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    Mensaje por Maria Lua 27.09.22 8:20

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    El huevo y la gallina
    (“O ovo e a galinha”)
    A legião estrangeira (1964)

    Por la mañana en la cocina
    , sobre la mesa, veo el huevo.
    Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente advierto que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo no permanece nunca en el presente: apenas veo un huevo y ya se vuelve haber visto un huevo hace tres milenios. En el preciso instante de verse el huevo este, es el recuerdo de un huevo. Solamente ve el huevo quien ya lo ha visto. Al ver el huevo es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es la promesa de llegar un día a ver el huevo. Mirada corta e indivisible; si es que hay pensamiento; no hay; hay huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usarlo, tiraré. Me quedaré con el huevo. El huevo no tiene un sí mismo. Individualmente no existe.

    Ver el huevo es imposible: el huevo es supervisible como hay sonidos supersónicos. Nadie es capaz de ver el huevo. ¿El perro ve el huevo? Sólo las máquinas ven el huevo. La grúa ve el huevo. Cuando yo era antigua, un huevo se posó en mi hombro. El amor por el huevo tampoco se siente. El amor por el huevo es supersensible. Uno no sabe que ama al huevo. Cuando yo era antigua fui depositaria del huevo y caminé suavemente para no derramar el silencio del huevo. Cuando morí, me sacaron el huevo con cuidado. Todavía estaba vivo. Sólo quien viera el mundo vería el huevo. Como el mundo, el huevo es obvio.
    El huevo ya no existe. Como la luz de la estrella ya muerta, el huevo propiamente dicho ya no existe. Eres perfecto, huevo. Eres blanco. A ti te dedico el comienzo. A ti te dedico la primera vez.
    Al huevo dedico el país chino.

    El huevo es una cosa suspendida. Nunca se posó. Cuando se posa, no fue él quien se posó. Fue una cosa que quedó debajo del huevo. Miro el huevo en la cocina con atención superficial para no romperlo. Tomo el mayor cuidado para no entenderlo. Siendo imposible entenderlo, sé que si lo entiendo es porque estoy equivocándome. Entender es la prueba de la equivocación. Entenderlo no es el modo de verlo. No pensar jamás en el huevo es un modo de haberlo visto. ¿Será que sé acerca del huevo? Es casi seguro que sé. Así: existo, luego sé. Lo que no sé del huevo es lo que realmente importa. Lo que no sé del huevo me da el huevo propiamente dicho. La Luna está habitada por huevos.
    El huevo es una exteriorización. Tener un cascarón es darse. El huevo desnuda la cocina. Hace de la mesa un plano inclinado. El huevo expone. Quien se hunde en un huevo, quien ve más que la superficie del huevo, está deseando otra cosa: tiene hambre.

    El huevo es el alma de la gallina. La gallina torpe. El huevo exacto. La gallina asustada. El huevo exacto. Como un proyectil detenido. Pues huevo es huevo en el espacio. Huevo sobre azul. Yo te amo, huevo. Te amo como una cosa que ni siquiera sabe que ama a otra cosa. No lo toco. El aura de mis dedos es la que ve el huevo. No lo toco. Pero dedicarme a la visión del huevo sería morir a la vida mundana, y necesito de la yema y de la clara. El huevo me ve. ¿El huevo me idealiza? ¿El huevo me medita? No, el huevo tan sólo me ve. Está libre de la comprensión que hiere. El huevo nunca luchó. Es un don. El huevo es invisible a simple vista. De huevo en huevo se llega a Dios, que es invisible a simple vista. El huevo tal vez habrá sido un triángulo que rodó tanto por el espacio que se fue ovalando. ¿El huevo es básicamente un jarro? ¿Habrá sido el primer jarro moldeado por los etruscos? No. El huevo es originario de Macedonia. Allá fue calculado, fruto de la más penosa espontaneidad. En las arenas de Macedonia, un hombre con una vara en la mano lo dibujó. Y después lo borró con el pie desnudo.

    El huevo es una cosa que necesita cuidarse. Por eso la gallina es el disfraz del huevo. Para que el huevo atraviese los tiempos, la gallina existe. La madre es para eso. El huevo vive como forajido por estar siempre demasiado adelantado para su época. El huevo, por ahora, será siempre revolucionario. Vive dentro de la gallina para que no lo llamen blanco. El huevo es realmente blanco. Pero no puede ser llamado blanco. No porque eso le haga mal, sino que las personas que llaman blanco al huevo, esas personas mueren para la vida. Llamar blanco a aquello que es blanco puede destruir a la humanidad. Una vez un hombre fue acusado de ser lo que era, y fue llamado Aquel Hombre. No habían mentido: Él era. Pero hasta hoy aún no nos recuperamos, unos después de los otros. La ley general para continuar vivos: se puede decir «un bello rostro», pero quien diga «el rostro», muere; por haber agotado el asunto.

    Con el tiempo, el huevo se convirtió en un huevo de gallina. No lo es. Pero, adoptado, usa su apellido. Se debe decir «el huevo de la gallina». Si sólo se dice «el huevo», se agota el asunto, y el mundo queda desnudo. En relación con el huevo, el peligro es que se descubra lo que se podría llamar belleza, es decir, su veracidad. La veracidad del huevo no es verosímil. Si la descubrieran, pueden querer obligarlo a volverse rectangular. El peligro no es para el huevo; él no se volvería rectangular. (Nuestra garantía es que no puede; no puede, es la gran fuerza del huevo; su grandiosidad viene de la grandeza de no poder, que se irradia como un no querer.) Pero quien luchase por convertirlo en rectangular, estaría perdiendo la propia vida. El huevo nos pone, por lo tanto, en peligro. Nuestra ventaja es que el huevo es invisible. Y en cuanto a los iniciados, los iniciados disfrazan el huevo.

    En cuanto al cuerpo de la gallina, el cuerpo de la gallina es la mayor prueba de que el huevo no existe. Basta mirar a la gallina para que sea obvio que el huevo es imposible.
    ¿Y la gallina? El huevo es el gran sacrificio de la gallina. El huevo es la cruz que la gallina carga en la vida. El huevo es el sueño inalcanzable de la gallina. La gallina ama al huevo. No sabe que existe el huevo. Si supiese que tiene en sí misma un huevo, ¿se salvaría? Si supiese que tiene en sí misma el huevo, perdería el estado de gallina. Ser una gallina es la supervivencia de la gallina. Sobrevivir es la salvación. Pues parece que vivir no existe. Vivir lleva a la muerte. Entonces lo que la gallina hace es estar permanentemente sobreviviendo. Se llama sobrevivir a mantener la lucha contra la vida que es mortal. Ser una gallina es eso. La gallina tiene el aire forzado.

    Es necesario que la gallina no sepa que tiene un huevo. Si no, se salvaría como gallina, lo que tampoco está garantizado, pero perdería el huevo. Entonces no sabe. Para que el huevo use a la gallina es que la gallina existe. Ella estaba sólo para que se cumpliera, pero le gustó. La desorientación de la gallina viene de eso: gustar no formaba parte del nacer. Gustar de estar vivo duele. En cuanto a quién vino antes, fue el huevo el que encontró a la gallina. La gallina ni siquiera fue llamada. La gallina es directamente una elegida. La gallina vive como en sueño. No tiene sentido de la realidad. Todo el susto de la gallina es porque está siempre interrumpiendo su devaneo. La gallina es un gran sueño. La gallina sufre de un mal desconocido. El mal desconocido de la gallina es el huevo. Ella no sabe explicarse: «Sé que el error está en mí misma», llama error a su vida, «Ya no sé lo que siento», etcétera.

