Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:07

    ***

    De aquella pandilla de
    señores juerguistas para entonces ya solo quedaba en la ciudad uno de sus miembros,
    un hombre que, además de tener cierta edad, era un respetable consejero de Estado,
    con familia e hijas adultas, que de ningún modo habría difundido la noticia, ni aun
    cuando hubiese sucedido algo; en cuanto a los otros participantes, unos cinco
    hombres, ya se habían ido de la ciudad. Pero el rumor había apuntado directamente a
    Fiódor Pávlovich y seguía señalándolo. Desde luego, él nunca lo admitió: ni siquiera se
    dignó replicar a esos insignificantes mercaderes o menestrales. Entonces era un
    hombre orgulloso y se negaba a hablar si no era en compañía de funcionarios y nobles,
    a quienes tanto divertía. Fue en ese momento cuando Grigori, enérgicamente, con
    todas sus fuerzas, se alzó a favor de su señor y no solo lo defendía contra todas esas
    calumnias sino que discutía y reñía por él, haciendo cambiar a muchos de opinión. «Es
    ella, esa criatura ruin, la culpable», afirmaba con rotundidad; el ofensor no era otro que
    «Karp, el del tornillo» (así llamaban a un temible convicto, muy famoso en aquella
    época, que se acababa de escapar de la cárcel provincial y vivía oculto en nuestra
    ciudad). Esta conjetura parecía verosímil, pues se acordaban de Karp, recordaban
    precisamente que aquellas mismas noches, próximo el otoño, Karp había callejeado
    por la ciudad y desvalijado a tres personas. Pero todo este incidente y todas estas
    habladurías no solo no disiparon en absoluto la simpatía general por la pobre
    yuródivaia, sino que todos se pusieron a protegerla y a ampararla aún más.

    La señora
    Kondrátieva, viuda acomodada de un comerciante, incluso lo dispuso todo para llevar
    a Lizaveta a su casa ya a finales de abril y no dejarla salir hasta que diera a luz. La
    vigilaban sin descanso, pero al final, a pesar de toda la vigilancia, Lizaveta, ya por la
    noche, salió de pronto a escondidas de la casa de Kondrátieva y fue a parar al huerto
    de Fiódor Pávlovich. Cómo logró, en su estado, pasar por encima de la elevada y
    sólida valla del huerto sigue siendo una especie de enigma. Unos afirmaban que
    «alguien la había transportado» y otros que «algo la había transportado». Lo más
    probable es que todo ocurriera de una manera natural, si bien bastante complicada, y
    que Lizaveta, que sabía pasar por encima de las vallas de zarzo para entrar en los
    huertos ajenos a pasar la noche, se hubiese, de algún modo, encaramado también a la
    valla de madera de Fiódor Pávlovich y, desde lo alto, aun haciéndose daño, hubiese
    saltado al huerto, a pesar de su embarazo.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:08

    ***
    Grigori se abalanzó sobre Marfa Ignátievna
    y la envió a que ayudara a Lizaveta, mientras él se iba corriendo en busca de una vieja
    partera, la mujer de un menestral que, por cierto, no vivía lejos. Salvaron al niño, pero
    Lizaveta murió al amanecer. Grigori tomó al recién nacido, lo llevó a su casa, hizo
    sentar a su mujer y se lo puso en el regazo, junto a su pecho: «Esta criatura de Dios,
    este huérfano, es pariente de todos, y aún más de nosotros. Nos lo envía nuestro
    pequeño difunto, ha nacido de un hijo del demonio y de una santa. Aliméntalo y no
    llores más». Así Marfa Ignátievna se hizo cargo del niño. Lo bautizaron y le pusieron de
    nombre Pável; en cuanto al patronímico, todos, incluidos ellos dos, sin que nadie así se
    lo indicara, empezaron a llamarlo Fiódorovich.

    Fiódor Pávlovich no puso objeción
    alguna y hasta encontró todo eso divertido, aunque siguió negando su implicación con
    todas sus fuerzas. En la ciudad gustó que acogiera al huérfano. Más adelante incluso
    pensó para él un apellido: lo llamó Smerdiakov por el apodo de su madre. Smerdiakov
    se convirtió en el segundo criado de Fiódor Pávlovich y vivía, al principio de nuestra
    historia, en el pabellón, con el viejo Grigori y la vieja Marfa. Hacía de cocinero. Haría
    mucha falta también que añadiera algo de él en particular, pero me da ya vergüenza
    distraer durante tanto tiempo la atención de mi lector hacia unos criados tan
    corrientes: por eso, retomo mi relato, con la esperanza de que se presente por sí sola
    la ocasión de hablar de Smerdiakov a lo largo de la novela.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:09

    ***

    III. La confesión de un corazón ardiente. En verso


    Aliosha, tras haber oído la orden que su padre le había gritado desde el coche
    mientras se iba del monasterio, permaneció un rato inmóvil, en medio de una gran
    perplejidad. No es que estuviera allí clavado como un poste, esas cosas no le pasaban.
    Al contrario, pese a toda su turbación, se las arregló para dirigirse enseguida a la
    cocina del padre higúmeno y averiguar qué había hecho su progenitor arriba. Luego se
    encaminó a la ciudad, con la esperanza de que durante el recorrido lograría resolver
    de algún modo el problema que lo atormentaba. Me apresuraré a decir que los gritos
    de su padre y la orden de que se trasladara a casa «con las almohadas y el jergón» no
    le asustaban lo más mínimo. Entendía demasiado bien que esa orden, pronunciada en
    voz alta y con un grito tan ostentoso, había sido dada «en un arrebato», incluso en aras
    de la belleza, por así decir, de modo parecido a lo de aquel menestral de nuestra
    pequeña ciudad, que había bebido más de la cuenta en su fiesta de cumpleaños, en
    presencia de los invitados, se había enojado porque no le servían más vodka y de
    buenas a primeras se había puesto a romper su propia vajilla, a desgarrar su ropa y la
    de su mujer, a destrozar los muebles y, por último, los cristales de la casa, y todo eso,
    asimismo, en aras de la belleza.

    Una cosa de este género, desde luego, le acababa de
    ocurrir a su padre. Ni que decir tiene que al día siguiente aquel menestral, después de
    la juerga y tras pasársele la borrachera, había lamentado las tazas y los platos rotos.
    Aliosha sabía que también el viejo, sin duda, le dejaría volver al monasterio al día
    siguiente, o quizá incluso esa misma tarde. Estaba totalmente convencido, además, de
    que él era la última persona a la que su padre querría ofender. Aliosha estaba seguro
    de que nadie en el mundo quería ofenderlo nunca, y no solo es que no quisieran
    ofenderlo, sino que tampoco podían. Eso, para él, era un axioma, definitivamente
    aceptado, sin discusiones, y con éstas siguió adelante, sin la menor vacilación.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:10

    ***


    Pero en ese momento se agitaba en él otro miedo, de un género completamente
    distinto, y mucho más doloroso, porque ni el propio Aliosha podía definirlo; era
    precisamente el miedo a la mujer y, en concreto, a Katerina Ivánovna, que tan
    insistentemente le había suplicado, en la nota que le había entregado la señora
    Jojlakova, que fuera a verla sin especificar el motivo. Esta petición y la apremiante
    necesidad de cumplirla despertaron al instante cierta sensación de tormento en su
    corazón y, durante toda la mañana, a medida que pasaba el tiempo, esa sensación
    había ido creciendo y haciéndose más dolorosa, a pesar de todas las escenas e
    incidentes que habían ocurrido después en el monasterio, así como hacía un momento
    junto al padre higúmeno, etcétera, etcétera. Lo que temía no era ignorar de qué quería
    107
    hablarle ella y qué le respondería él. Y no era a la mujer, en general, lo que temía en
    ella: tenía escasos conocimientos de las mujeres, desde luego, pero, aun así, llevaba
    toda la vida, desde su más tierna infancia hasta su ingreso en el monasterio, viviendo
    únicamente con ellas. Temía en concreto a esa mujer, precisamente a Katerina
    Ivánovna. La había temido desde la primera vez que la vio. Y solo la había visto una o
    dos veces, puede que tres, y hasta había intercambiado algunas palabras con ella en
    una ocasión. Recordaba su imagen como la de una joven bella, arrogante e imperiosa.
    Pero no era su belleza lo que le atormentaba sino algo diferente. Era justamente esa
    inexplicable naturaleza de su miedo lo que acrecentaba su temor. Los fines de la joven
    eran nobilísimos, él lo sabía; se afanaba en salvar a su hermano Dmitri, que ya era
    culpable ante ella, y si se afanaba era solo por generosidad. Pero, a pesar de la
    conciencia y justicia que él no podía dejar de atribuir a todos esos sentimientos
    magníficos y generosos, un frío le recorría la espalda a medida que se acercaba a su
    casa.
    Se dio cuenta de que no hallaría a su hermano Iván Fiódorovich, tan cercano a ella,
    en casa de Katerina Ivánovna: su hermano debía de estar ahora con su padre. Estaba
    aún más seguro de que no encontraría a Dmitri allí, e intuía el porqué. Así que tendrían
    una charla en privado. Le habría gustado mucho ver, antes de esa conversación
    fatídica, a su hermano Dmitri, pasar un rato a su lado. Habría intercambiado algunas
    palabras con él, sin enseñarle la carta. Pero su hermano Dmitri vivía lejos y lo más
    probable es que tampoco estuviera en casa. Tras detenerse un instante, tomó una
    decisión definitiva. Se santiguó con gesto habitual y apresurado, acto seguido sonrió
    por algo y se dirigió con firmeza a ver a su terrible dama.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:11

    ***
    Conocía la casa. Pero si hubiera tenido que ir hasta la calle Mayor, luego atravesar
    la plaza, etcétera, habría tenido que ir bastante lejos. Nuestra pequeña ciudad es muy
    dispersa y las distancias suelen ser más bien grandes. Además, su padre lo estaba
    esperando, quizá aún no hubiese tenido tiempo de olvidar su orden, podía enfadarse,
    y por eso debía darse prisa para llegar a un sitio y a otro. Como resultado de todas
    estas consideraciones, decidió acortar el camino pasando por los patios traseros, pues
    se conocía todos los atajos de la ciudad como la palma de su mano. Eso equivalía a
    prescindir casi totalmente de los caminos, avanzar a lo largo de cercados desiertos,
    saltar incluso a veces vallas ajenas y atravesar patios ajenos, donde, por lo demás,
    todos lo conocían y saludaban. De esta manera podía alcanzar la calle Mayor en la
    mitad de tiempo. En cierto momento tuvo incluso que pasar muy cerca de la casa
    paterna, justo por delante del huerto colindante con el de su padre, que pertenecía a
    una casita decrépita y ruinosa de cuatro ventanas. La propietaria de esta casita era,
    como sabía Aliosha, una menestrala de la ciudad, una vieja a la que le faltaba una
    pierna y que vivía con su hija, una antigua camarera que se había habituado a la vida
    civilizada de la capital, donde había residido siempre en casas de generales, que
    desde hacía un año había vuelto a su casa, a causa de la enfermedad de la anciana, y a
    la que le gustaba lucir sus vestidos elegantes.

