la escritora brasileña. Los caballos con su fuerza salvaje, su ímpetu, su orgullo vital, se encuentran en novelas como La ciudad sitiada, en su cuento «Seco estudio de caballos», de su libro Felicidad clandestina, así como en otros muchos escritos literarios o periodísticos. Lo mismo puede decirse de las gallinas, de las que Clarice decía conocer su vida interior, cuyas historias se cuentan en diversos relatos y en cuentos infantiles como «La vida íntima de Laura» hasta desembocar en un texto, ¿ficción o ensayo?, como «El huevo y la gallina», reproducido en su libro La legión extranjera.Curiosamente escogería este texto para ser leído en el Congreso de Brujería en Bogotá al que fue invitada en agosto de 1975. Lo mismo podría decirse de los conejos, del búfalo y hasta de su propia mascota, el perro Ulises, que aparecerá retratado en sus últimas obras. De los animales impuros quizás el más significativo sea la cucaracha, que adquiere un protagonismo inquietante en La pasión según G.H. El interior blanco, insaboro, nauseabundo de este insecto será ingerido por la protagonista de la novela transgrediendo así tanto la tradición cristiana como la judía.
En el cristianismo la comunión es un sacramento en el que se ingiere el cuerpo de Cristo, simbolizado por una forma de pan ácimo, que por su color, densidad y sabor se asemeja a la pasta «fofa y blanca» de la entraña de la cucaracha, tal como la describe la narradora y protagonista de la novela, y que supone su forma de entrada al núcleo neutro de la vida. Pero también, como explica el personaje que se identifica con las iniciales G.H., «hice el acto prohibido de tocar lo que es inmundo», citando la Biblia que prohíbe comer los bichos abominables que andan sobre cuatro patas y son alados. En esta novela, que su autora consideraba la más importante de las que había escrito, también se aborda el significado de la vida, su sentido más profundo, aquel que se remonta al origen de los orígenes, que representa el insecto, pues es anterior a lo humano y, posiblemente, sobrevivirá al hombre con sus capas y capas sólidas, finas como las de una cebolla, que pudieran ser alas endurecidas, que ya no sirven para volar, sino para encerrarlo en una coraza dura e impenetrable. La entraña de la cucaracha es blanca como el semen, «en lo neutro del semen está inherente el ritual de la vida», no tiene sabor y es nauseabundo, pero integrarlo en nuestro organismo supone un acto de humildad y de celebración religiosa, que la narradora expresa en la última frase del libro: «la vida se me es, y no entiendo lo que digo. Y entonces adoro».
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A la preocupación por lo trascendente se une en la obra de Lispector una sensibilidad plenamente femenina: la mayoría de los personajes de sus cuentos y novelas son mujeres, que lidian con sus maridos y sus amantes, con las limitaciones de la vida cotidiana, con su condición de amas de casa, madres o esposas en su intento de conseguir una autonomía personal que no siempre pueden alcanzar. De alguna forma, esta actitud entre beligerante y sumisa se puede encontrar en algunos cuentos del libro Lazos de familia y, concretamente, en el relato que lleva ese mismo título. Por su parte, la propia escritora demostró esta lucha por la independencia de la mujer y por su desarrollo intelectual al separarse de su marido e irse a Río de Janeiro con sus hijos. En Brasil, a finales de los años cincuenta, cuando esto ocurrió, esta conducta se consideraba una insensatez: las mujeres podían, en todo caso, irse con otro hombre, pero nunca abandonaban a su marido por cuestiones profesionales y optaban por vivir solas.
A la rebeldía personal de Clarice se une su reivindicación de una temática en sus novelas y cuentos ajena a los patrones y coordenadas literarias de su tiempo. Lispector es contemporánea de Jorge Amado y de João Guimarães Rosa, tan distintos en sus planteamientos narrativos como en sus estilos, pero ambos epígonos de la novela regionalista con historias con principio, desarrollo y final. Ningún otro escritor o escritora de su generación se había atrevido a escribir novelas o ficciones que no tuvieran argumento, o que éste fuera tan enclenque como el de una mujer que come una cucaracha, o una pintora que intenta atrapar el instante en sus cuadros y con su voz, tal como cuenta en primera persona la protagonista de Agua viva. Sus novelas y cuentos están hechos de impresiones, de sensaciones, de sentimientos, que cualquier anécdota de la vida cotidiana puede provocar. La escritora, que residió en diferentes ciudades europeas y en Washington, cuando fue la mujer de un diplomático, no nos ofrece novelas de viajes, ni historias mejor o peor armadas que hubiese podido conocer como ciudadana del mundo. Se tratan de anécdotas como las descritas o de historias aparentemente intrascendentes: una mujer que se encuentra con un mendigo que mastica chicle, una esposa que aguarda a su marido y queda atrapada por el encanto de unas rosas silvestres, un huevo en la mesa de la cocina, el encuentro de dos mujeres en un tren. Cualquiera de estos temas le sirve como asunto de un cuento como las simples impresiones le servían para organizar obras de ficción como Agua viva o Un soplo de vida.