    «Etcétera, etcétera, etcétera» es lo que cacarea el día entero la gallina. La gallina tiene mucha vida interior. Para decir la verdad, lo que la gallina sólo tiene realmente es vida interior. Nuestra visión de su vida interior es lo que llamamos «gallina». La vida interior de la gallina consiste en actuar como si entendiera. Cualquier amenaza y ella grita escandalosamente, hecha una loca. Todo eso para que el huevo no se rompa dentro de ella. El huevo que se rompe dentro de la gallina es como sangre.
    La gallina mira el horizonte. Como si de la línea del horizonte estuviera viniendo un huevo. Fuera de ser un medio de transporte para el huevo, la gallina es tonta, desocupada y miope. ¿Cómo podría la gallina entenderse si ella es la contradicción de un huevo? El huevo todavía es el mismo que se originó en Macedonia. La gallina es siempre la tragedia más moderna. Está siempre inútilmente al día. Y continúa siendo rediseñada. Aún no se encontró la forma más adecuada para una gallina. Mientras mi vecino atiende el teléfono, vuelve a dibujar con lápiz distraído la gallina. Pero para la gallina no hay solución: está en su condición no servirse a sí misma. Siendo, sin embargo, su destino más importante que ella, y siendo su destino el huevo, su vida personal no nos interesa.

    Dentro de sí la gallina no reconoce al huevo, pero fuera de sí tampoco lo reconoce. Cuando la gallina ve el huevo, piensa que está lidiando con una cosa imposible. Y con el corazón latiendo, con el corazón latiendo tanto, no lo reconoce.
    De repente miro el huevo en la cocina y sólo veo en él la comida. No lo reconozco, y mi corazón late. La metamorfosis se está realizando en mí: comienzo a no poder ver ya el huevo. Fuera de cada huevo particular, fuera de cada huevo que se come, el huevo no existe. Ya no consigo más creer en un huevo. Estoy cada vez más sin fuerza para creer, estoy muriendo, adiós, miré demasiado a un huevo y éste me fue adormeciendo.
    La gallina que no quería sacrificar su vida. La que optó por querer ser «feliz». La que no advertía que, si se pasara la vida dibujando dentro de sí como en una miniatura el huevo, estaría sirviendo. La que sabía perderse a sí misma. La que pensó que tenía plumas de gallina para cubrirse por poseer preciosa piel, sin entender que las plumas eran exclusivamente para suavizar la travesía al cargar el huevo, porque el sufrimiento intenso podría perjudicar al huevo. La que pensó que el placer era un don, sin advertir que era para que ella se distrajera totalmente mientras el huevo se hacía. La que no sabía que «yo» es apenas una de las palabras que se dibujan mientras se atiende el teléfono, mera tentativa de buscar una forma más adecuada. La que pensó que «yo» significa tener un sí mismo. Las gallinas perjudiciales al huevo son aquellas que son un «yo» sin tregua. En ellas el «yo» es tan constante que ya no pueden pronunciar más la palabra «huevo». Pero, quién sabe, era eso mismo lo que el huevo necesitaba. Pues si no estuvieran tan distraídas, si prestasen atención a la gran vida que se hace dentro de ellas, perjudicarían al huevo.
    Comencé a hablar de la gallina y hace mucho ya que no estoy hablando más que de la gallina. Pero aún estoy hablando del huevo.

    Y he aquí que no entiendo al huevo. Sólo entiendo al huevo roto: lo rompo en la sartén. Es de este modo indirecto como me ofrezco a la existencia del huevo: mi sacrificio es reducirme a mi vida personal. Hice de mi placer y de mi dolor mi disimulado destino. Y tener tan sólo la propia vida es, para quien ya vio el huevo, un sacrificio. Como aquellos que, en el convento, barren el piso y lavan la ropa, sirviendo sin la gloria de una función mayor, mi trabajo es el de vivir mis placeres y mis dolores. Es necesario que tenga la modestia de vivir.
    Tomo otro huevo en la cocina, le rompo el cascarón y la forma. Y a partir de ese instante exacto no existió nunca un huevo. Es absolutamente indispensable que yo sea una ocupada y una distraída. Soy indispensablemente una de los que reniegan. Formo parte de la masonería de los que vieron una vez el huevo y lo reniegan como modo de protegerlo. Somos los que se abstienen de destruir, y en eso se consumen. Nosotros, agentes disfrazados y distribuidos por las funciones menos reveladoras, a veces nos reconocemos.
    Ante un cierto modo de mirar, ante una manera de dar la mano, nos reconocemos y a esto lo llamamos amor. Y entonces no es necesario el disfraz: aunque no se hable, tampoco se miente, aunque no se diga la verdad, tampoco es necesario disimular. Amor es cuando es concedido participar un poco más. Pocos quieren el amor, porque el amor es la gran desilusión de todo lo demás. Y pocos soportan perder todas las otras ilusiones. Están los que volverían al amor, pensando que el amor enriquecerá la vida personal. Es lo contrario: el amor es finalmente la pobreza. Amor es no tener. Amor es incluso la desilusión de lo que se pensaba que era amor. Y no es premio, por eso no envanece, el amor no es premio, es una condición concedida exclusivamente a aquellos que, sin él, corromperían el huevo con el dolor personal. Eso no hace del amor una excepción honrosa; es precisamente concedido a malos agentes, a aquellos que dificultarían todo si no les fuera permitido adivinar vagamente.

    A todos los agentes les son dadas muchas ventajas para que el huevo se haga. No es cuestión de tener, pues, envidia; incluso algunas de las condiciones, peores que las de los otros, son tan sólo las condiciones ideales para el huevo. En cuanto al placer de los agentes, ellos también lo reciben sin orgullo. Austeramente viven todos los placeres: inclusive es nuestro sacrificio para que el huevo se haga. Ya nos fue impuesta, incluso, una naturaleza completamente adecuada a mucho placer. Cosa que ayuda. Por lo menos hace menos penoso el placer.

    Existen casos de agentes que se suicidan: les parecen insuficientes las poquísimas instrucciones recibidas, y se sienten sin apoyo. Existió el caso del agente que reveló públicamente ser agente porque le resultó intolerable no ser comprendido, y no soportaba más no tener el respeto ajeno: murió atropellado cuando salía de un restaurante. Hubo otro que no necesitó ser eliminado: él mismo se consumió lentamente en la rebelión, su rebelión vino cuando descubrió que las dos o tres instrucciones recibidas no incluían ninguna explicación. Hubo otro, también eliminado, porque pensaba que «la verdad debe ser valientemente dicha», y comenzó, en primer lugar, a buscarla; de él se dijo que murió en nombre de la verdad, pero el hecho es que tan sólo estaba dificultando la verdad con su inocencia; su aparente coraje era tontería, y era ingenuo su deseo de lealtad; no había comprendido que ser leal no es cosa limpia; ser leal es ser desleal para con todo lo demás. Esos casos extremos de muerte no son por crueldad. Es que hay un trabajo, digamos cósmico, que realizar, y los casos individuales infelizmente no pueden ser tenidos en cuenta. Para los que sucumben y se vuelven individuales, existen las instituciones, la caridad, la comprensión que no discrimina motivos, en fin, nuestra vida humana.

    Los huevos estallan en la sartén, e inmersa en el sueño preparo el desayuno. Sin ningún sentido de la realidad, grito por los chicos que brotan de varias camas, arrastran sillas y comen, y el trabajo del día que amanece comienza, gritado y reído y comido, clara y yema, alegría entre peleas, día que es nuestra sal y nosotros somos la sal del día; vivir es extremadamente tolerable, vivir ocupa y distrae, vivir hace reír.
    Y me hace sonreír en mi misterio. Mi misterio es que siendo yo solamente un medio, y no un fin, me ha dado la más maliciosa de las libertades: no soy tonta y aprovecho. Incluso, hago un mal a los otros que, francamente, no esperaban eso. El falso empleo que me dieron para disfrazar mi verdadera función, pues aprovecho el falso empleo y de él hago el verdadero; incluso el dinero que me dan como jornal para facilitar mi vida de manera tal que el huevo se haga, pues ese dinero lo he usado para otros fines, desvío la partida, últimamente he comprado acciones de Brahma4 y estoy rica. A todo eso aún lo llamo tener la necesaria modestia de vivir. Y también el tiempo que me dieron, y que nos dan tan sólo para que en el ocio honrado el huevo se haga, pues ese tiempo lo he usado para placeres ilícitos y dolores ilícitos, enteramente olvidada del huevo. Ésta es mi simplicidad.

