Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Sáb 20 Ene 2024, 09:55

    ***


    Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él
    había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se
    acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había
    apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza
    nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se
    entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se
    dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo —«El que abrió los
    ojos al ciego…»—, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la
    duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un
    momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a
    creer, mientras prorrumpían en sollozos…Y él, él que tampoco creía, él que
    también estaba ciego, comprendería y creería igualmente…Y esto iba a
    suceder muy pronto, en seguida…Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa
    espera.
    —«…Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva
    tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del
    difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la
    tumba…»
    Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
    —«…Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria
    de Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto.
    Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme
    escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que
    los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra.
    Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el
    muerto salió…—Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y
    temblaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos—…vendados
    los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario.
    Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían
    ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él.»
    Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
    —No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 20 Ene 2024, 09:56

    ***

    Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se
    detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía
    temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el
    torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación
    donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
    —He venido a hablarle de un asunto —dijo de súbito Raskolnikof con voz
    fuerte y enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentina
    tristeza, se levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su
    dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió—: Hoy he
    abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de
    ellas: la ruptura es definitiva.
    —¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Sonia, estupefacta.
    Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en
    ella una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la
    horrorizó.
    —Ahora no tengo a nadie más que a ti —dijo Raskolnikof—. Vente
    conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
    Sus ojos centelleaban.
    «Tiene cara de loco», pensó Sonia.
    —¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó aterrada, dando un paso atrás.
    —¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que
    únicamente tenemos una meta.
    Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era
    infinitamente desgraciado.
    —Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí.
    Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
    —No entiendo —balbuceó Sonia.
    —Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has
    cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida…, tu propia
    vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu
    razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si
    permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya
    parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta,
    codo a codo. ¡Vente!
    —¿Por qué, por qué dice usted eso? —preguntó Sonia, emocionada,
    incluso trastornada por las palabras de Raskolnikof.
    —¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar
    seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño
    y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día te llevan al hospital?
    Catalina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de
    los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos
    barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven
    esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros.
    Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 20 Ene 2024, 16:38

    ***


    —Pero ¿qué hacer, qué hacer? —exclamó Sonia, llorando
    desesperadamente mientras se retorcía las manos.
    —¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no
    comprendes? Ya comprenderás más adelante…La libertad y el poder, el poder
    sobre todo…, el dominio sobre todos los seres pusilánimes…Sí, dominar a
    todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento
    que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo
    mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá
    llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si
    vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
    Sonia se estremeció.
    —Entonces, ¿usted lo sabe? —preguntó, helada de espanto y dirigiéndole
    una mirada despavorida.
    —Lo sé y te lo diré…Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No
    vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo
    que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti,
    cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
    Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado
    conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón.
    La cabeza le daba vueltas.
    «¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus
    palabras?»
    Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la
    verdad.
    «Debe de ser muy desgraciado…Ha abandonado a su madre y a su
    hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué
    significan sus palabras?»
    Le había besado los pies y le había dicho…, le había dicho…que no podía
    vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
    «¡Señor, Señor…!»
    Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía,
    lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con
    Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y
    con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes…Él le besaba los pies y
    lloraba… ¡Señor, Señor!
    Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la
    señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel
    compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en
    la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
    canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía
    tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof,
    de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído
    perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
    Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió
    de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y
    volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al
    dormitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan
    interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez,
    al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que
    turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 21 Ene 2024, 11:12

    ***

    CAPÍTULO 5





    Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez
    de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala.
    Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así
    que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de
    espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la
    sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de
    ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
    El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose
    si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su
    fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que
    reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los
    funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber
    marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba
    convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que
    parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera
    sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido
    permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían
    esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia
    voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada…, porque tal vez no
    sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo
    ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su
    mente enferma.
    Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había
    ocurrido el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas
    inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
    Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha,
    Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que
    aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el
    odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le
    inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que
    aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo
    en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e
    insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su
    adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En
    este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 21 Ene 2024, 11:13