    La vieja y su hija habían caído, sin
    embargo, en una miseria terrible, tanto que cada día iban a la cocina de Fiódor
    Pávlovich, como vecinas suyas, para obtener un poco de sopa y pan. Marfa Ignátievna
    les servía de buen grado. Pero la hija, aunque iba a buscar sopa, no había vendido ni
    uno solo de sus vestidos y hasta tenía uno con una cola larguísima. De esta
    circunstancia se había enterado Aliosha de una forma del todo casual, desde luego,
    por su amigo Rakitin, que decididamente estaba al corriente de todo lo que ocurría en
    nuestra pequeña ciudad, y, nada más enterarse, se había olvidado de ella por
    completo. Pero, al llegar a la altura del huerto de la vecina, de repente se acordó de
    esa cola, alzó rápidamente la cabeza gacha y pensativa y… tuvo un encuentro
    totalmente inesperado.
    En el huerto de las vecinas, encaramado a algo al otro lado de la valla, asomaba,
    visible hasta el pecho, su hermano Dmitri Fiódorovich; estaba gesticulando con todas
    sus fuerzas, llamándolo para que se acercara; por lo visto, no solo le daba miedo gritar,
    sino hasta decir una palabra en voz alta, no fuera a oírlo alguien. Aliosha corrió al
    instante hacia la valla.
    —Menos mal que se


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:12

    ***

    —Menos mal que se te ha ocurrido levantar la vista, estaba a punto de gritarte —le
    susurró apresuradamente Dmitri Fiódorovich, todo contento—. ¡Súbete aquí! ¡Rápido!
    Ah, qué bien que hayas venido. Estaba pensando en ti…
    También Aliosha estaba contento y solo se preguntaba cómo iba a escalar y pasar
    por encima de la valla. Pero Mitia, con su brazo hercúleo, lo agarró del codo y lo ayudó
    a saltar. Recogiéndose la sotana, saltó con la ligereza de un pilluelo descalzo.
    —¡Muévete, vamos! —le soltó Mitia en un susurro arrebatado.
    —¿Adónde? —preguntó Aliosha, también en un susurro, mirando a todos los lados
    y descubriendo que se encontraba en un huerto completamente vacío donde, aparte
    de ellos dos, no había nadie. El huerto era pequeño, pero la casita de los propietarios
    se alzaba a no menos de unos cincuenta pasos de distancia—. Pero si aquí no hay
    nadie, ¿por qué hablas en voz baja?
    —¿Por qué? ¡Ah, que el diablo me lleve! —gritó de repente Dmitri Fiódorovich a
    voz en cuello—. Sí, ¿por qué hablo en voz baja? ¿Ves qué confusión de la naturaleza
    puede obrarse de repente? Estoy aquí escondido, guardando un secreto. La
    explicación, más adelante; pero, sabiendo que es un secreto, me he puesto a hablar
    también secretamente, susurrando como un tonto cuando no hay necesidad alguna.
    ¡Vamos, por allí! Por ahora, silencio. ¡Quiero darte un beso!
    ¡Gloria al Altísimo en el mundo,
    gloria al Altísimo en mí…!
    »Antes de que llegaras, estaba aquí, recitándome eso…
    109
    En el huerto, que mediría una desiatina o poco más, solo había árboles plantados
    en el perímetro, a lo largo de las cuatro vallas: manzanos, arces, tilos y abedules. El
    centro del huerto estaba vacío y formaba una especie de prado en el que se segaban
    varios pudy de heno en verano. La propietaria daba en arriendo este huerto al llegar la
    primavera por algunos rublos. Había bancales de frambuesa, uva espina y grosella,
    igualmente a lo largo del cercado; también bancales de verduras muy cerca de la casa,
    cultivados desde hacía poco tiempo. Dmitri Fiódorovich condujo a su invitado hacia el
    rincón más apartado del huerto. Allí, entre los tilos frondosos y los viejos arbustos de
    grosellero y saúco, entre mundillos y lilas, aparecieron de pronto las ruinas de un
    antiquísimo cenador verde, ennegrecido y ladeado, con las paredes de rejilla, pero con
    un techo bajo el cual aún era posible guarecerse de la lluvia. Ese cenador había sido
    construido Dios sabe cuándo, por lo menos hacía unos cincuenta años, según la
    leyenda, por orden de quien era a la sazón propietario de la casa, un tal Aleksandr
    Kárlovich von Schmidt, teniente coronel retirado. Pero todo estaba ya deslucido, el
    suelo podrido, todas las tarimas se tambaleaban, la madera olía a humedad. En el
    cenador había una mesa verde de madera sujeta al suelo y rodeada de bancos,
    también verdes, donde todavía era posible sentarse. Aliosha enseguida se había dado
    cuenta del estado de exaltación de su hermano, pero, al entrar en el cenador, vio
    sobre la mesa media botella de coñac y una copita



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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:12

    ***


    —¡Es coñac! —dijo Mitia soltando una carcajada—. Ya veo lo que estás pensando:
    «¡Ya se ha dado otra vez a la bebida!». No creas en fantasmas.
    No creas a la vana y embustera muchedumbre.
    Olvida tus dudas…!
    »No me emborracho, solo “paladeo”, como dice ese cerdo de Rakitin, amigo tuyo,
    que cuando llegue a ser consejero de Estado seguirá diciéndolo. Siéntate. Te cogería y
    te estrecharía entre mis brazos hasta aplastarte, Aliosha, porque en todo el mundo,
    créeme, de verdad, de-ver-dad (¿lo entiendes?), ¡solo te quiero a ti! —Pronunció estas
    últimas palabras casi en un estado de frenesí—. Solo a ti y a una “infame” de la que
    me he enamorado. Sí, estoy perdido. Pero enamorarse no significa amar. Uno puede
    enamorarse incluso odiando. ¡Recuérdalo! Te lo digo ahora, mientras aún hay placer en
    ello. Siéntate aquí, a la mesa, y yo me sentaré muy cerca, a tu lado, y te miraré
    mientras no dejo de hablar. Tú callarás, y yo te lo diré todo, porque ha llegado el
    momento de hablar. Pero ¿sabes?, he pensado que hay que hablar en voz baja, sí,
    porque aquí… aquí… quizá puedan oírnos los oídos más inesperados. Te lo explicaré
    todo, ya te lo he dicho: la continuación vendrá más tarde. ¿Por qué crees que rabiaba
    por saber de ti, por qué tenía tantas ganas de verte todos estos días y también ahora?
    (Ya hace cinco días que eché anclas aquí.) ¿Por qué todos estos días? Porque solo a ti
    voy a decírtelo todo, porque es necesario, porque tú eres necesario, porque mañana
    caeré de las nubes, porque mañana la vida terminará y comenzará. ¿Has sentido, has
    110
    soñado alguna vez que caes de una montaña a un hoyo? Bien, así estoy yo cayendo
    ahora, y no es un sueño. Y no tengo miedo, tú tampoco lo tengas. Es decir, sí que
    tengo miedo, pero es un miedo dulce. Como una exaltación… Bueno, al diablo, lo que
    sea, qué más da. Espíritu fuerte, espíritu débil, espíritu de mujer, ¿qué más da?
    Alabemos la naturaleza: ¡mira cuánto sol, el cielo tan limpio, las hojas todas verdes,
    todavía es pleno verano, las cuatro de la tarde, el silencio! ¿Adónde ibas?
    —A casa de nuestro padre, pero primero quería pasar a ver a Katerina Ivánovna.
    —¡A casa de ella y a casa de nuestro padre! ¡Oh, qué coincidencia! Pero ¿por qué
    te llamaba yo, por qué quería verte, por qué lo ansiaba y deseaba con todos los
    meandros de mi alma e incluso con mis costillas? Para enviarte precisamente con
    padre, de mi parte, y luego con ella, Katerina Ivánovna, y así acabar con ella y con
    padre. Para enviar a un ángel. Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba
    mandar a un ángel. Y resulta que tú mismo vas a verlos, a ella y a padre.
    —¿De verdad querías mandarme a mí? —le soltó Aliosha con una expresión de
    dolor en el rostro.
    —Espera, tú lo sabías. Y veo que lo has comprendido todo al instante. Pero calla,
    por ahora calla. ¡No me compadezcas y no llores!
    Dmitri Fiódorovich se levantó, se quedó pensativo y se puso un dedo en la frente:
    —Te ha llamado ella misma, te ha escrito una carta o algo así, por eso ibas a verla;
    de lo contrario, ¿acaso irías?
    —Aquí está la nota —Aliosha la sacó del bolsillo. Mitia la leyó rápidamente.


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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:14

    ***


    —¡Y tú has venido por patios traseros! ¡Oh, dioses! Os agradezco que lo enviaseis
    por atajos y que fuera a parar hasta mí, como el pez de oro que pesca el viejo y
    estúpido pescador en el cuento. Escucha, Aliosha, escucha, hermano. Ahora voy a
    contártelo todo. Porque a alguien tengo que decírselo. Al ángel del cielo ya se lo he
    dicho, pero debo decírselo también a un ángel en la tierra. Tú eres un ángel en la
    tierra. Tú escucharás, juzgarás y perdonarás… Y eso es lo que yo necesito, que alguien
    superior me perdone. Escucha: si dos seres de repente rompen con todo lo terrenal y
    vuelan hacia lo extraordinario, o al menos alguno de ellos lo hace, y antes de eso,
    mientras emprende el vuelo o perece, se acerca a otro ser y le dice: hazme esto o
    aquello, algo que uno nunca pediría a nadie, salvo en el lecho de muerte… ¿Puede
    uno negarse a hacerlo… si es un amigo, un hermano?
    —Yo lo haré, pero dime qué es y dímelo cuanto antes —dijo Aliosha.
    —Cuanto antes… Hum… No tengas prisa, Aliosha: tienes prisa y te preocupas. No
    hay por qué apresurarse ahora. Ahora el mundo ha salido a una nueva calle. ¡Ay,
    Aliosha, es una pena que nunca hayas alcanzado el éxtasis! Pero ¿qué estoy diciendo?
    ¡Como si no lo hubieras alcanzado! ¡Qué charlatán soy!
    ¡Que el hombre sea noble!
    »¿De quién es ese verso?

    Aliosha decidió esperar. Comprendió que, posiblemente, todo lo que tenía que
    hacer en ese momento estaba allí. Mitia se quedó pensativo un instante, con los codos
    sobre la mesa y la cabeza apoyada en la palma de una mano. Los dos estuvieron un
    rato callados.
    —Liosha —dijo Mitia—, ¡tú eres el único que no se va a reír! Quisiera empezar… mi
    confesión… con el himno a la alegría de Schiller. An die Freude! Pero no sé alemán,
    solo sé que se llama An die Freude. No creas que hablo así porque estoy borracho. No
    lo estoy en absoluto. El coñac es coñac, pero yo necesito dos botellas para
    embriagarme.
    Así, Sileno carirrojo,
    sobre su asno tropezón,
    »pero yo no he bebido ni un cuarto de botella y tampoco soy Sileno. No soy Sileno,
    pero sí silente, porque como te he dicho he tomado una decisión para siempre.
    Perdóname el juego de palabras, tendrás que perdonarme muchas cosas hoy, no solo
    el juego de palabras. No te inquietes, no me extenderé mucho, te cuento una cosa y
    enseguida llegaré al meollo. No te haré perder el tiempo como un miserable judío.
    Espera, cómo es eso… —Alzó la cabeza, se quedó pensativo y de repente se lanzó a
    recitar con voz exaltada—:


    Tímido, desnudo y salvaje
    se ocultaba el troglodita
    en la hendidura de la montaña,
    vagaba el nómada por campos
    y a su paso los asolaba.
    El cazador, con lanzas y flechas,
    batía amenazante los bosques…
    ¡Ay, del náufrago llevado por las olas
    hasta aquellas playas inhóspitas!

