EN TORNO AL VERSO LIBRE… por Daniel Jiménez Cardona.
Encontrar un ritmo y una forma propios quizás sea el reto más grande al que se enfrenta un poeta en ciernes. Los temas, ya lo sabemos, siempre están a la mano. Son la forma y el ritmo los que distinguen a un conjunto de palabras de otro y les otorgan la categoría de obra de arte. Los temas religiosos, por ejemplo, siempre han estado presentes en toda región habitada por el género humano. Pero una cosa es la reflexión razonada que en Occidente hemos dado en llamar teología y otra muy diferente los versos del Paraíso perdido de Milton. Y tanto en India como en Mesoamérica los pueblos nativos han producido grandes poemas rituales. El principio aristotélico según el cual a uno se le debe dar el calificativo de historiador y a otro el de poeta, a pesar de que ambos escriban con determinada métrica, sigue en pie.
Todo poeta novel o aspirante a poeta enfrenta esa misma dificultad de hallar una voz propia, la cual también han enfrentado sus predecesores. Esa voz, eso que llamamos estilo, no se consigue sin esfuerzo. Y son la forma y el ritmo los que revelan de modo tangible esa voz. Porque siendo los temas básicamente siempre los mismos –el amor, la muerte, la soledad, el apego a la tierra de la que se procede, etc.–, es su tratamiento lo que determina si lo consignado en el papel es arte o no. De otra manera, es decir, sin una voz claramente definida a partir de unos rasgos específicos, el creador desaparece en el mar del sinsentido o en los lares de otras disciplinas de la actividad humana.
El problema radica en el tipo de esfuerzo que el poeta lleva a cabo para encontrar su propia voz. Durante siglos, para asegurar un cierto sentido de musicalidad, los seres humanos ensayaron distintos tipos de métrica o medida en los distintos idiomas. Los versos griegos y latinos, la octava, la décima y el endecasílabo son testimonios de ese perdurable experimento con la lengua que de algún modo buscaba explotar las capacidades del verbo, distinguiendo los discursos planos y monótonos de otros organizados creativamente. Es esta suerte de alquimia, como a muchos les gusta llamarla, lo que se encuentra en la base de todas las escuelas y corrientes literarias. Porque debe recordarse que aun cuando se proclame abiertamente que no se posee una determinada estética, es muy seguro que se profesará una en secreto. No era otra cosa lo que implicaba la fidelidad al principio ars gratia artis, practicado por escritores de la talla de Oscar Wilde. La diferencia era que la propuesta estética subyacente a la obra no se le imponía al artista de manera externa, sino que procedía de su mundo interior.
Ahora bien, en relación con lo previamente enunciado, hay un fenómeno que es necesario someter a interpretación en la poesía contemporánea: la pérdida de la noción del ritmo y la forma en el poema. En efecto, en la actualidad se publican muchos poemarios que no permiten distinguir los discursos de sus autores de otros discursos, no poéticos, no relacionados con la escritura creativa. Para que un escrito alcance el estatus de poema, basta con que quien escribe dé a sus líneas una fragmentación lo suficientemente excesiva y luego las llame versos. El resultado, en la mayoría de los casos, es un texto farragoso, lleno de ideas superfluas y lo suficientemente vago como para asemejarse a un mediocre anuncio publicitario o a uno de los horóscopos de los diarios.
Esto no quiere decir que haya que retroceder cinco o seis siglos a los estilos de Góngora, Garcilaso y Quevedo, pero sin duda significa que es necesario comprender su legado. En primer lugar, la introducción del verso endecasílabo en la lengua castellana y de su forma poética más acabada, el soneto, no surgió ex nihilo, como pretenden algunos. Lejos de ser una forma poética de reglas arbitrarias, fue adoptado y enriquecido en vista del anquilosamiento al que se había visto sometida la poesía castellana durante cientos de años. Significaban, pues, una renovación del lenguaje poético y no su puesta en una jaula. En segundo lugar, hay que reconocer que los más bellos poemas en verso libre e incluso los más bellos pasajes de prosa poética han sido escritos por conocedores de la tradición poética occidental. Si Walt Whitman escribe con la libertad que lo hace en Hojas de hierba es porque conoce a antecesores suyos de la talla de Shakespeare. Para no ir muy lejos, los poemas en prosa de William Ospina están precedidos en términos cronológicos por una interesante aproximación a la métrica clásica, consignada en una antología suya disponible en las bibliotecas públicas. Y más cerca aún, Héctor Escobar, poeta pereirano quien prefiere por excelencia el soneto, ha sido leído y traducido a diferentes idiomas. De modo que quien se quiera hacer respaldar por las vanguardias y las tendencias poéticas actuales para justificar la ausencia de ritmo y musicalidad en su propio trabajo, debe saber que aquellos que rompieron con las formas clásicas pudieron hacerlo precisamente porque las conocían.
Lo anterior no niega, sino más bien confirma, la validez del otro tipo de esfuerzo posible: la búsquedade un ritmo propio en la jungla interior. Pero como todo buen naturalista sabe, para captar el sonido, la música de la jungla, es necesario pasar muchos días y noches en vela, observando y escuchando para lograr sus registros más fidedignos y no traicionar su belleza natural. Ocurre igual con el poeta quien opta por el verso libre: debe escucharse a sí mismo, a su propio pensamiento, a su propia consciencia durante mucho tiempo para extraer de sí las notas musicales que le darán tono, ritmo y forma a su poesía, pues esta, ante todo, no es más que la búsqueda de sí mismo. La métrica o el verso libre son simplemente métodos de amplificación para escuchar ese ritmo, esa voz.
Quizás parte de la responsabilidad en la crisis de lectores que afecta a la literatura actual les compete a muchos poetas contemporáneos, en la medida en que contribuyen a alimentar un imaginario colectivo en el que cualquiera, sin preparación ni bagaje de lectura alguno, puede producir una obra de arte. Tal vez sea por eso que autores tan superfluos, el valor de sus obras inflado por el sensacionalismo de la industria editorial, como Paulo Coelho, Carlos Cuauhtémoc o Walter Riso, se sienten con autoridad suficiente para reclamar el título de escritores. Lo único claro es que la pregunta fundamental subyacente a todos los intentos estéticos parece, aún hoy, difícil de responder: ¿qué es lo que distingue al artista de un productor de objetos cualquiera?
Daniel Jiménez Cardona.
Licenciado en Español y Literatura
Universidad Tecnológica de Pereira – Colombia
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