Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 05 Ene 2024, 09:05

    ***

    Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió,
    enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre.
    También ella se sentía feliz.
    —¡Todo ha salido a pedir de boca! —dijo Raskolnikof, volviendo al lado
    de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de
    perfecta calma, añadió—: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los
    vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
    Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba
    súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y
    atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de
    pronto a su memoria…
    *
    —¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija
    a la calle—. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa…!
    ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren,
    que me alegraría de separarme de mi hijo!
    —Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a
    fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden
    perdonar muchas cosas, muchas cosas…
    —Sin embargo, tú no has sido comprensiva —dijo amargamente Pulqueria
    Alejandrovna—. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como
    dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois
    severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta,
    ¿verdad, Dunetchka…? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en
    casa, se me hiela el corazón.
    —No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
    —Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch
    renuncia a ese matrimonio? —preguntó indiscretamente.
    —Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción —
    repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
    Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
    —Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente
    a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su
    habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire
    respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué
    ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen…! Mira, transportan un piano…
    Aquí la gente anda empujándose…Esa muchacha me inquieta.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 05 Ene 2024, 09:07

    ***
    —¿Qué muchacha?
    —Esa Sonia Simonovna.
    —¿Por qué te inquieta?
    —Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la
    he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
    —¡Eso es absurdo! —exclamó Dunia, indignada—. Para los
    presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha
    reconocido en el primer momento.
    —Ya veremos quién tiene razón…Desde luego, esa joven me inquieta…He
    sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He
    tenido que hacer un esfuerzo para no huir… ¡Y nos la ha presentado! Esto es
    muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la
    carta, nos la presenta…No me cabe duda de que está enamorado de ella.
    —No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito
    mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado…? Estoy segura de que es una
    buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
    —¡Ojalá sea así!
    —Y Piotr Petrovitch es un chismoso —exclamó súbitamente Dunetchka.
    Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la
    conversación.
    *
    —Ven; tenemos que hablar —dijo Raskolnikof a Rasumikhine,
    llevándoselo junto a la ventana.
    —Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales —dijo
    Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
    —Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo
    que usted no nos molesta lo más mínimo…Todavía tengo algo que decirle.
    Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
    —Quiero hablarte de ése…, ¿cómo se llama…? ¡Ah, sí! Porfirio
    Petrovitch…Tú le conoces, ¿verdad?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 05 Ene 2024, 09:07

    ***


    —¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata?
    —preguntó con viva curiosidad.
    —Creo que es él el que instruye el sumario de…de ese asesinato que
    comentabais ayer. ¿No?
    —Sí, ¿y qué? —preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
    —Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto
    empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado…, muy poca
    cosa…, una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el
    reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos,
    pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga?
    No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un
    momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo,
    sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único
    objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría
    una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya
    sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera
    hablar directamente con Porfirio… ¿Qué te parece…? Así se solucionaría más
    rápidamente el asunto…Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi
    madre me habla del reloj.
    Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
    —No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo…Me
    has dado una verdadera alegría…Y ¿para qué esperar? Podemos ir
    inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo
    encontraremos.
    —De acuerdo: vamos.
    —Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti…!
    Ayer mismo te nombramos… ¿De modo que conocías a la vieja?
    ¡Estupendo…! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
    —Sonia Simonovna —rectificó Raskolnikof—. Éste es mi amigo
    Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho…
    —Si se han de marchar ustedes…—comenzó a decir Sonia, cuya confusión
    había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no
    se atrevía a levantar los ojos hacia él.
    —Vamos —decidió Raskolnikof—. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia
    Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
    Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le
    dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.






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    Mensaje por Maria Lua Vie 05 Ene 2024, 09:08

    ***

    —No has cerrado la puerta —dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar
    la escalera.
    —No la cierro nunca…Además, no puedo. Hace dos años que quiero
    comprar una cerradura.
    Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose
    a reír y dirigiéndose a Sonia:
    —¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree
    usted?
    Al llegar a la puerta se detuvieron.
    —Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna…? ¡Ah, oiga!
    ¿Cómo ha podido encontrarme? —preguntó en el tono del que dice una cosa
    muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y
    puros, pero no se atrevía.
    —Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
    —¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
    —Sí, ¿no se acuerda?
    —Sí, sí; ya recuerdo.
    —Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre.
    Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí,
    he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también
    usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna…
    Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza
    baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la
    mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la
    mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de
    su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había
    pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo
    ignorado surgía confusamente en su alma.
    De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de
    ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
    —Si al menos no viniera hoy…—murmuró, con el corazón palpitante
    como un niño asustado—. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación…! Allí
    verá…
    Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un
    desconocido.
    En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían
    detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de
    ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
    —…he podido preguntar por el señor Raskolnikof.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:04