    ¿O es eso mismo lo que ellos quieren que me suceda, precisamente para que el huevo se cumpla? ¿Es libertad o estoy siendo mandada? Pues vengo notando que todo lo que es error mío ha sido aprovechado. Mi rebelión es que para ellos yo no soy nada, soy tan sólo valiosa: me cuidan segundo a segundo, con la más absoluta falta de amor; soy tan sólo valiosa. Con el dinero que me dan, últimamente ando bebiendo. ¿Abuso de confianza? Pero es que nadie sabe cómo se siente por dentro aquel cuyo empleo consiste en fingir que está traicionando, y que termina creyendo en la propia traición. Cuyo empleo consiste en olvidar diariamente. Aquel de quien se exige la aparente deshonra. Ni mi espejo refleja ya un rostro que sea mío. O soy un agente o es la traición misma.

    Pero duermo el sueño de los justos por saber que mi vida fútil no molesta la marcha del gran tiempo. Por el contrario: parece que se exige de mí que sea extremadamente fútil, se me exige incluso que duerma como un justo. Ellos me quieren ocupada y distraída, y no les importa cómo. Pues con mi atención equivocada y mi grave tontería, yo podría dificultar lo que se está haciendo a través de mí. Es que yo misma, yo propiamente dicha, sólo he servido realmente para dificultar. Lo que me revela que tal vez sea un agente es la idea de que mi destino me rebasa: al menos esto tuvieron realmente que dejármelo adivinar; yo era de los que harían mal el trabajo si al menos no adivinara un poco; me hicieron olvidar lo que me dejaron adivinar, pero vagamente me quedó la noción de que mi destino me rebasa, y de que soy instrumento del trabajo de ellos. Pero de cualquier modo era sólo instrumento lo que yo podría ser, pues el trabajo no podría realmente ser mío. Ya probé establecerme por cuenta propia y no dio resultado; me quedó hasta hoy esta mano trémula. Si hubiera insistido un poco más habría perdido para siempre la salud. Desde entonces, desde esa malograda experiencia, procuro razonar de este modo: que ya mucho me fue dado, que ellos ya me concedieron todo lo que puede ser concedido, y que otros agentes muy superiores a mí también trabajaron tan sólo para los que no sabían. Y con las mismas poquísimas instrucciones. Ya me fue dado mucho; esto, por ejemplo: una u otra vez, con el corazón latiendo por el privilegio, sé al menos que no estoy reconociendo; con el corazón latiendo de emoción, al menos no comprendo; con el corazón latiendo de confianza, al menos no sé.

    Pero ¿y el huevo? Este es uno de los subterfugios de ellos: mientras yo hablaba sobre el huevo, había olvidado el huevo. «Hablad, hablad», me instruyeron ellos. Y el huevo queda enteramente protegido por tantas palabras. Hablad mucho, es una de las instrucciones, estoy tan cansada.
    Por devoción al huevo, lo olvidé. Mi necesario olvido. Mi interesado olvido. Porque el huevo es un esquivo. Ante mi adoración posesiva podría retraerse y nunca más volver. Pero si fuera olvidado. Si yo hiciera el sacrificio de vivir tan sólo mi vida y de olvidarlo. Si el huevo fuera imposible. Entonces libre, delicado, sin ningún mensaje para mí quizá todavía una vez se desplace del espacio hasta esta ventana que siempre dejé abierta. Y de madrugada descienda en nuestro edificio. Sereno hasta la cocina. Iluminándola con mi palidez.

    A legião estrangeira (1964)


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    Mensaje por Maria Lua 01.10.22 15:56

    No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha y, si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Mas siempre sentí miedo del delirio y del error. Mi error, no obstante, debía de ser el camino de una verdad, pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la 'verdad' fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño.

    La pasión según G.H.


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    Mensaje por Maria Lua 01.10.22 15:57

    Ahora lo sé: soy sola. Yo y mi libertad que no sé usar. La gran responsabilidad de la soledad. Quien no está perdido no conoce la libertad y no la ama. En cuanto a mí, asumo mi soledad. Que a veces se extasía como ante los fuegos artificiales. Soy sola y tengo que vivir una cierta gloria íntima que en la soledad puede convertirse en dolor. Y el dolor, en silencio. Guardo su nombre en secreto. Necesito secretos para vivir.

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    Mensaje por Maria Lua 04.10.22 9:58

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    La Legión Extranjera

    (“A legião estrangeira”)
    A legião estrangeira (1964)



