Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Sep 2024, 14:52

    ***



    Aquí una nota bene: Fiódor Pávlovich había oído campanas y no sabía dónde. En
    otro tiempo se habían difundido maliciosos rumores (en relación no solo con nuestro
    monasterio, sino también con otros en los que existía igualmente la institución del
    stárchestvo), que habían llegado a oídos del obispo, según los cuales los startsy eran
    objeto de una consideración excesiva, en detrimento de la preeminencia del
    higúmeno; por ejemplo, se acusaba a los startsy de hacer un uso indebido del
    sacramento de la confesión y otras cosas por el estilo. Eran acusaciones sin ningún
    sentido, que se habían desvanecido por sí mismas a su debido tiempo, tanto entre
    nosotros como en otros lugares. Pero el estúpido diablo, que se había apoderado de
    Fiódor Pávlovich y, dueño de sus nervios, lo llevaba cada vez más lejos hacia un
    abismo oprobioso, le sopló al oído aquella vieja acusación de la que él mismo no
    entendía una sola palabra. Ni siquiera fue capaz de formularla correctamente, habida
    cuenta de que en la celda del stárets nadie se había arrodillado ni se había puesto a
    confesarse en voz alta, por lo que Fiódor Pávlovich no pudo haber visto nada
    semejante, y hablaba guiándose únicamente por viejos rumores y chismorreos que le
    93
    habían venido, mal que bien, a la memoria. Pero, una vez soltada aquella estupidez,
    cayó en la cuenta de que había dicho algo sin pies ni cabeza, y de inmediato sintió la
    necesidad de demostrar a sus interlocutores y, lo que es peor, de demostrarse a sí
    mismo que lo dicho no era ninguna tontería. Y, aunque sabía de sobra que con cada
    palabra no haría sino añadir un nuevo disparate, y aún mayor, a los anteriores, se lanzó
    cuesta abajo, incapaz ya de contenerse.
    —¡Cuánta infamia! —gritó Piotr Aleksándrovich.
    —Disculpe —dijo de pronto el higúmeno—. Se dijo en otro tiempo: «Y han
    empezado a hablar de mí, y han dicho muchas cosas, algunas de ellas malas. Mas yo,
    habiendo oído todo eso, me he dicho: ésta es la medicina de Jesús, el cual me la ha
    enviado para sanar la vanidad de mi alma». ¡Por eso mismo, también nosotros le
    damos humildemente las gracias, estimado huésped!

    E hizo una profunda reverencia ante Fiódor Pávlovich.
    —¡Bah! ¡Mojigatería y frases viejas! ¡Frases viejas y gestos viejos! ¡La vieja mentira y
    el formalismo de las reverencias hasta el suelo! ¡Ya conocemos estas reverencias! «Un
    beso en los labios y un puñal en el corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me
    gusta, padres, la falsedad; ¡quiero la verdad! Pero la verdad no está en los gobios, ¡eso
    ya lo he dicho bien alto! Padres monjes, ¿para qué ayunan? ¿Cómo esperan recibir a
    cambio una recompensa en el cielo? ¡Por una recompensa así también yo ayunaría! No,
    monje santo, lo que tienes que hacer es practicar la virtud en esta vida, ser útil a la
    sociedad en lugar de encerrarte en un monasterio con la comida asegurada y no
    esperar la recompensa allí arriba: ya verás cómo así cuesta un poco más. Como ve,
    padre higúmeno, yo también soy capaz de hablar bien. ¿Qué tienen preparado por
    aquí? —Se acercó a la mesa—. Oporto añejo de la Factory, un médoc embotellado de
    los hermanos Yeliséiev… ¡caray con los padres! Esto no se parece en nada a los
    gobios. ¡Hay que ver qué botellitas han preparado los padres! ¡Je, je, je! ¿Y quien ha
    traído hasta aquí todo esto? ¡Ha sido el campesino ruso, el trabajador, que trae aquí la
    moneda ganada con sus manos callosas, quitándosela a su prole y a las necesidades
    del Estado! ¡Porque ustedes, padres santos, están chupando del pueblo!




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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Sep 2024, 14:52

    ***


    —¡Eso ya es completamente indigno por su parte! —protestó el padre Iósif.
    El padre Paísi callaba con obstinación. Miúsov salió a toda prisa de la estancia, y
    Kalgánov fue tras él.
    —Bueno, padres, ¡yo también voy detrás de Piotr Aleksándrovich! No pienso volver
    más aquí; así me lo pidan de rodillas, no pienso volver. Les mandé mil rubletes, y a
    ustedes han vuelto a encandilárseles los ojos, ¡je, je, je! No, no voy a añadir nada más.
    ¡Me estoy vengando por mi pasada juventud, por todas mis humillaciones! —Dio un
    puñetazo en la mesa, en un acceso de fingida emoción—. ¡Este monasterio ha
    significado mucho en mi vida! ¡Muchas lágrimas amargas he derramado por él! Ustedes
    pusieron en mi contra a mi mujer, a la enajenada. ¡Me han maldecido ustedes en siete
    94
    concilios, me han criticado en toda la región! ¡Ya basta, padres! Éste es un siglo liberal,
    es el siglo de los barcos de vapor y de los ferrocarriles. Ni mil rublos, ni cien, ni cien
    kopeks: ¡no van a recibir de mí nada de nada!
    Otra nota bene: nuestro monasterio no había tenido nunca un significado especial
    en la vida de Fiódor Pávlovich, quien jamás había vertido una sola lágrima amarga por
    su causa. No obstante, Fiódor Pávlovich estaba tan emocionado con esas fingidas
    lágrimas suyas que por un momento estuvo a punto de llegar a creérselas; poco le
    faltó incluso para echarse a llorar, enternecido, pero en ese preciso instante creyó que
    ya era tiempo de volver grupas. El higúmeno, ante aquella ponzoñosa mentira, inclinó
    la cabeza y volvió a decir, en tono imponente:
    —También se ha dicho: «Sufre con resignación y alegría la infamia inmerecida que
    sobre ti pesa, y no te aflijas ni odies a tu infamador». Así obraremos.
    —¡Bah, subterfugios! ¡Y galimatías! Sigan con sus subterfugios, padres, que yo me
    voy. Y a mi hijo Alekséi me lo llevo para siempre, en virtud de mi patria potestad. ¡Iván
    Fiódorovich, reverente hijo mío, haga el favor de seguirme! ¡Von Sohn, para qué
    quieres quedarte aquí! Ven conmigo a la ciudad. En mi casa hay alegría. Estará como a
    una versta, y, en vez de aceite de ayuno te daré lechón con gachas; comeremos; te
    sacaré un coñac, después un licorcito: tengo uno de frambuesa… ¡Ea, Von Sohn, no
    dejes que pase de largo la felicidad!
    Salió gritando y gesticulando. Fue en ese momento cuando Rakitin lo vio y se lo
    señaló a Aliosha.
    —¡Alekséi! —le gritó desde lejos el padre al verlo—. Hoy mismo te trasladas a mi
    casa definitivamente, y te llevas la almohada y el jergón, para que no quede ni rastro
    de ti en este sitio.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Sep 2024, 14:53

    ***



    Aliosha se detuvo, como clavado en el suelo, sin decir nada, observando
    atentamente la escena. Fiódor Pávlovich, entretanto, se subió al coche, y tras él, sin
    volverse siquiera hacia Aliosha para despedirse, se dispuso a montar, taciturno y
    sombrío, Iván Fiódorovich. Pero justo entonces tuvo lugar otra escena estrafalaria y casi
    inverosímil, que vino a rematar todo el episodio. De pronto, al lado del estribo del
    coche, apareció el terrateniente Maksímov. Había llegado a la carrera, jadeante, para
    no retrasarse. Rakitin y Aliosha lo habían visto correr. Iba con tanta prisa que, en su
    precipitación, puso un pie en el estribo antes de que Iván Fiódorovich hubiera retirado
    su pie izquierdo y, agarrándose de la caja del coche, se preparó para subir de un salto.
    —¡Yo también! ¡Yo también voy con ustedes! —exclamó, al tiempo que daba unos
    saltitos, con una risa alegre y entrecortada, con cara de dicha y dispuesto a cualquier
    cosa—. ¡Llévenme a mí también!
    —¿No había dicho yo —gritó con entusiasmo Fiódor Pávlovich— que es Von Sohn?
    ¡Es el verdadero Von Sohn, resucitado de entre los muertos! ¿Cómo has podido salir
    de ahí? ¿Qué hacías ahí vonsohnizando? Y ¿cómo has podido, precisamente tú,
    abandonar la comida? ¡Hace falta ser duro de mollera! ¡Yo ya lo soy, pero tu caso,
    hermano, me tiene asombrado! ¡Salta, salta rápido! Deja que suba, Vania, será
    divertido. De un modo u otro, se echará a nuestros pies. ¿Vas a echarte, Von Sohn? ¿Y
    si le hacemos un hueco en el pescante, con el cochero?… ¡Salta al pescante, Von
    Sohn!
    Pero Iván Fiódorovich, que ya se había acomodado en su sitio, sin decir nada, le dio
    de sopetón, con todas sus fuerzas, un empujón en el pecho a Maksímov, y este aterrizó
    a un sazhen de distancia. Si no cayó al suelo, fue por casualidad.
    —¡En marcha! —le gritó con rabia al cochero Iván Fiódorovich.
    —Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¿Por qué lo tratas así? —le reprendió Fiódor
    Pávlovich, pero el coche ya había arrancado.
    Iván Fiódorovich no contestó.
    —¡Qué cosas tienes! —empezó nuevamente Fiódor Pávlovich, mirando de reojo a
    su hijo, después de dos minutos de silencio—. Si fuiste tú el que pensó lo del
    monasterio, el que anduvo pinchando, el que dio su aprobación… ¿a qué viene ahora
    ese enfado?
    —Ya está bien de decir sandeces, descanse un poco ahora, por lo menos —le cortó
    severo Iván Fiódorovich.
    Fiódor Pávlovich volvió a quedarse un par de minutos callado.
    —Un poco de coñac vendría bien ahora —comentó en tono sentencioso.
    Pero Iván Fiódorovich no contestó.
    —Cuando lleguemos, tú también beberás.
    Iván Fiódorovich seguía sin decir nada.
    Fiódor Pávlovich aguantó otro par de minutos.
    —Pues a Aliosha, de todos modos, pienso sacarlo del monasterio, por muy
    desagradable que le resulte a usted, mi reverentísimo Karl von Moor.
    Iván Fiódorovich se encogió de hombros desdeñosamente y, volviéndose, se puso
    a mirar el camino. A partir de ese momento, ya no dijeron nada hasta llegar a casa




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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Sep 2024, 14:55