    ***

    Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había
    dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y
    anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de
    modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso,
    como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se
    despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
    «¿Dónde vivirá? —pensó—. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte.
    Procuraré recordar.»
    Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se
    volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección
    que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se
    internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución
    por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido
    unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos
    cinco pasos de distancia.
    Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya
    estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el
    aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia
    natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un
    bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su
    amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca
    tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos
    cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y
    hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada
    fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente
    conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
    Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la
    acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven
    iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró
    tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la
    escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido
    lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que
    Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
    Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que
    ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
    —¡Qué casualidad! —exclamó el desconocido.


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:05

    ***


    Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas
    puertas había una distancia de unos seis pasos.
    —¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? —dijo el caballero
    alegremente—. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted:
    vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un
    pañuelo.
    Sonia le miró fijamente.
    —Sí, somos vecinos —continuó el caballero, con desbordante jovialidad
    —. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer
    volver a verla.
    Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su
    habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
    *
    Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de
    Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
    —Has tenido una gran idea, querido, una gran idea —dijo varias veces—.
    Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
    «¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
    —No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace
    mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado
    en esa casa por última vez.
    «Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
    —¿Cuándo estuve por última vez? —preguntó, deteniéndose como para
    recordar mejor—. Me parece que fue tres días antes del crimen…Te advierto
    que no quiero recoger los objetos en seguida —se apresuró a aclarar, como si
    este punto le preocupara especialmente—, pues no me queda más que un rublo
    después del maldito «desvarío» de ayer.
    Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
    —¡Comprendido, comprendido! —exclamó con vehemencia Rasumikhine
    y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto
    entusiasmo—. Esto explica que te mostraras entonces tan…impresionado…E
    incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas…Todo aclarado; ya se ha
    aclarado todo…







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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:07

    ***
    «Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que
    sería capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué
    hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus
    suposiciones.»
    —¿Crees que encontraremos a Porfirio? —preguntó Raskolnikof en voz
    alta.
    —¡Claro que lo encontraremos! —repuso vivamente Rasumikhine—. Ya
    verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un
    hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque
    carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser
    un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico.
    Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas
    materiales…Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado
    desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene
    grandes deseos de conocerte.
    —¿Grandes deseos? ¿Por qué?
    —Bueno, tal vez he exagerado…Oye; últimamente, es decir, desde que te
    pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y
    cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus
    estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco…
    Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles…Ayer, Zamiotof…Oye,
    Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de
    tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
    —¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco?
    Pues bien, tal vez no se equivoquen.
    Y se echó a reír forzadamente.
    —Si, si… ¡digo, no…! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa
    cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.
    —Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas
    estas cosas! —exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
    —Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo.
    Incluso me da vergüenza hablar de ello.
    —Si te da vergüenza, cállate.
    Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se
    dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de
    decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
    «Otro que me compadece —pensó, con el corazón agitado y palideciendo
    —. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante
    Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada…No,
    no; esto también podría parecer poco natural…En fin, dejémonos llevar de los
    acontecimientos…En seguida veremos lo que sucede… ¿He hecho bien en
    venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma…El corazón me late
    con violencia…Mala cosa.»



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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:07

    ***

    —Es esa casa gris —dijo Rasumikhine.
    «Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer
    en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario
    que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas
    entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo
    proceder, y ya puedo darme por perdido.»
    —¿Sabes lo que te digo? —preguntó de pronto a Rasumikhine con una
    sonrisa maligna—. Que he observado que toda la mañana te domina una gran
    agitación. De veras.
    —¿Agitación? Nada de eso —repuso, mortificado, Rasumikhine.
    —No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el
    borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las
    piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara
    de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias
    veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
    —Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
    —A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto
    colorado.
    —¡Imbécil!
    —Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto
    en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra
    persona!
    —Oye, oye…Hablemos en serio…Quiero saber…—balbuceó
    Rasumikhine, aterrado—. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido… ¡Eres un
    majadero!
    —Estás hecho una rosa de primavera… ¡Si vieras lo bien que esto te
    sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy!
    Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que
    Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A
    ver: baja un poco la cabeza.
    —¡Imbécil!
    Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La
    hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto
    era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo,
    y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
    —¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! —dijo
    Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:10