    Si me preguntaran por Ofelia y sus padres, habría respondido con el decoro de la honestidad: apenas los conocí. Delante del mismo jurado al cual respondería: apenas me conozco, y a cada cara del jurado le diría con la misma mirada límpida de quien se hipnotizó para la obediencia: apenas os conozco. Pero algunas veces despierto del largo sueño y me vuelvo con docilidad hacia el delicado abismo del desorden.
    Estoy tratando de hablar de aquella familia que desapareció hace años sin dejar rastros en mí, y de la que tan sólo me había quedado una imagen esfumada por la distancia. Mi inesperado consentimiento en saber fue provocado hoy por el hecho de aparecer en casa un pollito. Vino traído por obra de quien quería tener el gusto de darme una cosa nacida. Al sacar de su encierro al pollito, su gracia nos atrapó en el momento. Mañana es Navidad, pero el momento de silencio que espero todo el año vino un día antes de nacer Cristo. Una cosa piando por sí misma despierta la tiernísima curiosidad que junto a un pesebre es adoración. Bueno, dijo mi marido, y ahora esto. Se había sentido demasiado grande. Sucios, con la boca abierta, los chicos se aproximaron. Yo, un poco osada, quedé feliz. El pollito piaba. Pero Navidad es mañana, dijo tímido el chico mayor. Sonreíamos desamparados, curiosos.
    Pero los sentimientos son agua de un instante. Poco después —como la misma agua ya es otra cuando el sol la deja muy liviana, y otra ya cuando se irrita tratando de morder una piedra, y otra también en el pie que se sumerge—, poco después ya no teníamos en el rostro más que aureola e iluminación. Alrededor del pollito afligido, nos sentíamos bien y ansiosos. A mi marido, la bondad lo deja ríspido y severo, cosa a la que nos acostumbramos; él se crucifica un poco. En los chicos, que son más serios, la bondad es un ardor. A mí, la bondad me intimida. Al poco rato la misma agua era otra, y mirábamos disgustados, enredados en la falta de habilidad de ser buenos. Y, el agua ya otra, poco a poco teníamos en el rostro la responsabilidad de una aspiración, el corazón pesado de un amor que ya no era libre. También nos volvía torpes el miedo que el pollito nos tenía; allí estábamos, y ninguno merecía comparecer ante el pollito; a cada piada, nos echaba afuera. A cada piada, nos reducía a no hacer nada. La constancia de su pavor nos acusaba de una alegría imprudente que a esa hora ya ni era alegría, era incomodidad. Había pasado el instante del pollito, y él, cada vez más indispensable, nos expulsaba sin dejarnos. Nosotros, los adultos, ya habíamos ocultado el sentimiento. Pero en los chicos había una indignación silenciosa, y su acusación era que nada hacíamos por el pollito o por la humanidad. A nosotros, padre y madre, el piar cada vez más ininterrumpido ya nos había llevado a una resignación vergonzosa: las cosas son de ese modo. Sólo que nunca les habíamos contado eso a los niños, teníamos vergüenza; y postergábamos indefinidamente el momento de llamarlos y decirles con claridad que las cosas son así. Cada vez se hacía más difícil, el silencio crecía, y ellos empujaban un poco el afán con que queríamos darles, a cambio, amor. Si nunca habíamos conversado sobre las cosas, mucho más tuvimos que esconderles en ese instante la sonrisa que terminó aflorándonos con el piar desesperado de aquel pico, una sonrisa como si nos correspondiera bendecir el hecho de que las cosas fueran así, de ese modo, y hubiéramos acabado de bendecirlas.
    El pollito piaba. Sobre la mesa barnizada no osaba dar un paso, un movimiento, piaba para adentro. Yo ni siquiera sabía dónde cabía tanto terror en una cosa que era sólo plumas. ¿Plumas cubriendo qué?, media docena de huesos que se habían reunido, débiles, ¿para qué?, para el piar de terror. En silencio, con respeto ante la imposibilidad de comprendernos, con respeto ante la rebelión de los chicos contra nosotros, en silencio mirábamos sin mucha paciencia. Era imposible darle la palabra tranquilizadora que lo hiciese no tener miedo, consolar a la cosa que por haber nacido se espanta. ¿Cómo prometerle la costumbre? Padre y madre, sabíamos cuán breve sería la vida del pollito. También éste lo sabía, del modo como las cosas vivas lo saben: a través del susto profundo.
    Y mientras tanto, el pollito lleno de gracia, cosa breve y amarilla. Yo quería que también él sintiera la gracia de su vida, así como la habían pedido de nosotros, él que era la alegría de los otros, no la propia. Que sintiera que era gratuito, ni siquiera necesario —uno de los pollitos tiene que ser inútil—, sólo había nacido para gloria de Dios, entonces que fuese la alegría de los hombres. Pero era amar nuestro amor y querer que el pollito fuera feliz solamente porque lo amábamos. Yo también sabía que sólo la madre resuelve el nacimiento, y el nuestro era amor de quien se complace en amar: me agitaba en la gracia de permitírseme amar, campanas, campanas repicaban porque sé adorar. Pero el pollito temblaba, cosa de terror, no de belleza.
    El niño menor no soportó más:
    —¿Quieres ser su mamá?
    Yo dije que sí, sobresaltada. Yo era la enviada junto a aquella cosa que no comprendía mi único lenguaje: estaba amando sin ser amada. La misión era falible, y los ojos de cuatro chicos esperaban con la intransigencia de la esperanza mi primer gesto de amor eficaz. Retrocedí un poco, sonriendo solitaria del todo; miré a mi familia, quería que ellos sonrieran. Un hombre y cuatro chicos me miraban fijamente, incrédulos y confiados. Yo era la mujer de la casa, el granero. Por qué la impasibilidad de los cinco, no lo entendí. Cuántas veces había fracasado para que, en mi hora de timidez, ellos me miraran. Intenté aislarme del desafío de los cinco hombres para yo también esperar de mí y acordarme de cómo es el amor. Abrí la boca, iba a decirles la verdad: no sé cómo.
    Pero si me llegara de noche una mujer. Si ella asegurara al hijo en el regazo. Y dijera: cura a mi hijo. Yo diría: ¿cómo se hace? Ella respondería: cura a mi hijo. Yo diría: tampoco sé. Ella respondería: cura a mi hijo. Entonces —entonces, porque no sé hacer nada y porque no me acuerdo de nada y porque es de noche—, entonces extiendo la mano y salvo a un niño. Porque es de noche, porque estoy sola en la noche de otra persona, porque este silencio es muy grande para mí, porque tengo dos manos para sacrificar a la mejor de ellas y porque no tengo otro camino.
    Entonces extendí la mano y tomé el pollito.
    Fue en ese instante cuando volví a ver a Ofelia. Y en ese instante me acordé de que había sido el testimonio de una chica.
    Más tarde recordé cómo la vecina, madre de Ofelia, era trigueña como una hindú. Tenía ojeras violáceas que la embellecían mucho y le daban un aire fatigado que hacía que los hombres la miraran una segunda vez. Un día, en el banco del jardín, mientras los chicos jugaban, me había dicho con esa su cabeza obstinada de quien mira hacia el desierto: «Siempre quise hacer un curso de decoración de pasteles». Me acordé de que el marido, trigueño también, como si se hubieran elegido por la sequedad del color, quería ascender en la vida a través de su ramo de negocios: gerencia de hoteles o incluso dueño, nunca entendí bien. Cosa que le daba una dura cortesía. Cuando en el ascensor nos veíamos forzados al contacto más prolongado, él aceptaba el cambio de palabras con un tono de arrogancia que traía de luchas mayores. Hasta llegar al décimo piso, la humildad a la que su indiferencia me había forzado, ya lo había amansado un poco; quizá llegara a casa más bien servido. En cuanto a la madre de Ofelia, ella temía que, a fuerza de vivir en el mismo piso, hubiese intimidad y, sin saber que yo me resguardaba también, me evitaba. La única intimidad había sido la del banco del jardín, donde, con ojeras y boca fina, había hablado de decorar pasteles. Yo no había sabido qué responder y terminé diciendo, para que supiera que ella me agradaba, que el curso de los pasteles me gustaría. Ese único momento mutuo nos había alejado aún más, por temor a un abuso de comprensión. La madre de Ofelia llegó incluso a ser grosera en el ascensor: al día siguiente estaba yo con uno de los niños tomado de la mano, el ascensor bajaba despacio, y yo, oprimida por el silencio que, a la otra, la fortificaba, había dicho en un tono de agrado que en el mismo instante también a mí me repugnó:
    —Nos estamos dirigiendo a casa de la abuela de él.
    Y ella, para asombro mío:
    —No le pregunté nada, nunca me meto en la vida de los vecinos.
    —Ajá —dije yo por lo bajo.
    Lo que allí mismo, en el ascensor, me hizo pensar que yo estaba pagando por haber sido su confidente de un minuto en el banco del jardín. Lo que, a su vez, me hizo pensar que ella tal vez juzgase haberme confiado más de lo que en realidad había confiado. Lo que, a su vez, me hizo pensar si verdaderamente no me había dicho más de lo que las dos habíamos percibido. Mientras el ascensor continuaba bajando y deteniéndose, yo reconstituí su aire insistente y soñador en la banca del jardín, y miré con ojos nuevos la belleza altanera de la madre de Ofelia. «No le contaré a nadie que quieres decorar pasteles», pensé mirándola rápidamente.
    El padre agresivo, la madre reservándose. Familia soberbia. Me trataban como si yo ya viviera en su futuro hotel y los ofendiese con el pago que exigían. Sobre todo me trataban como si ni yo lo creyera, ni ellos pudieran probar quiénes eran. ¿Y quiénes eran ellos?, me preguntaba a veces. ¿Por qué la bofetada que estaba impresa en sus rostros?, ¿por qué la dinastía exiliada? Y a tal punto no me perdonaban, que yo obraba como no perdonada: si los encontraba en la calle, fuera del sector al que me circunscribía, me sobresaltaba, sorprendida en delito; retrocedía para que ellos pasaran, les daba el lugar: los tres trigueños y bien vestidos pasaban como si fueran a misa, aquella familia que vivía bajo el signo de un orgullo o de un martirio oculto, amoratados como flores de la Pasión. Familia antigua, aquélla.