    ***

    LIBRO TERCERO



    LOS LUJURIOSOS


    I. En el pabellón del servicio


    La casa de Fiódor Pávlovich Karamázov se encontraba lejos del centro de la ciudad,
    aunque tampoco en las afueras. Era bastante vetusta, pero tenía una fachada
    agradable: de una sola planta, con entrepiso, pintada de un color tirando a gris y con
    tejado de hierro rojo. Por lo demás, aún podía tenerse en pie mucho tiempo, era
    espaciosa y acogedora. Albergaba muchos trasteros, escondites y escalerillas
    insospechadas. Las ratas pululaban en su interior, pero a Fiódor Pávlovich no le
    irritaban: «Al menos, con ellas, no se hacen tan aburridas las noches, cuando se queda
    uno solo». Pues, en efecto, tenía la costumbre de despachar a los criados por la noche
    a su pabellón y se encerraba a solas con llave. Ese pabellón, situado en el patio, era
    amplio y sólido. Fiódor Pávlovich había hecho instalar en él una cocina, pese a que ya
    había una en la casa principal; no le gustaba el olor a condumio, así que hacía que le
    llevaran la comida a través del patio tanto en invierno como en verano. La casa había
    sido construida para una familia numerosa y habría podido alojar al quíntuple de
    señores y criados. Pero en el momento de nuestro relato en la casa solo vivían Fiódor
    Pávlovich e Iván Fiódorovich, y el pabellón del servicio lo ocupaban en total tres
    criados: el viejo Grigori, su mujer, la vieja Marfa, y el joven Smerdiakov. Hay que hablar
    algo más en detalle de estos tres miembros del servicio. Del viejo Grigori Vasílievich
    Kutúzov, por otra parte, ya hemos dicho bastante. Hombre firme y severo, se
    encaminaba hacia lo que se proponía con una rectitud obstinada, siempre y cuando
    ese objetivo, por un motivo u otro (a menudo asombrosamente ilógico), se alzara ante
    él como una verdad absoluta. En pocas palabras, era honrado e incorruptible. Su
    mujer, Marfa Ignátievna, aun habiéndose sometido toda la vida sin rechistar a la
    voluntad de su marido, le había insistido de un modo espantoso, inmediatamente
    después de la liberación de los campesinos, por ejemplo, para que dejasen a Fiódor
    Pávlovich y se embarcaran en un pequeño negocio en Moscú (disponían de algunos
    ahorros), pero Grigori decidió entonces, y de una vez por todas, que su mujer mentía,
    98
    «porque ninguna mujer es sincera», y que no debía abandonar a su antiguo amo, fuera
    éste como fuera, «porque ahora era ése su deber».
    —¿Tú entiendes lo que es el deber? —le preguntó a Marfa Ignátievna.
    —Sí, Grigori Vasílievich. Lo que no entiendo es que nuestro deber sea quedarnos
    aquí —le respondió con firmeza Marfa Ignátievna.
    —Bah, lo comprendas o no, así será. De ahora en adelante, silencio.










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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Sep 2024, 14:56

    ***
    Y así fue: no se marcharon, y Fiódor Pávlovich les asignó un salario, pequeño, pero
    que les pagaba con regularidad. Grigori sabía, además, que tenía sobre su amo una
    influencia indiscutible. Lo sentía y era verdad. Bufón astuto y terco, Fiódor Pávlovich,
    de carácter muy firme «para ciertas cosas de la vida», como él mismo decía, tenía, para
    gran asombro suyo, un carácter más bien debilucho para tantas otras «cosas de la
    vida». Sabía muy bien cuáles eran y le daban mucho miedo. Para ciertas cosas de la
    vida hay que tener los oídos bien abiertos y eso resultaba muy duro sin un hombre de
    confianza al lado, y Grigori era un hombre fidelísimo. En muchas ocasiones a lo largo
    de su carrera, Fiódor Pávlovich había podido recibir algún que otro golpe, y además
    doloroso, y siempre había acudido en su ayuda Grigori, aunque luego, cada vez,
    recibía un sermón de su amo. Pero no eran solo los golpes lo que asustaba a Fiódor
    Pávlovich: había casos más graves, incluso muy delicados y complicados, en los que ni
    siquiera él, quizá, habría sido capaz de definir esa extraordinaria necesidad que sentía
    de una persona fiel y cercana, la cual experimentaba a veces, de repente, en un
    instante y de manera incomprensible, dentro de sí. Eran casos casi enfermizos:
    depravadísimo y a menudo cruel en su lujuria, como un insecto maligno, Fiódor
    Pávlovich sentía repentinamente, en alguna ocasión, en esos minutos de embriaguez,
    un miedo espiritual y una sacudida moral que repercutían casi físicamente, por así
    decirlo, en su alma. «Es como si en esos momentos el alma me palpitase en la
    garganta», decía a veces. Era justo en esos instantes cuando le gustaba tener a su
    lado, próximo a él, quizá no en la misma habitación, pero sí en el pabellón, a un
    hombre leal, firme, completamente distinto a él, no corrompido, y que, aun siendo
    testigo de su vida en continuo libertinaje y estando al corriente de todos sus secretos,
    por su fidelidad, le permitiera cualquier cosa, no se opusiera y, lo más importante, no
    le reprochara nada ni lo amenazara con nada, ya fuera en este mundo o en el futuro, y
    que, en caso de necesidad, también lo defendiera… ¿de quién?

    De alguien
    desconocido, pero terrible y peligroso. Lo esencial era precisamente que debía tener
    sin falta a otro hombre, un viejo amigo a quien poder llamar en un mal momento, solo
    para mirarlo a la cara, quizá para intercambiar alguna palabrita, aunque fuera de escasa
    importancia, y si Grigori se quedaba igual, si no se enfadaba, sentía al instante un alivio
    en el corazón, pero, si se enojaba, en cambio, se ponía aún más triste. Algunas veces
    (aunque, por lo demás, muy pocas) Fiódor Pávlovich se presentaba, incluso en plena
    compañía. Grigori iba, y Fiódor Pávlovich empezaba a hablarle de las tonterías más
    banales y enseguida le dejaba irse, a veces incluso con una pequeña burla o bromita; y
    luego, tras mandar todo a paseo, se acostaba y entonces dormía el sueño de los
    justos. Algo parecido le había pasado a Fiódor Pávlovich cuando llegó Aliosha. Aliosha
    le «atravesó el corazón» porque «vivía allí, lo veía todo y no reprobaba nada». Más aún,
    había traído consigo algo insólito: una falta total de desprecio por él, viejo como era;
    le mostraba, al contrario, una ternura constante y un cariño completamente sincero y
    natural, así como poco merecido. Todo eso había sido para el viejo depravado y célibe
    una grandísima sorpresa, totalmente inesperada para él, que hasta ese momento solo
    había amado «la inmundicia». Cuando se marchó Aliosha, se confesó a sí mism









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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Sep 2024, 15:19

    ***

    Cuando se marchó Aliosha, se confesó a sí mismo que
    había entendido ciertas cosas que hasta entonces no había querido entender.
    Ya he mencionado al principio de mi relato cómo detestaba Grigori a Adelaída
    Ivánovna, la primera esposa de Fiódor Pávlovich y madre de su primer hijo, Dmitri
    Fiódorovich, y cómo, por el contrario, defendía a su segunda mujer, la histérica Sofia
    Ivánovna, contra su propio señor y contra todo aquel a quien se le ocurriera decir una
    palabra mala o frívola sobre ella. La simpatía por esta desgraciada se había convertido
    para él en algo tan sagrado que ni siquiera veinte años más tarde hubiese soportado
    de nadie la más mínima alusión acerca de ella y el ofensor se habría encontrado en el
    acto con su réplica. Por su aspecto, Grigori era un hombre frío y serio, poco hablador,
    que pronunciaba palabras solemnes, mesuradas. A primera vista también era imposible
    dilucidar si quería o no a su dócil y obediente mujer; pero sí, en realidad la amaba, y
    ella, desde luego, lo comprendía. Esta Marfa Ignátievna era una mujer que no solo no
    era estúpida sino que quizá incluso fuese más inteligente que su marido, por lo menos
    más sensata en las cuestiones de la vida, y, sin embargo, se había subordinado con
    resignación y en silencio desde el principio mismo de su unión conyugal y sin duda lo
    respetaba por su superioridad espiritual. Es digno de señalar que, entre los dos, a lo
    largo de su vida en común, habían hablado poquísimo y solo de las cosas más
    corrientes e imprescindibles.

    El circunspecto y majestuoso Grigori reflexionaba sobre
    sus asuntos y preocupaciones siempre a solas, así que Marfa Ignátievna había
    entendido hacía mucho tiempo, y de una vez para siempre, que él no necesitaba en
    absoluto sus consejos. Sentía que su marido valoraba su silencio y que lo consideraba
    una prueba de inteligencia. Golpearla no la había golpeado nunca, a excepción de una
    sola vez, aunque muy levemente. En cierta ocasión, en el pueblo, durante el primer
    año de matrimonio de Adelaída Ivánovna y Fiódor Pávlovich, las jóvenes y mujeres del
    pueblo, entonces aún siervas, se reunieron en el patio de la casa señorial para cantar y
    bailar.

    Empezaron a entonar En los prados cuando, de pronto, Marfa Ignátievna, a la
    sazón una mujer aún joven, saltó delante del coro y bailó la «danza rusa» de una
    manera especial, no a la manera del campo, como las otras mujeres, sino como la
    bailaba cuando servía en casa de los ricos Miúsov, en su teatrito privado, donde un
    maestro de baile, venido expresamente de Moscú, enseñaba danza a los actores.
    Grigori estuvo viendo a su mujer bailar y, ya en su isba, una hora después, le dio una
    lección, tirándole un poco del pelo. Pero los golpes se terminaron ahí para siempre, y
    no volvieron a repetirse en toda su vida; además, Marfa Ignátievna, desde ese día, hizo
    el voto de no bailar




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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Sep 2024, 15:20

    ***

    Dios no les había dado hijos; tuvieron una criatura, sí, pero murió. Era obvio que a
    Grigori le gustaban los niños, ni siquiera lo ocultaba, es decir, no se avergonzaba de
    manifestarlo. A Dmitri Fiódorovich lo tomó a su cargo al huir Adelaída Ivánovna,
    cuando era un niño de tres años, y lo cuidó casi un año; él mismo lo peinaba y lo
    lavaba en la tina. Luego se ocupó también de Iván Fiódorovich y de Aliosha, lo que le
    valió una bofetada, pero todo esto ya lo he contado. Su propio hijo solo le dio la
    alegría de la esperanza, cuando Marfa Ignátievna aún estaba encinta. Cuando nació,
    sin embargo, le atravesó el corazón de pena y horror. El hecho es que el niño había
    venido al mundo con seis dedos. Al verlo, Grigori se quedó tan abatido que no solo
    estuvo callado hasta el día del bautizo sino que se iba a propósito al huerto para no
    hablar. Era primavera y, durante tres días seguidos, no hizo sino cavar bancales en el
    huerto. Al tercer día había que bautizar al niño; para entonces, Grigori ya había tenido
    tiempo de pensar algo. Al entrar en la isba donde se había reunido el clero con los
    invitados y, finalmente, con el propio Fiódor Pávlovich, que se había presentado en
    calidad de padrino, declaró de repente que al niño «no había que bautizarlo bajo
    ningún concepto»; lo dijo en voz baja, sin excederse en palabras, articulándolas con
    desgana, limitándose a posar su mirada fija e inexpresiva sobre el sacerdote.
    —¿Por qué? —le preguntó el sacerdote con un asombro jovial.
    —Porque… es un dragón… —musitó Grigori.
    —¿Cómo que un dragón? ¿Qué dragón?
    Grigori guardó silencio unos momentos.
    —Se ha producido una confusión de la naturaleza… —farfulló y, si bien habló de
    manera muy poco clara, lo hizo con firmeza, sin ganas, a todas luces, de dar más
    explicaciones.
    Se echaron a reír y, como es natural, bautizaron al pobre niño. Grigori rezó con
    fervor junto a la pila bautismal, pero no cambió de opinión sobre el recién nacido. Por
    lo demás, no se opuso a nada, pero en las dos semanas que vivió la enfermiza criatura
    apenas lo miró, incluso hacía como si no estuviera y pasaba la mayor parte del tiempo
    fuera de la isba. Pero, cuando al cabo de dos semanas el niño murió de difteria, el
    propio Grigori lo depositó en el ataúd, lo miró con una profunda tristeza y, en el
    momento en que cubrían de tierra su pequeña y poco honda tumba, se arrodilló y se
    inclinó hasta el suelo. Desde entonces, durante muchos años no mencionó a su hijo ni
    una vez, y tampoco Marfa Ignátievna, en su presencia, se acordaba de él y cuando
    alguna vez hablaba con alguien de su «hijito» lo hacía en un susurro, aun si no estaba
    presente Grigori Vasílievich. Marfa Ignátievna notó que, desde aquella pequeña
    tumba, su marido había empezado a ocuparse esencialmente de «cosas divinas», leía
    las Cheti-Minéi, a menudo en silencio y a solas, calándose cada vez sus grandes gafas
    redondas de montura plateada. Leía pocas veces en voz alta, si acaso en Cuaresma. Le
    gustaba el Libro de Job, había sacado de no se sabe dónde una colección de discursos
    y de sermones de «nuestro santo padre Isaac de Siria», y lo leyó obstinadamente
    muchos años, casi sin entender nada, pero quizá fuera por ese motivo por lo que
    quería y apreciaba ese libro más que ningún otro. En los últimos tiempos había
    empezado a escuchar y a estudiar a los flagelantes, tras haber conocido a algunos en
    la vecindad, y se quedó visiblemente impresionado, si bien no le pareció justo
    abandonar su fe por otra. Sus lecturas de «cosas divinas» habían conferido a su
    fisonomía, como es natural, un aspecto aún más solemne