    ***

    CAPÍTULO 5
    Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace
    descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo
    como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su
    cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que
    justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado,
    se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho,
    mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de
    manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a
    reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio
    mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a
    Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por
    efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
    El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó,
    sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
    —¡Demonio de hombre! —gruñó Rasumikhine, con un ademán tan
    violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un
    vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
    —No hay que romper los muebles, señores míos —exclamó Porfirio
    Petrovitch alegremente—. Esto es un perjuicio para el Estado.
    Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano
    estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene
    su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más
    naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta
    acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un
    momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió
    la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía,
    hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se
    veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
    En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los
    visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena
    con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y
    observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición
    inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
    «Otra cosa en que hay que pensar.»
    Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
    —Le ruego que me perdone…



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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:10

    ***
    —Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo
    tan agradable…—repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a
    Rasumikhine con un movimiento de cabeza—. Ése, en cambio, ni siquiera me
    ha dado los buenos días.
    —Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que
    se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es
    todo lo que ha habido entre nosotros.
    —¡Imbécil! —exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
    —Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva
    —comentó Porfirio echándose a reír.
    —Oye, juez de instrucción…—empezó a decir Rasumikhine—. ¡Bah!
    ¡Que el diablo os lleve a todos!
    Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen
    humor.
    —¡Basta de tonterías! —dijo, acercándose alegremente a Porfirio
    Petrovitch—. Sois todos unos imbéciles…Bueno, vamos a lo que interesa. Te
    presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar
    mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto
    asuntillo… ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que
    conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
    «¿Qué significa todo esto?», se dijo, inquieto, Raskolnikof.
    Zamiotof se sentía un poco violento.
    —Nos conocimos anoche en tu casa —respondió.
    —No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que
    la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros
    habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?



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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:11

    ***

    Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima
    y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla
    superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba
    perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al
    rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era
    redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte,
    enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto
    burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus
    ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y
    unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada
    contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le
    prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
    Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio
    Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo
    opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le
    expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa
    gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando
    ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está
    muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin
    embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas
    palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para
    observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los
    ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se había sentado
    frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su
    mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de
    instrucción sin el menor disimulo.


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:12

    ***
    «¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
    —Tendrá que prestar usted declaración ante la policía —repuso Porfirio
    Petrovitch con acento perfectamente oficial—. Deberá usted manifestar que,
    enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de
    instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su
    propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una
    comunicación escrita.
    —Pero lo que ocurre —dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor
    que pudo— es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera
    tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a
    declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero…
    —Eso no importa —le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger
    fríamente esta declaración de tipo económico—. Además, usted puede
    exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y
    aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega…
    —¿Puedo escribirle en papel corriente? —le interrumpió Raskolnikof, con
    el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico
    de la cuestión.
    —Sí, el papel no importa.
    Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona.
    Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof.
    Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo
    transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto.
    Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el
    diablo lo sabía.
    «Este hombre sabe algo», pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta,
    un tanto desconcertado:
    —Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo
    valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. Le
    confieso que sentí gran inquietud cuando supe…






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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:13

    ***

    —Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que
    Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados —
    exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
    Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo
    una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
    —Tú todo lo tomas a broma —dijo con una irritación que no tuvo que
    fingir—. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen
    importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e
    interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran
    valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único
    recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de
    llegar —manifestó dirigiéndose a Porfirio—, y si se enterase —continuó,
    volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara— de
    que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes
    cómo son las mujeres.
    —¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada
    de lo que dices, sino todo lo contrario —protestó, desolado, Rasumikhine.
    «¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? —pensó Raskolnikof,
    temblando de inquietud—. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son
    las mujeres"?»
    —¿De modo que su madre ha venido a verle? —preguntó Porfirio
    Petrovitch.
    —Sí.
    —¿Y cuándo ha llegado?
    —Ayer por la tarde.
    Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
    —Sus objetos no pueden haberse perdido —manifestó al fin, tranquilo y
    fríamente—. Hace tiempo que esperaba su visita.
    Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba
    echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero.
    Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo
    de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.