    Pero el contacto se hizo a través de la hija. Era una chica hermosísima, con largos bucles duros, Ofelia, con ojeras iguales a las de la madre, las mismas encías un poco violetas, la misma boca fina de quien se cortó. Pero ésa, la boca, hablaba. Le dio por aparecer en casa. Tocaba el timbre, yo abría la mirilla, no veía nada, oía una voz decidida:
    —Soy yo, Ofelia María dos Santos Aguiar.
    Desanimada, abría la puerta. Ofelia entraba. La visita era para mí, mis dos chicos en aquel tiempo eran demasiado pequeños para su pausada sabiduría. Yo era importante y estaba ocupada; pero era para mí la visita: con una atención del todo interior, como si para todo hubiera un tiempo, levantaba con cuidado la falda de olanes, se sentaba, arreglaba los olanes, y sólo entonces me miraba. Yo, que entonces copiaba el archivo de la oficina, trabajaba y oía. Ofelia me daba consejos. Tenía opinión formada respecto a todo. Todo lo que yo hacía era un poco equivocado, en su opinión. Decía «en mi opinión» con tono resentido, como si yo le debiera haber pedido consejos, y ya que yo no los pedía, ella los daba. Con sus ocho años altivos y bien vividos, decía que en su opinión yo no criaba bien a los chicos; pues a los chicos, cuando se les da la mano, quieren subirse a la cabeza. El plátano no se mezcla con la leche. Mata. Pero claro que usted hace lo que quiere; cada uno sabe lo suyo. Ya no era hora de estar en bata; su madre se cambiaba de ropa en cuanto salía de la cama, pero cada uno termina llevando la vida que quiere. Si yo le explicaba que era porque todavía no me había bañado, Ofelia se quedaba quieta, mirándome atenta. Con alguna suavidad, entonces, con alguna paciencia, agregaba que no era hora de no haber tomado todavía el baño. Nunca era mía la última palabra. Qué última palabra podría dar cuando ella me decía: la empanada de verdura nunca lleva tapa. Una tarde, en una panadería, me vi inesperadamente ante la verdad inútil: allá estaba sin tapa una fila de empanadas de verdura. «Pero yo le avisé», la oí como si estuviera presente. Con sus bucles y olanes, con su firme delicadeza, era una visita en la sala todavía desarreglada. Lo que importaba era que decía también muchas tonterías, lo que, en mi desaliento, me hacía sonreír desesperada.
    La peor parte de la visita era la del silencio. Yo levantaba los ojos de la máquina, y no sabría decir desde hacía cuánto tiempo Ofelia me miraba en silencio. ¿Qué le puede atraer en mí a esta niña?, me exasperaba. Una vez, después de su largo silencio, me había dicho, tranquila: usted es rara. Y yo, alcanzada en pleno rostro sin protección —Justamente en el rostro, que por ser nuestro revés es cosa tan sensible—, yo, alcanzada en pleno, había pensado con rabia; pues vas a ver que es precisamente esa rareza lo que buscas. Ella, que estaba totalmente protegida, y tenía madre protegida, y padre protegido.
    Yo todavía prefería, pues, consejo y crítica. Menos tolerable era ya su costumbre de usar la expresión «por lo tanto» con la que unía las frases en una concatenación que no fallaba. Me dijo que yo había comprado demasiada verdura en el mercadillo; por lo tanto, no iban a caber en el pequeño refrigerador, y, por lo tanto, se marchitarían antes del próximo día de mercadillo. Días después yo miraba las verduras magulladas. Por lo tanto, sí. Otra vez había visto mis verduras esparcidas por la mesa de la cocina, yo que disimuladamente había obedecido. Ofelia miró, miró. Parecía dispuesta a no decir nada. Yo esperaba de pie, agresiva, muda. Ofelia dijo sin ningún énfasis:
    —Es poco hasta el próximo día de mercadillo.
    Las verduras se acabaron mediada la semana. ¿Cómo es que ella lo sabe?, me preguntaba con curiosidad. «Por lo tanto» sería quizá la respuesta. ¿Por qué yo nunca, nunca sabía? ¿Por qué ella sabía de todo, por qué la tierra le era tan familiar, y yo sin protección? ¿Por lo tanto? Por lo tanto.
    Una vez Ofelia se equivocó. La geografía —dijo sentada frente a mí con los dedos cruzados en el regazo— es una manera de estudiar. No llegaba a ser un error, era más bien un leve estrabismo del pensamiento; pero para mí tuvo la gracia de una caída, y antes de que el momento pasara, por dentro le dije: es así como se hace ¡eso!, ve despacio así, y un día te va a ser más fácil o más difícil; pero es así, ve equivocándote, bien, bien despacio.
    Una mañana, en medio de su charla, me advirtió autoritaria: «Voy a casa a ver una cosa, pero vuelvo en seguida». Arriesgué: «Si estás muy ocupada, no necesitas volver». Ofelia me miró muda, inquisitiva. «Hay una niña muy antipática», pensé bien claro para que ella viera toda la frase expuesta en mi rostro. Ella sostuvo la mirada. La mirada donde —con sorpresa y desolación— vi fidelidad, paciente confianza en mí y el silencio de quien nunca habló. ¿Cuándo es que yo le había tirado un hueso para que me siguiera muda por el resto de la vida? Desvié los ojos. Ella suspiró, tranquila. Y dijo con mayor decisión aún: «Vuelvo en seguida». ¿Qué es lo que quiere?, me agité, ¿por qué atraigo a personas que ni siquiera gustan de mí?
    Una vez, cuando Ofelia estaba sentada, tocaron el timbre. Fui a abrir y me encontré con la madre de Ofelia. Llegaba protectora, exigente: —¿Por casualidad Ofelia María está ahí?
    —Sí —me excusé, como si la hubiera raptado.
    —No hagas más eso —le dijo a Ofelia en un tono que también me dirigía; después se volvió hacia mí y, súbitamente ofendida: —Disculpe la molestia.
    —No se preocupe, esta chica es tan inteligente.
    La madre me miró con ligera sorpresa; pero la sospecha pasó por sus ojos. Y en ellos leí: ¿qué es lo que quieres de ella?
    —Ya le prohibí a Ofelia María que la moleste —dijo ahora con abierta desconfianza. Y, asegurando con firmeza la mano de la chica para llevarla, parecía defenderla contra mí. Con una sensación de decadencia, espié por la mirilla entreabierta sin ruidos: allá iban las dos por el corredor que llevaba a su apartamento, la madre abrigando a la hija con murmullos de reprensión amorosa, la hija impasible temblándole los bucles y olanes. Al cerrar la mirilla, advertí que todavía no me había cambiado de ropa y, por lo tanto, había sido vista así por la madre que se cambiaba de ropa al salir de la cama. Pensé con cierta desenvoltura: bueno, ahora la madre me desprecia; por lo tanto, estoy libre de que la chica vuelva.
    Pero volvía, sí. Yo resultaba demasiado atrayente para aquella chica. Tenía bastantes defectos para sus consejos; era terreno para el desarrollo de su severidad; ya me había convertido en el dominio de mi esclava: volvía, sí, levantaba los olanes, se sentaba.
    Por ese entonces, estando cerca la Pascua, el mercadillo estaba lleno de pollitos, y traje uno para los chicos. Jugamos, después él se quedó en la cocina, los chicos en la calle. Más tarde aparecía Ofelia para la visita. Yo escribía a máquina; de vez en cuando concordaba distraída. La voz igual de la chica, voz de quien habla de memoria, me atontaba un poco, entraba por entre las palabras escritas; ella decía, decía.
    Fue cuando me pareció que de pronto todo se había detenido. Sintiendo falta del suplicio, la miré neblinosa. Ofelia María estaba con la cabeza bien erguida, con los bucles totalmente inmovilizados.
    —¿Qué es eso? —dijo.
    —¿El qué?
    —¡Eso! —dijo inflexible.
    —¿Eso?
    Nos habríamos quedado indefinidamente en una ronda de «¿Eso?», y «¡Eso!», si no fuera por la fuerza excepcional de esa chica, que, sin una palabra, tan sólo con la extrema autoridad de la mirada, me obligaba a oír lo que ella misma oía. En el silencio de la atención a que me había forzado, oí finalmente el débil piar del pollito en la cocina.
    —Es el pollito. —¿Pollito? —dijo desconfiadísima.
    —Compré un pollito —respondí resignada.
    —¡Pollito! —repitió, como si la hubiese insultado.
    —Pollito.
    Y en eso quedaríamos. Si no fuera por cierta cosa que vi y que nunca había visto antes.
    ¿Qué era? Pero, fuese lo que fuese, ya no estaba allí. Un pollito había centelleado un segundo en sus ojos y en ellos se había sumergido para no haber existido nunca. Y la sombra se hizo. Una sombra profunda cubriendo la tierra. Desde el instante en que involuntariamente su boca estremeciéndose casi había pensado «Yo también quiero», desde ese instante la oscuridad se había adensado en el fondo de los ojos en un deseo retráctil, que si lo tocasen, más se cerraría como hoja de adormidera. Y que retrocedía delante de lo imposible, lo imposible que se había acercado y, con tentación, casi había sido de ella: lo oscuro de los ojos osciló como una moneda. Una astucia le pasó entonces por el rostro, si yo no estuviera allí, por astucia, ella robaría cualquier cosa. En los ojos que pestañearon ante la disimulada sagacidad, en los ojos la gran tendencia a la rapiña. Me miró rápida, y era la envidia; tienes de todo, y la censura, porque no somos la misma y yo tendré un pollito, y la codicia: ella me quería para sí. Lentamente me fui reclinando en el respaldo de la silla; su envidia, que desnudaba mi pobreza, y dejaba pensativa a mi pobreza; si no estuviera yo allí, también robaría mi pobreza; ella quería todo. Después de que el estremecimiento de la codicia pasó, lo oscuro de los ojos sufrió todo: no era solamente a un rostro sin protección que yo la exponía, ahora la había expuesto a lo mejor del mundo: a un pollito. Sin verme, sus ojos calientes me miraban en una abstracción intensa que se ponía en íntimo contacto con mi intimidad. Algo pasaba que yo no conseguía entender a simple vista. Y nuevamente volvió el deseo. Esta vez los ojos se angustiaron como si nada pudieran hacer con el resto del cuerpo que se desprendía independientemente. Y más se ensanchaban, sorprendidos con el esfuerzo físico de la descomposición que dentro de ella se realizaba. La boca delicada permaneció un poco infantil, de un violeta macerado. Miró hacia el techo: las ojeras le daban un aire de supremo martirio. Sin moverme, yo la miraba. Yo sabía la gran incidencia de mortalidad infantil. En ella me envolvía la gran pregunta: ¿vale la pena? No sé, le dijo mi quietud cada vez mayor, pero es así. Allí, delante de mi silencio, ella estaba entregándose al proceso, y si me preguntaba la gran pregunta, tenía que quedar sin respuesta. Tenía que darse por nada. Tendría que ser, y por nada. Ella se aferraba en sí misma, no queriendo. Pero yo esperaba. Sabía que somos lo que tiene que suceder. Yo sólo podía servirle a ella de silencio. Y, deslumbrada de desentendimiento, oía latir dentro de mí un corazón que no era el mío. Delante de mis ojos fascinados, allí frente a mí, como un ectoplasma, ella se estaba transformando en una niña.
