—Ahora todo lo veo claro —dijo dirigiéndose a Lebeziatnikof—. Desde el
principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble
intriga. Esta sospecha se fundaba en ciertas circunstancias que sólo yo
conozco y que ahora mismo voy a revelar a ustedes. En ellas está la clave del
asunto. Gracias a su detallada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la
luz en mi mente. Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor —
señalaba a Lujine pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana mía,
cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero cuando llegó a
Petersburgo, hace poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos, y de
tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los
cuales pueden confirmar mis palabras. Este hombre es todo maldad. Yo no
sabía que se hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así se comprende
que pudiera ver anteayer, es decir, el mismo día de nuestra disputa, que yo,
como amigo del difunto, entregaba dinero a la viuda para que pudiera atender
a los gastos del entierro. El señor Lujine escribió en seguida una carta a mi
madre, en que le decía que yo había entregado dinero no a Catalina Ivanovna,
sino a Sonia Simonovna. Además, hablaba de esta joven en términos en
extremo insultantes, dejando entrever que yo mantenía relaciones íntimas con
ella. Su finalidad, como ustedes pueden comprender, era indisponerme con mi
madre y con mi hermana, haciéndoles creer que yo despilfarraba
ignominiosamente el dinero que ellas se sacrificaban en enviarme. Ayer por la
noche, en presencia de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la
verdad de los hechos, que este hombre había falseado. Dije que había
entregado el dinero a Catalina Ivanovna, a la que entonces no conocía aún, y
añadí que Piotr Petrovitch Lujine, con todos sus méritos, valía menos que el
dedo meñique de Sonia Simonovna, de la que hablaba tan mal. Él me preguntó
entonces si yo sería capaz de sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana,
y yo le respondí que ya lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi
madre y mi hermana no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al
extremo de insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo
pusimos en la puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que
me presten la mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar
como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus
sospechas eran fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el hecho
de que permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin, que,
atacándome a mí, defendía el honor de su prometida. En una palabra, esto
suponía para él un nuevo medio de indisponerme con mi familia, mientras él
reconquistaba su estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía
motivos para pensar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia
Simonovna me afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto es lo que yo he
deducido. Tal es la explicación de su conducta: no es posible hallar otra.
Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue
interrumpido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia.
Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la
convicción con que hablaba y la severidad de su rostro impresionaron
profundamente al auditorio.
cont
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