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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:14

    ***

    —¿Dices que lo esperabas? —preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch
    —. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
    Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
    —Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima,
    envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito
    claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había
    recibido los objetos.
    —¡Qué memoria tiene usted! —exclamó Raskolnikof iniciando una
    sonrisa.
    Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez,
    pero no pudo menos de añadir:
    —He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de
    objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los
    recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni
    siquiera uno…, y…y…
    «¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» —Es que todos
    los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted —dijo Porfirio Petrovitch
    con un tonillo de burla casi imperceptible.
    —No me sentía bien.
    —Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado
    profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
    —Pues me encuentro admirablemente —replicó al punto Raskolnikof, en
    tono tajante y furioso.
    Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
    «Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se
    obstinan en torturarme?»
    —Dice que no se sentía bien —exclamó Rasumikhine—, y esto es poco
    menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le
    ha dejado…Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie…Pues bien, ayer
    aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para
    vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno
    delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
    —¿En pleno delirio? ¡Qué locura! —exclamó Porfirio Petrovitch,
    sacudiendo la cabeza.
    —¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra…! Pero sobra esta
    advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos —dejó escapar
    Raskolnikof, aturdido por la cólera.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:14

    ***

    Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
    —¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? —
    exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez—: ¿Por qué saliste? ¿Con
    qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías
    estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
    —Me fastidiaron insoportablemente —dijo Raskolnikof, dirigiéndose a
    Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora—. Hui para ir a alquilar
    una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una
    buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo
    tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga:
    ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
    De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su
    silencio y sus miradas equívocas.
    —Me pareció —dijo al fin Zamiotof secamente— que hablaba usted como
    un hombre razonable; es más, como un hombre…prudente; sí, prudente. Pero
    también parecía usted algo exasperado.
    —Y hoy —intervino Porfirio Petrovitch— Nikodim Fomitch me ha
    contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que
    acababa de ser atropellado por un coche.
    —¡Ahí tenemos otra prueba! —exclamó al punto Rasumikhine—. ¿No es
    cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste
    todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses
    quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero
    no todo lo que tenías…
    —A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi
    generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he
    encontrado…
    Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
    —Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla
    tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?








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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:15

    ***
    —¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me
    interesa su compañía. Me encanta verle y oírle…Celebro de veras, puede usted
    creerme, que al fin se haya decidido a venir.
    —Danos un poco de té —dijo Rasumikhine—. Tengo la garganta seca.
    —Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti…
    ¿No quieres nada sólido antes?
    —¡Hala! No te entretengas.
    Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
    La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba
    furioso.
    «Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué,
    sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch?
    Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de
    sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
    Y al pensar esto, temblaba de cólera.
    «Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el
    ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si
    seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis
    hasta qué punto os desprecio.»
    Respiraba penosamente.

    «¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías?
    Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa
    de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal
    vez no tienen ninguna intención oculta…Las cosas que dicen son
    perfectamente normales…Sin embargo, se percibe tras ellas algo que…
    Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se
    oculta una segunda intención… ¿Por qué Porfirio no ha nombrado
    francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había
    expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que
    hablan? Sí, ese tono…Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no
    le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada…Vuelvo
    a sentir fiebre… ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente
    un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado… ¿A santo de qué?
    ¿Quieren exasperarme…? ¿Me desprecian…? ¿Son suposiciones mías…? ¿Lo
    saben todo…? Zamiotof se muestra insolente… ¿No me equivocaré…? Debe
    de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí…Está en
    esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además,
    Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están
    de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan
    hablado de mí antes de nuestra llegada… ¿Sabrán algo de mi visita a las
    habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho
    que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de
    enterarse…He hecho muy bien en decir esto…Puede serme útil…Dirán que es
    una crisis de delirio… ¡Ja, ja, ja…! Ese Porfirio está al corriente con todo
    detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi
    madre…Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño…Pero
    se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no
    tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a
    casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio
    en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso…Pero ¿saben que estuve en esa
    casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere… ¿Para qué habré
    venido…? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista…Es evidente que
    tengo los nervios de punta…Pero tal vez esto sea lo mejor…Así puedo seguir
    desempeñando mi papel de enfermo…Ese hombre quiere irritarme,
    desconcertarme… ¿Por qué habré venido?»





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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:17

    ***
    Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con
    velocidad cósmica.
    Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
    —Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en
    tu casa —dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había
    empleado hasta entonces—. Aún estoy algo trastornado.
    —¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para
    quién fue la victoria?
    —Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
    —Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión:
    ¿existe el crimen…? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
    —Yo no veo nada de extraordinario en ello —repuso Raskolnikof
    distraídamente—. Es una simple cuestión de sociología.
    —La cuestión no se planteó en ese aspecto —observó Porfirio.
    —Cierto: no se planteó exactamente así —reconoció Rasumikhine
    acalorándose, como era su costumbre—. Oye, Rodia, te ruego que nos
    escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te
    esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita…Los
    primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos
    la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social
    defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente
    ninguna.
    —¡Gran error! —exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a
    poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.