    No sin dolor. En silencio yo veía el dolor de su alegría difícil. El lento cólico de un caracol. Se pasó lentamente la lengua por los labios finos. (Ayúdame, dijo su cuerpo en la penosa bipartición. Estoy ayudándote, respondió mi inmovilidad.) La agonía lenta. Ella estaba engordando, deformándose con lentitud. Por momentos los ojos se volvían puras pestañas, en una avidez de huevo. Y la boca de un hambre temblorosa. Casi sonreía entonces, como si extendida en una mesa de operación dijera que no estaba doliendo tanto. No me perdía de vista: había marcas de pies que ella no veía, por allí ya había caminado alguien, y ella adivinaba que yo había caminado mucho. Se deformaba más y más, casi idéntica a sí misma. ¿Arriesgo? ¿Dejo sentir?, se preguntaba en ella. Sí, se respondió por mí.
    Y mi primer sí me embriagó. Sí, repitió mi silencio para el de ella, sí. Como en la hora de nacer mi hijo yo le había dicho: sí. Tenía la osadía de decirle sí a Ofelia, yo que sabía que también se muere de chico sin advertirlo nadie. Sí, repetí embriagada, porque el peligro más grande no existe: cuando se va, se va todo junto, tú misma siempre estarás; eso, eso es lo que llevarás para lo que vaya a ser.
    La agonía de su nacimiento. Hasta entonces nunca había visto el coraje. El coraje de ser el otro que se es, el de nacer del propio parto, y el de abandonar en el suelo el cuerpo antiguo. Y sin haberle respondido si valía la pena. «Yo», trataba de decir su cuerpo mojado por las aguas. Sus nupcias consigo misma.
    Ofelia preguntó lentamente, con recato por lo que le sucedía:
    —¿Es un pollito?
    No la miré.
    —Es un pollito, sí.
    De la cocina venía el débil piar. Quedamos en silencio como si Jesús hubiera nacido. Ofelia respiraba, respiraba.
    —¿Un polluelo? —se aseguró vacilante.
    —Un polluelo, sí —dije yo guiándola con cuidado hacia la vida.
    —¡Ah, un polluelo! —dijo meditando.
    —Un polluelo —dije sin embrutecerla.
    Hacía ya algunos minutos que estaba frente a una niña. Se había realizado la metamorfosis.
    —Está en la cocina.
    —¿En la cocina? —repitió, haciéndose la desentendida.
    —En la cocina —repetí por primera vez autoritaria, sin agregar nada más.
    —¡Ah!, en la cocina —dijo Ofelia con mucho fingimiento y miró hacia el techo.
    Pero sufría. Con cierta vergüenza, noté finalmente que me estaba vengando. La otra sufría, fingía, miraba hacia el techo. La boca, las ojeras.
    —Puedes ir a la cocina a jugar con el polluelo.
    —¿Yo...? —preguntó haciéndose la tonta.
    —Pero solamente si quieres.
    Sé que debería haberla mandado, para no exponerla a la humillación de querer tanto. Sé que no le debería haber dado la opción, y entonces ella tendría la disculpa de que había sido obligada a obedecer. Pero en aquel momento no era por venganza por lo que le daba el tormento de la libertad. Es que aquel paso, también aquel paso debería darlo sola. Sola y ahora. Ella es la que tendría que ir a la montaña. ¿Por qué —me confundía—, por qué estoy tratando de soplar mi vida en su boca violeta? ¿Por qué estoy dándole una respiración? ¿Cómo me atrevo a respirar dentro de ella, si yo misma..., solamente para que ella camine, estoy dándole los penosos pasos? ¿Le soplo mi vida sólo para que un día, exhausta, sienta por un instante como si la montaña hubiera caminado hasta ella?
    Yo tendría el derecho. Pero no tenía opción. Era una emergencia como si los labios de la niña estuvieran cada vez más violetas.
    —Ve a ver el polluelo solamente si quieres —repetí entonces con la extrema dureza de quien salva.
    Quedamos enfrentándonos, diferentes, cuerpo separado de cuerpo; solamente la hostilidad nos unía. Yo estaba seca e inerte en la silla para que la chica se hiciese dolor dentro de otro ser, firme para que luchase dentro de mí; cada vez más fuerte a medida que Ofelia necesitara odiarme y necesitara que yo resistiese al sufrimiento de su odio. No puedo vivir eso por ti, le dijo mi frialdad. Su lucha se hacía cada vez más próxima, y en mí, como si aquel individuo que había nacido extraordinariamente dotado de fuerza estuviera bebiendo de mi debilidad. Al usarme ella me lastimaba con su fuerza; me arañaba al tratar de agarrarse a mis paredes lisas. Finalmente, su voz sonó con baja y lenta rabia: —Pues voy a ver al pollito en la cocina.
    —Ve, sí —dije lentamente.
    Se retiró pausada, buscando mantener la dignidad de la espalda.
    De la cocina volvió inmediatamente: estaba sorprendida, sin pudor, mostrando al pollito en la mano, y en una perplejidad que me indagaba por completo con los ojos:
    —¡Es un polluelo! —dijo.
    Lo miró en la mano que se extendía; me miró, miró de nuevo la mano, y de pronto se llenó de una nerviosidad y de una preocupación que me envolvieron automáticamente en nerviosidad y preocupación.
    —¡Pero es un polluelo! —dijo, e inmediatamente la censura le pasó por los ojos, como si yo no le hubiera dicho quién piaba.
    Me reí. Ofelia me miró, ultrajada. Y de repente rió. Ambas reímos entonces, un poco agudas.
    Después de reírnos, Ofelia puso a caminar en el suelo al pollito. Si él corría, ella iba atrás, sólo parecía dejarlo autónomo para sentir nostalgia; pero si se encogía, ella lo protegía presurosa, con pena de que él estuviera bajo su dominio, «Pobrecito, es mío»; y cuando lo aseguraba, era con mano torcida por la delicadeza: era el amor, sí, el tortuoso amor. Es muy pequeño; por lo tanto, lo que necesita es mucho cuidado, uno no puede hacerle mimos, porque esto tiene sus peligros; no deje que lo agarren por casualidad; usted haga lo que quiera, pero el maíz es demasiado grande para su piquito abierto; porque él es blandito, pobre, tan chiquito, por lo tanto, usted no puede dejar a sus hijos que le hagan cariños; sólo yo sé el cariño que le gusta; se resbala por cualquier motivo, por lo tanto, el piso de la cocina no es lugar para el polluelo.
    Hacía mucho tiempo que intentaba nuevamente escribir a máquina, buscando recuperar el tiempo perdido, y Ofelia entreteniéndome, y poco a poco hablando sólo para el polluelo, y amando por amor. Por primera vez me había abandonado, ella ya no era yo. La miré, toda de oro como estaba, y el pollito todo de oro, y los dos zumbaban como rueca y huso. También mi libertad por fin, y sin ruptura; adiós, y yo sonreía de nostalgia.
    Mucho después advertí que era conmigo con quien Ofelia hablaba.
    —Me parece —me parece— que lo voy a poner en la cocina.
    —Pues ve.
    No vi cuándo fue, no vi cuándo volvió. En algún momento, por casualidad y distraída, sentí que desde hacía rato había silencio. La miré un instante. Estaba sentada, con los dedos cruzados en el regazo. Sin saber exactamente por qué, la miré una segunda vez:
    —¿Qué pasa?
    —¿Yo?...
    —¿Estás sintiendo algo?
    —¿Yo?...
    —¿Quieres ir al baño?
    —¿Yo?...
    Desistí, volví a la máquina. Un poco después oí la voz:
    —Voy a tener que irme a casa.
    —Está bien.
    —Si usted me deja.
    La miré sorprendida:
    —Mira, si quieres...
    —Entonces —dijo—, entonces me voy.
    Fue caminando despacio, cerró la puerta sin ruido. Me quedé mirando la puerta cerrada. Eres rara, pensé. Volví a mi trabajo.
    Pero no conseguía salir de la misma frase. Bueno —pensé impaciente mirando el reloj—, ¿y ahora qué? Me quedé indagando sin gusto, buscando en mí misma lo que podría estar interrumpiéndome. Cuando ya desistía, volví a ver una cara extremadamente tranquila: Ofelia. Menos que una idea me pasó por la cabeza y, ante lo inesperado, ésta se inclinó para oír mejor lo que sentía. Lentamente empujé la máquina. Obstinada, fui apartando despacio las sillas del camino. Hasta pararme lentamente ante la puerta de la cocina. En el piso estaba el pollito muerto. ¡Ofelia!, llamé, en un impulso, a la niña prófuga.
    A una distancia infinita yo veía el piso. Ofelia, inútilmente intenté alcanzar a la distancia el corazón de la chica callada. ¡Oh, no te asustes mucho!; a veces uno mata por amor, pero juro que un día uno se olvida, ¡lo juro! Uno no ama bien, oye, repetí como si pudiera alcanzarla antes de que, desistiendo de servir a lo verdadero, ella altivamente fuera a servir a la nada. Yo que no me había acordado de avisarle que sin el miedo existía el mundo. Pero juro que eso es la respiración. Estaba muy cansada, me senté en el banco de la cocina.
    Donde estoy ahora, batiendo despacito el pastel para mañana. Sentada, como si durante todos estos años hubiera esperado pacientemente en la cocina. Debajo de la mesa, tiembla el pollito de hoy. El color amarillo es el mismo, el pico es el mismo. Como se nos promete en la Pascua, en diciembre vuelve. Ofelia es la que no volvió: creció. Fue a ser la princesa hindú por la que su tribu esperaba en el desierto.