Sus cuentos describen, dentro de su variedad, una anécdota vital que muchas veces puede quedar inconclusa, pues a una sensación sucede otra como ondas en la inmensidad de una vida humana. Sin embargo, sus novelas se podrían dividir no temática, pero si formalmente en dos grandes bloques narrativos que coinciden además con su peripecia vital. El primero iría desde su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que se publicó cuando acababa de casarse, hasta La manzana en la oscuridad, que sería editada poco después de su separación. El segundo bloque se iniciaría con La pasión según G.H. y concluiría con su novela póstuma Un soplo de vida. Estas dos etapas lo son en función a los esfuerzos por dar una coherencia a sus narraciones como sucede en sus primeras novelas o en el abandono definitivo de semejante pretensión en las últimas.
De todos modos, esta división, como suele suceder con las clasificaciones literarias, no es totalmente exacta, pues ninguna de las novelas de la primera etapa es realmente coherente, ya que no es susceptible de ser leída como una narración habitual. Tal vez la que más se acerque a esta concepción narrativa decimonónica sea La manzana en la oscuridad, pero es tan endeble su argumento –un hombre que, al parecer, ha asesinado a su mujer, debe asumir su culpa y es, poco antes de concluirse la narración, detenido por la policía, aunque, finalmente, se descubra que tal crimen nunca se ha producido– que no justifica las más de trescientas páginas del texto. No son por tanto novelas propiamente dichas, sino narraciones que, ya en su segunda etapa, se desvinculan de todo tratamiento habitual de una novela con principio y final. G.H. cuenta su experiencia de comer la entraña de una cucaracha, pero lo que realmente quiere describir es su desorganización psicológica y mental, su caída en lo neutro del ser, su extraña forma de religiosidad, de adoración a una divinidad desconocida. No es tampoco una novela propiamente dicha.
Sin embargo, en la novela que se publicó poco antes de su muerte, La hora de la estrella, vuelve a insistir en la creación de una historia narrativa. La escritora brasileña quiere contar la vida de una emigrante que llega de Recife, una ciudad del noreste brasileño, a la cosmopolita Río de Janeiro. Para urdir la historia de Macabea, la protagonista, se inventa un autor, Rodrigo S.M., de modo que su real autora –Clarice Lispector– pueda desdoblarse en su papel de escritor y personaje. Macabea tiene mucho que ver con Clarice: ambas emigraron a la gran ciudad que era Río desde la provinciana Recife, las dos llegaron sin medios económicos y comenzaron a trabajar como dactilógrafas. Clarice Lispector rápidamente se hizo un nombre como periodista, autora de relatos y sorprendió a la crítica con su primera novela. Macabea se queda en dactilógrafa sin otro oficio ni ambición. Pero el personaje del narrador también tiene que lidiar, como la novelista, con la escritura y sus dificultades, sus riesgos, sus extraños hallazgos. Al final, los personajes parecen ser reflejos de un mismo cuerpo en espejos opuestos. La infinitud de imágenes vuelve a representar la continuidad de una vida que, como sucedía con el relato de G.H., nunca acaba y es inútil, sin sabor, como un vacío imposible de llenar. En cierto momento Macabea, en cuyo nombre resuena la heroica lucha de los judíos palestinos contra los seleúcidas recogida en la Biblia, trata de explicar a su novio que no sabe bien quien es, a lo que éste le pregunta:
–Pero sabes que te llamas Macabea, ¿al menos eso?–Es verdad. Pero no sé lo que está dentro de mi nombre.