    —No, no admiten otra causa —prosiguió Rasumikhine con su creciente
    exaltación—. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen:
    «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase
    favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían
    crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres
    llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe
    para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión
    histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un
    sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y
    cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se
    inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen
    de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una
    manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia.
    No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no
    obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que
    ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin
    voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es
    que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo
    de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se
    puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo
    el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para
    permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos,
    cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad
    es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad
    seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el
    misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas…!
    —Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo —dijo Porfirio
    Petrovitch entre risas—. Figúrese usted —añadió dirigiéndose a Raskolnikof
    — esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de
    anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende
    usted lo que sería aquello…? Por otra parte, estás equivocado: el medio
    desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
    —Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta
    años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?









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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:18

    ***

    —Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa —repuso
    Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave—. Ese crimen
    se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del
    medio.
    Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.
    —Yo también te puedo probar a ti —gruñó— que tus blancas pestañas son
    una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida
    treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro,
    preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di:
    ¿quieres que te lo demuestre?
    —Sí, vamos a ver cómo te las compones.
    —¡Siempre con tus burlas! —exclamó Rasumikhine con un tono de
    desaliento—. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto
    lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer
    para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo
    en la reunión…! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas
    enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo
    afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y
    que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros
    empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que
    todo era pura invención.
    —Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la
    idea de gastaros la broma.
    —¿De verdad es usted tan comediante? —preguntó con cierta indiferencia
    Raskolnikof.
    —Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo
    mismo. ¡Ja, ja, ja…! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas
    esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un artículo de
    usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba…creo que «El
    crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo
    en La Palabra Periódica hace dos meses.
    —¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? —exclamó Raskolnikof,
    sorprendido—. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que
    fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de
    aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra
    Periódica.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:19

    ***
    —Pues se publicó en La Palabra Periódica.
    —La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado
    yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo…
    —Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra
    Periódica, y ello explica que su artículo se haya publicado en este último
    periódico. Así, ¿no estaba usted enterado?
    En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.
    —Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene
    usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que
    le interesan materialmente. Es increíble.
    —Yo tampoco sabía nada —exclamó Rasumikhine—. Hoy mismo iré a la
    biblioteca a pedir ese periódico… ¿Dices que el artículo se publicó hace dos
    meses? ¿En qué día…? Bueno, ya lo encontraré… ¡No decir nada! ¡Es el
    colmo!
    —¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con
    una inicial.
    —Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su
    artículo me había interesado tanto…
    —Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras
    cometía el crimen.
    —Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos
    momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta
    parte de su artículo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que
    deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y
    someramente…Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba
    usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a
    cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.
    Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
    —¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia
    irresistible del miedo? —preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.
    —Sin esa influencia —respondió Porfirio Petrovitch—. No se trata de eso.
    En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres
    ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia
    y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios.
    En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda
    clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser
    extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
    —¡Es imposible que haya dicho eso! —balbuceó Rasumikhine.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:20

    ***

    Raskolnikof volvió a sonreír. Había comprendido inmediatamente la
    intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando
    perfectamente lo que había dicho en su artículo, aceptó el reto.
    —No es eso exactamente lo que dije —comenzó en un tono natural y
    modesto—. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar,
    no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
    Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
    —La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que
    los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos
    criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría
    podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario
    tiene el derecho…, no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral…,
    de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así
    lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la
    humanidad…Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de
    claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que
    usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de
    Kepler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a
    la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas
    que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso
    el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus
    descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos,
    que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda
    clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña,
    expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad,
    empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma,
    Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que
    al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas
    fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y
    también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de
    sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender
    las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.









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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:21

    ***

    »Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la
    humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una
    palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por
    poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo
    nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado
    variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No
    quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.
    »Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han
    comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la
    humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto
    arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy.
    Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que
    los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la
    misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos
    ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres
    semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se
    complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las
    subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías
    son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de
    hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta
    obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues
    éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En
    la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a
    violarlas por todos sus medios.