    Desde las alturas del Olimpo,
    desciende la madre Ceres
    en busca de Proserpina, raptada:
    la tierra que pisa es salvaje.
    Nada de cobijo, nada de ofrendas
    que saluden a la divinidad,
    y el culto ignora a los dioses,
    ningún templo los adora.

    Los frutos del campo, los dulces racimos,
    no adornan ningún banquete,
    solo humean los restos de las víctimas
    sobre los altares ensangrentados.
    Y dondequiera que abarque
    Ceres con su triste mirada
    encuentra a los hombres
    en dolorosa humillación





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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:16

    ***

    De repente unos sollozos brotaron del pecho de Mitia. Cogió a Aliosha de la mano.
    —Amigo, amigo, sí, en la humillación, en la profunda humillación todavía. ¡Es
    terrible lo mucho que ha de soportar el hombre en la tierra, es terrible la cantidad de
    sus desdichas! No creas que soy solo un fanfarrón, disfrazado de oficial, que se
    emborracha con coñac y se entrega al libertinaje. Yo, hermano, casi solo pienso en
    eso, en ese hombre humillado, si es que no miento. Dios me salve de mentir o de
    jactarme. Porque pienso en ese hombre, yo mismo soy ese hombre:

    Para que el hombre salga de la abyección
    por la fuerza de su alma
    es preciso que forje un pacto eterno
    con la antigua madre Tierra…

    »Solo que ahí está el problema: ¿cómo pactar esta alianza eterna con la tierra? Yo no
    beso la tierra, no le abro el seno; ¿tendría que hacerme campesino o pastor? Camino y
    no sé nada, no sé si he caído en el hedor y en la vergüenza o en la luz y en la alegría.
    Ésa es la desgracia. Y cuando me encontraba sumido en la más profunda, en la más
    honda vergüenza (y eso era lo único que me sucedía), siempre leía este poema sobre
    Ceres y el hombre. ¿Me servía para corregirme? ¡Nunca! Porque soy un Karamázov. Y
    cuando me precipito al abismo, me precipito derecho, con la cabeza abajo y los
    talones arriba, incluso me siento satisfecho de caer en una posición tan humillante y
    considero que para mí eso es la belleza. Y desde el fondo de esta vergüenza de pronto
    empiezo un himno. Sí, soy un maldito, soy miserable y vil, pero también puedo besar
    el borde de esa túnica con la que se envuelve mi Dios y, aunque al mismo tiempo siga
    al diablo, continúo siendo tu hijo, Señor, y te amo, y siento una felicidad sin la cual el
    mundo no puede mantenerse ni ser.

    El alma de la creación divina
    apaga su sed con eterna alegría,
    la llama de la vida prende
    con la secreta fuerza de la fermentación;
    es ella la que hace crecer la hierba,
    en soles torna el caos
    y, libres de los astrónomos,
    por los espacios los astros dispersa.

    Del seno de la naturaleza
    todo lo nacido alegría bebe.
    Arrastra tras de sí seres y pueblos,
    amigos nos brindó en el infortunio,
    zumo de uvas, coronas de flores,
    y la lujuria de los insectos…
    Y el ángel ante Dios comparecerá.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:16

    ***

    »Pero ¡basta de poesía! He vertido lágrimas, déjame llorar un poco más. Que sea una
    estupidez de la que todos se rían, pero tú no. A ti también te brillan los ojos. Basta de
    poesía. Quiero hablarte ahora de los “insectos”, de esos a los que Dios ha dotado de
    lujuria.
    ¡A los insectos, la lujuria!
    »Yo, hermano, soy ese insecto, y esas palabras fueron pronunciadas especialmente
    para mí. Y todos nosotros, los Karamázov, somos así; ese insecto también vive dentro
    de ti, Aliosha, que eres un ángel, y engendra tormentas en tu sangre. ¡Tormentas,
    porque la lujuria es una tormenta, más que una tormenta! ¡La belleza es una cosa
    terrible y pavorosa! Terrible porque es indefinible, nadie la puede definir, porque Dios
    solo nos ha dado enigmas. Aquí las orillas convergen, aquí todas las contradicciones
    conviven. Soy muy poco instruido, hermano, pero he pensado mucho en estas cosas.
    ¡Son muchos los misterios aterradores! ¡Demasiados los enigmas que abruman al
    hombre en la tierra! Desentráñalos como puedas y sal intacto. ¡La belleza! No puedo
    soportar que un hombre de gran corazón y elevada inteligencia empiece con el ideal
    de la Madona y termine con el de Sodoma.

    Pero aún más espantoso es que, llevando
    en el alma el ideal de Sodoma, no reniegue del de la Madona, que siga ardiendo por
    él su corazón, y de verdad, como en los años inmaculados de su juventud. No, el ser
    humano es vasto, demasiado vasto, me gustaría reducirlo. ¡El diablo sabrá lo que
    significa! Lo que a la razón se le presenta como una vergüenza, para el corazón no es
    sino belleza. ¿En Sodoma hay belleza? Créeme, para la mayoría de la gente es
    precisamente en Sodoma donde reside la belleza: ¿no conocías ese secreto? Lo
    terrible es que la belleza no solo es espantosa, sino también un enigma. Es la lucha
    entre el diablo y Dios, con el corazón del hombre como campo de batalla. De todos
    modos, cada uno habla de lo que le duele. Escucha, ahora vamos al grano






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:39

    ***

    IV. La confesión de un corazón ardiente. En anécdotas



    —Yo allí llevaba una vida disoluta. Nuestro padre decía hace poco que he gastado
    miles de rublos en seducir doncellas. Es una sucia invención, nunca ha sido así y, en
    cuanto a lo que en realidad hubo, para «eso», de hecho, no fue necesario dinero. Para
    mí, el dinero es el accesorio, la fiebre del alma, el decorado. Hoy soy el amante de una
    señora, mañana lo seré de una chica de la calle. Y a una y a otra las divierto, tiro el
    dinero a manos llenas: música, jolgorio, cíngaros. Si hace falta, se lo doy a ellas
    también, porque lo cogen, lo cogen con frenesí, hay que reconocerlo, y se quedan
    contentas y agradecidas. Las señoritas me amaban, no todas, pero pasaba, sí, pasaba;
    con todo, siempre me han gustado los callejones, los rincones perdidos y oscuros, más
    allá de la plaza: allí se encuentran aventuras, sorpresas inesperadas, pepitas de oro en
    el barro. Me expreso alegóricamente, hermano. En nuestra pequeña ciudad no existían
    estos callejones en el plano material, pero sí desde el punto de vista moral. Si tú fueras
    como yo, entenderías lo que eso significa. Me gustaba la depravación, me gustaba
    también por su misma abyección. Me gustaba la crueldad: ¿acaso no soy una chinche,
    un insecto maligno? En una palabra, ¡soy un Karamázov! Una vez se organizó en toda
    la ciudad una salida al campo, partieron siete troikas; en la oscuridad, en pleno
    invierno, en el trineo, me puse a estrechar la mano de una vecinita y la obligué a que
    me besara; era la hija de un funcionario, una chica pobre, gentil, tímida, sumisa. Me
    dejó hacer, me permitió muchas cosas en la oscuridad. Imaginaba, pobrecita, que al
    día siguiente me presentaría en su casa para pedir su mano (me apreciaban, sobre
    todo, como un buen partido); pero después de aquello no le dije una palabra en cinco
    meses, ni siquiera media palabra.

    Cuando había baile (y no se hacía más que bailar)
    veía sus ojos acechándome desde un rincón de la sala, veía cómo ardían con una
    llamita, con una llamita de mansa indignación. Este juego no hacía sino divertir la
    lujuria de insecto que alimentaba en mí. Al cabo de cinco meses, se casó con un
    funcionario y se fue… enfadada y quizá queriéndome aún. Ahora viven felices. Fíjate
    que a nadie le he dicho nada, no la he mancillado; a pesar de mis bajos deseos y de
    que amo la bajeza, no carezco de honor. Te ruborizas, tus ojos brillan. Basta de
    suciedad para ti. Y todo esto no es nada todavía, solo florecillas a lo Paul de Kock,
    aunque el cruel insecto ya había crecido, ya se había hecho grande en mi alma.
    Hermano, tengo un álbum entero de recuerdos. Que Dios las ampare, a mis queriditas.
    Al romper me gustaba que fuera sin riñas. Nunca he traicionado ni difamado a
    ninguna. Pero basta. ¿Creías que te había hecho venir aquí solo para estas porquerías?
    No, te contaré algo más curioso; pero no te sorprendas de que no me avergüence
    delante de ti y que incluso parezca que me siento feliz.









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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:40

    ***

    —Dices esto porque me he sonrojado —observó repentinamente Aliosha—. No me
    he ruborizado por tus palabras, ni siquiera por tus actos, sino porque soy como tú.
    —¿Tú? Bueno, eso es ir demasiado lejos.
    —No, demasiado lejos no —replicó Aliosha con ardor. (Por lo visto, esa idea
    habitaba en él hacía mucho tiempo)—. Los peldaños son los mismos. Yo estoy en el
    más bajo, y tú, más arriba, pongamos en el decimotercero. Así es como lo veo, pero
    de todos modos es lo mismo, es exactamente igual. Quien ha puesto el pie en el
    peldaño más bajo seguramente acabe subiendo sin falta hasta arriba.
    —Lo mejor, entonces, ¿sería no ponerlo?
    —Desde luego, si es posible.
    —Y tú, ¿puedes?
    —Me parece que no.
    —Calla, Aliosha, calla, querido, quisiera besarte la mano, así, de la emoción. Esa
    granuja de Grúshenka, que tiene ojo para los hombres, una vez me dijo que se te
    comería. ¡Me callo, me callo! Pasemos de las abominaciones, de los márgenes
    ensuciados por las moscas, a mi tragedia, también otro margen ensuciado por las
    moscas, es decir, lleno de vilezas. Si bien el viejo mintió en cuanto a lo de seducir
    inocentes, en esencia, en mi tragedia, así es como fue, aunque solo una vez y ni
    siquiera llegó a ocurrir. El viejo me reprochaba esas fábulas, pero no conoce este caso:
    nunca se lo he contado a nadie, tú serás el primero al que se lo cuente, aparte de Iván,
    por supuesto; él lo sabe todo, lo ha sabido mucho antes que tú. Pero Iván es una
    tumba.
    —Iván, ¿una tumba?
    —Sí. —Aliosha le escuchaba con una atención extrema—. Verás, aunque yo era
    teniente en un batallón de línea, aun así era objeto de vigilancia, como si fuera una
    especie de deportado. Pero en la pequeña ciudad me recibían magníficamente. Yo
    derrochaba mucho dinero, creían que era rico y yo mismo creía serlo. Por lo demás,
    algo de mí debía de gustarles también. Negaban con la cabeza, pero me querían de
    verdad. Mi teniente coronel, un viejo ya, me cogió ojeriza de buenas a primeras. Me
    buscaba las cosquillas, pero yo tenía mis contactos y, además, toda la ciudad me
    defendía, así que no me podía sacar muchas faltas.