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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Sep 2024, 15:21

    ***

    Quizá tuviera propensión al misticismo. Pero, como hecho a propósito, la llegada al
    mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro incidente muy
    extraño, inesperado y singular, que dejó en su alma, según la expresión que utilizaría
    más adelante, una «huella». Sucedió que el mismo día en que enterraron a la criatura
    de seis dedos, Marfa Ignátievna, tras despertarse en plena noche, oyó como los llantos
    de un recién nacido. Se asustó y despertó a su marido. Éste aguzó el oído y se dio
    cuenta de que más bien era alguien que gemía, «parecía una mujer». Se levantó y se
    vistió; era una noche de mayo, bastante cálida. Al salir a la entrada, oyó con claridad
    que los gemidos provenían del huerto. Pero el huerto, por la noche, estaba cerrado
    con llave desde el patio y no había modo alguno de entrar por otro lugar, pues estaba
    cercado por una valla alta y recia. De vuelta a casa, Grigori encendió un farol, tomó la
    llave del huerto y, sin prestar atención al miedo histérico de su mujer, quien continuaba
    asegurando que oía el llanto de un niño y que seguramente era su hijo, que lloraba y la
    llamaba, se fue en silencio al huerto. Allí comprendió claramente que los gemidos
    provenían de la pequeña bania que tenían en el huerto, no lejos de la cancela, y que
    quien gemía era en realidad una mujer. Al abrir la bania, descubrió un espectáculo
    ante el cual se quedó estupefacto: una pobre inocente de la ciudad, una yuródivaia,
    que vagabundeaba por las calles y que todo el mundo conocía con el sobrenombre de
    Lizaveta la Maloliente, se había refugiado en la bania y acababa de alumbrar a un niño.
    La criatura yacía a su lado, y ella agonizaba. La mujer no decía una palabra, por la
    sencilla razón de que no sabía hablar. Pero todo esto habría que explicarlo aparte…



    II. Lizaveta la maloliente



    Había en esto una circunstancia especial que impresionó profundamente a Grigori y
    que vino a confirmar definitivamente una sospecha desagradable y repugnante que
    había tenido. Esta Lizaveta la Maloliente era una muchacha de muy baja estatura, que
    medía «dos arshiny y pico», como decían enternecidas muchas viejecitas devotas de
    nuestra ciudad al recordarla después de muerta. Su rostro de veinte años, sano, ancho
    y sonrosado, era totalmente el de una idiota; sus ojos al mirar se quedaban clavados
    de una manera desagradable, aunque tranquila. Siempre, tanto en invierno como en
    verano, iba con los pies desnudos, vestida únicamente con una camisa de cáñamo. Sus
    cabellos casi negros, muy tupidos, rizados igual que la lana de una oveja, cubrían su
    cabeza como un enorme gorro de piel. Además, siempre estaban manchados de tierra,
    de barro, cubiertos de hojitas, briznas y virutas, porque siempre dormía en el suelo y
    entre suciedad. Su padre, Iliá, era un menestral enfermizo y arruinado que bebía
    mucho; no tenía hogar y desde hacía muchos años se ganaba la vida trabajando en
    casa de unos amos acomodados, menestrales también de nuestra ciudad. La madre de
    Lizaveta había muerto hacía mucho tiempo. Siempre enfermo y rabioso, Iliá golpeaba a
    Lizaveta de una manera inhumana, cuando ésta iba a casa.






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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Sep 2024, 15:23

    ***

    Pero aparecía por allí en
    muy contadas ocasiones, porque se ganaba el pan en todas partes como una
    yuródivaia, una santa criatura de Dios. Los amos de Iliá, el propio Iliá e incluso muchos
    ciudadanos compasivos, sobre todo comerciantes y sus mujeres, habían intentado más
    de una vez vestir a Lizaveta de una manera más decente que con la sola camisa y, para
    el invierno, siempre le ponían una larga zamarra de piel de oveja y la calzaban con un
    par de botas altas; ella solía dejar que la vistieran, sin poner objeciones, pero luego se
    iba y, en cualquier sitio, en especial en el atrio de la catedral, se despojaba de todo lo
    que le habían ofrecido —un pañuelo, una falda, la zamarra, las botas—, lo dejaba todo
    allí y se iba descalza, sin más ropa que la camisa, como antes. Una vez el nuevo
    gobernador de nuestra provincia, en una visita de inspección a nuestra pequeña
    ciudad, se sintió muy agraviado en sus mejores sentimientos al ver a Lizaveta y, aun
    entendiendo que se trataba de una yuródivaia, tal y como le habían informado, señaló
    que una joven que vagaba por las calles sin más ropa que una camisa era un atentado
    contra la decencia y ordenó que en lo sucesivo no se volviera a repetir. Pero el
    gobernador se fue y a Lizaveta la dejaron tal como estaba. Su padre acabó muriendo y
    ella, como huérfana, fue aún más querida por todas las almas piadosas de la ciudad.
    En efecto, parecía incluso que todos la querían; los niños no se burlaban de ella ni la
    ofendían, y eso a pesar de que nuestros niños, sobre todo en la escuela, son unos
    gamberros.

    Entraba en casas de desconocidos y nadie la echaba; al contrario, todos le
    daban muestras de cariño y una monedita de medio kopek. Le daban la monedita, ella
    la tomaba y enseguida iba a echarla en un vaso de limosna, bien para la iglesia, bien
    para la cárcel. Si en el mercado le daban una rosca de pan o un bollo, se lo regalaba
    siempre al primer niño con el que se encontraba, o bien paraba a una de las señoras
    más ricas de nuestra ciudad, también para dárselo, y las señoras lo aceptaban incluso
    con alegría. En cuanto a ella, no se alimentaba más que con pan negro y agua. A veces
    entraba en una tienda opulenta, se sentaba; allí había mercancías de valor, también
    dinero, pero los dueños de la tienda nunca la vigilaban, sabían que, aunque se
    olvidaran miles de rublos delante de ella, no cogería ni un kopek. En la iglesia entraba
    en muy contadas ocasiones, dormía sobre todo en los atrios de los templos o bien, tras
    saltar una valla de zarzo (seguimos teniendo en la ciudad muchas vallas de zarzo en
    lugar de madera), en el huerto de alguien. Por su casa, es decir, por la casa de aquellos
    amos donde había vivido su difunto padre, aparecía aproximadamente una vez por
    semana y, en invierno, iba también todos los días, pero solo para pasar la noche, y
    pernoctaba bien en el zaguán, bien en el establo. Se sorprendían de que pudiera
    soportar semejante vida, pero ella ya estaba acostumbrada; aunque era de pequeña
    estatura, tenía una complexión extraordinariamente robusta.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Sep 2024, 15:24

    ***
    Algunos de nuestros
    señores afirmaban que, todo eso, lo hacía solo por orgullo, pero de alguna manera esa
    opinión no se sustentaba: no sabía pronunciar ni una sola palabra, solo de vez en
    cuando conseguía mover la lengua y proferir un mugido. ¡Cómo se podía hablar de
    orgullo! Una vez (hace ya bastante tiempo), en una clara y templada noche
    septembrina de plenilunio, a una hora muy tardía para nuestras costumbres locales,
    una embriagada cuadrilla de señores de nuestra ciudad, unos cinco o seis hombres
    gallardos que habían estado de juerga, volvían del club a sus casas, atajando por
    patios traseros. Los dos lados del callejón estaban bordeados de vallas de zarzo tras las
    cuales se extendían los huertos de las casas adyacentes; el callejón daba a una
    pasarela que atravesaba ese largo y maloliente charco que entre nosotros se califica a
    veces de riachuelo. Junto a la valla, entre ortigas y bardanas, nuestra pandilla
    descubrió a la durmiente Lizaveta. Los señores, que estaban de lo más alegres, se
    detuvieron delante de ella riendo a carcajadas y se pusieron a bromear diciendo todas
    las obscenidades posibles. A un joven petimetre se le ocurrió hacer una pregunta
    completamente excéntrica sobre un tema imposible: «¿Podría alguien, quienquiera
    que fuese, tomar a semejante bestia por una mujer, en este mismo momento,
    etcétera?». Todos, con orgullosa repugnancia, determinaron que era imposible. Pero
    en ese grupo se encontraba Fiódor Pávlovich, quien de pronto dio un brinco y declaró
    que sí, que se la podía considerar una mujer, y hasta sobradamente, y que eso incluso
    le añadía una especie de picante particular, etcétera, etcétera. Cierto, en esa época,
    entre nosotros, Fiódor Pávlovich trataba de representar de un modo demasiado
    ostentoso el papel de bufón, le gustaba exhibirse y hacer reír a los señores, en un
    aparente plano de igualdad, por supuesto, pero, en realidad, se portaba ante ellos
    como un patán. Eso ocurrió en el momento preciso en que acababa de llegarle de San
    Petersburgo la noticia de la muerte de su primera esposa, Adelaída Ivánovna, y,
    cuando, con un crespón en el sombrero, bebía y se comportaba de una manera tan
    indecorosa, las otras personas de la ciudad, incluso las más depravadas, se
    incomodaban al verlo. La pandilla, por supuesto, estalló en carcajadas ante aquella
    opinión inesperada; uno de ellos incluso empezó a provocar a Fiódor Pávlovich, pero
    los demás mostraron mayor repugnancia que antes, si bien todo ello todavía con una
    jovialidad desmedida, y, finalmente, cada uno retomó su camino. Más tarde, Fiódor
    Pávlovich juró y perjuró que aquella noche se había ido con los demás; quizá fuera así
    realmente, nadie lo puede saber a ciencia cierta ni lo sabrá nunca, pero cinco o seis
    meses después todos en la ciudad empezaron a hablar con sincera y extraordinaria
    indignación de que Lizaveta estaba encinta, preguntaban, hacían indagaciones: ¿de
    quién era el pecado? ¿Quién era el ofensor? Y fue entonces cuando repentinamente se
    extendió por toda la ciudad el estrambótico rumor de que el ofensor había sido el
    propio Fiódor Pávlovich. ¿De dónde había salido ese rumor?