    »Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y
    diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas
    fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo
    mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre
    montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse
    obrar así; pero…, que quede esto bien claro…, teniendo en cuenta la clase e
    importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho
    de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de
    partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para
    inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los
    decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del
    modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en
    que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados
    y crean un culto en torno de ellos…, dicho en términos generales. Los
    hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del
    porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la
    segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su
    razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos
    derechos. Vive donc la guerre éternelle…, hasta la Nueva Jerusalén,
    entiéndase.
    —Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
    —Sí —respondió firmemente Raskolnikof.
    Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la
    había apartado durante su largo discurso.
    —¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.
    —Sí, creo —repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en
    Porfirio.
    —¿Y en la resurrección de Lázaro?







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    Última edición por Maria Lua el Jue 07 Nov 2024, 10:35, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:23

    ***

    —Pues…sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
    —¿Cree usted sin reservas?
    —Sin reservas.
    —Bien, bien…La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad…
    Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se
    ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…
    —Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y
    entonces…
    —Son ellos los que ejecutan.
    —Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego,
    su observación es muy sutil.
    —Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres
    extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al
    nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa
    exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de
    hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y
    bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran
    vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo…? Porque suponga
    usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la
    otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo
    con sus propias y felices palabras. Entonces…
    —¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la
    anterior en agudeza.
    —Gracias.

    —No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la
    primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he
    calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la
    obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra
    incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores
    llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos
    hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos,
    considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no
    puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo
    tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les
    azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al
    redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se
    aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A
    veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias
    manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y
    edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué
    inquietarse.
    —Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay
    otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen
    derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios?
    Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará
    usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy
    numerosos.
    —¡Oh! No se preocupe tampoco por eso —dijo Raskolnikof sin cambiar
    de tono—. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una
    idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la
    distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que
    observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna
    ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero
    yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de
    individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al
    mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que,
    entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien
    mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras
    son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones
    de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza
    terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la
    faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se
    elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir,
    porque en esto no interviene para nada el azar.











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    Última edición por Maria Lua el Miér 13 Nov 2024, 08:07, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 08:24

    ***

    —¿Estáis bromeando? —exclamó Rasumikhine—. ¿Os burláis el uno del
    otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
    Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste
    rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró
    inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
    —Bien, querido —dijo el estudiante—. Si estáis hablando en serio, quiero
    decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que
    todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo
    algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo,
    muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes
    con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo…Me parece que ésta es la
    idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por
    cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
    —Exacto: es mucho más terrible —observó Porfirio.
    —Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso
    es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir…Tú no
    puedes opinar así…Leeré tu artículo.
    —En mi artículo no hay nada de todo eso —dijo Raskolnikof—. Yo me
    limité a comentar superficialmente la cuestión.
    —Lo cierto es —dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto
    de juez— que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el
    crimen. Pero…Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de
    molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los
    casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero…sigo
    sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un
    hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un
    Mahoma (huelga decir que, en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a
    destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a
    emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero…
    ¿Comprende…?
    Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le
    miró siquiera.
    —Admito —repuso tranquilamente— que esos casos deben presentarse.
    Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si
    son demasiado jóvenes.
    —Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 09:31

    ***
    Raskolnikof sonrió mordazmente.
    —¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es
    y así será siempre…Fíjese usted en éste —e indicó con un gesto a
    Rasumikhine—. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero
    ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las
    cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene
    más que buscar al delincuente.
    —¿Y si se le encuentra?
    —Peor para él.
    —Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
    —Eso no debe preocuparle.
    —Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
    —El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del
    penal.
    —Así —dijo Rasumikhine, malhumorado—, los hombres geniales, esos
    que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber
    derramado sangre humana…?
    —No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de
    que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van
    necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los
    verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran
    tristeza en este mundo —añadió con un aire pensativo que contrastaba con el
    tono de la conversación
    Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y
    cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había
    llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
    —Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo
    que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy abusando de su
    paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que
    temo olvidar…
    —Bien, usted dirá —dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez
    de instrucción.
    —Pues se trata…No sé cómo explicarme…Es una idea tan extraña…De
    tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo
    su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo,
    como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras
    nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión… ¿No es así?
    —Es muy posible —repuso desdeñosamente Raskolnikof.
    Rasumikhine hizo un movimiento.
    —En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación
    económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso…,
    en fin, a matar para robar?
    Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual
    que antes.
    —Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se
    lo diría a usted —repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
    —Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he
    hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
    «¡Qué celada tan buena! —pensó Raskolnikof, asqueado—. La malicia
    está cosida con hilo blanco.»
    —Permítame aclararle —dijo secamente— que yo no me he creído jamás
    un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en
    consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.