Nuevamente nos encontramos con el nombre. En el caso de este personaje, reflejo de su autora, sabemos que tiene un nombre, pero sin nada dentro, si no es a una mujer que se desconoce a sí misma: es una máscara vacía. Como el nombre oculto de la escritora brasileña –Haia o Chaya– que no puede decirse, pues ha sido transformado en otro que será el que use para vivir e integrarse en el mundo, para pertenecer a un grupo, a un país, a una literatura. Cuenta su biógrafo Benjamin Moser que a lo largo de su vida Clarice fantaseó acerca del significado de su apellido Lispector. Decía que podría ser latino y derivar de los términos lis, lirio, flor de lis, y pector, pecho. Sólo así tendría sentido una de las últimas anotaciones de la escritora poco antes de morir:
Soy un objeto querido por Dios. Y eso hace que me nazcan flores en el pecho. Él me creó igual que lo que escribí ahora: «Soy un objeto querido por Dios» y a él le gustó haberme creado como a mí me gustó haber creado la frase. Y cuanto más espíritu tenga el objeto humano más se satisface Dios.
Lirios blancos recostados en el pecho desnudo. Lirios que ofrezco a lo que está doliendo en ti.
Posiblemente habría asumido en ese momento su vida con todos sus secretos de una niña judía, con todo el peso de las persecuciones, de la oculta sabiduría que sólo puede encontrarse en el corazón humano. Un corazón que es también un templo, como enseñan los hasídim, que vivieron en las tierras en las que nació la escritora más misteriosa de las letras brasileñas y autora de una de las obras más abiertas de toda su literatura.
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Antonio Maura (Bilbao, 1953), licenciado en Filosofía y en Periodismo, es doctor en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis El discurso narrativo de Clarice Lispector. Entre 2005 y 2009 ha sido director de la Cátedra de Estudios Brasileños en dicha Universidad. Ha coordinado diversas revistas sobre cultura brasileña como El Paseante, El Urogallo y Revista de Cultura Brasileña. Es el único miembro español de la Academia Brasileña de Letras y ha recibido la medalla de la Ordem do Rio Branco (1997) concedida por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Brasil, el premio Os Melhores de 1996, de la Associação de Críticos de Arte de São Paulo a la mejor divulgación en el exterior de la literatura brasileña, y el premio Machado de Assis (1993) por su labor en favor de la cultura brasileña. Ha publicado cerca de un centenar de artículos y trabajos de investigación sobre temas brasileños, y libros de creación como Piedra y cenizas, Voz de humo (Premio Castilla-La Mancha de Novela Corta en 1989), Ayno y Semilla de eternidad.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]Ilustración: Miquel Rof ([Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo])
(Artículo publicado en el número de diciembre de 2013 en Quimera. Revista de Literatura).
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
FELICIDAD CLANDESTINA
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
CLARICE LISPECTOR (BRASIL, 1920-1977)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Verifico que estoy escribiendo como si estuviese entre el sueño y la vigilia.
Entonces de repente veo que hace mucho que no entiendo nada. ¿El filo de mi cuchillo se ha embotado? Me parece que lo más probable es que no entiendo porque lo que veo ahora es difícil: estoy entrando calladamente en contacto con una realidad nueva para mí que todavía no tiene pensamientos que le correspondan y menos aún una palabra que la signifique: es una sensación más allá del pensamiento.
Y entonces mi mal me domina. Soy todavía la cruel reina de los medas y de los persas y soy también una lenta evolución que se lanza como un puente levadizo hacia un futuro cuyas nieblas lechosas ya respiro. Mi aura es la del misterio de la vida. Yo me sobrepaso abdicando de mi nombre, y entonces soy el mundo. Sigo la voz del mundo con una voz única.
Agua Viva.
Entonces de repente veo que hace mucho que no entiendo nada. ¿El filo de mi cuchillo se ha embotado? Me parece que lo más probable es que no entiendo porque lo que veo ahora es difícil: estoy entrando calladamente en contacto con una realidad nueva para mí que todavía no tiene pensamientos que le correspondan y menos aún una palabra que la signifique: es una sensación más allá del pensamiento.
Y entonces mi mal me domina. Soy todavía la cruel reina de los medas y de los persas y soy también una lenta evolución que se lanza como un puente levadizo hacia un futuro cuyas nieblas lechosas ya respiro. Mi aura es la del misterio de la vida. Yo me sobrepaso abdicando de mi nombre, y entonces soy el mundo. Sigo la voz del mundo con una voz única.