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:07

    ***

    De aquella pandilla de
    señores juerguistas para entonces ya solo quedaba en la ciudad uno de sus miembros,
    un hombre que, además de tener cierta edad, era un respetable consejero de Estado,
    con familia e hijas adultas, que de ningún modo habría difundido la noticia, ni aun
    cuando hubiese sucedido algo; en cuanto a los otros participantes, unos cinco
    hombres, ya se habían ido de la ciudad. Pero el rumor había apuntado directamente a
    Fiódor Pávlovich y seguía señalándolo. Desde luego, él nunca lo admitió: ni siquiera se
    dignó replicar a esos insignificantes mercaderes o menestrales. Entonces era un
    hombre orgulloso y se negaba a hablar si no era en compañía de funcionarios y nobles,
    a quienes tanto divertía. Fue en ese momento cuando Grigori, enérgicamente, con
    todas sus fuerzas, se alzó a favor de su señor y no solo lo defendía contra todas esas
    calumnias sino que discutía y reñía por él, haciendo cambiar a muchos de opinión. «Es
    ella, esa criatura ruin, la culpable», afirmaba con rotundidad; el ofensor no era otro que
    «Karp, el del tornillo» (así llamaban a un temible convicto, muy famoso en aquella
    época, que se acababa de escapar de la cárcel provincial y vivía oculto en nuestra
    ciudad). Esta conjetura parecía verosímil, pues se acordaban de Karp, recordaban
    precisamente que aquellas mismas noches, próximo el otoño, Karp había callejeado
    por la ciudad y desvalijado a tres personas. Pero todo este incidente y todas estas
    habladurías no solo no disiparon en absoluto la simpatía general por la pobre
    yuródivaia, sino que todos se pusieron a protegerla y a ampararla aún más.

    La señora
    Kondrátieva, viuda acomodada de un comerciante, incluso lo dispuso todo para llevar
    a Lizaveta a su casa ya a finales de abril y no dejarla salir hasta que diera a luz. La
    vigilaban sin descanso, pero al final, a pesar de toda la vigilancia, Lizaveta, ya por la
    noche, salió de pronto a escondidas de la casa de Kondrátieva y fue a parar al huerto
    de Fiódor Pávlovich. Cómo logró, en su estado, pasar por encima de la elevada y
    sólida valla del huerto sigue siendo una especie de enigma. Unos afirmaban que
    «alguien la había transportado» y otros que «algo la había transportado». Lo más
    probable es que todo ocurriera de una manera natural, si bien bastante complicada, y
    que Lizaveta, que sabía pasar por encima de las vallas de zarzo para entrar en los
    huertos ajenos a pasar la noche, se hubiese, de algún modo, encaramado también a la
    valla de madera de Fiódor Pávlovich y, desde lo alto, aun haciéndose daño, hubiese
    saltado al huerto, a pesar de su embarazo.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:08

    ***
    Grigori se abalanzó sobre Marfa Ignátievna
    y la envió a que ayudara a Lizaveta, mientras él se iba corriendo en busca de una vieja
    partera, la mujer de un menestral que, por cierto, no vivía lejos. Salvaron al niño, pero
    Lizaveta murió al amanecer. Grigori tomó al recién nacido, lo llevó a su casa, hizo
    sentar a su mujer y se lo puso en el regazo, junto a su pecho: «Esta criatura de Dios,
    este huérfano, es pariente de todos, y aún más de nosotros. Nos lo envía nuestro
    pequeño difunto, ha nacido de un hijo del demonio y de una santa. Aliméntalo y no
    llores más». Así Marfa Ignátievna se hizo cargo del niño. Lo bautizaron y le pusieron de
    nombre Pável; en cuanto al patronímico, todos, incluidos ellos dos, sin que nadie así se
    lo indicara, empezaron a llamarlo Fiódorovich.

    Fiódor Pávlovich no puso objeción
    alguna y hasta encontró todo eso divertido, aunque siguió negando su implicación con
    todas sus fuerzas. En la ciudad gustó que acogiera al huérfano. Más adelante incluso
    pensó para él un apellido: lo llamó Smerdiakov por el apodo de su madre. Smerdiakov
    se convirtió en el segundo criado de Fiódor Pávlovich y vivía, al principio de nuestra
    historia, en el pabellón, con el viejo Grigori y la vieja Marfa. Hacía de cocinero. Haría
    mucha falta también que añadiera algo de él en particular, pero me da ya vergüenza
    distraer durante tanto tiempo la atención de mi lector hacia unos criados tan
    corrientes: por eso, retomo mi relato, con la esperanza de que se presente por sí sola
    la ocasión de hablar de Smerdiakov a lo largo de la novela.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:09

    ***

    III. La confesión de un corazón ardiente. En verso


    Aliosha, tras haber oído la orden que su padre le había gritado desde el coche
    mientras se iba del monasterio, permaneció un rato inmóvil, en medio de una gran
    perplejidad. No es que estuviera allí clavado como un poste, esas cosas no le pasaban.
    Al contrario, pese a toda su turbación, se las arregló para dirigirse enseguida a la
    cocina del padre higúmeno y averiguar qué había hecho su progenitor arriba. Luego se
    encaminó a la ciudad, con la esperanza de que durante el recorrido lograría resolver
    de algún modo el problema que lo atormentaba. Me apresuraré a decir que los gritos
    de su padre y la orden de que se trasladara a casa «con las almohadas y el jergón» no
    le asustaban lo más mínimo. Entendía demasiado bien que esa orden, pronunciada en
    voz alta y con un grito tan ostentoso, había sido dada «en un arrebato», incluso en aras
    de la belleza, por así decir, de modo parecido a lo de aquel menestral de nuestra
    pequeña ciudad, que había bebido más de la cuenta en su fiesta de cumpleaños, en
    presencia de los invitados, se había enojado porque no le servían más vodka y de
    buenas a primeras se había puesto a romper su propia vajilla, a desgarrar su ropa y la
    de su mujer, a destrozar los muebles y, por último, los cristales de la casa, y todo eso,
    asimismo, en aras de la belleza.

    Una cosa de este género, desde luego, le acababa de
    ocurrir a su padre. Ni que decir tiene que al día siguiente aquel menestral, después de
    la juerga y tras pasársele la borrachera, había lamentado las tazas y los platos rotos.
    Aliosha sabía que también el viejo, sin duda, le dejaría volver al monasterio al día
    siguiente, o quizá incluso esa misma tarde. Estaba totalmente convencido, además, de
    que él era la última persona a la que su padre querría ofender. Aliosha estaba seguro
    de que nadie en el mundo quería ofenderlo nunca, y no solo es que no quisieran
    ofenderlo, sino que tampoco podían. Eso, para él, era un axioma, definitivamente
    aceptado, sin discusiones, y con éstas siguió adelante, sin la menor vacilación.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:10

    ***


    Pero en ese momento se agitaba en él otro miedo, de un género completamente
    distinto, y mucho más doloroso, porque ni el propio Aliosha podía definirlo; era
    precisamente el miedo a la mujer y, en concreto, a Katerina Ivánovna, que tan
    insistentemente le había suplicado, en la nota que le había entregado la señora
    Jojlakova, que fuera a verla sin especificar el motivo. Esta petición y la apremiante
    necesidad de cumplirla despertaron al instante cierta sensación de tormento en su
    corazón y, durante toda la mañana, a medida que pasaba el tiempo, esa sensación
    había ido creciendo y haciéndose más dolorosa, a pesar de todas las escenas e
    incidentes que habían ocurrido después en el monasterio, así como hacía un momento
    junto al padre higúmeno, etcétera, etcétera. Lo que temía no era ignorar de qué quería
    107
    hablarle ella y qué le respondería él. Y no era a la mujer, en general, lo que temía en
    ella: tenía escasos conocimientos de las mujeres, desde luego, pero, aun así, llevaba
    toda la vida, desde su más tierna infancia hasta su ingreso en el monasterio, viviendo
    únicamente con ellas. Temía en concreto a esa mujer, precisamente a Katerina
    Ivánovna. La había temido desde la primera vez que la vio. Y solo la había visto una o
    dos veces, puede que tres, y hasta había intercambiado algunas palabras con ella en
    una ocasión. Recordaba su imagen como la de una joven bella, arrogante e imperiosa.
    Pero no era su belleza lo que le atormentaba sino algo diferente. Era justamente esa
    inexplicable naturaleza de su miedo lo que acrecentaba su temor. Los fines de la joven
    eran nobilísimos, él lo sabía; se afanaba en salvar a su hermano Dmitri, que ya era
    culpable ante ella, y si se afanaba era solo por generosidad. Pero, a pesar de la
    conciencia y justicia que él no podía dejar de atribuir a todos esos sentimientos
    magníficos y generosos, un frío le recorría la espalda a medida que se acercaba a su
    casa.
    Se dio cuenta de que no hallaría a su hermano Iván Fiódorovich, tan cercano a ella,
    en casa de Katerina Ivánovna: su hermano debía de estar ahora con su padre. Estaba
    aún más seguro de que no encontraría a Dmitri allí, e intuía el porqué. Así que tendrían
    una charla en privado. Le habría gustado mucho ver, antes de esa conversación
    fatídica, a su hermano Dmitri, pasar un rato a su lado. Habría intercambiado algunas
    palabras con él, sin enseñarle la carta. Pero su hermano Dmitri vivía lejos y lo más
    probable es que tampoco estuviera en casa. Tras detenerse un instante, tomó una
    decisión definitiva. Se santiguó con gesto habitual y apresurado, acto seguido sonrió
    por algo y se dirigió con firmeza a ver a su terrible dama.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:11

    ***
    Conocía la casa. Pero si hubiera tenido que ir hasta la calle Mayor, luego atravesar
    la plaza, etcétera, habría tenido que ir bastante lejos. Nuestra pequeña ciudad es muy
    dispersa y las distancias suelen ser más bien grandes. Además, su padre lo estaba
    esperando, quizá aún no hubiese tenido tiempo de olvidar su orden, podía enfadarse,
    y por eso debía darse prisa para llegar a un sitio y a otro. Como resultado de todas
    estas consideraciones, decidió acortar el camino pasando por los patios traseros, pues
    se conocía todos los atajos de la ciudad como la palma de su mano. Eso equivalía a
    prescindir casi totalmente de los caminos, avanzar a lo largo de cercados desiertos,
    saltar incluso a veces vallas ajenas y atravesar patios ajenos, donde, por lo demás,
    todos lo conocían y saludaban. De esta manera podía alcanzar la calle Mayor en la
    mitad de tiempo. En cierto momento tuvo incluso que pasar muy cerca de la casa
    paterna, justo por delante del huerto colindante con el de su padre, que pertenecía a
    una casita decrépita y ruinosa de cuatro ventanas. La propietaria de esta casita era,
    como sabía Aliosha, una menestrala de la ciudad, una vieja a la que le faltaba una
    pierna y que vivía con su hija, una antigua camarera que se había habituado a la vida
    civilizada de la capital, donde había residido siempre en casas de generales, que
    desde hacía un año había vuelto a su casa, a causa de la enfermedad de la anciana, y a
    la que le gustaba lucir sus vestidos elegantes.