    ***

    El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de
    medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias
    sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y lo pagaba el Estado. En la
    pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras
    dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras
    él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su
    visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió
    que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido
    ocupado en alguna operación secreta.
    Porfirio le tendió las dos manos.
    —¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese,
    querido…Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado
    «respetable» y «querido» así, tout court. Le ruego que no tome esto como una
    familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
    Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros
    parajes», «como una familiaridad», «tout court», amén de otros detalles, le
    parecían muy propios de aquel hombre.
    «Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle
    ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a
    desconfiar.
    Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las
    desviaban con la rapidez del relámpago.
    —Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré
    de escribirlo de otro modo?
    —¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien —
    dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito.
    Inmediatamente, lo leyó—. Sí, está perfectamente. No hace falta más.
    Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras
    hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
    —Me parece —dijo Raskolnikof— que ayer mostró usted deseos de
    interrogarme…oficialmente…sobre mis relaciones con la mujer asesinada…
    «¿Por qué habré dicho "me parece"?»
    Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
    «Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto
    seguido.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:17

    ***
    Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la
    presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él,
    había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de
    ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello.
    La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía…
    «¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
    —¡Ah, sí! No se preocupe…Hay tiempo —dijo Porfirio Petrovitch, yendo
    y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la
    mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en
    seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de
    Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara
    fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho,
    cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra
    pared.
    Porfirio Petrovitch continuó:
    —Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra… ¿Fuma usted? ¿Acaso no
    tiene tabaco? Tenga un cigarrillo…Aunque le recibo aquí, mis habitaciones
    están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito
    es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi
    terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No
    opina usted así?
    —En efecto, es una cosa magnífica —repuso Raskolnikof, mirándole casi
    burlonamente.
    —Una cosa magnífica, una cosa magnífica —repetía Porfirio Petrovitch
    distraídamente—. ¡Sí, una cosa magnífica! —gritó, deteniéndose de súbito a
    dos pasos del joven.
    La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas
    de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la
    mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en
    Raskolnikof en aquel momento.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:18

    ***

    Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse,
    lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
    —Bien sé —empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le
    llenaba de satisfacción— que es un principio, una regla para todos los jueces,
    comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere,
    pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta
    táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan,
    ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno
    rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una
    costumbre rigurosamente observada en su profesión?
    —Así… ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el
    Estado para…?
    Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de
    malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente
    desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se
    dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con
    una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a
    reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de
    Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso
    como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan
    profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el
    entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó
    de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo
    demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a
    reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera
    sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente
    significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los
    deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en
    un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no
    había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a
    otro.
    Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
    —Porfirio Petrovitch —dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una
    viva irritación—. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio
    —subrayó con energía esta palabra—, y he venido a ponerme a su disposición.
    Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario,
    permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto
    compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió
    atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar



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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:18

    ***
    Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después
    continuó, con una irritación creciente:
    —Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy
    harto…Ha sido una de las causas de mi enfermedad…En una palabra —
    añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no
    venía a cuento—, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o
    permítame que me vaya inmediatamente…Pero si me interroga, habrá de
    hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo…Y como veo
    que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada
    que decirnos.
    —Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que
    interrogar? —exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y
    dejando de reír—. No se preocupe usted —añadió, reanudando sus paseos,
    para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar—. No hay
    prisa, no hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el
    contrario, estoy encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido
    como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi querido
    Rodion Romanovitch…Se llama usted así, ¿verdad? Soy un hombre nervioso
    y me ha hecho mucha gracia la agudeza de su observación. A veces estoy
    media hora sacudido por la risa como una pelota de goma. Soy propenso a la
    risa por naturaleza. Mi temperamento me hace temer incluso la apoplejía…
    Pero siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted
    enfadado.
    Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar
    con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejar la gorra.
    —Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que
    le ayudará a comprender mi carácter —continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar
    de dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la
    de Raskolnikof—. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada
    mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y…y… ¿ha
    observado usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los
    círculos petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que
    no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos
    media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno
    frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas,
    la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de
    conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como
    nosotros, son tímidas y taciturnas…Me refiero a los que son capaces de
    pensar… ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el
    debido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un
    exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos
    engañarnos unos a otros…? No lo sé. ¿Usted qué opina…? Pero deje la gorra.
    Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro,
    pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado…