    A legião estrangeira (1964)


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    Mensaje por Maria Lua 10.10.22 8:31

    Alguna que otra vez tenía la fortuna de oír de madrugada el canto del gallo a la vida y ella recordaba, nostálgica, el sertão. ¿Dónde iba a caber un gallo con su quiquiriquí en aquellas tierras resecas de artículos al por mayor de exportación e importación? (Si el lector posee alguna riqueza y lleva una vida acomodada, saldrá de sí para ver cómo es a veces el otro. Si es pobre, no me estará leyendo, porque leerme es superfluo para quien tiene una tenue hambre permanente. Hago aquí el papel de una válvula de escape de ustedes y de la vida aplastante de la clase media. Bien sé que da miedo salir de sí mismo, pero todo lo que es nuevo asusta. Aunque la muchacha anónima de la historia sea tan antigua que podría ser una figura bíblica. Era subterránea y nunca había dado flor. Miento: ella era un capín.)



    La hora de la Estrella.


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    Mensaje por Maria Lua 10.10.22 8:31

    Sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, Martim cerró los ojos riendo muy emocionado. Era la alegría. Su alegría venía de que tenía hambre, y cuando un hombre tiene hambre se alegra. Después de todo una persona se mide por su hambre, no existe otra manera de calcularse. Y la verdad era que en el monte le había renacido la gran necesidad. Era extraño que no tuviese comida pero que el hambre le llenase de júbilo. Con el corazón latiendo de hambre, Martim se acostó. Oía pedir a su corazón, y se rio en alto, bestial. Desamparado.


    La manzana en la oscuridad


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    CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 32 Empty Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 10.10.22 8:32

    Este es un libro de no memorias. Ocurre ahora mismo, no importa cuándo fue, es o será ese ahora mismo. Es un libro igual a cuando uno se duerme en un sueño profundo y sueña intensamente, pero hay un instante en que se despierta, se desvanece la somnolencia, y del sueño queda solo un gusto de sueño en la boca y en el cuerpo, queda solo la certeza de haber dormido y de haber soñado. Hago lo posible para escribir guiado por el azar. Quiero que la frase ocurra. No sé expresarme en palabras. Lo que siento no es traducible. Yo me expreso mejor en silencio. Expresarme por medio de palabras es un desafío. Pero no estoy a la altura del desafío. Salen palabras pobres. ¿Y cuál es al fin y al cabo la palabra secreta? No lo sé. ¿Y por qué me atrevo con ella? ¿No lo sé solo porque no me atrevo a decirla?


    Un soplo de vida


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    Mensaje por Maria Lua 12.10.22 17:31

    El ritmo de las plantas es lento: crece con paciencia y amor. Entrar en el Jardín Botánico es como si fuéramos trasladados a un nuevo reino. Aquel amontonamiento de seres libres. El aire que se respira es verde. Y húmedo. Es la savia que nos embriaga levemente:
    millares de plantas llenas de la savia vital. Al viento las voces traslúcidas de las hojas de las plantas nos envuelven en
    una suavísima maraña de sonidos irreconocibles. Sentada allí en un banco, la gente no hace nada: sólo se queda sentada dejando al mundo ser.

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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:29

    Libre, por primera vez libre, ¿qué hizo Martim? Hizo lo que los presos hacen: amaba el viento áspero, amaba su trabajo en las zanjas. Como un hombre que hubiese preparado la gran cita de su vida y nunca llegaba porque se distraía paralizado examinando hojitas verdes. Era así como él amaba y se perdía. Y lo peor es que amaba sin tener una razón concreta. ¿Solo porque
    una persona nacía, amaba? Y sin saber para qué. Ahora que había creado con sus propias manos la oportunidad de no ser más ni víctima ni verdugo, de estar fuera del mundo y no necesitar inquietarse con la piedad ni con el amor, de no necesitar más castigar ni castigarse, inesperadamente nacía su amor por el mundo. Y el peligro de eso era que, si no tenía cuidado, desistiría de seguir adelante.



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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:30

    Mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. Hemos amontonado cosas y seguridades por no tenernos el uno al otro.

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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:31

    La excentricidad es un deseo desesperado de agradar. El instinto de las mujeres las avisa de «hasta dónde pueden llegar» en su deseo de agradar. ¿Has pensado alguna vez en el esfuerzo enorme que la excentricidad exige de una mu­ jer? Casi un esfuerzo físico para mantener algo antinatural. Después de algunas horas se ve en el rostro de la excéntrica su enorme cansancio, sus ganas de volver a casa...

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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:32

    Hemos organizado asociaciones y clubs sonrientes donde se sirve con o sin soda. Hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes. No hemos usado la palabra amor para no tener que reconocer su contextura de odio, de amor, de celos y de tantos otros opuestos. Hemos mantenido en secreto nuestra muerte para hacer posible nuestra vida.
    ...

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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:33

    Pero de repente, con un estremecimiento le dieron cuerda al día y todo empezó de nuevo a funcionar, el tecleteo de la máquina, el puro del papá humeando, el silencio, las hojitas, los pollos pelados, la luz, las cosas reviviendo llenas de prisa como una tetera a punto de hervir. Sólo faltaba el tintineo del reloj que adornaba tanto. Cerró los ojos, fingió escucharlo…

    Cerca del corazón salvaje


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:34

    Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.