    La vieja y su hija habían caído, sin
    embargo, en una miseria terrible, tanto que cada día iban a la cocina de Fiódor
    Pávlovich, como vecinas suyas, para obtener un poco de sopa y pan. Marfa Ignátievna
    les servía de buen grado. Pero la hija, aunque iba a buscar sopa, no había vendido ni
    uno solo de sus vestidos y hasta tenía uno con una cola larguísima. De esta
    circunstancia se había enterado Aliosha de una forma del todo casual, desde luego,
    por su amigo Rakitin, que decididamente estaba al corriente de todo lo que ocurría en
    nuestra pequeña ciudad, y, nada más enterarse, se había olvidado de ella por
    completo. Pero, al llegar a la altura del huerto de la vecina, de repente se acordó de
    esa cola, alzó rápidamente la cabeza gacha y pensativa y… tuvo un encuentro
    totalmente inesperado.
    En el huerto de las vecinas, encaramado a algo al otro lado de la valla, asomaba,
    visible hasta el pecho, su hermano Dmitri Fiódorovich; estaba gesticulando con todas
    sus fuerzas, llamándolo para que se acercara; por lo visto, no solo le daba miedo gritar,
    sino hasta decir una palabra en voz alta, no fuera a oírlo alguien. Aliosha corrió al
    instante hacia la valla.
    —Menos mal que se


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:12

    ***

    —Menos mal que se te ha ocurrido levantar la vista, estaba a punto de gritarte —le
    susurró apresuradamente Dmitri Fiódorovich, todo contento—. ¡Súbete aquí! ¡Rápido!
    Ah, qué bien que hayas venido. Estaba pensando en ti…
    También Aliosha estaba contento y solo se preguntaba cómo iba a escalar y pasar
    por encima de la valla. Pero Mitia, con su brazo hercúleo, lo agarró del codo y lo ayudó
    a saltar. Recogiéndose la sotana, saltó con la ligereza de un pilluelo descalzo.
    —¡Muévete, vamos! —le soltó Mitia en un susurro arrebatado.
    —¿Adónde? —preguntó Aliosha, también en un susurro, mirando a todos los lados
    y descubriendo que se encontraba en un huerto completamente vacío donde, aparte
    de ellos dos, no había nadie. El huerto era pequeño, pero la casita de los propietarios
    se alzaba a no menos de unos cincuenta pasos de distancia—. Pero si aquí no hay
    nadie, ¿por qué hablas en voz baja?
    —¿Por qué? ¡Ah, que el diablo me lleve! —gritó de repente Dmitri Fiódorovich a
    voz en cuello—. Sí, ¿por qué hablo en voz baja? ¿Ves qué confusión de la naturaleza
    puede obrarse de repente? Estoy aquí escondido, guardando un secreto. La
    explicación, más adelante; pero, sabiendo que es un secreto, me he puesto a hablar
    también secretamente, susurrando como un tonto cuando no hay necesidad alguna.
    ¡Vamos, por allí! Por ahora, silencio. ¡Quiero darte un beso!
    ¡Gloria al Altísimo en el mundo,
    gloria al Altísimo en mí…!
    »Antes de que llegaras, estaba aquí, recitándome eso…
    109
    En el huerto, que mediría una desiatina o poco más, solo había árboles plantados
    en el perímetro, a lo largo de las cuatro vallas: manzanos, arces, tilos y abedules. El
    centro del huerto estaba vacío y formaba una especie de prado en el que se segaban
    varios pudy de heno en verano. La propietaria daba en arriendo este huerto al llegar la
    primavera por algunos rublos. Había bancales de frambuesa, uva espina y grosella,
    igualmente a lo largo del cercado; también bancales de verduras muy cerca de la casa,
    cultivados desde hacía poco tiempo. Dmitri Fiódorovich condujo a su invitado hacia el
    rincón más apartado del huerto. Allí, entre los tilos frondosos y los viejos arbustos de
    grosellero y saúco, entre mundillos y lilas, aparecieron de pronto las ruinas de un
    antiquísimo cenador verde, ennegrecido y ladeado, con las paredes de rejilla, pero con
    un techo bajo el cual aún era posible guarecerse de la lluvia. Ese cenador había sido
    construido Dios sabe cuándo, por lo menos hacía unos cincuenta años, según la
    leyenda, por orden de quien era a la sazón propietario de la casa, un tal Aleksandr
    Kárlovich von Schmidt, teniente coronel retirado. Pero todo estaba ya deslucido, el
    suelo podrido, todas las tarimas se tambaleaban, la madera olía a humedad. En el
    cenador había una mesa verde de madera sujeta al suelo y rodeada de bancos,
    también verdes, donde todavía era posible sentarse. Aliosha enseguida se había dado
    cuenta del estado de exaltación de su hermano, pero, al entrar en el cenador, vio
    sobre la mesa media botella de coñac y una copita



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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:12

    ***


    —¡Es coñac! —dijo Mitia soltando una carcajada—. Ya veo lo que estás pensando:
    «¡Ya se ha dado otra vez a la bebida!». No creas en fantasmas.
    No creas a la vana y embustera muchedumbre.
    Olvida tus dudas…!
    »No me emborracho, solo “paladeo”, como dice ese cerdo de Rakitin, amigo tuyo,
    que cuando llegue a ser consejero de Estado seguirá diciéndolo. Siéntate. Te cogería y
    te estrecharía entre mis brazos hasta aplastarte, Aliosha, porque en todo el mundo,
    créeme, de verdad, de-ver-dad (¿lo entiendes?), ¡solo te quiero a ti! —Pronunció estas
    últimas palabras casi en un estado de frenesí—. Solo a ti y a una “infame” de la que
    me he enamorado. Sí, estoy perdido. Pero enamorarse no significa amar. Uno puede
    enamorarse incluso odiando. ¡Recuérdalo! Te lo digo ahora, mientras aún hay placer en
    ello. Siéntate aquí, a la mesa, y yo me sentaré muy cerca, a tu lado, y te miraré
    mientras no dejo de hablar. Tú callarás, y yo te lo diré todo, porque ha llegado el
    momento de hablar. Pero ¿sabes?, he pensado que hay que hablar en voz baja, sí,
    porque aquí… aquí… quizá puedan oírnos los oídos más inesperados. Te lo explicaré
    todo, ya te lo he dicho: la continuación vendrá más tarde. ¿Por qué crees que rabiaba
    por saber de ti, por qué tenía tantas ganas de verte todos estos días y también ahora?
    (Ya hace cinco días que eché anclas aquí.) ¿Por qué todos estos días? Porque solo a ti
    voy a decírtelo todo, porque es necesario, porque tú eres necesario, porque mañana
    caeré de las nubes, porque mañana la vida terminará y comenzará. ¿Has sentido, has
    110
    soñado alguna vez que caes de una montaña a un hoyo? Bien, así estoy yo cayendo
    ahora, y no es un sueño. Y no tengo miedo, tú tampoco lo tengas. Es decir, sí que
    tengo miedo, pero es un miedo dulce. Como una exaltación… Bueno, al diablo, lo que
    sea, qué más da. Espíritu fuerte, espíritu débil, espíritu de mujer, ¿qué más da?
    Alabemos la naturaleza: ¡mira cuánto sol, el cielo tan limpio, las hojas todas verdes,
    todavía es pleno verano, las cuatro de la tarde, el silencio! ¿Adónde ibas?
    —A casa de nuestro padre, pero primero quería pasar a ver a Katerina Ivánovna.
    —¡A casa de ella y a casa de nuestro padre! ¡Oh, qué coincidencia! Pero ¿por qué
    te llamaba yo, por qué quería verte, por qué lo ansiaba y deseaba con todos los
    meandros de mi alma e incluso con mis costillas? Para enviarte precisamente con
    padre, de mi parte, y luego con ella, Katerina Ivánovna, y así acabar con ella y con
    padre. Para enviar a un ángel. Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba
    mandar a un ángel. Y resulta que tú mismo vas a verlos, a ella y a padre.
    —¿De verdad querías mandarme a mí? —le soltó Aliosha con una expresión de
    dolor en el rostro.
    —Espera, tú lo sabías. Y veo que lo has comprendido todo al instante. Pero calla,
    por ahora calla. ¡No me compadezcas y no llores!
    Dmitri Fiódorovich se levantó, se quedó pensativo y se puso un dedo en la frente:
    —Te ha llamado ella misma, te ha escrito una carta o algo así, por eso ibas a verla;
    de lo contrario, ¿acaso irías?
    —Aquí está la nota —Aliosha la sacó del bolsillo. Mitia la leyó rápidamente.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:14

    ***


    —¡Y tú has venido por patios traseros! ¡Oh, dioses! Os agradezco que lo enviaseis
    por atajos y que fuera a parar hasta mí, como el pez de oro que pesca el viejo y
    estúpido pescador en el cuento. Escucha, Aliosha, escucha, hermano. Ahora voy a
    contártelo todo. Porque a alguien tengo que decírselo. Al ángel del cielo ya se lo he
    dicho, pero debo decírselo también a un ángel en la tierra. Tú eres un ángel en la
    tierra. Tú escucharás, juzgarás y perdonarás… Y eso es lo que yo necesito, que alguien
    superior me perdone. Escucha: si dos seres de repente rompen con todo lo terrenal y
    vuelan hacia lo extraordinario, o al menos alguno de ellos lo hace, y antes de eso,
    mientras emprende el vuelo o perece, se acerca a otro ser y le dice: hazme esto o
    aquello, algo que uno nunca pediría a nadie, salvo en el lecho de muerte… ¿Puede
    uno negarse a hacerlo… si es un amigo, un hermano?
    —Yo lo haré, pero dime qué es y dímelo cuanto antes —dijo Aliosha.
    —Cuanto antes… Hum… No tengas prisa, Aliosha: tienes prisa y te preocupas. No
    hay por qué apresurarse ahora. Ahora el mundo ha salido a una nueva calle. ¡Ay,
    Aliosha, es una pena que nunca hayas alcanzado el éxtasis! Pero ¿qué estoy diciendo?
    ¡Como si no lo hubieras alcanzado! ¡Qué charlatán soy!
    ¡Que el hombre sea noble!
    »¿De quién es ese verso?

    Aliosha decidió esperar. Comprendió que, posiblemente, todo lo que tenía que
    hacer en ese momento estaba allí. Mitia se quedó pensativo un instante, con los codos
    sobre la mesa y la cabeza apoyada en la palma de una mano. Los dos estuvieron un
    rato callados.
    —Liosha —dijo Mitia—, ¡tú eres el único que no se va a reír! Quisiera empezar… mi
    confesión… con el himno a la alegría de Schiller. An die Freude! Pero no sé alemán,
    solo sé que se llama An die Freude. No creas que hablo así porque estoy borracho. No
    lo estoy en absoluto. El coñac es coñac, pero yo necesito dos botellas para
    embriagarme.
    Así, Sileno carirrojo,
    sobre su asno tropezón,
    »pero yo no he bebido ni un cuarto de botella y tampoco soy Sileno. No soy Sileno,
    pero sí silente, porque como te he dicho he tomado una decisión para siempre.
    Perdóname el juego de palabras, tendrás que perdonarme muchas cosas hoy, no solo
    el juego de palabras. No te inquietes, no me extenderé mucho, te cuento una cosa y
    enseguida llegaré al meollo. No te haré perder el tiempo como un miserable judío.
    Espera, cómo es eso… —Alzó la cabeza, se quedó pensativo y de repente se lanzó a
    recitar con voz exaltada—:


    Tímido, desnudo y salvaje
    se ocultaba el troglodita
    en la hendidura de la montaña,
    vagaba el nómada por campos
    y a su paso los asolaba.
    El cazador, con lanzas y flechas,
    batía amenazante los bosques…
    ¡Ay, del náufrago llevado por las olas
    hasta aquellas playas inhóspitas!

    Desde las alturas del Olimpo,
    desciende la madre Ceres
    en busca de Proserpina, raptada:
    la tierra que pisa es salvaje.
    Nada de cobijo, nada de ofrendas
    que saluden a la divinidad,
    y el culto ignora a los dioses,
    ningún templo los adora.