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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:19

    ***

    Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo
    fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio
    Petrovitch.
    «Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
    —No le ofrezco café —prosiguió el infatigable Porfirio— porque el lugar
    no me parece adecuado…El servicio le llena a uno de obligaciones…Pero
    podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco…
    No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo
    enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es
    un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos…Mis hemorroides,
    ¿sabe usted…? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico.
    Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se
    avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en
    nuestros días…En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios
    y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un momento, le diré,
    mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado
    que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza.
    —Raskolnikof no había hecho ninguna observación de esta índole—. Uno se
    confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen
    y que son siempre los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá
    como no cambian más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a
    nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles
    observaciones…Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede
    ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su
    desconfianza (según su feliz expresión), a fin de asestarle seguidamente un
    hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je…!
    ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado
    para…? Verdaderamente, es usted un hombre irónico…No, no; no volveré a
    este asunto…Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras
    palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según las normas legales.
    Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso resultan
    sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores
    resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su
    tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción
    jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga
    a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
    Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin
    descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas
    absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una
    palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin
    sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus
    gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la
    espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna
    con sus palabras.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:20

    ***
    Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a
    la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
    «¿Esperará a alguien?»
    —Tiene usted razón —continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una
    amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza—. Tiene
    usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras
    costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
    naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son
    perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie
    de la letra las normas establecidas…Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las
    normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un
    crimen cuya instrucción se me ha confiado…Usted ha estudiado Derecho,
    ¿verdad, Rodion Romanovitch?
    —Empecé.
    —Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante…Pero
    no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los
    periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de
    exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo
    cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle
    prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos
    me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter
    completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un
    poco por la ciudad? ¡Je, je…! Ya veo que usted no me acaba de comprender.
    Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le
    proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
    Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su
    ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
    —Sin embargo —continuó éste—, tengo razón, por lo menos en lo que
    concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de
    otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el
    momento que tiene usted pruebas, me dirá usted… ¡Dios mío! Usted sabe muy
    bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que
    juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis
    debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de
    una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes
    como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e
    indiscutible.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:21

    ***


    Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo,
    por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder
    demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así,
    una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a
    su caparazón, se me escapa…Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente
    después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de
    un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto.
    Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio
    normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas
    inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses —se decían—, pues un
    asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree?
    En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos
    particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de
    exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este
    punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde
    a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han
    concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada
    causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y
    cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al
    parecer, no tiene ningún precedente.
    »Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos
    señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe
    saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto
    por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente
    su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y
    puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará
    por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me
    proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no
    deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo
    mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto
    algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido
    el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los
    tienen enfermos, excitados, en tensión… ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen
    bilis…! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por
    qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo
    dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi
    poder y que no se puede escapar… ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero,
    dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se
    le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al
    interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva,
    verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos
    mujiks que para él son como extranjeros. ¡


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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:21

    ***
    ¡Je, je…! Por otra parte, todo esto no
    es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no
    huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece
    psicológicamente… ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá
    porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una
    mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi
    persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún
    encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de
    hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible
    se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara
    como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un
    entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi
    persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se
    meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de
    tener su encanto, ¿no le parece?
    Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía
    observando a Porfirio con profunda atención.
    «Me ha dado una buena lección —se dijo mentalmente, helado de espanto
    —. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer.
    No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza.
    Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál?
    ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes
    pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es
    desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe
    decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado… ¿Por qué hablará con
    segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios…No,
    amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te
    llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
    Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa
    catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre
    Porfirio Petrovitch y estrangularlo.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:22