    La culpa era mía, pues no le rendía
    los honores a los que tenía derecho, y lo hacía adrede. Yo era muy orgulloso. Ese viejo
    testarudo, que no era en absoluto mal hombre, de trato afable y hospitalario, había
    tenido dos esposas y las dos habían muerto. Una de ellas, la primera, provenía de una
    familia sencilla y le había dejado una hija, también sencilla. En mis tiempos era ya una
    soltera de veinticuatro años y vivía con su padre y su tía, la hermana de su difunta
    madre. La tía era la sencillez muda, y la sobrina, la hija mayor del teniente coronel, la
    sencillez avispada. Al recordarla, me gusta decir buenas palabras de ella: nunca,
    querido mío, he encontrado un carácter de mujer tan encantador como el de esa chica.
    Se llamaba Agafia, figúratelo, Agafia Ivánovna. Era bastante guapa para el gusto ruso:
    alta, fuerte, corpulenta, con unos ojos espléndidos y un rostro, digamos, algo tosco.
    No se casaba, aunque habían pedido dos veces su mano, decía que no y no perdía su
    alegría. Entablé una buena relación con ella, no de esa forma, no, todo era puro, se
    trataba de amistad. A menudo me avenía con mujeres sin el menor pecado, como
    amigos. Hablaba con ella de tantas cosas y de una manera tan abierta que, ¡ay!, no
    hacía sino echarse a reír. A muchas mujeres les gusta la franqueza, toma nota de ello,
    pero además era virgen, lo que me divertía mucho. Y otra cosa: no se la podía calificar
    en absoluto de señorita


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:41

    ***


    a. Ella y la tía vivían en casa de su padre en una especie de
    humillación voluntaria, sin tratar de igualarse al resto de la sociedad. Todos la querían
    y la necesitaban porque, como costurera, era admirable: tenía talento, no pedía dinero
    por sus servicios, lo hacía por amabilidad, pero no rechazaba los regalos si se los
    ofrecían. En cuanto al teniente coronel, ¡no tenía nada que ver! Era una de las más
    grandes personalidades de nuestro lugar. Vivía en la opulencia, recibía en su casa a
    toda la ciudad, daba cenas y bailes. Cuando llegué y me incorporé al batallón, solo se
    hablaba, en la ciudad, de que pronto tendríamos una visita de la capital, la segunda
    hija del teniente coronel, sumamente bella entre las bellas, que acababa de salir de un
    instituto aristocrático de la capital. Esa segunda hija no era otra que Katerina Ivánovna,
    nacida de la segunda esposa del teniente coronel. Y esta segunda esposa, ya difunta,
    procedía de no sé qué familia noble de un gran general, aunque no aportó nada de
    dote a su marido, lo sé de buena fuente. Así que, aparte de ser de buena familia, no
    tenía más que algunas esperanzas, quizá, pero nada de dinero contante y sonante. Y,
    sin embargo, cuando llegó la joven recién salida del instituto (de visita, no para
    quedarse), nuestra pequeña ciudad fue como si se renovara, nuestras damas más
    ilustres, dos generalas, la coronela y, detrás de ellas, todas las demás, se la disputaban,
    la invitaban a todas partes, empezaron a distraerla, era la reina de los bailes, de las
    salidas al campo, se organizaban tableaux vivants en beneficio de no sé qué
    institutrices. En cuanto a mí, yo callaba, me dedicaba a parrandear, y fue entonces
    cuando hice una trastada tan sonada que toda la ciudad puso el grito en el cielo. Un
    día vi que ella me medía con la mirada; fue en casa del comandante de la batería, y yo
    no me acerqué, desdeñando, por así decirlo, conocerla. No fue hasta algunos días más
    tarde, también durante una velada, cuando me aproximé a ella, le dirigí la palabra; ella
    a duras penas me miró, frunció los labios con desdén, y yo pensé: ¡espera un poco, me
    vengaré! Entonces yo era un soldado zafio de los más temibles en la mayoría de los
    casos, y yo mismo lo sentía. Principalmente, lo que sentía era que Kátenka no era una
    ingenua colegiala sino una persona con carácter, orgullo y auténtica virtud y, sobre
    todo, inteligente e instruida, mientras que a mí me faltaba lo uno y lo otro. ¿Crees que
    quería pedir su mano?

    En absoluto, simplemente quería vengarme de que, siendo yo
    tan buen mozo, ella no lo advirtiera. Entretanto, juerga y desolación. Al final, el
    teniente coronel me puso bajo arresto tres días. Justo en ese momento padre me
    envió seis mil rublos, después de que le hubiera mandado una renuncia formal a todos
    mis derechos y pretensiones, esto es, diciendo que «las cuentas quedaban saldadas» y
    que no habría más reclamaciones. Entonces yo no entendía nada: hasta mi llegada
    aquí, hermano, hasta estos últimos días, y quizá hasta ahora mismo, no he entendido ni
    una pizca de todos estos altercados financieros con padre. Pero, al diablo con esto, lo
    dejaré para luego. Ya en posesión de estos seis mil rublos, de pronto me enteré por
    una carta de un amigo de algo que me interesaba muchísimo: que había cierto
    descontento con nuestro teniente coronel, que se le consideraba sospechoso de
    malversación, en pocas palabras, que sus enemigos le estaban preparando una
    pequeña sorpresa. Y, en efecto, recibió la visita del jefe de la división y le echó una
    reprimenda de tomo y lomo.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:42

    ***

    . Luego, un poco más tarde, le ordenaron que presentara
    la dimisión. No te contaré en detalle todo lo que pasó; tenía, en efecto, enemigos; de
    pronto, en la ciudad, la relación con él y con su familia se enfrió sobremanera, todo el
    mundo los evitaba. Entonces le jugué la primera mala pasada: me encontré con Agafia
    Ivánovna, cuya amistad siempre había conservado, y le dije: «Faltan cuatro mil
    quinientos rublos del Estado en la caja de su padre…». «¿A qué se refiere? ¿Por qué
    dice eso? Hace poco vino el general y estaba todo el dinero…» «Entonces estaba,
    pero ahora no.» Se espantó muchísimo: «No me asuste, por favor, ¿a quién se lo ha
    oído decir?». «No se inquiete —le dije—, no se lo diré a nadie, ya sabe que en este
    aspecto soy una tumba. Pero quería añadir algo al respecto, “por si acaso”: cuando le
    reclamen a su papá los cuatro mil quinientos rublos y no los tenga, antes de que le
    hagan un consejo de guerra y acabe como soldado raso en su vejez, envíeme
    enseguida a su hermana en secreto; acaban de mandarme dinero, creo que podré
    dejarle cuatro mil rublos, y guardaré el secreto como un santo.» «Oh, qué canalla es
    usted —así lo dijo—, qué mezquino canalla. Pero ¿cómo se atreve?» Se fue con una
    indignación terrible, y yo, a la espalda, le grité una vez más que guardaría el secreto de
    un modo inquebrantable, como un santo. Esas dos mujeres, me refiero a Agafia y a su
    tía, te lo diré de antemano, se revelaron como puros ángeles en toda esta historia: de
    hecho, idolatraban a la altanera de Katia, se rebajaban ante ella, eran como sus
    criadas… Pero Agafia fue y le contó mi bribonada, es decir, nuestra conversación. De
    esto me enteré más tarde con todo detalle. No le ocultó nada, y eso era, naturalmente,
    lo que yo necesitaba.

    »De pronto, llegó un nuevo mayor para tomar el mando del batallón. Y lo hizo.
    Repentinamente el viejo teniente coronel cayó enfermo, no podía moverse, no salió de
    casa en dos días y no entregó el dinero del Estado. Nuestro doctor Krávchenko
    aseguraba que estaba realmente enfermo. Pero he aquí lo que yo sabía a ciencia cierta
    y en secreto desde hacía tiempo: la suma de dinero, después de cada inspección de
    las autoridades, y desde hacía ya cuatro años consecutivos, desaparecía durante un
    tiempo. El teniente coronel se la prestaba a un hombre de total confianza, un
    comerciante local, el viejo viudo Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El
    otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el
    dinero al teniente coronel, la suma í







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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:43

    ***
    Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El
    otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el
    dinero al teniente coronel, la suma íntegra, junto con algún que otro regalo de la feria
    y una comisión por los intereses. Pero esta vez (lo supe por casualidad, por un
    adolescente, el hijito baboso de Trífonov, su vástago y heredero, el chico más
    depravado que el mundo haya jamás dado), esta vez, como decía, Trífonov, al regresar
    de la feria, no le devolvió nada. El teniente coronel corrió a verlo. “Nunca recibí nada
    de usted ni pude haberlo recibido”, fue la respuesta. Así que nuestro teniente coronel
    estaba en casa, con la cabeza envuelta en una toalla, mientras las tres mujeres le
    aplicaban hielo en las sienes; de pronto, un ordenanza, con un libro y una orden:
    “Entregue los fondos del Estado, de inmediato, en un plazo de dos horas”. Él firmó,
    después yo vi esta firma en el libro; se levantó, dijo que iba a ponerse el uniforme,
    corrió a su dormitorio, cogió su escopeta de caza, de dos cañones, la cargó, puso
    dentro una bala de soldado, se quitó la bota del pie derecho, apoyó la escopeta
    contra su pecho, y, con el pie, se puso a buscar el gatillo. Y Agafia, que sospechaba
    algo, se acordó de lo que yo le había dicho: se acercó cautelosamente y, justo a
    tiempo, lo vio todo: irrumpió en la habitación, se lanzó sobre él por la espalda, lo
    abrazó y la escopeta se disparó contra el techo; nadie resultó herido; las demás
    entraron corriendo, lo sujetaron, le quitaron la escopeta, lo sostuvieron por los
    brazos…

    Todo esto lo supe más tarde hasta el último detalle. Yo estaba en mi casa en
    ese momento; oscurecía y estaba a punto de salir, después de haberme vestido,
    peinado, de haber perfumado mi pañuelo y cogido mi gorro, cuando de pronto se
    abrió la puerta y allí, en mi apartamento, vi ante mí a Katerina Ivánovna.
    »A veces pasan cosas extrañas: nadie en la calle se dio cuenta en ese momento de
    que ella había venido a verme, así que para la ciudad simplemente desapareció. Yo
    alquilaba mis aposentos a las mujeres de dos funcionarios, muy viejas las dos, que
    también me servían, mujeres respetables, me obedecían en todo, y esa vez, por orden
    mía, luego se quedaron calladas como dos postes de hierro. Por supuesto, lo
    comprendí todo de golpe. Entró y me miró directamente, sus ojos oscuros miraban
    decididos, desafiantes incluso, pero en sus labios y en torno a su boca distinguí cierta
    indecisión.
    »“Mi hermana me dijo que me daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía a
    buscarlos… yo misma. He venido… ¡Deme el dinero!” No podía resistir, se ahogaba,
    tenía miedo, se le cortaba la voz, y las comisuras de los labios, las líneas cercanas, le
    empezaron a temblar. Aliosha, ¿me escuchas o duermes?
    —Mitia, sé que dirás toda la verdad —dijo Aliosha con emoción.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:42