    Los frutos del campo, los dulces racimos,
    no adornan ningún banquete,
    solo humean los restos de las víctimas
    sobre los altares ensangrentados.
    Y dondequiera que abarque
    Ceres con su triste mirada
    encuentra a los hombres
    en dolorosa humillación





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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:16

    ***

    De repente unos sollozos brotaron del pecho de Mitia. Cogió a Aliosha de la mano.
    —Amigo, amigo, sí, en la humillación, en la profunda humillación todavía. ¡Es
    terrible lo mucho que ha de soportar el hombre en la tierra, es terrible la cantidad de
    sus desdichas! No creas que soy solo un fanfarrón, disfrazado de oficial, que se
    emborracha con coñac y se entrega al libertinaje. Yo, hermano, casi solo pienso en
    eso, en ese hombre humillado, si es que no miento. Dios me salve de mentir o de
    jactarme. Porque pienso en ese hombre, yo mismo soy ese hombre:

    Para que el hombre salga de la abyección
    por la fuerza de su alma
    es preciso que forje un pacto eterno
    con la antigua madre Tierra…

    »Solo que ahí está el problema: ¿cómo pactar esta alianza eterna con la tierra? Yo no
    beso la tierra, no le abro el seno; ¿tendría que hacerme campesino o pastor? Camino y
    no sé nada, no sé si he caído en el hedor y en la vergüenza o en la luz y en la alegría.
    Ésa es la desgracia. Y cuando me encontraba sumido en la más profunda, en la más
    honda vergüenza (y eso era lo único que me sucedía), siempre leía este poema sobre
    Ceres y el hombre. ¿Me servía para corregirme? ¡Nunca! Porque soy un Karamázov. Y
    cuando me precipito al abismo, me precipito derecho, con la cabeza abajo y los
    talones arriba, incluso me siento satisfecho de caer en una posición tan humillante y
    considero que para mí eso es la belleza. Y desde el fondo de esta vergüenza de pronto
    empiezo un himno. Sí, soy un maldito, soy miserable y vil, pero también puedo besar
    el borde de esa túnica con la que se envuelve mi Dios y, aunque al mismo tiempo siga
    al diablo, continúo siendo tu hijo, Señor, y te amo, y siento una felicidad sin la cual el
    mundo no puede mantenerse ni ser.

    El alma de la creación divina
    apaga su sed con eterna alegría,
    la llama de la vida prende
    con la secreta fuerza de la fermentación;
    es ella la que hace crecer la hierba,
    en soles torna el caos
    y, libres de los astrónomos,
    por los espacios los astros dispersa.

    Del seno de la naturaleza
    todo lo nacido alegría bebe.
    Arrastra tras de sí seres y pueblos,
    amigos nos brindó en el infortunio,
    zumo de uvas, coronas de flores,
    y la lujuria de los insectos…
    Y el ángel ante Dios comparecerá.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 10:16

    ***

    »Pero ¡basta de poesía! He vertido lágrimas, déjame llorar un poco más. Que sea una
    estupidez de la que todos se rían, pero tú no. A ti también te brillan los ojos. Basta de
    poesía. Quiero hablarte ahora de los “insectos”, de esos a los que Dios ha dotado de
    lujuria.
    ¡A los insectos, la lujuria!
    »Yo, hermano, soy ese insecto, y esas palabras fueron pronunciadas especialmente
    para mí. Y todos nosotros, los Karamázov, somos así; ese insecto también vive dentro
    de ti, Aliosha, que eres un ángel, y engendra tormentas en tu sangre. ¡Tormentas,
    porque la lujuria es una tormenta, más que una tormenta! ¡La belleza es una cosa
    terrible y pavorosa! Terrible porque es indefinible, nadie la puede definir, porque Dios
    solo nos ha dado enigmas. Aquí las orillas convergen, aquí todas las contradicciones
    conviven. Soy muy poco instruido, hermano, pero he pensado mucho en estas cosas.
    ¡Son muchos los misterios aterradores! ¡Demasiados los enigmas que abruman al
    hombre en la tierra! Desentráñalos como puedas y sal intacto. ¡La belleza! No puedo
    soportar que un hombre de gran corazón y elevada inteligencia empiece con el ideal
    de la Madona y termine con el de Sodoma.

    Pero aún más espantoso es que, llevando
    en el alma el ideal de Sodoma, no reniegue del de la Madona, que siga ardiendo por
    él su corazón, y de verdad, como en los años inmaculados de su juventud. No, el ser
    humano es vasto, demasiado vasto, me gustaría reducirlo. ¡El diablo sabrá lo que
    significa! Lo que a la razón se le presenta como una vergüenza, para el corazón no es
    sino belleza. ¿En Sodoma hay belleza? Créeme, para la mayoría de la gente es
    precisamente en Sodoma donde reside la belleza: ¿no conocías ese secreto? Lo
    terrible es que la belleza no solo es espantosa, sino también un enigma. Es la lucha
    entre el diablo y Dios, con el corazón del hombre como campo de batalla. De todos
    modos, cada uno habla de lo que le duele. Escucha, ahora vamos al grano






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:39

    ***

    IV. La confesión de un corazón ardiente. En anécdotas



    —Yo allí llevaba una vida disoluta. Nuestro padre decía hace poco que he gastado
    miles de rublos en seducir doncellas. Es una sucia invención, nunca ha sido así y, en
    cuanto a lo que en realidad hubo, para «eso», de hecho, no fue necesario dinero. Para
    mí, el dinero es el accesorio, la fiebre del alma, el decorado. Hoy soy el amante de una
    señora, mañana lo seré de una chica de la calle. Y a una y a otra las divierto, tiro el
    dinero a manos llenas: música, jolgorio, cíngaros. Si hace falta, se lo doy a ellas
    también, porque lo cogen, lo cogen con frenesí, hay que reconocerlo, y se quedan
    contentas y agradecidas. Las señoritas me amaban, no todas, pero pasaba, sí, pasaba;
    con todo, siempre me han gustado los callejones, los rincones perdidos y oscuros, más
    allá de la plaza: allí se encuentran aventuras, sorpresas inesperadas, pepitas de oro en
    el barro. Me expreso alegóricamente, hermano. En nuestra pequeña ciudad no existían
    estos callejones en el plano material, pero sí desde el punto de vista moral. Si tú fueras
    como yo, entenderías lo que eso significa. Me gustaba la depravación, me gustaba
    también por su misma abyección. Me gustaba la crueldad: ¿acaso no soy una chinche,
    un insecto maligno? En una palabra, ¡soy un Karamázov! Una vez se organizó en toda
    la ciudad una salida al campo, partieron siete troikas; en la oscuridad, en pleno
    invierno, en el trineo, me puse a estrechar la mano de una vecinita y la obligué a que
    me besara; era la hija de un funcionario, una chica pobre, gentil, tímida, sumisa. Me
    dejó hacer, me permitió muchas cosas en la oscuridad. Imaginaba, pobrecita, que al
    día siguiente me presentaría en su casa para pedir su mano (me apreciaban, sobre
    todo, como un buen partido); pero después de aquello no le dije una palabra en cinco
    meses, ni siquiera media palabra.

    Cuando había baile (y no se hacía más que bailar)
    veía sus ojos acechándome desde un rincón de la sala, veía cómo ardían con una
    llamita, con una llamita de mansa indignación. Este juego no hacía sino divertir la
    lujuria de insecto que alimentaba en mí. Al cabo de cinco meses, se casó con un
    funcionario y se fue… enfadada y quizá queriéndome aún. Ahora viven felices. Fíjate
    que a nadie le he dicho nada, no la he mancillado; a pesar de mis bajos deseos y de
    que amo la bajeza, no carezco de honor. Te ruborizas, tus ojos brillan. Basta de
    suciedad para ti. Y todo esto no es nada todavía, solo florecillas a lo Paul de Kock,
    aunque el cruel insecto ya había crecido, ya se había hecho grande en mi alma.
    Hermano, tengo un álbum entero de recuerdos. Que Dios las ampare, a mis queriditas.
    Al romper me gustaba que fuera sin riñas. Nunca he traicionado ni difamado a
    ninguna. Pero basta. ¿Creías que te había hecho venir aquí solo para estas porquerías?
    No, te contaré algo más curioso; pero no te sorprendas de que no me avergüence
    delante de ti y que incluso parezca que me siento feliz.









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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:40

    ***

    —Dices esto porque me he sonrojado —observó repentinamente Aliosha—. No me
    he ruborizado por tus palabras, ni siquiera por tus actos, sino porque soy como tú.
    —¿Tú? Bueno, eso es ir demasiado lejos.
    —No, demasiado lejos no —replicó Aliosha con ardor. (Por lo visto, esa idea
    habitaba en él hacía mucho tiempo)—. Los peldaños son los mismos. Yo estoy en el
    más bajo, y tú, más arriba, pongamos en el decimotercero. Así es como lo veo, pero
    de todos modos es lo mismo, es exactamente igual. Quien ha puesto el pie en el
    peldaño más bajo seguramente acabe subiendo sin falta hasta arriba.
    —Lo mejor, entonces, ¿sería no ponerlo?
    —Desde luego, si es posible.
    —Y tú, ¿puedes?
    —Me parece que no.
    —Calla, Aliosha, calla, querido, quisiera besarte la mano, así, de la emoción. Esa
    granuja de Grúshenka, que tiene ojo para los hombres, una vez me dijo que se te
    comería. ¡Me callo, me callo! Pasemos de las abominaciones, de los márgenes
    ensuciados por las moscas, a mi tragedia, también otro margen ensuciado por las
    moscas, es decir, lleno de vilezas. Si bien el viejo mintió en cuanto a lo de seducir
    inocentes, en esencia, en mi tragedia, así es como fue, aunque solo una vez y ni
    siquiera llegó a ocurrir. El viejo me reprochaba esas fábulas, pero no conoce este caso:
    nunca se lo he contado a nadie, tú serás el primero al que se lo cuente, aparte de Iván,
    por supuesto; él lo sabe todo, lo ha sabido mucho antes que tú. Pero Iván es una
    tumba.
    —Iván, ¿una tumba?
    —Sí. —Aliosha le escuchaba con una atención extrema—. Verás, aunque yo era
    teniente en un batallón de línea, aun así era objeto de vigilancia, como si fuera una
    especie de deportado. Pero en la pequeña ciudad me recibían magníficamente. Yo
    derrochaba mucho dinero, creían que era rico y yo mismo creía serlo. Por lo demás,
    algo de mí debía de gustarles también. Negaban con la cabeza, pero me querían de
    verdad. Mi teniente coronel, un viejo ya, me cogió ojeriza de buenas a primeras. Me
    buscaba las cosquillas, pero yo tenía mis contactos y, además, toda la ciudad me
    defendía, así que no me podía sacar muchas faltas.