    ***


    En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder
    dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y
    espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar
    ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que
    podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de
    comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle
    alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
    —Ya veo que no me ha creído usted —prosiguió Porfirio—. Usted supone
    que todo esto son bromas inocentes.
    Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de
    satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
    —Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una
    figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el
    aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi
    querido Rodion Romanovitch…Pero, ante todo, le ruego que me perdone este
    lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso
    en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio
    por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones
    abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de
    Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En
    teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban
    prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa.
    Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su
    ejército. ¡Je, je, je…! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su
    interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida
    privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le
    vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y
    mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra…
    Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No
    habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante.
    ¡Je, je, je…! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi
    querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza,
    señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el
    cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch…




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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:23

    ***
    Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta
    y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría
    que se había arqueado su espalda.
    —Además —continuó—, yo soy un hombre sincero… ¿Verdad que soy un
    hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir
    más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir
    compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio
    es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo
    así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer,
    confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su
    propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la
    naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro.
    Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los
    obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
    »Supongamos que ese hombre miente…Me refiero al hombre desconocido
    de nuestro caso particular…Supongamos que miente, y de un modo magistral.
    Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su
    destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor
    para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece
    o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales
    cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas…Su mentira ha sido
    perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en
    una trampa.
    »Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa
    de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que
    representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado
    natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse
    engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el
    imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir
    las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero
    sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo
    han detenido todavía. ¡Je, je, je…! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz,
    a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano,
    y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le
    ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
    —No se preocupe —exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír—.
    Le ruego que no se moleste.
    Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a
    reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se
    puso en pie.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:24

    ***


    —Porfirio Petrovitch —dijo levantando la voz y articulando claramente las
    palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus
    temblorosas piernas—, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino
    de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que
    estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y
    detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi
    propia cara y torturándome como lo está haciendo.
    Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas
    de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
    —¡No lo permitiré! —exclamó, descargando violentamente su puño sobre
    la mesa—. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
    —¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? —dijo Porfirio Petrovitch
    con un gesto de vivísima inquietud—. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion
    Romanovitch?
    —¡No lo permitiré! —gritó una vez más Raskolnikof.
    —No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué
    les diremos? ¿No comprende?
    Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de
    Raskolnikof.
    —No lo permitiré, no lo permitiré —repetía Rodia maquinalmente.
    Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente
    y corrió a abrir la ventana.
    —Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua,
    amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
    Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una
    garrafa en un rincón.
    —Tenga, beba un poco —dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano
    —. Tal vez esto le…
    El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que
    Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso
    beber.
    —Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco.
    ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!







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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:24

    ***

    Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y
    después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
    —Ha tenido usted un amago de ataque —dijo Porfirio Petrovitch
    afectuosamente y, al parecer, muy turbado—. Se mortifica usted de tal modo,
    que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan
    poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a
    verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un
    carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino
    cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude
    hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué
    ocurrencia! —pensaba—. ¡Señor! ¡Dios mío!» Le envió usted, ¿verdad…?
    Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
    —Yo no lo envié —repuso Raskolnikof—, pero sabía que tenía que venir a
    su casa y por qué motivo.
    —¿Conque lo sabía?
    —Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
    —Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion
    Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas
    hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar
    una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que
    empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó
    estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo,
    es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de
    ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así.
    Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su
    sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la
    policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en
    la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y
    comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado
    exactamente su estado de ánimo?







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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:25

    ***

    »Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que
    trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada
    bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo;
    él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a
    contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo,
    ya le contaré…Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está
    usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
    Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a
    poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba
    con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no
    daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia
    inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la
    habitación le había paralizado de asombro.
    «¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho?»
    —Durante el ejercicio de mi profesión —continuó inmediatamente Porfirio
    Petrovitch—, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se
    acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera
    alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo
    esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había
    facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió
    tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino.
    Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de
    no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien,
    amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios
    en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo
    preguntas sobre manchas de sangre…En la práctica de mi profesión me ha
    sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre
    siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por
    una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción
    irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada
    más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a
    un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita…Usted delira a veces, y
    ese mal no tiene más origen que el delirio…