    ***


    —Puedes estar seguro. Si quieres toda la verdad, así es como pasó todo, no me
    apiadaré de mí. Mi primer pensamiento fue el de un Karamázov. Una vez, hermano, me
    picó una araña y tuve que estar dos semanas en la cama con fiebre; pues bien, en ese
    momento fue igual, de golpe sentí en el corazón la mordedura de una araña, un
    insecto maligno, ¿entiendes? La miré de pies a cabeza. ¿La has visto? ¡Una belleza! En
    ese momento también era bella, pero por otra razón. Lo era por su nobleza, mientras
    que yo era un canalla, ella era hermosa por la grandeza de su generosidad y por el
    sacrificio que hacía por su padre, mientras que yo era una chinche. Y de mí, una
    chinche y un canalla, ella dependía por completo, toda entera, en cuerpo y alma. Sin
    salida. Te lo diré sin rodeos: esa idea, la idea de la araña, se apoderó de mi corazón
    hasta tal punto que faltó poco para que me ahogara del tormento. Parecía que no
    podía haber lucha siquiera: tenía que actuar precisamente como una chinche, como
    una tarántula maligna, sin la menor compasión… Me quedé sin aliento. Escucha: al día
    siguiente, por supuesto, habría ido a pedir su mano, para que todo acabara, por así
    decirlo, de la manera más noble, y nadie, por tanto, habría sabido ni habría podido
    saber nada. Porque, aunque soy hombre de bajos deseos, soy honrado. Y de repente,
    en ese mismo segundo, alguien me susurró al oído: «Mañana, cuando vayas a pedirla
    en matrimonio, ella no saldrá a verte y hará que te expulse el cochero:

    “¡Deshónrame
    por toda la ciudad, no me das miedo!”». Miré a la joven, la voz no me había mentido:
    eso era lo que realmente pasaría. Me agarrarían por el pescuezo y me echarían, su
    semblante no dejaba lugar a dudas. La cólera empezó a hervir dentro de mí; deseaba
    hacerle la bribonada más infame, más sucia, digna de un comerciante de poca monta:
    mirarla burlonamente y, teniéndola delante, desconcertarla con ese tono de voz que
    solo sabe emplear un mercachifle:
    »—¡Cuatro mil rublos! ¡Pero si era una broma! ¡Ha hecho sus cálculos demasiado a
    la ligera, señorita! Doscientos quizá, incluso con sumo gusto y placer, pero cuatro mil,
    señorita, es demasiado dinero para tirarlo por la ventana. Se ha molestado usted en
    vano





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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:43

    ***
    »Ya ves, yo lo habría perdido todo, porque ella habría echado a correr, pero esa
    venganza infernal me hubiese compensado por todo lo demás. Luego me habría
    pasado toda la vida arrepintiéndome, pero hubiese dado lo que fuera por
    complacerme en ese momento con esa trastada. ¿Lo creerás? En un momento así,
    nunca he mirado cara a cara a una mujer, fuera quien fuese, con odio; pues bien, te lo
    juro por la cruz, durante unos segundos, tres o cinco, la contemplé con un odio
    terrible, con esa especie de odio que solo por un pelo está separado del amor, del
    amor más insensato. Me acerqué a la ventana, apoyé la frente en el cristal helado y
    recuerdo que el hielo me quemó la frente como fuego. No la retuve mucho tiempo,
    estate tranquilo; me volví, fui hacia la mesa, abrí el cajón y saqué un título al portador
    de cinco mil rublos al cinco por ciento (lo había guardado en mi diccionario de
    120
    francés). Se lo mostré en silencio, lo doblé, se lo entregué y yo mismo le abrí la puerta
    del vestíbulo y, dando un paso atrás, la saludé con una reverencia correctísima y muy
    sentida, ¡créeme! Toda ella se estremeció, me miró de hito en hito un segundo,
    palideció terriblemente, como un mantel, y, de pronto, sin decir una palabra, no de
    una manera impulsiva sino con suavidad, en silencio, profundamente, se inclinó entera,
    se postró a mis pies, hasta tocar el suelo con la frente, ¡no como una colegiala sino a la
    manera rusa! Se levantó de un salto y echó a correr. Cuando desapareció, desenvainé
    mi espada y a punto estuve de clavármela; ¿por qué? No lo sé, habría sido una terrible
    estupidez, desde luego, pero debía de ser por una especie de éxtasis. ¿Entiendes que
    alguien se pueda matar en una especie de éxtasis? Pero no me clavé la espada, me
    limité a besarla y la enfundé de nuevo, un detalle que habría podido callarme. Incluso
    me parece ahora que, al hablarte de todas estas luchas, lo he bordado todo un poco
    para darme importancia. Pero que así sea, qué más da, ¡al diablo con todos los espías
    del corazón humano! Éste es todo mi pasado “incidente” con Katerina Ivánovna. Así
    que ahora tú eres el único, con nuestro hermano Iván, que está al corriente de esta
    historia.
    Dmitri Fiódorovich se puso de pie y, emocionado, dio un paso, luego otro, sacó el
    pañuelo, se secó el sudor de la frente, después se sentó de nuevo, pero no en el
    mismo sitio que antes, sino en otro, en el banco de enfrente, junto a la otra pared, de
    modo que Aliosha tuvo que volverse por completo para verle la cara.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:44

    ***


    V. La confesión de un corazón ardiente. «Cabeza abajo»



    —Ahora —dijo Aliosha— conozco la primera mitad de este asunto.
    —La primera mitad la entiendes: es un drama y pasó allí. La segunda parte, en
    cambio, es una tragedia, y pasará aquí.
    —De la segunda mitad, sin embargo, aún no entiendo nada —dijo Aliosha.
    —¿Y yo? ¿Acaso lo entiendo yo?
    —Espera, Dmitri, hay una palabra decisiva. Dime: tú eres su prometido, ¿no? ¿Lo
    sigues siendo?
    —Nos prometimos, pero no enseguida, sino tres meses después de lo que te
    acabo de contar. Al día siguiente de lo sucedido, me dije que aquello estaba
    liquidado, zanjado, que no tendría continuación. Ir a pedir su mano me parecía una
    bajeza. Por su parte, en las seis semanas que pasó luego en nuestra ciudad, no me
    dejó oír ni una palabra suya. Con una excepción: al día siguiente de su visita se coló en
    mi habitación su doncella y, sin mediar palabra, me entregó un sobre. Iba dirigido a
    mí. Lo abrí: estaba el cambio de los cinco mil rublos. Necesitaban cuatro mil quinientos
    y, en la venta del título, debían de haber perdido un poco más de doscientos rublos.
    En total me mandó, me parece, doscientos sesenta, no lo recuerdo muy bien, y nada
    más que el dinero: ni una carta, ni una nota, ni una explicación. Busqué en el sobre
    alguna marca de lápiz: ¡nada! Así que me fui de parranda con los rublos que me
    quedaban, hasta que el nuevo mayor se vio forzado finalmente a llamarme al orden. El
    teniente coronel devolvió los fondos del Estado, felizmente y para sorpresa de todos,
    porque nadie creía ya que dispusiera de la suma íntegra. Entregó el dinero y se puso
    enfermo, tuvo que guardar cama tres semanas; luego repentinamente sufrió un
    reblandecimiento cerebral y al cabo de cinco días murió. Fue enterrado con honores
    militares, pues aún no había tenido tiempo de presentar su dimisión. Katerina
    Ivánovna, la hermana de ésta y la tía, unos diez días después de haber dado sepultura
    al padre, se trasladaron a Moscú. Y fue justo antes de su partida, el mismo día en que
    se iban (no las había visto ni les había dicho adiós), cuando recibí un sobrecito
    diminuto, de color azul, con papel de encaje en el que estaba escrita a lápiz una sola
    línea: «Le escribiré, espere». Nada más.
    »Te explicaré el resto en dos palabras. En Moscú, su situación cambió a la
    velocidad del rayo y dio un vuelco inesperado digno de un cuento árabe. Su principal
    parienta, la viuda de un general, perdió de repente a sus dos sobrinas, que eran sus
    dos herederas más inmediatas: ambas murieron de viruela en el espacio de una
    semana.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:45

    ***

    Trastornada, la vieja acogió a Katia como a su propia hija, como la estrella de
    la salvación, se volcó en ella, rehízo inmediatamente su testamento a su favor, pero eso
    era para el futuro, y, entretanto, le dio a tocateja ochenta mil rublos, como si le dijera:
    ésta es tu dote, haz con ella lo que quieras. Una mujer histérica, he tenido oportunidad
    de observarla más tarde, en Moscú. Así que de repente recibí cuatro mil quinientos
    rublos por correo; me quedé perplejo, desde luego; de la sorpresa enmudecí. Tres
    días después, llegó también la carta prometida. Aquí la tengo, siempre la llevo
    conmigo y la conservaré hasta que me muera. ¿Quieres que te la enseñe? Tienes que
    leerla: se ofrece a ser mi prometida, ella misma se ofrece. “Le amo con locura —dice—
    , me da igual que usted no me ame, sea solo mi marido. No tema, no le molestaré en
    absoluto, seré su mueble, la alfombra que pise… Quiero amarle eternamente, quiero
    salvarle de sí mismo…”


    ¡Aliosha, no soy digno siquiera de repetir esas líneas con mis
    palabras de canalla, con mi sempiterno tono de canalla, que nunca he sido capaz de
    corregir! Esta carta me ha atravesado hasta hoy y, ¿acaso me siento aliviado ahora,
    acaso me siento bien ahora? Enseguida le escribí una respuesta (no podía de ningún
    modo ir a Moscú). Le escribí con lágrimas; de una cosa me avergonzaré eternamente;
    le mencioné que ella ahora era rica y tenía dote, mientras que yo solo era un pobre
    soldado: ¡le hablé de dinero! Tendría que haberme contenido, pero la pluma me
    traicionó. En el mismo momento, enseguida, escribí a Iván en Moscú y se lo expliqué
    todo por carta en la medida de lo posible: era una carta de seis hojas, y le mandé que
    fuera a verla. ¿Por qué me miras, por qué me observas así? Sí, Iván se enamoró de ella
    y sigue enamorado, lo sé, cometí una estupidez, según vosotros, según el mundo,
    pero quizá esa estupidez sea la que nos salve ahora a todos. Ah, ¿no ves cómo lo
    respeta, en qué gran estima lo tiene? ¿Acaso puede compararnos a los dos y aún amar
    a un hombre como yo, sobre todo después de lo que ha pasado aquí?
    —Estoy convencido de que ella ama a un hombre como tú y no a un hombre como
    él.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:46