    La culpa era mía, pues no le rendía
    los honores a los que tenía derecho, y lo hacía adrede. Yo era muy orgulloso. Ese viejo
    testarudo, que no era en absoluto mal hombre, de trato afable y hospitalario, había
    tenido dos esposas y las dos habían muerto. Una de ellas, la primera, provenía de una
    familia sencilla y le había dejado una hija, también sencilla. En mis tiempos era ya una
    soltera de veinticuatro años y vivía con su padre y su tía, la hermana de su difunta
    madre. La tía era la sencillez muda, y la sobrina, la hija mayor del teniente coronel, la
    sencillez avispada. Al recordarla, me gusta decir buenas palabras de ella: nunca,
    querido mío, he encontrado un carácter de mujer tan encantador como el de esa chica.
    Se llamaba Agafia, figúratelo, Agafia Ivánovna. Era bastante guapa para el gusto ruso:
    alta, fuerte, corpulenta, con unos ojos espléndidos y un rostro, digamos, algo tosco.
    No se casaba, aunque habían pedido dos veces su mano, decía que no y no perdía su
    alegría. Entablé una buena relación con ella, no de esa forma, no, todo era puro, se
    trataba de amistad. A menudo me avenía con mujeres sin el menor pecado, como
    amigos. Hablaba con ella de tantas cosas y de una manera tan abierta que, ¡ay!, no
    hacía sino echarse a reír. A muchas mujeres les gusta la franqueza, toma nota de ello,
    pero además era virgen, lo que me divertía mucho. Y otra cosa: no se la podía calificar
    en absoluto de señorita


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:41

    ***


    a. Ella y la tía vivían en casa de su padre en una especie de
    humillación voluntaria, sin tratar de igualarse al resto de la sociedad. Todos la querían
    y la necesitaban porque, como costurera, era admirable: tenía talento, no pedía dinero
    por sus servicios, lo hacía por amabilidad, pero no rechazaba los regalos si se los
    ofrecían. En cuanto al teniente coronel, ¡no tenía nada que ver! Era una de las más
    grandes personalidades de nuestro lugar. Vivía en la opulencia, recibía en su casa a
    toda la ciudad, daba cenas y bailes. Cuando llegué y me incorporé al batallón, solo se
    hablaba, en la ciudad, de que pronto tendríamos una visita de la capital, la segunda
    hija del teniente coronel, sumamente bella entre las bellas, que acababa de salir de un
    instituto aristocrático de la capital. Esa segunda hija no era otra que Katerina Ivánovna,
    nacida de la segunda esposa del teniente coronel. Y esta segunda esposa, ya difunta,
    procedía de no sé qué familia noble de un gran general, aunque no aportó nada de
    dote a su marido, lo sé de buena fuente. Así que, aparte de ser de buena familia, no
    tenía más que algunas esperanzas, quizá, pero nada de dinero contante y sonante. Y,
    sin embargo, cuando llegó la joven recién salida del instituto (de visita, no para
    quedarse), nuestra pequeña ciudad fue como si se renovara, nuestras damas más
    ilustres, dos generalas, la coronela y, detrás de ellas, todas las demás, se la disputaban,
    la invitaban a todas partes, empezaron a distraerla, era la reina de los bailes, de las
    salidas al campo, se organizaban tableaux vivants en beneficio de no sé qué
    institutrices. En cuanto a mí, yo callaba, me dedicaba a parrandear, y fue entonces
    cuando hice una trastada tan sonada que toda la ciudad puso el grito en el cielo. Un
    día vi que ella me medía con la mirada; fue en casa del comandante de la batería, y yo
    no me acerqué, desdeñando, por así decirlo, conocerla. No fue hasta algunos días más
    tarde, también durante una velada, cuando me aproximé a ella, le dirigí la palabra; ella
    a duras penas me miró, frunció los labios con desdén, y yo pensé: ¡espera un poco, me
    vengaré! Entonces yo era un soldado zafio de los más temibles en la mayoría de los
    casos, y yo mismo lo sentía. Principalmente, lo que sentía era que Kátenka no era una
    ingenua colegiala sino una persona con carácter, orgullo y auténtica virtud y, sobre
    todo, inteligente e instruida, mientras que a mí me faltaba lo uno y lo otro. ¿Crees que
    quería pedir su mano?

    En absoluto, simplemente quería vengarme de que, siendo yo
    tan buen mozo, ella no lo advirtiera. Entretanto, juerga y desolación. Al final, el
    teniente coronel me puso bajo arresto tres días. Justo en ese momento padre me
    envió seis mil rublos, después de que le hubiera mandado una renuncia formal a todos
    mis derechos y pretensiones, esto es, diciendo que «las cuentas quedaban saldadas» y
    que no habría más reclamaciones. Entonces yo no entendía nada: hasta mi llegada
    aquí, hermano, hasta estos últimos días, y quizá hasta ahora mismo, no he entendido ni
    una pizca de todos estos altercados financieros con padre. Pero, al diablo con esto, lo
    dejaré para luego. Ya en posesión de estos seis mil rublos, de pronto me enteré por
    una carta de un amigo de algo que me interesaba muchísimo: que había cierto
    descontento con nuestro teniente coronel, que se le consideraba sospechoso de
    malversación, en pocas palabras, que sus enemigos le estaban preparando una
    pequeña sorpresa. Y, en efecto, recibió la visita del jefe de la división y le echó una
    reprimenda de tomo y lomo.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:42

    ***

    . Luego, un poco más tarde, le ordenaron que presentara
    la dimisión. No te contaré en detalle todo lo que pasó; tenía, en efecto, enemigos; de
    pronto, en la ciudad, la relación con él y con su familia se enfrió sobremanera, todo el
    mundo los evitaba. Entonces le jugué la primera mala pasada: me encontré con Agafia
    Ivánovna, cuya amistad siempre había conservado, y le dije: «Faltan cuatro mil
    quinientos rublos del Estado en la caja de su padre…». «¿A qué se refiere? ¿Por qué
    dice eso? Hace poco vino el general y estaba todo el dinero…» «Entonces estaba,
    pero ahora no.» Se espantó muchísimo: «No me asuste, por favor, ¿a quién se lo ha
    oído decir?». «No se inquiete —le dije—, no se lo diré a nadie, ya sabe que en este
    aspecto soy una tumba. Pero quería añadir algo al respecto, “por si acaso”: cuando le
    reclamen a su papá los cuatro mil quinientos rublos y no los tenga, antes de que le
    hagan un consejo de guerra y acabe como soldado raso en su vejez, envíeme
    enseguida a su hermana en secreto; acaban de mandarme dinero, creo que podré
    dejarle cuatro mil rublos, y guardaré el secreto como un santo.» «Oh, qué canalla es
    usted —así lo dijo—, qué mezquino canalla. Pero ¿cómo se atreve?» Se fue con una
    indignación terrible, y yo, a la espalda, le grité una vez más que guardaría el secreto de
    un modo inquebrantable, como un santo. Esas dos mujeres, me refiero a Agafia y a su
    tía, te lo diré de antemano, se revelaron como puros ángeles en toda esta historia: de
    hecho, idolatraban a la altanera de Katia, se rebajaban ante ella, eran como sus
    criadas… Pero Agafia fue y le contó mi bribonada, es decir, nuestra conversación. De
    esto me enteré más tarde con todo detalle. No le ocultó nada, y eso era, naturalmente,
    lo que yo necesitaba.

    »De pronto, llegó un nuevo mayor para tomar el mando del batallón. Y lo hizo.
    Repentinamente el viejo teniente coronel cayó enfermo, no podía moverse, no salió de
    casa en dos días y no entregó el dinero del Estado. Nuestro doctor Krávchenko
    aseguraba que estaba realmente enfermo. Pero he aquí lo que yo sabía a ciencia cierta
    y en secreto desde hacía tiempo: la suma de dinero, después de cada inspección de
    las autoridades, y desde hacía ya cuatro años consecutivos, desaparecía durante un
    tiempo. El teniente coronel se la prestaba a un hombre de total confianza, un
    comerciante local, el viejo viudo Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El
    otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el
    dinero al teniente coronel, la suma í







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    Mensaje por Maria Lua Sáb 07 Sep 2024, 12:43

    ***
    Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El
    otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el
    dinero al teniente coronel, la suma íntegra, junto con algún que otro regalo de la feria
    y una comisión por los intereses. Pero esta vez (lo supe por casualidad, por un
    adolescente, el hijito baboso de Trífonov, su vástago y heredero, el chico más
    depravado que el mundo haya jamás dado), esta vez, como decía, Trífonov, al regresar
    de la feria, no le devolvió nada. El teniente coronel corrió a verlo. “Nunca recibí nada
    de usted ni pude haberlo recibido”, fue la respuesta. Así que nuestro teniente coronel
    estaba en casa, con la cabeza envuelta en una toalla, mientras las tres mujeres le
    aplicaban hielo en las sienes; de pronto, un ordenanza, con un libro y una orden:
    “Entregue los fondos del Estado, de inmediato, en un plazo de dos horas”. Él firmó,
    después yo vi esta firma en el libro; se levantó, dijo que iba a ponerse el uniforme,
    corrió a su dormitorio, cogió su escopeta de caza, de dos cañones, la cargó, puso
    dentro una bala de soldado, se quitó la bota del pie derecho, apoyó la escopeta
    contra su pecho, y, con el pie, se puso a buscar el gatillo. Y Agafia, que sospechaba
    algo, se acordó de lo que yo le había dicho: se acercó cautelosamente y, justo a
    tiempo, lo vio todo: irrumpió en la habitación, se lanzó sobre él por la espalda, lo
    abrazó y la escopeta se disparó contra el techo; nadie resultó herido; las demás
    entraron corriendo, lo sujetaron, le quitaron la escopeta, lo sostuvieron por los
    brazos…

    Todo esto lo supe más tarde hasta el último detalle. Yo estaba en mi casa en
    ese momento; oscurecía y estaba a punto de salir, después de haberme vestido,
    peinado, de haber perfumado mi pañuelo y cogido mi gorro, cuando de pronto se
    abrió la puerta y allí, en mi apartamento, vi ante mí a Katerina Ivánovna.
    »A veces pasan cosas extrañas: nadie en la calle se dio cuenta en ese momento de
    que ella había venido a verme, así que para la ciudad simplemente desapareció. Yo
    alquilaba mis aposentos a las mujeres de dos funcionarios, muy viejas las dos, que
    también me servían, mujeres respetables, me obedecían en todo, y esa vez, por orden
    mía, luego se quedaron calladas como dos postes de hierro. Por supuesto, lo
    comprendí todo de golpe. Entró y me miró directamente, sus ojos oscuros miraban
    decididos, desafiantes incluso, pero en sus labios y en torno a su boca distinguí cierta
    indecisión.
    »“Mi hermana me dijo que me daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía a
    buscarlos… yo misma. He venido… ¡Deme el dinero!” No podía resistir, se ahogaba,
    tenía miedo, se le cortaba la voz, y las comisuras de los labios, las líneas cercanas, le
    empezaron a temblar. Aliosha, ¿me escuchas o duermes?
    —Mitia, sé que dirás toda la verdad —dijo Aliosha con emoción.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:42

    ***


    —Puedes estar seguro. Si quieres toda la verdad, así es como pasó todo, no me
    apiadaré de mí. Mi primer pensamiento fue el de un Karamázov. Una vez, hermano, me
    picó una araña y tuve que estar dos semanas en la cama con fiebre; pues bien, en ese
    momento fue igual, de golpe sentí en el corazón la mordedura de una araña, un
    insecto maligno, ¿entiendes? La miré de pies a cabeza. ¿La has visto? ¡Una belleza! En
    ese momento también era bella, pero por otra razón. Lo era por su nobleza, mientras
    que yo era un canalla, ella era hermosa por la grandeza de su generosidad y por el
    sacrificio que hacía por su padre, mientras que yo era una chinche. Y de mí, una
    chinche y un canalla, ella dependía por completo, toda entera, en cuerpo y alma. Sin
    salida. Te lo diré sin rodeos: esa idea, la idea de la araña, se apoderó de mi corazón
    hasta tal punto que faltó poco para que me ahogara del tormento. Parecía que no
    podía haber lucha siquiera: tenía que actuar precisamente como una chinche, como
    una tarántula maligna, sin la menor compasión… Me quedé sin aliento. Escucha: al día
    siguiente, por supuesto, habría ido a pedir su mano, para que todo acabara, por así
    decirlo, de la manera más noble, y nadie, por tanto, habría sabido ni habría podido
    saber nada. Porque, aunque soy hombre de bajos deseos, soy honrado. Y de repente,
    en ese mismo segundo, alguien me susurró al oído: «Mañana, cuando vayas a pedirla
    en matrimonio, ella no saldrá a verte y hará que te expulse el cochero:

    “¡Deshónrame
    por toda la ciudad, no me das miedo!”». Miré a la joven, la voz no me había mentido:
    eso era lo que realmente pasaría. Me agarrarían por el pescuezo y me echarían, su
    semblante no dejaba lugar a dudas. La cólera empezó a hervir dentro de mí; deseaba
    hacerle la bribonada más infame, más sucia, digna de un comerciante de poca monta:
    mirarla burlonamente y, teniéndola delante, desconcertarla con ese tono de voz que
    solo sabe emplear un mercachifle:
    »—¡Cuatro mil rublos! ¡Pero si era una broma! ¡Ha hecho sus cálculos demasiado a
    la ligera, señorita! Doscientos quizá, incluso con sumo gusto y placer, pero cuatro mil,
    señorita, es demasiado dinero para tirarlo por la ventana. Se ha molestado usted en
    vano