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    Mensaje por Maria Lua Lun 22 Ene 2024, 10:26

    ***

    Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
    «¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando
    con todas sus fuerzas un pensamiento que —se daba perfecta cuenta de ello—
    amenazaba hacerle enloquecer de furor.
    —En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio,
    procedía con plena conciencia de mis actos —exclamó, pendiente de las
    reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones—.
    Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
    —Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este
    punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame,
    Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva
    observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito
    asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el
    contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que
    usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la
    tengo?
    El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó
    en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había
    acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de
    asombro.
    —Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese
    el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y
    habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha
    dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
    Raskolnikof se estremeció. Él no había hecho afirmación semejante.
    —Sigue usted mintiendo —dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con
    voz lenta y débil—. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que
    puede predecir todas mis respuestas —añadió, dándose cuenta de que ya era
    incapaz de medir sus palabras—. Usted quiere asustarme; usted se está
    burlando de mí, sencillamente.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 09:56

    ***

    Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito,
    un terrible furor fulguró en sus ojos.
    —Está diciendo una mentira tras otra —exclamó—. Usted sabe muy bien
    que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto
    como sea posible…, declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo
    a usted!
    —¡Qué veleta es usted! —dijo Porfirio con una risita mordaz—. No hay
    medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree?
    Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me
    bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo
    verdadero afecto y sólo deseo su bien.
    Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
    —Sí, le tengo verdadero afecto —prosiguió Porfirio, apretando
    amistosamente el brazo del joven—, y no se lo volveré a repetir. Además,
    tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería
    hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y,
    por el contrario, sólo les causa inquietudes…
    —Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué
    me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
    —Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted.
    Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a
    mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas
    interesantes…Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de
    su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son…Le voy a
    poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla
    es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un
    sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva
    alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría
    procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su
    desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para
    arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre
    diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de
    la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros
    que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera
    abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un
    interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en
    la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran…El
    hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho
    de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz
    de ver nada.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 09:57

    ***

    Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio
    Petrovitch no pudo menos de notarlo.
    —No hace usted más que mentir —repitió resueltamente—. Ignoro lo que
    persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un
    momento; por eso no puedo equivocarme… ¡Miente usted!
    —¿Que miento? —replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero
    conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna
    importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él—. ¿Cómo puede decir
    eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he
    sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la
    enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la
    neurastenia, y esos policías…! ¡Je, je, je…! Sin embargo, dicho sea de paso,
    esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y
    pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la
    alucinación…No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy
    bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas
    consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación?» Esta
    enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
    Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
    —En resumidas cuentas —dijo firmemente, levantándose y apartando a
    Porfirio—, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen
    de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin
    rodeos.
    —Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! —
    exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla—.
    Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se
    comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se
    inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
    —¡Le repito —replicó Raskolnikof, ciego de ira— que no puedo
    soportar…!
    —¿La incertidumbre? —le interrumpió Porfirio.
    —¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo
    permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
    Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
    —¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No
    estoy bromeando.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 09:57

    ***

    Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y
    de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas
    y un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y
    los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue
    momentánea.
    Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que
    la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al
    límite, obedeció —cosa extraña— la orden de bajar la voz.
    —No me dejaré torturar —murmuró en el mismo tono de antes. Pero
    advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro
    modo, y esta convicción aumentaba su cólera—. Deténgame —añadió—,
    regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo
    prohíbo!
    —Nada de reglas —respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente
    y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo—. Le invité a venir a verme como
    amigo.
    —No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo
    mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de
    arrestarme.
    Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
    —¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? —le dijo Porfirio
    Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba
    ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a
    Raskolnikof fuera de sí.
    —¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? —preguntó Rodia, fijando en el juez de
    instrucción una mirada llena de inquietud.
    —Una sorpresa que está detrás de esa puerta… ¡Je, je, je!
    Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
    —Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
    —¿Qué demonios se trae usted entre manos?
    Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
    —Está cerrada con llave y la llave la tengo yo —dijo Porfirio.
    Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
    —No haces más que mentir —gruñó Raskolnikof sin poder dominarse—.
    ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
    Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta,
    aunque sin demostrar temor alguno.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 09:58