    ***

    —Es su propia virtud lo que ella ama, no a mí —se le escapó de repente a Dmitri
    Fiódorovich, sin querer, aunque casi con rabia. Se echó a reír, pero un momento
    después sus ojos refulgieron, se ruborizó por completo y pegó un puñetazo con fuerza
    en la mesa—. Te lo juro, Aliosha —exclamó con una ira terrible y sincera contra sí
    mismo—, puedes creerme o no, pero, como que Cristo es Dios, te juro, aunque acabo
    de burlarme de sus sentimientos elevados, que sé que mi alma es un millón de veces
    más insignificante que la suya y que los excelsos sentimientos que la mueven son
    sinceros, ¡como los de un ángel celestial! Ésa es la tragedia, que lo sé con certeza.
    ¿Qué daño hace declamar un poco? ¿Acaso no lo hago yo? Y soy sincero, ¿lo
    entiendes?, sincero. En cuanto a Iván, entiendo muy bien con qué aire de maldición
    debe mirar ahora la naturaleza, y ¡con esa inteligencia suya! ¿A quién, a qué se ha
    dado preferencia? Le ha sido dada al monstruo que, incluso aquí, estando ya
    prometido y con todos los ojos puestos en él, no ha podido poner freno a sus
    123
    escándalos: ¡y eso delante de su prometida, sí, delante de ella! Aun así, un hombre
    como yo es el preferido y a él se le rechaza. Pero ¿por qué? Pues ¡porque esta joven,
    por agradecimiento, quiere violar su vida y su destino! ¡Qué absurdo! Nunca le he
    dicho nada de esto a Iván; Iván, desde luego, tampoco me ha dicho ni media palabra,
    no ha hecho la menor alusión; pero el destino se cumplirá, el digno permanecerá en su
    sitio, mientras que el indigno se esconderá en su callejón para siempre, en su sucio
    callejón, en aquel callejón que le gusta y es tan propio de él, y allí, en el fango y el
    hedor, perecerá de buen grado y con placer. Estoy delirando, todas mis palabras están
    gastadas, como si las soltara al azar, pero tal como acabo de definirlo ocurrirá. Yo me
    hundiré en el callejón y ella se casará con Iván.
    —Espera, hermano —volvió a interrumpirlo Aliosha, preso de una inquietud
    extrema—, hay algo que todavía no me has explicado: tú eres su prometido, ¿no?
    ¿Sigues estando prometido? ¿Cómo quieres romper si ella, la prometida, no quiere?
    —Soy su prometido, formalmente y con bendiciones, ocurrió todo en Moscú, a mi
    llegada, con ceremonia, con iconos, de la mejor manera. La viuda del general me dio
    su bendición y, ¿lo creerás?, felicitó incluso a Katia: has elegido bien, le dijo, leo en su
    corazón. ¿Y te puedes creer que Iván no le gustó y que a él no lo felicitó? En Moscú
    hablé mucho con Katia, me pinté a mí mismo con nobles colores, en detalle y con
    sinceridad. Ella lo escuchó todo:

    Era un aturdimiento encantador,
    eran palabras tiernas…
    »Bueno, también hubo palabras orgullosas. Me arrancó entonces la gran promesa de
    corregirme. Se lo prometí. Y ahora…
    —¿Y ahora?
    —Bueno, te he llamado, te he hecho venir hasta aquí hoy, ¡acuérdate!, para
    mandarte, hoy mismo también, a ver a Katerina Ivánovna y decirle…




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:48

    ***

    —¿Qué?
    —Que no volveré nunca más a su lado y que la saludo con una reverencia.
    —Pero ¿es eso posible?
    —Por eso te mando a ti, en lugar de ir yo personalmente, porque es imposible.
    ¿Cómo iba a poder decírselo yo mismo?
    —Pero ¿adónde irás?
    —Al callejón.
    —O sea, ¡con Grúshenka! —exclamó Aliosha con tristeza, juntando las manos—.
    ¿Será posible que Rakitin haya dicho realmente la verdad? Pensaba que habías ido a
    verla alguna vez y nada más
    .
    —¿Cómo iba a ir yo, estando prometido? ¿Con una novia como ella, y a la vista de
    todo el mundo? Aún me queda sentido del honor, después de todo. Desde que
    empecé a verme con Grúshenka, dejé de estar comprometido y de ser hombre de
    bien, lo entiendo perfectamente. ¿Qué miras? La primera vez fui a verla solo con ánimo
    de golpearla. Me había enterado, y ahora lo sé de buena tinta, de que Grúshenka
    había recibido de ese capitán, apoderado de nuestro padre, un pagaré a mi nombre
    para que actuase contra mí, con la esperanza de que me calmara y diera el asunto por
    zanjado. Querían asustarme. Yo iba, pues, a darle una paliza a Grúshenka. Ya la había
    visto antes de pasada. Nada impresionante. Sabía del viejo comerciante que, ahora,
    además, está enfermo, postrado en la cama, pero aun así le dejará una buena suma de
    dinero. Sabía también que le gustaba hacer dinero, que se lo procuraba a base de
    bien, prestándolo a usura, la muy pícara, la granuja, sin piedad alguna. Iba decidido a
    zurrarla y allí me quedé. Se desencadenó una tormenta, se declaró la peste, me
    contagié y sigo contagiado, sé que todo ha terminado y que nunca habrá nada más. El
    ciclo del tiempo se ha consumado. Ésta es mi situación. Y de repente, como hecho a
    propósito, en mi bolsillo de mendigo aparecieron tres mil rublos. Nos fuimos los dos
    hasta Mókroie, a veinticinco verstas de aquí. Conseguí cíngaras, champán, emborraché
    a todos los campesinos con champán, a todas las mujeres del pueblo y a las
    muchachas; dilapidé los tres mil rublos. Al cabo de tres días estaba pelado, pero como
    un halcón. ¿Crees que consiguió algo este halcón? Ella no me enseñó nada, ni siquiera
    de lejos. Te lo digo: es sinuosa. Esa granuja de Grúshenka tiene una sinuosidad en el
    cuerpo, incluso se le refleja en el pie, hasta en el dedo meñique de su pie izquierdo.
    Se lo vi y lo besé, pero eso es todo, ¡lo juro! Me dijo: «Si quieres, me casaré contigo,
    aunque seas pobre. Dime que no me pegarás y que me dejarás hacer lo que quiera y
    entonces, quizá, me case contigo», se echó a reír. Y todavía se está riendo.
    Dmitri Fiódorovich se alzó, presa de una especie de furor. De repente parecía que
    estuviera borracho. Los ojos, al instante, se le inyectaron en sangre








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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:49

    ***

    —¿Realmente quieres casarte con ella?
    —Si ella consiente, de inmediato; si se niega, me quedaré de todos modos. Seré
    barrendero en el patio de su casa. Tú… tú… Aliosha… —Se detuvo delante de él y,
    agarrándolo por los hombros, se puso a zarandearlo con fuerza—. Sabes, criatura
    inocente, que todo esto es un delirio, un delirio inconcebible, ¡porque hay una
    tragedia! Debes saber, Aliosha, que puedo ser un calavera, un hombre de bajas
    pasiones, sin salvación, pero Dmitri Karamázov nunca será un ladrón, un ratero, un
    ladronzuelo. Pues bien, ahora has de saber que soy un ladrón, un ratero y un
    ladronzuelo. Cuando me dirigía a zurrar a Grúshenka, esa misma mañana, Katerina
    Ivánovna me mandó llamar y, en el más terrible secreto, para que por el momento
    nadie lo supiera (no sé por qué, pero así, por lo visto, era como ella lo quería), me
    pidió que fuera a la capital de la provincia y que desde allí enviara tres mil rublos a
    Agafia Ivánovna en Moscú, para que nadie se enterara en la ciudad. Y esos tres mil
    rublos eran los que tenía en el bolsillo cuando fui a ver a Grúshenka y con ellos fuimos
    a Mókroie. Luego fingí que había ido corriendo a la capital, pero no le presenté el
    125
    resguardo de correos; dije que había enviado el dinero y que le llevaría el recibo, pero
    aún no se lo he llevado, como por olvido. Bueno, ¿qué te parece si hoy vas a verla y le
    dices: «La saluda con una reverencia»? Ella te dirá: «¿Y el dinero?». Y tú podrás decirle:
    «Es un lujurioso infame, una criatura vil con pasiones irrefrenables. No envió su dinero
    aquella vez, se lo gastó porque no pudo dominarse, como un animal»; y, acto seguido,
    podrás añadir: «Pero no es ningún ladrón, aquí tiene sus tres mil rublos, se los
    devuelve, envíeselos usted misma a Agafia Ivánovna; y me ha encargado que la salude
    con una reverencia». Aunque, claro, si de repente te pregunta: «Pero ¿dónde está el
    dinero?».
    —¡Mitia, eres un desgraciado, sí! Pero no tanto como te piensas. No te mates de
    desesperación, ¡no lo hagas!
    —¿Qué crees? ¿Que me pegaré un tiro si no consigo devolver los tres mil rublos?
    Ésa es la cuestión: no me lo pegaré. No soy capaz de hacerlo ahora; más tarde, quizá,
    pero ahora iré a ver a Grúshenka… Total, ya estoy perdido.
    —¿Y luego qué?
    —Seré su marido, tendré el honor de ser su marido y, cuando un amante vaya a
    verla, yo me iré a otra habitación. Limpiaré los chanclos sucios de sus amigos, les
    calentaré el samovar, les haré los recados…
    —Katerina Ivánovna lo entenderá todo —dijo de repente con solemnidad Aliosha—
    . Comprenderá toda la profundidad que hay en esta infelicidad y la aceptará. Tiene un
    espíritu elevado y no se puede ser más desgraciado que tú, ella lo verá por sí misma.
    —No lo aceptará todo —sonrió burlonamente Mitia—. Hay algo en esto, hermano,
    que ninguna mujer puede aceptar. ¿Sabes qué sería lo mejor?
    —¿Qué?
    —Devolverle los tres mil rublos.
    —Pero ¿de dónde podemos sacarlos? Escucha, yo tengo dos mil, Iván también
    aportará mil, eso ya son tres, tómalos y devuélveselos.
    —Pero ¿cuándo llegarán esos tres mil rublos tuyos, Aliosha? Además, tú todavía
    eres menor de edad, y es necesario, totalmente necesario, que vayas a verla hoy y me
    despidas de ella, con dinero o sin dinero, porque no puedo esperar más, tal y como
    están las cosas. Mañana ya sería tarde, demasiado tarde. Ve a ver a nuestro padre.