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- Mensaje n°266
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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- Mensaje n°267
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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- Mensaje n°268
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector, la escritora abstracta
Siruela publica 'Todos los cuentos', volumen con ochenta y cuatro relatos breves de la escritora brasileña
"Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja". De forma tan sorprendente, comienza Tentación, relato de La legión extranjera (1964), uno de los siete libros de cuentos publicados por Clarice Lispector, ahora reunidos en Todos los cuentos por Siruela.
Siruela ha editado este año La pasión según G.H. (1964) -la escultora que encuentra y se come una cucaracha-, quinta de sus siete novelas, y también Aprendizaje o el libro de los placeres (1969), la sexta. Tenemos al alcance, pues, una buena remesa de obras de Clarice Lispector, una escritora única, inclasificable, difícil, que provoca adicción en sus lectores por la potencia, concisión y brillo de su lenguaje, por su alta y singular exigencia estilística y formal, por la complejidad de sus mundos psicológicos y por su indagación filosófica. Cuando Lispector estuvo en Italia fue retratada -de una manera bastante convencional, por cierto- por Giorgio de Chirico y, desde luego, nadie mejor que el pintor metafísico para intentar captar el intrincado espíritu de la escritora, a la que, dicho sea de paso, acompañaba un hermoso cuerpo: era alta, un tipazo, con cejas afiladas y pómulos salientes en su rostro gatuno, con ojos verdes y labios carnosos bajo una rojiza cabellera. Una belleza.
Una belleza surgida de la tragedia. Nació en Ucrania, en 1920, de origen judío, después de que su abuelo fuera asesinado y su madre fuera violada por los rusos y de que su concepción estuviera planeada en la creencia de que curaría la sífilis que los violadores habían contagiado a su madre. No ocurrió así. Lispector perdió a su madre a los 9 años, cuando ella y su familia -dos hermanas más- ya había emigrado a Brasil, en 1922, huyendo de la persecución antisemita.
El padre hizo un esfuerzo, y tras estudiar en colegios hebreos, Clarice pudo ingresar en la facultad de Derecho. La abogacía no le interesaba, aunque trabajó un tiempo en un despacho de abogados. A los 19 años, publicó su primer cuento y perdió a su padre. Huérfana completa, se inició en el reporterismo. El periodismo, bajo distintas modalidades -cronista, reportera, columnista para mujeres, entrevistadora...-, fue la profesión de su vida, con etapas de gran fama y reconocimiento, compaginando siempre con una literatura muy personal y bien distinta.
1943 fue una fecha decisiva en la vida de Clarice Lispector. Publicó con 23 años su primera novela, Cerca del corazón salvaje, un gran éxito de crítica y de público, y se casó con un compañero católico de facultad que había ingresado en la carrera diplomática, Muley Gurgel Valente, con el que abandonaría Río de Janeiro ese mismo año y con el que tendría dos hijos, uno de ellos con problemas de esquizofrenia.
Todos los cuentos lleva un prólogo de Benjamin Moser, autor de Por qué este mundo (Siruela), la más importante biografía sobre Lispector. En él, además de subrayar la influencia del misticismo judaico en la muy espiritual obra de la escritora, recoge estas reveladoras palabras de ella: "Tanto en pintura como en música y literatura, lo que llaman abstracto me parece sólo lo figurativo de una realidad más delicada y más difícil, menos visible a simple vista". Esta idea ilumina el sentido exacto de su obra literaria.
Clarice Lispector murió en 1977, a los 56 años, de cáncer de ovario. Su salud se había deteriorado tiempo atrás. Padecía depresiones y tomaba pastillas para dormir. En 1966, se durmió mientras fumaba un enésimo cigarrillo. Su cuarto ardió, sufrió quemaduras en todo el cuerpo, fue intervenida quirúrgicamente y hospitalizada durante varios meses. Casi perdió su mano derecha, pero siguió escribiendo hasta el final.
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Siruela publica 'Todos los cuentos', volumen con ochenta y cuatro relatos breves de la escritora brasileña
"Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja". De forma tan sorprendente, comienza Tentación, relato de La legión extranjera (1964), uno de los siete libros de cuentos publicados por Clarice Lispector, ahora reunidos en Todos los cuentos por Siruela.
