—Eso que dice del cordero no es así, señor, no habrá nada semejante allí, señor, ni
debe haberlo, si hay plena justicia —observó, solemne, Smerdiakov.
—¿Qué quieres decir con eso de que «si hay plena justicia»? —gritó Fiódor
Pávlovich aún más alegre, dando un golpe con la rodilla a Aliosha.
—¡Es un canalla, eso es lo que es! —soltó Grigori. Iracundo, lo miró fijamente a los
ojos.
—En cuanto a lo de canalla, tómeselo con un poco de calma, Grigori Vasílievich —
replicó Smerdiakov, demostrando temple y contención—. Piense más bien que, si yo
cayera en manos de esos que torturan a los cristianos y me viera impelido por ellos a
maldecir el nombre de Dios y renegar de mi santo bautismo, mi propia razón me
autorizaría plenamente a hacerlo, pues no habría pecado alguno en ello.
—¡Esto ya lo has dicho, no seas tan prolijo y demuéstralo! —gritó Fiódor Pávlovich.
—¡Marmitón! —susurró Grigori con desdén.
—Respecto a eso de marmitón, espere también un poco y, antes de insultar, juzgue
usted mismo, Grigori Vasílievich. Porque, en cuanto les dijera a mis verdugos: «No, no
soy cristiano, ¡maldigo al verdadero Dios!», en ese mismo momento, por el tribunal
supremo de Dios, inmediata y específicamente, sería anatema a los ojos de la justicia
divina, quedaría maldito y excluido de la Santa Iglesia, como un pagano, de modo que
en el instante de proferir estas palabras, qué digo, solo ya con pensar en pronunciarlas,
resulto excomulgado, ¿es cierto o no, Grigori Vasílievich? —se dirigía con evidente
satisfacción a Grigori, contestando en esencia solo a las preguntas de Fiódor Pávlovich,
y se daba perfecta cuenta de ello, pero fingía creer que era Grigori quien se las había
formulado.
—¡Iván! —gritó de repente Fiódor Pávlovich—. Inclínate, arrima el oído. Ha
arreglado todo esto para ti, quiere ganarse tus elogios. Adelante, dale esa alegría.
Iván Fiódorovich escuchó con total seriedad el anuncio exaltado de su padre.
—Espera, Smerdiakov, cállate un rato —gritó de nuevo Fiódor Pávlovich—. Iván,
arrima otra vez el oído.
Iván Fiódorovich volvió a inclinarse, con el aspecto más serio del mundo.
—Te quiero tanto como a Aliosha. No creas que no te quiero. ¿Un poco de coñac?
—Sí —Iván Fiódorovich miró a su padre mientras pensaba: «Has empinado el codo
a base de bien». A Smerdiakov lo observaba con mucha curiosidad.
—Tú ya estás maldito y anatematizado —estalló Grigori—, ¿cómo te atreves a
hablar después de eso, canalla, si…?
—¡No insultes, Grigori, no insultes! —le interrumpió Fiódor Pávlovich.
—Paciencia, Grigori Vasílievich, un poco más de paciencia y siga escuchando, que
todavía no he acabado. Porque en el mismo momento en que sea maldito por Dios,
inmediatamente, en ese momento, es decir, en el momento supremo, me convierto en
pagano, se me borra el bautismo y no se me imputa nada, ¿no es así?
cont
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