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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:49

    ***
    —¿A nuestro padre?
    —Sí, ve a verlo antes que a ella. Pídele a él los tres mil.
    —Pero, Mitia, si él no los dará…
    —Claro que no los dará, lo sé muy bien. Alekséi, ¿sabes lo que es la
    desesperación?
    —Sí.
    —Escucha, jurídicamente nuestro padre no me debe nada. Se lo he sacado todo
    ya, todo, lo sé. Pero moralmente está en deuda conmigo, ¿no? Con los veintiocho mil
    126
    rublos de mi madre ganó cien mil. Que me dé solo tres mil de esos veintiocho mil, solo
    tres, y salvará mi alma del infierno y muchos pecados le serán perdonados. Con estos
    tres mil, te doy mi palabra sagrada, lo daré todo por zanjado, y no volverá a oír hablar
    de mí. Por última vez le doy la oportunidad de ser mi padre. Dile que es Dios mismo
    quien le manda esta oportunidad.
    —Mitia, no los dará por nada del mundo.
    —Sé que no los dará, ¡estoy seguro! Y sobre todo ahora. Porque hay más: ahora, en
    estos últimos días, quizá solo desde ayer, supo por primera vez en serio (subraya esto:
    en serio) que Grúshenka realmente no bromeaba y que quiere casarse conmigo. Él
    conoce bien su carácter, conoce a esa gata. ¿Cómo va a darme dinero, para favorecer
    la boda, cuando él mismo está loco por ella? Pero eso no es todo, puedo decirte
    todavía más: sé que hace unos cinco días ha apartado tres mil rublos en billetes de
    cien y los ha metido en un gran sobre, cerrado con cinco sellos de lacre, atado en cruz
    con una cinta roja. ¡Ya ves qué detalles conozco! Y escrito en el sobre está: «A mi ángel
    Grúshenka, por si tiene a bien venir». Él mismo lo garabateó en silencio y en secreto y
    nadie sabe que tiene este dinero, excepto su criado Smerdiakov, en cuya honradez
    cree como en sí mismo. Desde hace tres o cuatro días espera a Grúshenka, con la
    esperanza de que vaya a recoger el sobre; él se lo hizo saber y ella le respondió:
    «Quizá vaya». Pero, si va a casa del viejo, ¿cómo podría casarme yo con ella?
    ¿Comprendes ahora por qué estoy aquí escondido y al acecho de quién?
    —¿De ella?
    —Sí. Las mujerzuelas que son dueñas de esta casa le alquilan un cuchitril a Fomá.
    Fomá es un hombre de por aquí, un antiguo soldado de nuestra guarnición. Está al
    servicio de ellas, por la noche vigila la casa y de día caza urogallos, de eso vive. Me he
    instalado en su habitación; tanto él como las propietarias ignoran mi secreto, es decir,
    no saben que estoy aquí vigilando.
    —¿Solo lo sabe Smerdiakov?
    —Solo él. Y él me advertirá si ella se presenta a ver al viejo.
    —¿Es él quien te ha explicado lo del sobre?
    —Sí. Es un gran secreto. Ni siquiera Iván está al corriente del dinero ni de lo otro. El
    viejo quiere mandar a Iván de paseo a Chermashniá por dos o tres días; ha aparecido
    un posible comprador para el bosque, le dará ocho mil rublos por talarlo, y el viejo no
    deja de pedirle a Iván: «Ayúdame, ve




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:51

    ***

    —Sí. Es un gran secreto. Ni siquiera Iván está al corriente del dinero ni de lo otro. El
    viejo quiere mandar a Iván de paseo a Chermashniá por dos o tres días; ha aparecido
    un posible comprador para el bosque, le dará ocho mil rublos por talarlo, y el viejo no
    deja de pedirle a Iván: «Ayúdame, ve tú en mi lugar»; serán dos o tres días. Quiere que
    Grúshenka vaya cuando él no esté.
    —¿Es que la espera ya hoy?
    —No, hoy no vendrá, a juzgar por ciertos indicios. ¡Seguro que no! —gritó de
    pronto Mitia—. Y Smerdiakov piensa lo mismo. Nuestro padre se está emborrachando,
    sentado a la mesa con Iván. Ve, Alekséi, pídele estos tres mil…
    127
    —Mitia, querido, ¿qué te pasa? —exclamó Aliosha, levantándose de un salto y
    mirando fijamente al exaltado Dmitri Fiódorovich. Por un momento pensó que se había
    vuelto loco.
    —¿Qué te pasa a ti? No he perdido el juicio —dijo con la mirada fija y casi
    solemne—. No, cuando te digo que vayas a ver a padre, sé lo que me digo: creo en un
    milagro.
    —¿En un milagro?
    —En un milagro de la divina Providencia. Dios conoce mi corazón, ve toda mi
    desesperación. Ve todo el cuadro. ¿Es que dejará que suceda este horror? Aliosha,
    creo en un milagro. ¡Ve!
    —Iré. Dime, ¿esperarás aquí?
    —Sí. Entiendo que llevará su tiempo, que no puedes ir así, y de repente… ¡zas!
    Ahora está borracho. Esperaré tres horas, cuatro, cinco, seis, siete, pero has de saber
    que hoy, aunque sea a medianoche, tienes que ir a casa de Katerina Ivánovna, con
    dinero o sin dinero, y decirle: «Me ha pedido que la salude con una reverencia».
    Quiero que le digas precisamente ese verso: «Me ha pedido que la salude con una
    reverencia».
    —¡Mitia! ¿Y si Grúshenka viene hoy…? ¿Y si no hoy, mañana o pasado mañana?
    —¿Grúshenka? Estaré atento, irrumpiré en la casa, lo impediré…
    —¿Y si…?
    —Si hay un si, mataré. No lo soportaría.
    —¿A quién matarás?
    —Al viejo. A ella, no.
    —¡Hermano, qué dices!
    —No lo sé, no lo sé… Quizá no lo mate o quizá sí. Tengo miedo de que en ese
    momento su cara se vuelva odiosa para mí. Odio la nuez de su garganta, su nariz, sus
    ojos, su sonrisa obscena. Siento repugnancia física. Eso es lo que me da miedo. No
    podré contenerme…
    —Allá voy, Mitia. Creo que Dios lo arreglará como mejor sepa, así que no habrá
    ningún horror.
    —Me quedaré aquí y esperaré un milagro. Pero, si no se cumple, entonces…
    Aliosha, pensativo, se encaminó a casa de su padre.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:04

    ***

    VI. Smerdiakov



    De hecho, encontró a su padre todavía a la mesa. Y la mesa, como de costumbre,
    estaba puesta en la sala, aunque en la casa también había un auténtico comedor. Esta
    sala era la estancia más grande de la casa, amueblada con cierta pretensión pasada de
    moda. Los muebles, muy antiguos, eran blancos y estaban tapizados con una tela roja
    raída, mitad seda, mitad algodón. Espejos con marcos rebuscados de talla antigua,
    también blancos y dorados, colgaban en los espacios entre las ventanas. En las
    paredes, donde el empapelado blanco estaba roto en muchos lugares, resaltaban dos
    grandes retratos: uno de cierto príncipe, que treinta años antes había sido gobernador
    general de la provincia, y otro de un obispo, también fallecido hacía tiempo. En el
    rincón de cara a la puerta de entrada había varios iconos ante los cuales se encendía
    una lamparilla por la noche… menos por devoción que por dejar iluminada la estancia.
    Fiódor Pávlovich se acostaba muy tarde, sobre las tres o cuatro de la madrugada, y
    hasta entonces se paseaba por la sala o se sentaba en una butaca y meditaba. Se
    había convertido en su costumbre. A menudo pasaba la noche completamente solo en
    casa, después de despachar a los criados a su pabellón, pero la mayoría de las veces
    se quedaba con él el criado Smerdiakov, que dormía en la antesala sobre un gran baúl.
    La comida ya había acabado cuando entró Aliosha, pero aún tomaban el café y la
    confitura. A Fiódor Pávlovich le gustaban los dulces y el coñac después de la comida.
    Iván Fiódorovich estaba a la mesa y también tomaba café. Los criados Grigori y
    Smerdiakov estaban de pie junto a la mesa. Tanto amos como criados se sentían
    visiblemente animados y llenos de una felicidad extraordinaria. Fiódor Pávlovich reía
    con sonoras carcajadas. Aliosha, ya desde el vestíbulo, oyó su risa estridente que
    conocía tan bien y enseguida concluyó, por el tono de sus risotadas, que su padre,
    todavía lejos de estar borracho, solo daba rienda suelta a su buen humor.
    —¡Aquí está, aquí lo tenemos! —gritó Fiódor Pávlovich, terriblemente contento de
    pronto de ver a Aliosha—. Ven a sentarte con nosotros, toma un café. Es sin azúcar, sin
    azúcar, pero está caliente y es muy bueno. No te ofrezco coñac porque haces ayuno,
    pero si quieres un poco… ¿Quieres? No, mejor será que te dé un licor, ¡es de
    excelente calidad! Smerdiakov, ve al armario, el segundo estante a la derecha, toma la
    llave, ¡rápido!
    Aliosha se negó enseguida a aceptar el licor.
    —Lo serviremos de todos modos, si no para ti, para nosotros —dijo Fiódor
    Pávlovich, radiante—. Pero espera, ¿has comido?








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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:05

    ***
    —Sí —respondió Aliosha que, a decir verdad, solo había tomado un trozo de pan y
    un vaso de kvas en la cocina del padre higúmeno—. Pero tomaré de buena gana un
    café caliente.
    —¡Bravo, querido! Tomará un poco de café. ¿Habrá que calentarlo? ¡Ah, no, si está
    hirviendo! Es un café de primera, preparado por Smerdiakov. Con el café y las
    empanadas mi Smerdiakov es un artista, sí, y con la sopa de pescado, tres cuartos de
    lo mismo. Ven a probarla alguna vez, avisa con tiempo… Pero espera, espera, ¿no te
    dije esta mañana que te trasladaras aquí con el jergón y la almohada? ¿Has traído el
    jergón? ¡Je, je, je!
    —No, no lo he traído —contestó Aliosha con una sonrisa.
    —Ah, te has asustado antes, ¿verdad? Te has asustado. Oh, querido mío, ¿acaso
    podría yo ofenderte? Escucha, Iván, no puedo resistirme cuando me mira así a los ojos
    y se ríe. Hasta mis entrañas empiezan a reírse con él, ¡lo quiero! Aliosha, acércate, deja
    que te dé mi bendición paterna. —Aliosha se levantó, pero Fiódor Pávlovich ya había
    cambiado de idea—. No, no, por ahora solo te haré la señal de la cruz, así que
    siéntate. Bueno, ahora te vas a divertir, y precisamente con tu tema. Te vas a reír a
    base de bien. Nuestra burra de Balaam se ha puesto a hablar, ¡y cómo habla, cómo!
    La burra de Balaam resultó ser el lacayo Smerdiakov. Todavía joven, de unos
    veinticuatro años, era terriblemente insociable y taciturno. No es que fuera un salvaje o
    que se avergonzara de algo: no, al contrario, era de natural arrogante y parecía
    despreciar a todos. Pero precisamente en este punto no es posible seguir adelante sin
    decir de él aunque sean dos palabras. Le criaron Marfa Ignátievna y Grigori Vasílievich,
    pero el niño creció «sin ninguna gratitud» o, según la expresión de Grigori, como un
    niño salvaje que miraba el mundo desde un rincón. De niño le encantaba ahorcar gatos
    y luego los enterraba con gran ceremonia. Para esto, se cubría con una sábana, a guisa
    de sotana, y cantaba y agitaba algo sobre el gato muerto, como un incensario. Todo
    esto lo hacía a escondidas, con el mayor misterio. Grigori le sorprendió un día en este
    ejercicio y le propinó una buena ración de azotes. El niño se fue a un rincón y allí se
    pasó una semana, mirando de reojo. «No nos quiere este monstruo —decía Grigori a
    Marfa Ignátievna—. Por lo demás, no quiere a nadie.» «¿De veras eres un ser humano?
    —le preguntó una vez directamente a Smerdiakov—. No, tú no eres un ser humano,
    naciste de la humedad de una bania, eso eres tú…» Smerdiakov, como se vio más
    tarde, nunca pudo perdonarle estas palabras. Grigori le enseñó a leer y escribir y,
    cuando cumplió doce años, empezó a enseñarle las Escrituras. Pero resultó un fracaso.
    Un día, en la segunda o tercera lección, el niño de pronto sonrió sardónicamente.
    —¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo amenazante por encima de sus
    gafas.
    —Nada, señor. En el primer día creó Dios la luz, y el sol, la luna y las estrellas, en el
    cuarto. ¿De dónde salía la luz el primer día?