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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:43

    ***
    »Ya ves, yo lo habría perdido todo, porque ella habría echado a correr, pero esa
    venganza infernal me hubiese compensado por todo lo demás. Luego me habría
    pasado toda la vida arrepintiéndome, pero hubiese dado lo que fuera por
    complacerme en ese momento con esa trastada. ¿Lo creerás? En un momento así,
    nunca he mirado cara a cara a una mujer, fuera quien fuese, con odio; pues bien, te lo
    juro por la cruz, durante unos segundos, tres o cinco, la contemplé con un odio
    terrible, con esa especie de odio que solo por un pelo está separado del amor, del
    amor más insensato. Me acerqué a la ventana, apoyé la frente en el cristal helado y
    recuerdo que el hielo me quemó la frente como fuego. No la retuve mucho tiempo,
    estate tranquilo; me volví, fui hacia la mesa, abrí el cajón y saqué un título al portador
    de cinco mil rublos al cinco por ciento (lo había guardado en mi diccionario de
    120
    francés). Se lo mostré en silencio, lo doblé, se lo entregué y yo mismo le abrí la puerta
    del vestíbulo y, dando un paso atrás, la saludé con una reverencia correctísima y muy
    sentida, ¡créeme! Toda ella se estremeció, me miró de hito en hito un segundo,
    palideció terriblemente, como un mantel, y, de pronto, sin decir una palabra, no de
    una manera impulsiva sino con suavidad, en silencio, profundamente, se inclinó entera,
    se postró a mis pies, hasta tocar el suelo con la frente, ¡no como una colegiala sino a la
    manera rusa! Se levantó de un salto y echó a correr. Cuando desapareció, desenvainé
    mi espada y a punto estuve de clavármela; ¿por qué? No lo sé, habría sido una terrible
    estupidez, desde luego, pero debía de ser por una especie de éxtasis. ¿Entiendes que
    alguien se pueda matar en una especie de éxtasis? Pero no me clavé la espada, me
    limité a besarla y la enfundé de nuevo, un detalle que habría podido callarme. Incluso
    me parece ahora que, al hablarte de todas estas luchas, lo he bordado todo un poco
    para darme importancia. Pero que así sea, qué más da, ¡al diablo con todos los espías
    del corazón humano! Éste es todo mi pasado “incidente” con Katerina Ivánovna. Así
    que ahora tú eres el único, con nuestro hermano Iván, que está al corriente de esta
    historia.
    Dmitri Fiódorovich se puso de pie y, emocionado, dio un paso, luego otro, sacó el
    pañuelo, se secó el sudor de la frente, después se sentó de nuevo, pero no en el
    mismo sitio que antes, sino en otro, en el banco de enfrente, junto a la otra pared, de
    modo que Aliosha tuvo que volverse por completo para verle la cara.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:44

    ***


    V. La confesión de un corazón ardiente. «Cabeza abajo»



    —Ahora —dijo Aliosha— conozco la primera mitad de este asunto.
    —La primera mitad la entiendes: es un drama y pasó allí. La segunda parte, en
    cambio, es una tragedia, y pasará aquí.
    —De la segunda mitad, sin embargo, aún no entiendo nada —dijo Aliosha.
    —¿Y yo? ¿Acaso lo entiendo yo?
    —Espera, Dmitri, hay una palabra decisiva. Dime: tú eres su prometido, ¿no? ¿Lo
    sigues siendo?
    —Nos prometimos, pero no enseguida, sino tres meses después de lo que te
    acabo de contar. Al día siguiente de lo sucedido, me dije que aquello estaba
    liquidado, zanjado, que no tendría continuación. Ir a pedir su mano me parecía una
    bajeza. Por su parte, en las seis semanas que pasó luego en nuestra ciudad, no me
    dejó oír ni una palabra suya. Con una excepción: al día siguiente de su visita se coló en
    mi habitación su doncella y, sin mediar palabra, me entregó un sobre. Iba dirigido a
    mí. Lo abrí: estaba el cambio de los cinco mil rublos. Necesitaban cuatro mil quinientos
    y, en la venta del título, debían de haber perdido un poco más de doscientos rublos.
    En total me mandó, me parece, doscientos sesenta, no lo recuerdo muy bien, y nada
    más que el dinero: ni una carta, ni una nota, ni una explicación. Busqué en el sobre
    alguna marca de lápiz: ¡nada! Así que me fui de parranda con los rublos que me
    quedaban, hasta que el nuevo mayor se vio forzado finalmente a llamarme al orden. El
    teniente coronel devolvió los fondos del Estado, felizmente y para sorpresa de todos,
    porque nadie creía ya que dispusiera de la suma íntegra. Entregó el dinero y se puso
    enfermo, tuvo que guardar cama tres semanas; luego repentinamente sufrió un
    reblandecimiento cerebral y al cabo de cinco días murió. Fue enterrado con honores
    militares, pues aún no había tenido tiempo de presentar su dimisión. Katerina
    Ivánovna, la hermana de ésta y la tía, unos diez días después de haber dado sepultura
    al padre, se trasladaron a Moscú. Y fue justo antes de su partida, el mismo día en que
    se iban (no las había visto ni les había dicho adiós), cuando recibí un sobrecito
    diminuto, de color azul, con papel de encaje en el que estaba escrita a lápiz una sola
    línea: «Le escribiré, espere». Nada más.
    »Te explicaré el resto en dos palabras. En Moscú, su situación cambió a la
    velocidad del rayo y dio un vuelco inesperado digno de un cuento árabe. Su principal
    parienta, la viuda de un general, perdió de repente a sus dos sobrinas, que eran sus
    dos herederas más inmediatas: ambas murieron de viruela en el espacio de una
    semana.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:45

    ***

    Trastornada, la vieja acogió a Katia como a su propia hija, como la estrella de
    la salvación, se volcó en ella, rehízo inmediatamente su testamento a su favor, pero eso
    era para el futuro, y, entretanto, le dio a tocateja ochenta mil rublos, como si le dijera:
    ésta es tu dote, haz con ella lo que quieras. Una mujer histérica, he tenido oportunidad
    de observarla más tarde, en Moscú. Así que de repente recibí cuatro mil quinientos
    rublos por correo; me quedé perplejo, desde luego; de la sorpresa enmudecí. Tres
    días después, llegó también la carta prometida. Aquí la tengo, siempre la llevo
    conmigo y la conservaré hasta que me muera. ¿Quieres que te la enseñe? Tienes que
    leerla: se ofrece a ser mi prometida, ella misma se ofrece. “Le amo con locura —dice—
    , me da igual que usted no me ame, sea solo mi marido. No tema, no le molestaré en
    absoluto, seré su mueble, la alfombra que pise… Quiero amarle eternamente, quiero
    salvarle de sí mismo…”


    ¡Aliosha, no soy digno siquiera de repetir esas líneas con mis
    palabras de canalla, con mi sempiterno tono de canalla, que nunca he sido capaz de
    corregir! Esta carta me ha atravesado hasta hoy y, ¿acaso me siento aliviado ahora,
    acaso me siento bien ahora? Enseguida le escribí una respuesta (no podía de ningún
    modo ir a Moscú). Le escribí con lágrimas; de una cosa me avergonzaré eternamente;
    le mencioné que ella ahora era rica y tenía dote, mientras que yo solo era un pobre
    soldado: ¡le hablé de dinero! Tendría que haberme contenido, pero la pluma me
    traicionó. En el mismo momento, enseguida, escribí a Iván en Moscú y se lo expliqué
    todo por carta en la medida de lo posible: era una carta de seis hojas, y le mandé que
    fuera a verla. ¿Por qué me miras, por qué me observas así? Sí, Iván se enamoró de ella
    y sigue enamorado, lo sé, cometí una estupidez, según vosotros, según el mundo,
    pero quizá esa estupidez sea la que nos salve ahora a todos. Ah, ¿no ves cómo lo
    respeta, en qué gran estima lo tiene? ¿Acaso puede compararnos a los dos y aún amar
    a un hombre como yo, sobre todo después de lo que ha pasado aquí?
    —Estoy convencido de que ella ama a un hombre como tú y no a un hombre como
    él.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:46

    ***

    —Es su propia virtud lo que ella ama, no a mí —se le escapó de repente a Dmitri
    Fiódorovich, sin querer, aunque casi con rabia. Se echó a reír, pero un momento
    después sus ojos refulgieron, se ruborizó por completo y pegó un puñetazo con fuerza
    en la mesa—. Te lo juro, Aliosha —exclamó con una ira terrible y sincera contra sí
    mismo—, puedes creerme o no, pero, como que Cristo es Dios, te juro, aunque acabo
    de burlarme de sus sentimientos elevados, que sé que mi alma es un millón de veces
    más insignificante que la suya y que los excelsos sentimientos que la mueven son
    sinceros, ¡como los de un ángel celestial! Ésa es la tragedia, que lo sé con certeza.
    ¿Qué daño hace declamar un poco? ¿Acaso no lo hago yo? Y soy sincero, ¿lo
    entiendes?, sincero. En cuanto a Iván, entiendo muy bien con qué aire de maldición
    debe mirar ahora la naturaleza, y ¡con esa inteligencia suya! ¿A quién, a qué se ha
    dado preferencia? Le ha sido dada al monstruo que, incluso aquí, estando ya
    prometido y con todos los ojos puestos en él, no ha podido poner freno a sus
    123
    escándalos: ¡y eso delante de su prometida, sí, delante de ella! Aun así, un hombre
    como yo es el preferido y a él se le rechaza. Pero ¿por qué? Pues ¡porque esta joven,
    por agradecimiento, quiere violar su vida y su destino! ¡Qué absurdo! Nunca le he
    dicho nada de esto a Iván; Iván, desde luego, tampoco me ha dicho ni media palabra,
    no ha hecho la menor alusión; pero el destino se cumplirá, el digno permanecerá en su
    sitio, mientras que el indigno se esconderá en su callejón para siempre, en su sucio
    callejón, en aquel callejón que le gusta y es tan propio de él, y allí, en el fango y el
    hedor, perecerá de buen grado y con placer. Estoy delirando, todas mis palabras están
    gastadas, como si las soltara al azar, pero tal como acabo de definirlo ocurrirá. Yo me
    hundiré en el callejón y ella se casará con Iván.
    —Espera, hermano —volvió a interrumpirlo Aliosha, preso de una inquietud
    extrema—, hay algo que todavía no me has explicado: tú eres su prometido, ¿no?
    ¿Sigues estando prometido? ¿Cómo quieres romper si ella, la prometida, no quiere?
    —Soy su prometido, formalmente y con bendiciones, ocurrió todo en Moscú, a mi
    llegada, con ceremonia, con iconos, de la mejor manera. La viuda del general me dio
    su bendición y, ¿lo creerás?, felicitó incluso a Katia: has elegido bien, le dijo, leo en su
    corazón. ¿Y te puedes creer que Iván no le gustó y que a él no lo felicitó? En Moscú
    hablé mucho con Katia, me pinté a mí mismo con nobles colores, en detalle y con
    sinceridad. Ella lo escuchó todo:

    Era un aturdimiento encantador,
    eran palabras tiernas…
    »Bueno, también hubo palabras orgullosas. Me arrancó entonces la gran promesa de
    corregirme. Se lo prometí. Y ahora…
    —¿Y ahora?
    —Bueno, te he llamado, te he hecho venir hasta aquí hoy, ¡acuérdate!, para
    mandarte, hoy mismo también, a ver a Katerina Ivánovna y decirle…




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