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    Última edición por Maria Lua el Miér 13 Nov 2024, 08:08, editado 1 vez


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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 09:33

    ***
    —Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un
    Napoleón? —exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente
    familiar.
    Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era
    singularmente explícito.
    De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
    —¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada
    a Alena Ivanovna?
    Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo
    nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento
    sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un
    minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
    —¿Ya se va usted? —exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad
    y tendiendo la mano al joven—. Estoy encantado de haberle conocido. En
    cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por
    escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a
    verme a la comisaría un día de éstos…, mañana, por ejemplo. A las once
    estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los
    últimos que visitó aquella casa —añadió en tono amistoso—, tal vez pueda
    aclararnos algo.
    —Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? —
    preguntó rudamente Raskolnikof.
    —Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha
    comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y
    he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han
    dado una serie de informes, y usted, siendo el último… ¡Ah! ¡Ahora que me
    acuerdo! —exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine—. He estado a
    punto de olvidarme otra vez…El otro día no paraste de hablarme de
    Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que
    ese joven es inocente —se dirigía de nuevo a Raskolnikof—. Pero ¿qué puedo
    hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que
    quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera…, por cierto que creo que
    fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
    —Sí, entre siete y ocho —repuso Raskolnikof, que inmediatamente se
    arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 07 Ene 2024, 09:34

    ***
    —Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio
    usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta…,
    recuerda usted…, no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno,
    trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos…
    —¿Dos pintores? Pues no, no los vi —repuso Raskolnikof, fingiendo
    escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la
    trampa que se ocultaba en aquellas palabras—. No, no los vi. Y tampoco
    advertí que hubiese ninguna puerta abierta…Lo que recuerdo es que en el
    cuarto piso —continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber
    sorteado el peligro— había un funcionario que estaba de mudanza…,
    precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna…Sí, lo
    recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un
    sofá me arrojaron contra la pared…Pero a los pintores no recuerdo haberlos
    visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta…No, no había
    ninguna abierta.
    —Pero ¿qué significa esto? —dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo
    de súbito las intenciones del juez de instrucción—. Los pintores trabajaban allí
    el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas
    preguntas?
    —¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! —exclamó Porfirio golpeándose la
    frente—. Este asunto acabará volviéndome loco —dijo en son de excusa
    dirigiéndose a Raskolnikof—. Es tan importante para nosotros saber si alguien
    vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted
    podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
    —Hay que llevar cuidado —gruñó Rasumikhine.
    Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala.
    Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta.
    Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en
    silencio. Raskolnikof respiró profundamente…





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    Mensaje por Maria Lua Lun 08 Ene 2024, 09:34

    ***

    CAPÍTULO 6
    No lo creo, no puedo creerlo —repetía Rasumikhine, rechazando con todas
    sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
    Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia
    los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento,
    en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo
    fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de
    aquel asunto.
    —Tú no puedes creerlo —repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y
    desdeñosa—; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras,
    mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
    —Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin
    embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo,
    ese ladino de Zamiotof…Tiene razón: había en él algo raro…Pero ¿por qué,
    Señor, por qué?
    —Habrá reflexionado durante la noche.
    —No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa
    idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado
    ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad.
    Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
    —Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada
    más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para
    ganar la partida…O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya
    tiempo…Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas
    gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con
    sus insolencias… ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso
    por no tener pruebas…? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un
    misterio…Parece inteligente…Es muy probable que haya intentado
    atemorizarme haciéndome creer que sabía algo…Es un hombre de carácter
    muy especial…En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a
    todas estas cuestiones… ¡Dejemos este asunto!
    —Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos
    hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece
    excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que
    observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga,
    imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma
    tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo
    que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen…? ¡Si supieras la
    indignación que todo esto me ha producido…! Un pobre estudiante
    transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad
    acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya
    (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y
    que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va
    vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas…, este joven está en pie
    ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De
    pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La
    pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de
    treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del
    asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada,
    tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas
    sus sospechas en este síncope…! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo
    esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus
    propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de
    sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo…! ¡Es intolerable!



