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CANTO II
Fue muy ligero el golpe. Primer mensaje por radio:
Hora 00:15. Mayday. Llamada general. Posición 41º 64’ Norte
50º 14’ Oeste. ¡Realmente fabuloso, este Marconi!
Un tictac en la cabeza, en el auricular, inalámbrico,
y no obstante lejano, muy lejano, ¡a más de medio siglo!
Ni sirenas ni campanas de alarma, simplemente
unos golpes discretos contra la puerta de la cabina,
tosecillas en el salón de fumar. Sobre el puente D, mientras
abajo el agua sube, el steward ata los cordones a las botas
a un viejo caballero quejumbroso vinculado
a las máquinas herramienta y a la industria metalúrgica.
¡Damas mías, coraje! ¡Que no os consuma la fatiga!
¡Al galope!, exclama el señor McCawley, profesor de gimnasia,
atravesando el gimnasio artesonado,
impecable como siempre con su traje de franela.
Dromedarios mecánicos oscilan mudos y cadenciosos.
Nadie sospecha que este hombre infatigable padece de una úlcera de estómago,
que no sabe nadar, que tiene miedo. John Jacob Astor,
por su parte, hunde su lima de uñas en un salvavidas
para mostrar a su esposa (de soltera Connaught)
lo que contiene (probablemente corcho) mientras penetra
el agua a chorros en la bodega de proa y su helado turbión
gorgotea entre las sacas del correo, se filtra en los
pañoles. Los músicos, de uniforme inmaculado,
interpretan Wigl Wagl Wak my monkey,
un pupurri de “The Dollar Princess”.
Todos al Metropol. La loca alegría del loco Berlín.
Solamente allá abajo, allá donde como siempre
se comprende primero,
agarran a toda prisa los bebés,
petates y edredones rojos. La chusma
del entrepuente no habla inglés ni alemán, pero hay algo
que no requiere explicación:
que a la primera clase le toca el primer turno
y que nunca hay botellas de leche suficientes,
ni zapatos ni botes salvavidas para todos.
APOCALIPSIS. ESCUELA UMBRÍA, HACIA 1490
No es joven ya, suspira,
saca un gran lienzo, medita,
discute tenaz y largamente con el cliente,
un carmelita avaro llegado de los Abruzzos.
Prior o superior. Ya comienza el invierno.
Crujen las articulaciones de sus dedos, crujen las ramas
en la chimenea. Suspirando imprimirá el lienzo,
lo dejará secar, y lo imprimirá de nuevo,
bosqueja deprisa sus figuras
en cartoncitos, simples esbozos que destaca
con blanco de plomo.
Vacila, tritura los colores, los deja unas semanas.
Y un buen día, tal vez el miércoles de Ceniza
o el día de la Candelaria, al despuntar el alba,
moja el pincel en sombra calcinada:
hará un cuadro sombrío. ¿Por dónde comenzar
cuando se quiere pintar el fin del mundo?
Conflagraciones, islas a la deriva, relámpagos
y torres y almenas y pináculos cayendo con tanta lentitud.
Cuestiones técnicas, problemas de composición.
Destruir todo un mundo es difícil tarea.
Muy arduos de pintar son los sonidos, por ejemplo,
el de la cortina rasgada en el templo,
el mugir de las bestias, el trueno; pues todo
debe desgarrarse o ser desgarrado,
todo menos el lienzo. Y no puede haber dudas
sobre el plazo de entrega: a más tardar para Todos los Santos.
Es necesario que, al fondo, el mar impetuoso una y mil veces
sea matizado con verdes destellos espumosos,
atravesado por mástiles
y los barcos hundiéndose verticalmente, naufragios,
mientras afuera, en pleno mes de julio, ni un perro
cruzará la plaza polvorienta.
El pintor se ha quedado solo en la ciudad,
sin mujeres, sin discípulos ni sirvientes.
Parece fatigado, quién lo hubiera creído,
mortalmente fatigado. Todo es ocre, sin sombra,
todo petrificado, fijo en una suerte de
eternidad maligna; salvo el cuadro, que va
adquiriendo forma, que se va ensombreciendo poco a poco,
que se inunda de sombra, gris acero, gris lívido,
gris tierra, violeta pálido,
caput mortuum; que se llena de diablos, de jinetes,
de masacres, hasta que el fin del mundo quede culminado.
Y el pintor,
por un instante reanimado,
absurdamente alegre como un niño,
como si le hubieses regalado la vida,
invita esa misma tarde
a mujeres y niños, amigos y enemigos,
a disfrutar de su vino, sus trufas frescas y sus becadas,
mientras desde fuera llega el rumor de la primera lluvia del otoño.
CANTO III
Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
Mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!
Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco apoco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo -es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años-
los extrañamente esperanzados días de la euforia.
En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestros pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.
Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac.
Se había agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más -es difícil especificar
qué era realmente- y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria por estrenar.
En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven -¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar -pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.
Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.
Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
-hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni que relación guarda Dante con el azúcar.
Y miré hacia afuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos -yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo-
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.
DECLARACIÓN DE PÉRDIDAS
Perder el pelo, perder la calma,
¿me explico?, perder el tiempo,
librar una batalla perdida,
perder peso y esplendor, perdón, no importa,
perder puntos, déjame terminar de una vez,
perder la sangre, perder al padre y a la madre,
perder el corazón, hace tiempo perdido
en Heidelberg, y ahora otra vez,
sin parpadear, el encanto de la
novedad, olvídalo, perder los
derechos civiles, me doy cuenta,
perder la cabeza, por favor,
si no puede evitarse,
perder el Paraíso Perdido, y qué más,
el empleo, al Hijo Pródigo,
perder la cara, que le vaya bien,
dos Guerras Mundiales, una muela,
tres kilos de sobrepeso,
perder, perder, y volver a perder, hasta
las ilusiones perdidas hace tanto tiempo,
y qué, no desperdiciemos una palabra más
en la tarea perdida del amor, digo que no,
perder de vista la vista perdida,
la virginidad, qué lástima, las llaves,
qué lástima, perderse en la multitud,
perderse en las ideas, déjame terminar,
perder la mente, el último céntimo,
no importa, termino en un momento,
las causas perdidas, toda sensación de bochorno,
todo, golpe a golpe,
¡ay!, hasta el hilo del relato,
el carnet de conducir, las ganas.
(continuará)
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