    ***


    —¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! —siguió vociferando
    Raskolnikof—. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no
    debo.
    —¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion
    Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
    —¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy
    enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no
    debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras
    sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi
    carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los
    popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para
    hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
    —Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir
    las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas,
    querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus
    propios ojos.
    Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del
    despacho.
    En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
    —Ya vienen —exclamó Raskolnikof—. Has enviado por ellos…Los
    esperabas…Lo tenías todo calculado…Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a
    los testigos y a quien quieras…Estoy preparado.
    Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso
    ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo
    habrían podido prever jamás.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 09:59

    ***

    CAPÍTULO 6
    He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza
    inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
    —¿Qué pasa? —gritó Porfirio Petrovitch, contrariado—. Ya he advertido
    que…
    Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias
    personas que trataban de impedir el paso a alguien.
    —¿Quieren decir de una vez qué pasa? —repitió Porfirio, perdiendo la
    paciencia.
    —Es que está aquí el procesado Nicolás —dijo una voz.
    —No lo necesito. Que se lo lleven.
    Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
    —¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
    —Es que Nicolás…—empezó a decir el mismo que había hablado antes.
    Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó
    el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba
    violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto
    irrumpió en el despacho.
    El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y
    parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su
    semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva
    fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
    Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de
    talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre
    al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un
    hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él
    nuevamente.
    Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por
    entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en
    describirlo.
    —¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? —
    exclamó el juez, sorprendido e irritado.
    De pronto, Nicolás se arrodilló.
    —¿Qué haces? —exclamó Porfirio, asombrado.
    —¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! —dijo
    Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
    Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si
    todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido:
    sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí
    permanecía inmóvil.
    —¿Qué dices? —preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
    —Yo…soy…un asesino —repitió Nicolás tras una pausa.
    —¿Tú? —exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran
    desconcierto—. ¿A quién has matado?



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:00

    ***

    Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
    —A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté…con un
    hacha. No estaba en mi juicio —añadió.
    Y guardó silencio, sin levantarse.
    Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones.
    Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan.
    Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio
    dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que
    observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso
    hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió
    los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al
    pintor con una especie de arrebato.
    —Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte —exclamó,
    irritado—. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto:
    ¿has cometido un crimen?
    —Sí, soy un asesino; lo confieso —repuso Nicolás.
    —¿Qué arma empleaste?
    —Un hacha que llevaba conmigo.
    —¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
    Nicolás no comprendió la pregunta.
    —Digo que si tuviste cómplices.
    —No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
    —No te precipites a hablar de Mitri…Sin embargo, habrás de explicarme
    cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
    —Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía
    de mí —respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien
    aprendida.
    —La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado —
    murmuró para sí el juez de instrucción.
    En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había
    olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había
    producido.
    Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él,
    presuroso.













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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:00

    ***

    —Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme…Ya ve usted que…Usted
    no tiene nada que hacer aquí…Yo soy el primer sorprendido, como puede
    usted ver…Váyase, se lo ruego…
    Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
    —Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? —dijo Raskolnikof, que,
    dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
    —Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla. ¡Je, je, je!
    —También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
    —Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
    Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se
    marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
    —Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
    —¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es
    usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
    —Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
    —Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una
    sonrisa sarcástica.
    Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban
    fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos
    porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que
    lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo.
    Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y
    vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
    —Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como
    Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas
    preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
    Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
    —¿No? —repitió.
    Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
    —Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof,
    que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo
    irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado
    vehemente.
    —No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—.
    También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos
    volveremos a ver, si Dios quiere.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:01