Siruela ha editado este año La pasión según G.H. (1964) -la escultora que encuentra y se come una cucaracha-, quinta de sus siete novelas, y también Aprendizaje o el libro de los placeres (1969), la sexta. Tenemos al alcance, pues, una buena remesa de obras de Clarice Lispector, una escritora única, inclasificable, difícil, que provoca adicción en sus lectores por la potencia, concisión y brillo de su lenguaje, por su alta y singular exigencia estilística y formal, por la complejidad de sus mundos psicológicos y por su indagación filosófica. Cuando Lispector estuvo en Italia fue retratada -de una manera bastante convencional, por cierto- por Giorgio de Chirico y, desde luego, nadie mejor que el pintor metafísico para intentar captar el intrincado espíritu de la escritora, a la que, dicho sea de paso, acompañaba un hermoso cuerpo: era alta, un tipazo, con cejas afiladas y pómulos salientes en su rostro gatuno, con ojos verdes y labios carnosos bajo una rojiza cabellera. Una belleza.
Una belleza surgida de la tragedia. Nació en Ucrania, en 1920, de origen judío, después de que su abuelo fuera asesinado y su madre fuera violada por los rusos y de que su concepción estuviera planeada en la creencia de que curaría la sífilis que los violadores habían contagiado a su madre. No ocurrió así. Lispector perdió a su madre a los 9 años, cuando ella y su familia -dos hermanas más- ya había emigrado a Brasil, en 1922, huyendo de la persecución antisemita.
El padre hizo un esfuerzo, y tras estudiar en colegios hebreos, Clarice pudo ingresar en la facultad de Derecho. La abogacía no le interesaba, aunque trabajó un tiempo en un despacho de abogados. A los 19 años, publicó su primer cuento y perdió a su padre. Huérfana completa, se inició en el reporterismo. El periodismo, bajo distintas modalidades -cronista, reportera, columnista para mujeres, entrevistadora...-, fue la profesión de su vida, con etapas de gran fama y reconocimiento, compaginando siempre con una literatura muy personal y bien distinta.
1943 fue una fecha decisiva en la vida de Clarice Lispector. Publicó con 23 años su primera novela, Cerca del corazón salvaje, un gran éxito de crítica y de público, y se casó con un compañero católico de facultad que había ingresado en la carrera diplomática, Muley Gurgel Valente, con el que abandonaría Río de Janeiro ese mismo año y con el que tendría dos hijos, uno de ellos con problemas de esquizofrenia.
El periodismo fue la profesión de su vida
La escritora diferente a todas y a todos -se le señalan coincidencias estilísticas y temáticas con Joyce, Kafka, Beckett, Woolf y Borges- se convirtió en esposa y madre. La judía pobre e inmigrante accedió al estatus burgués de un marido diplomático, posición que le obligó a ser anfitriona de recepciones y a hacer una distinguida vida social en Nápoles, Berna y Washington. Así vivió, con puntuales retornos a Brasil, durante dieciséis años, conciliando con sus cometidos como madre amorosa y rescatando tiempo para la literatura. Uno de sus hijos la recuerda levantándose a las cuatro de la mañana para escribir con un termo de café negro hasta las siete, hora en la que le reclamaban sus obligaciones familiares y sociales. Estando en Washington, se divorció de su marido, en 1959, básicamente con el objetivo de reencontrarse consigo misma y con su querido Brasil, en el que se opondría en la calle a la dictadura de Castelo Branco.Todos los cuentos lleva un prólogo de Benjamin Moser, autor de Por qué este mundo (Siruela), la más importante biografía sobre Lispector. En él, además de subrayar la influencia del misticismo judaico en la muy espiritual obra de la escritora, recoge estas reveladoras palabras de ella: "Tanto en pintura como en música y literatura, lo que llaman abstracto me parece sólo lo figurativo de una realidad más delicada y más difícil, menos visible a simple vista". Esta idea ilumina el sentido exacto de su obra literaria.
Clarice Lispector murió en 1977, a los 56 años, de cáncer de ovario. Su salud se había deteriorado tiempo atrás. Padecía depresiones y tomaba pastillas para dormir. En 1966, se durmió mientras fumaba un enésimo cigarrillo. Su cuarto ardió, sufrió quemaduras en todo el cuerpo, fue intervenida quirúrgicamente y hospitalizada durante varios meses. Casi perdió su mano derecha, pero siguió escribiendo hasta el final.
MANUEL HIDALGO
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o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Clarice Lispector, retratada por Giorgio de Chirico (1920-1977)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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