—Y ¿cómo es eso, si se puede saber? —preguntó Miúsov con acuciante curiosidad.
—Verá usted —empezó el stárets—. Todas esas condenas a trabajos forzados,
precedidas de castigos corporales, no corrigen a nadie y, lo que es más importante, no
asustan a ningún criminal, y el número de crímenes no solo no decrece, sino que, a
medida que pasa el tiempo, va en aumento. Estará usted de acuerdo con eso. Y
resulta que la sociedad, de este modo, se encuentra totalmente desprotegida, pues,
aunque el miembro nocivo sea amputado mecánicamente, desterrado y apartado de
nuestra vista, su puesto lo ocupará enseguida un nuevo criminal, si no son dos. Si hay
algo que protege a la sociedad, incluso en nuestro tiempo, y que puede corregir al
propio criminal, haciendo de él otro hombre, es únicamente la ley de Cristo, que se
manifiesta en el conocimiento de la propia conciencia. Solo después de haber asumido
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su culpa como hijo de la sociedad de Cristo, es decir, de la Iglesia, el delincuente
adquiere asimismo conciencia de su culpa ante la sociedad misma, es decir, ante la
Iglesia. Así pues, solo ante la Iglesia es capaz el criminal contemporáneo de asumir su
culpa, no así ante el Estado. Por eso, si los tribunales pertenecieran a la sociedad,
entendida como Iglesia, ésta sabría entonces a quién levantar la excomunión y acoger
de nuevo en su seno. En cambio, ahora, la Iglesia, como no dispone de ningún tribunal
efectivo y no tiene otro recurso que la condena moral, renuncia al castigo positivo del
delincuente. No lo excomulga, sino que se limita a insistir en sus exhortaciones
paternales. Es más, se esfuerza incluso por mantener con el delincuente la plena
comunión eclesiástica: lo admite a los oficios divinos y a los santos sacramentos, le da
limosna y lo trata como a un cautivo, más que como a un delincuente. Y ¿qué sería del
criminal, ¡oh, Señor!, si la sociedad cristiana, esto es, la Iglesia, lo rechazara del mismo
modo que lo rechaza y lo segrega la ley civil? ¿Qué sucedería si la Iglesia lo castigara
con la excomunión de forma inmediata, cada vez que la ley estatal le impusiera un
castigo? No podría haber desesperación mayor, al menos para el criminal ruso, pues
los criminales rusos aún conservan la fe. En tal caso, quién sabe, podría suceder algo
terrible, tal vez se perdería la fe en el desesperado corazón del criminal, y entonces
¿qué?
cont
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