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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:05

    ***


    Grigori se quedó estupefacto. El chico miraba con aire burlón al maestro. Incluso
    había en su mirada algo de arrogancia. Grigori no pudo contenerse. «¡Ya te diré a ti de
    dónde!», gritó y abofeteó con rabia a su pupilo. El niño aguantó el golpe sin decir una
    palabra, pero volvió a refugiarse en un rincón varios días. Una semana después, se le
    declaró por primera vez el mal caduco, enfermedad que ya no lo abandonaría el resto
    de su vida. Al saberlo, Fiódor Pávlovich pareció cambiar repentinamente de opinión
    sobre el muchacho. Antes, lo miraba con una especie de indiferencia, si bien nunca lo
    reñía, y cuando se lo encontraba siempre le daba un kopek. Cuando estaba de buen
    humor, le mandaba algunos dulces de sobremesa. Pero entonces, después de
    enterarse de la enfermedad, empezó a preocuparse decididamente por él, mandó
    llamar a un doctor, probaron un tratamiento, pero resultó que la cura no era posible.
    Tenía, como promedio, un ataque cada mes, a intervalos irregulares. Los ataques
    también variaban de intensidad, tan pronto eran suaves como virulentos. Fiódor
    Pávlovich prohibió estrictamente a Grigori cualquier castigo corporal contra el
    muchacho y empezó a dejarlo subir a sus aposentos. Prohibió también que, por el
    momento, le hicieran estudiar cualquier cosa. Un día, cuando el chico tenía ya quince
    años, Fiódor Pávlovich lo descubrió rondando cerca de la biblioteca y leyendo los
    títulos a través del cristal. En la casa había bastantes libros, como un centenar de
    tomos, pero nadie había visto nunca a Fiódor Pávlovich con uno entre las manos.
    Enseguida le dio la llave de la librería a Smerdiakov: «Bueno, lee, serás mi
    bibliotecario; en lugar de estar ganduleando por el patio, siéntate y lee. Toma, lee
    esto», y Fiódor Pávlovich le dio Las veladas de Dikanka.
    El muchacho lo leyó pero se quedó insatisfecho, no rio ni una vez, al contrario,
    acabó la lectura con el ceño fruncido.
    —¿Qué? ¿No es divertido? —preguntó Fiódor Pávlovich.
    Smerdiakov callaba.
    —Responde, imbécil.
    —Todo lo que está escrito aquí son mentiras —masculló Smerdiakov con una
    sonrisa irónica.
    —Vete al diablo, alma de lacayo. Espera, toma la Historia universal de Smarágdov.
    Aquí todo es verdad, lee.
    Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas de Smarágdov; le pareció aburrido.
    Así que la biblioteca volvió a cerrarse con llave. Muy pronto, Marfa y Grigori
    informaron a Fiódor Pávlovich de que Smerdiakov de pronto estaba empezando a dar
    muestras de una terrible aprensión: ante la sopa, tomaba la cuchara y exploraba en el
    caldo, inclinado sobre ella, la examinaba, sacaba la cuchara y la inspeccionaba a la luz.
    —¿Qué es, una cucaracha? —le preguntaba Grigori.
    —Quizá una mosca —observaba Marfa.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:06

    ***


    El impecable joven nunca respondía, pero procedía de la misma manera con el
    pan, la carne y toda la comida: levantaba un trozo con el tenedor y lo estudiaba a la luz
    como con un microscopio y, después de tomarse mucho rato para decidir, se decidía a
    llevárselo a la boca. «Vaya un señorito nos ha salido», murmuraba Grigori, mirándolo.
    Fiódor Pávlovich, puesto al corriente de esta nueva cualidad de Smerdiakov, determinó
    al instante que sería cocinero y lo envió a Moscú a aprender el oficio. Allí pasó varios
    años y volvió muy cambiado de aspecto. De pronto envejeció de una manera insólita,
    estaba arrugado de un modo totalmente desproporcionado para su edad, se puso
    todo amarillo y empezó a parecer un skópets. Moralmente, era casi el mismo que
    antes de irse; seguía siendo huraño y rehuía el trato, no sentía la menor necesidad de
    compañía. En Moscú también, como después supieron, siempre estaba callado; la
    ciudad en sí misma le interesó muy poco, aprendió alguna que otra cosa y a lo demás
    no le prestó la menor atención. Una vez incluso fue al teatro, pero volvió silencioso y
    descontento a casa. En cambio, regresó de Moscú muy bien vestido, con una levita
    limpia y ropa blanca, cepillaba su vestimenta escrupulosamente dos veces al día sin
    falta y le encantaba lustrar sus botas elegantes, de piel de becerro, con un betún inglés
    especial, para que relucieran como un espejo. Como cocinero resultó excelente.
    Fiódor Pávlovich le asignó un salario, y Smerdiakov lo empleaba casi íntegramente en
    comprar ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Parecía desdeñar al sexo femenino tanto
    como al masculino y se comportaba solemnemente, casi de modo inaccesible, con él.
    Fiódor Pávlovich empezó a mirarlo desde otro punto de vista. El caso es que sus
    ataques de mal caduco iban a más, y en esos días quien preparaba la comida era
    Marfa Ignátievna, lo que no le convenía de ningún modo.
    —¿Cómo es que ahora tienes ataques más a menudo? —preguntaba a veces,
    mirando de soslayo al nuevo cocinero y estudiando su rostro—. Ojalá te casaras con
    alguien, ¿quieres que te busque mujer?
    Pero Smerdiakov, ante esos discursos, solo palidecía del enfado y no respondía
    nada. Fiódor Pávlovich se iba, dejándolo por imposible. Lo esencial es que estaba
    convencido de su honradez; de una vez por todas se había convencido de que nunca
    le cogería ni le robaría nada. Una vez Fiódor Pávlovich, ligeramente borracho, perdió
    en el patio de su casa, en el barro, tres billetes de cien rublos que acababa de recibir y
    no se dio cuenta hasta el día siguiente: justo cuando se puso a rebuscar en los bolsillos
    de pronto vio los tres billetes encima de la mesa. ¿De dónde habían salido?
    Smerdiakov los había recogido y llevado allí la víspera. «Tipos como tú, hermano, no
    había visto nunca», dijo bruscamente Fiódor Pávlovich y le regaló diez rublos. Cabe
    añadir que no solo estaba convencido de la honradez de Smerdiakov, sino que por
    alguna razón incluso le profesaba amor, aunque el chico también a él lo miraba de
    reojo, como a los demás, y siempre guardaba silencio. Eran contadas las ocasiones en
    las que decía algo.



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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:07

    ***
    Si entonces a alguien se le hubiera ocurrido preguntar, mirándolo,
    132
    qué interesaba a ese joven y qué tenía en la cabeza, por su cara no se habría podido
    intuir de ninguna de las maneras. Sin embargo, a veces, en la casa, o bien en el patio o
    en la calle, se detenía meditabundo y se quedaba así unos buenos diez minutos. Un
    fisionomista, tras estudiarlo, habría dicho que su cara no expresaba ni pensamiento ni
    reflexión, sino solo cierta contemplación. El pintor Kramskói tiene un cuadro notable
    titulado El contemplador que representa un bosque en invierno y, en el bosque,
    vestido con un pequeño caftán y calzado con zuecos de corteza de tilo,
    completamente solo en el mundo, en la soledad más profunda, hay un pequeño
    campesino extraviado; está allí parado como si estuviera reflexionando, pero no
    reflexiona, sino que «contempla» algo. Si le dieras un empujón, se estremecería y se
    quedaría mirándote como si acabara de despertarse, pero sin entender nada. Es
    verdad que volvería en sí al instante pero, si se le preguntase en qué había estado
    pensando todo ese rato allí parado, lo más probable es que no recordara nada,
    aunque de seguro guardaría para sí la impresión en la que estaba sumido en su
    contemplación. Estas impresiones, queridas para él, a buen seguro, las acumula de
    modo imperceptible e incluso sin darse cuenta, sin saber tampoco con qué finalidad y
    por qué. Un día, quizá, después de haber acumulado estas impresiones a lo largo de
    muchos años, lo deje todo y parta a Jerusalén a peregrinar y buscar su salvación, o
    quizá prenda fuego de repente a su aldea natal, o tal vez suceda lo uno y lo otro. Hay
    muchos contempladores entre el pueblo. Smerdiakov era sin duda uno de esos
    contempladores y él también iba acumulando impresiones con avidez, casi sin saber
    por qué.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:08

    ***


    VII. Una controversia
    Pero la burra de Balaam de pronto se puso a hablar. Y el tema resultó extraño: Grigori,
    por la mañana, al recoger unas mercancías en la tienda del comerciante Lukiánov,
    había oído la historia de un soldado ruso que, prisionero de los asiáticos en una lejana
    región fronteriza, fue constreñido, bajo amenaza de una muerte inmediata y terrible, a
    abjurar del cristianismo y convertirse al islam, pero se negó a traicionar su fe y aceptó
    el suplicio, se dejó desollar vivo y murió alabando y glorificando a Cristo, hazaña que
    se relataba justamente en el periódico recibido ese día. De esto habló Grigori en la
    mesa. A Fiódor Pávlovich siempre le había gustado, al término de cada comida, a la
    hora de los postres, reír y charlar, aunque fuera con Grigori. Aquel día se encontraba
    en un estado de ánimo agradable, se sentía ligero y especialmente expansivo.
    Sorbiendo coñac y después de haber escuchado hasta el final la noticia, observó que
    ese soldado merecía ser hecho enseguida santo y que esa piel arrancada había que
    donarla a algún monasterio: «La de gente y dinero que atraería». Grigori frunció el
    entrecejo al ver que Fiódor Pávlovich no se había conmovido lo más mínimo y que,
    según su costumbre habitual, empezaba a blasfemar. En ese momento, Smerdiakov,
    que estaba en la puerta, sonrió con ironía. Ya hacía tiempo que se le permitía estar a
    menudo de pie junto a la mesa, es decir, después de la comida. Y, desde que llegó
    Iván Fiódorovich a nuestra ciudad, se presentaba a la hora de la comida casi todos los
    días.
    —¿Qué te pasa? —preguntó Fiódor Pávlovich, reparando enseguida en su sonrisa y
    comprendiendo que iba dirigida a Grigori.
    —En el caso del que se está hablando —dijo de repente Smerdiakov, de manera
    sorprendente y con voz estentórea—, y aunque la hazaña de este encomiable soldado
    ha sido muy grande, señor, tampoco habría sido pecado, en mi opinión, si en una
    ocasión semejante hubiese repudiado el nombre de Cristo y su propio bautismo para
    salvar la vida y luego la hubiese dedicado a hacer buenas acciones con las que expiar,
    a lo largo de los años, esa cobardía.
    —¿Cómo que no habría sido pecado? Mientes y por esto irás de cabeza al infierno,
    donde te asarán como un cordero —replicó Fiódor Pávlovich.
    Fue entonces cuando entró Aliosha. Fiódor Pávlovich, como hemos visto, se alegró
    enormemente al verlo.
    —¡Un tema tuyo, un tema tuyo! —exclamaba soltando risillas socarronas, invitando
    a Aliosha a que se sentara a escuchar.




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