    ***

    —Y terminaremos de conocernos —dijo Raskolnikof.
    —Sí —convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados—.
    Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños, ¿no?
    —No; a un entierro.
    —¡Ah, sí! A un entierro…Cuídese, créame; cuídese.
    —Yo no sé qué desearle —dijo Raskolnikof, que ya había empezado a
    bajar la escalera y se había vuelto de pronto—. Quisiera poderle desear
    grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante
    cómicas.
    —¿Cómicas? —exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver
    a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
    —Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted
    con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía
    a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora
    que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes;
    no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección
    aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus
    funciones resultan a veces bastante cómicas.
    —¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás
    que repetía palabras aprendidas de memoria.
    —¡Claro que me he dado cuenta!
    —¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted
    una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece
    que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
    —Sí, era Gogol.
    —¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
    Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan
    desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su
    habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de
    serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de
    Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella
    confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos
    en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas
    consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría
    por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba
    en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba
    inminente.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:02

    ***
    Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a
    aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la
    escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever
    las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo
    que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido.
    Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado,
    que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo,
    demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof,
    se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias
    cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor
    muy relativo.
    Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de
    instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué
    consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se
    hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?
    Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo
    había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez
    hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería
    aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su
    significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna
    acusación…? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que
    hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna
    prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
    Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las
    rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su
    cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para
    reflexionar y se dirigió a la puerta.
    Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de
    peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el
    deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna.
    Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo
    para la comida y vería a Sonia.
    Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
    —Hoy, hoy —murmuró—. Hoy mismo. Es necesario…
    Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase.
    Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a
    poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior,
    del hombre que parecía haber surgido de la tierra.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:03

    ***


    El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof y
    dio un paso hacia el interior del aposento.
    Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión
    de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos
    segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la
    mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
    —¿Qué desea usted? —preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.
    El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda,
    que su mano derecha tocó el suelo.
    —¿Qué hace usted? —exclamó Raskolnikof.
    —Me siento culpable —dijo el desconocido en voz baja.
    —¿De qué?
    —De pensar mal.
    Cruzaron una mirada.
    —Yo no estaba tranquilo…Cuando llegó usted, el otro día, seguramente
    embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de
    haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que
    no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó de tal
    modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección, decidimos
    venir ayer a preguntar…
    —¿Quién vino? —le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a
    comprender.
    —Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.
    —Entonces, ¿vive usted en aquella casa?
    —Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya
    mucho tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero.
    Lo que más me inquieta es…
    Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera.
    Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas,
    hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la
    comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer —ni
    siquiera ahora podía reconocerle—, pero estaba seguro de haberse vuelto hacia
    él y haber respondido algo…


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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:04

    ***
    Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable
    era que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante.
    Aquel hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido
    allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchas
    de sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía
    saber; es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada
    más, a pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que
    no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no
    debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo
    podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa
    de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero
    no sabía nada.
    —¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella
    casa? —preguntó, obedeciendo a una idea repentina.
    —¿Quién es Porfirio?
    —El juez de instrucción.
    —Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
    —¿Hoy?
    —He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le
    han torturado.
    —¿Dónde estaba usted?
    —En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he
    estado durante toda la escena.
    —Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba
    usted escondido allí?
    —Pues verá —dijo el peletero—. En vista de que los porteros no querían ir
    a dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de
    vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné
    de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted.
    Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La
    primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora
    después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su
    despacho. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me
    escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho,
    golpeándose el pecho con el puño. «¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa,
    cretinos! —exclamó—. Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.»
    En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a
    hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a
    hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras
    reproche, yo se lo he contado todo.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 25 Ene 2024, 10:05

    ***
    . Le he dicho que usted se había callado
    cuando yo le acusé de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y
    venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado a
    usted, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo
    que oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me
    ha advertido: «Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha
    despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase,
    advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
    —¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
    —Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha
    empezado a interrogar a Nicolás.
    El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
    —Perdone mi denuncia y mi malicia.
    —Que Dios lo perdone —dijo Raskolnikof.
    El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue
    a paso lento.
    «Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió
    de su habitación reconfortado.
    «Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba
    la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su
    pusilanimidad.


    ****


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