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    Mensaje por Maria Lua Lun 08 Ene 2024, 09:34

    ***

    «Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
    —¡Que les escupa! —exclamó amargamente—. Eso es muy fácil de decir.
    Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas
    explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel
    café donde nos encontramos?
    —¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te
    aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el
    principio. En cuanto a Zamiotof…
    «Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.
    —¡Óyeme! —exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un
    hombro—. Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro
    que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero
    reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado
    que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada,
    aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le
    compromete?
    —Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría
    dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto —dijo Raskolnikof,
    dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.
    —Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
    —Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un
    hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida
    de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles
    causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica
    su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que
    declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras,
    aunque explicando las cosas a mi modo. Sin embargo…
    —Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no
    podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto,
    tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
    —Eso es lo que él quería. Creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta
    de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más
    favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos
    días antes del crimen.
    —Pero ¿es posible olvidar una cosa así?



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    Mensaje por Maria Lua Lun 08 Ene 2024, 09:35

    ***

    —Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los
    maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer
    ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
    —Entonces, es un ladino.
    Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado
    sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él,
    que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una
    obligación penosa.
    «Me parece que le voy tomando el gusto a estas cosas», pensó.
    Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril,
    como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este
    estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión
    Bakaleev.
    —Entra tú solo —dijo de pronto Raskolnikof—. Yo vuelvo en seguida.
    —¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
    —Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta
    dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
    —Espera, voy contigo.
    —¿También tú te has propuesto perseguirme? —exclamó Raskolnikof con
    un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
    El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada
    sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su
    domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar
    francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para
    tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante
    la tardanza de su hijo.
    Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes
    empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera,
    entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de
    espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos,
    introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del
    escondite. Nada, allí no había nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio.
    Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le había
    asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos
    o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que había
    escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija,
    para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
    Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras
    una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió
    su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su
    cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
    —¡Aquí lo tiene usted! —dijo una voz potente.
    Raskolnikof levantó la cabeza.
    El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se
    dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo.
    Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría
    tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se
    inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado.
    Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus
    ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
    —¿Qué pasa? —preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
    El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo
    examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media
    vuelta y se marchó.
    —¿Qué quería ese hombre? —preguntó Raskolnikof.
    —Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante
    que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En
    este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.
    El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho:
    después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la
    portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.
    Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un
    paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar.
    Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al
    fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su
    presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un
    minuto avanzaron en silencio.
    —Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? —dijo Raskolnikof en voz
    baja.
    El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
    —Viene a preguntar por mí y ahora se calla… ¿Por qué?
    Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse
    a salir de su boca.


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Lun 08 Ene 2024, 18:59

    ***

    Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada
    sombría y siniestra.
    —Asesino —dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
    Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y
    vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir
    como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar
    de pasos más. El desconocido no le miraba.
    —Pero ¿qué dice usted? ¿Quién…quién es un asesino? —balbuceó al fin
    Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
    —Tú, tú eres un asesino —respondió el desconocido, articulando las
    palabras más claramente todavía.
    Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos
    vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El
    desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se
    quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió
    para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La
    distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir
    que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio
    triunfante.
    Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como
    pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa
    y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus
    fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil
    suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
    No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de
    ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había
    conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en
    otras circunstancias no habría podido recordar…Veía el campanario de la
    iglesia de V***, una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial
    desconocido…De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a
    tabaco…Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo,
    cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de
    una campana dominical…Los objetos cambian de continuo y giran en torno de
    él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al
    punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella
    hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y
    tampoco esta sensación es ingrata…


    En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y
    cerró los ojos para que lo creyera dormido.
    Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral,
    indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes
    precauciones.
    —No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera —murmuró Nastasia
    —. Ya comerá más tarde.
    —Tienes razón —repuso Rasumikhine.
    Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
    Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a
    poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con
    las manos enlazadas bajo la nuca.
    «¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo
    de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda.
    Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta
    este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si
    parece imposible…Además —siguió reflexionando Raskolnikof, dominado
    por un terror glacial—, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la
    puerta… ¿Se podía esperar que ocurriera esto…? Pruebas…Basta
    equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta
    alcanzar dimensiones gigantescas.»
    Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema
    debilidad le invadía.
    «Debí suponerlo —se dijo con amarga ironía—. No sé cómo me atreví a
    hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el
    hacha y derramé sangre…Debí preverlo todo…Pero ¿acaso no lo había
    previsto?»
    Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un
    nuevo pensamiento.
    «No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador,
    uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza
    matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de
    hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad,
    por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan
    estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres
    están hechos de bronce, no de carne.»
    De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.










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