    Tanta mansedumbre


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:36

    Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo cosas y experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego: no era su papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella, el hombre tenía que cumplir su misión. Lo más que ella hacía era instigarlo, a veces: «Aquel leño —decía—, aquél to- davía no encendió». Y él, un instante antes de que ella acabara la frase que lo advertía, él ya había notado el leño, era su hombre, ya estaba atizando el leño. No le daba órdenes, porque era la mujer de un hombre que perdería su estado, si ella le daba órdenes. La otra ma- no de él, libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la coge. Quiere la mano de él, sabe que la quiere, y no la coge. Tiene exactamente lo que necesita: poder tener.

    Del cuento Es allí a donde voy.


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:36

    El ritmo de las plantas es lento: crece con paciencia y amor. Entrar en el Jardín Botánico es como si fuéramos trasladados a un nuevo reino. Aquel amontonamiento de seres libres. El aire que se respira es verde. Y húmedo. Es la savia que nos embriaga levemente:
    millares de plantas llenas de la savia vital. Al viento las voces traslúcidas de las hojas de las plantas nos envuelven en
    una suavísima maraña de sonidos irreconocibles. Sentada allí en un banco, la gente no hace nada: sólo se queda sentada dejando al mundo ser.

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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:37

    —Mañana cumplo diez años. Voy a
    aprovechar bien mi último día de nueve
    años.
    Pausa, tristeza.
    —Mamá, mi alma no tiene diez
    años.—
    ¿Cuántos tiene?
    —Creo que sólo ocho.
    —No está mal, es así.
    —Pero yo creo que se deberían
    contar los años por el alma. La gente
    diría: aquel sujeto murió con 20 años de
    alma. Pero el sujeto habría muerto con
    70 años de cuerpo.

    (Fragmento)
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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:38

    —¿Cómo se siente durante el acto de
    escribir? Y después de escrito el libro,
    ¿se preocupa por el destino que tuvo?
    —Cuando escribo, lo bueno es que
    no doy muestras de la gran excitación de
    la que a veces soy presa. Y por más
    difícil que sea el trabajo, siento una
    felicidad dolorosa pues, con los nervios
    todos aguzados, me quedo sin la
    protección de lo cotidiano banal. Y
    después de que el libro está listo,
    abandonado al editor, puedo decir como
    Julio Cortázar: tensa el arco al máximo
    mientras escribes y después suéltalo de
    un solo golpe y ve a beber vino con los
    amigos. La flecha ya anda por el aire, y
    se clavará o no se clavará en el blanco;

    Descubrimientos


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:39

    LA LUCIDEZ PELIGROSA

    Estoy sintiendo una claridad tan grande
    que me anula como persona actual y
    común: es una lucidez vacía, ¿cómo
    explicar?, así como un cálculo
    matemático perfecto que, sin embargo,
    no se necesita. Estoy, por así decir,
    viendo claramente el vacío. Y no
    entiendo eso que entiendo: pues estoy
    infinitamente más grande que yo misma,
    y no me alcanzo. Más allá de que: ¿qué
    hago con esta lucidez? Sé también que
    esta lucidez mía puede volverse el
    infierno humano —ya me ocurrió antes.
    Pues sé que —en términos de nuestra
    diaria y permanente adaptación
    resignada a la irrealidad— esta claridad
    de realidad es un riesgo. Apaga, pues,
    mi llama, Dios, porque no me sirve para
    vivir los días. Ayúdame a consistir de
    nuevo en los modos posibles. Yo
    consisto, yo consisto, amén.


    Descubrimientos


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:40

    Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.

    Silencio (fragmento)


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:41

    Estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. ¿Pero cómo me consuelo de esta simple y tranquila alegría? Es que no estoy habituada a no necesitar consuelo. La palabra consuelo apareció sin que la sintiera, y no me di cuenta, y cuando fui a buscarla, ella ya se había transformado en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.

    Descubrimientos.


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:42

    DIÁLOGO DEL DESCONOCIDO

    —¿Puedo decirlo todo?
    —Sí.
    —¿Comprenderías?
    —Comprendería. Yo sé muy poco. Pero tengo a mi favor todo lo que no sé y —por ser un campo virgen— está libre de preconceptos. Todo lo que no sé es mi mayor y mejor parte: es mi amplitud. Es con ella que comprendería todo. Todo lo que no sé constituye mi verdad.

    Descubrimientos


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:42

    Angustia puede ser no tener esperanza en la esperanza. O
    conformarse sin resignarse. O no confesarse ni consigo mismo. O no ser lo que realmente se es, y nunca se es. Angustia puede ser el desamparo de estar vivo. Puede ser también no tener coraje de tener angustia —y la fuga
    es otra angustia. Pero la angustia forma parte: lo que está vivo, por ser vivo, se contrae.

    Descubrimientos.


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:43

    Voy a crear lo que me ha acontecido. Solo porque vivir no se
    puede narrar. Vivir no es vivible. Tendré que crear sobre la vida.
    Y sin mentir. Crear sí, mentir no. Crear no es imaginación, es correr el gran riesgo de acceder a la realidad. Entender es una creación, mi único modo. Precisaré con esfuerzo traducir señales telegráficas, traducir lo desconocido a un idioma que desconozco, y sin entender siquiera para qué sirven las señales. Hablaré en ese idioma sonámbulo que, si estuviese despierta, no sería lenguaje.

    Del libro La pasión según G.H


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:44

    Pero la verdad jamás ha tenido sentido para mí. ¡La verdad
    carece de sentido para mí! Por eso, la temía y la temo. Desampa-
    rada, te entrego todo, para que hagas de ello algo alegre. Por ha-
    blarte, ¿te asustaré y te perderé? Pero, si no hablase, me perdería, y por perderme te perdería.

    Del libro La pasión según G.H.


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    Mensaje por Maria Lua 13.10.22 21:45

    "Aquel día, pues, él conoció una de las formas extrañas de la estabilidad: la estabilidad del deseo irrealizable. La estabilidad del ideal intangible. Él, que era un ser consagrado a la moderación, se sintió por primera vez atraído por lo inmoderado: una atracción por el extremo imposible. En una palabra, por lo imposible. Y por primera vez sintió, en consecuencia, amor por la pasión.

    Y fue como si se le curase la miopía y viese el mundo claramente. Fue la visión más simple y profunda que hubiera tenido del Universo donde había vivido y viviría."

    Un fragmento del cuento, Miopía progresiva


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    Mensaje por Maria Lua 14.10.22 10:06

    Estaba muy bonita en ese momento, tan elegante; integrada en su época y en la ciudad en donde había nacido como si la hubiese elegido. En los ojos bizcos cualquier persona adivinaría el gusto que tenía esa mujer por las cosas del mundo Miraba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer todavía húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, consiguió aproximarse al bus burlando la cola, mirando con ironía; nada impedía que esa pequeña mujer, que andaba bamboleando los cuadriles, subiese otro misterioso peldaño en sus días.

    Lazos de familia
    (fragmento del cuento)


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua 14.10.22 10:07

    Como si yo intentara no aprovechar la vida inmediata sino la más profunda, lo que me da dos modos de ser: en vida,
    observo mucho, soy activa en las observaciones, tengo sentido del ridículo, del buen humor, de la ironía, y
    tomo partido. Escribiendo, tengo observaciones por así decir pasivas, tan interiores que se escriben al mismo
    tiempo en que se sienten, casi sin lo que se llama proceso. Es por eso que en el escribir no elijo, no puedo multiplicarme en mil, me siento fatal a pesar de mí.

    Descubrimientos.


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    Mensaje por Maria Lua 16.10.22 13:16

    Pensar es un acto. Sentir es un hecho. Los dos juntos son yo que escribo lo que estoy escribiendo.
    No se trata de un relato, ante todo es vida primaria que respira, respira, respira.

    La hora de la estrella.


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    Mensaje por Maria Lua 16.10.22 13:17

    Habrá un año en que habrá un mes en que habrá una semana en que habrá un día en que habrá una hora en que habrá un minuto en que habrá un segundo y, dentro del segundo, habrá el no tiempo sagrado de la muerte transfigurada.

    Un soplo de vida.


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