—Está débil, lo vence la somnolencia —comunicó en un susurro el padre Paísi a
Aliosha, después de darle su bendición—. Incluso resulta difícil despertarlo. Pero no
hay por qué hacerlo. Ha estado despierto unos cinco minutos, pidió que se mandara a
los hermanos su bendición y les rogó que lo tuvieran presente en sus plegarias
nocturnas. Por la mañana a primera hora tiene intención de comulgar otra vez. Te ha
mencionado, Alekséi, ha preguntado si habías salido y le hemos dicho que estabas en
la ciudad. «Le he dado mi bendición para que se fuera; su lugar está allí y no aquí
todavía», eso es lo que dijo de ti. Te ha recordado con afecto, con preocupación; ¿te
das cuenta del honor que supone para ti? Pero ¿por qué te ha ordenado vivir durante
un tiempo en el mundo? ¡Debe de haber previsto algo en tu destino! Entiende,
Alekséi, que si vuelves al mundo será para llevar a cabo la tarea que te ha asignado tu
stárets y no para abandonarte a la frívola vanidad ni a los placeres mundanos…
El padre Paísi salió. De que el stárets estaba agonizando Aliosha ya no tenía duda,
aunque aún podía vivir uno o dos días más. Aliosha decidió con ardor y firmeza que, a
pesar de la promesa que había hecho de ir a ver a su padre, a las Jojlakova, a su
hermano y a Katerina Ivánovna, no dejaría el monasterio en todo el día siguiente, sino
que permanecería al lado de su stárets hasta su deceso. Su corazón se inflamó de amor
y se reprochó amargamente haber sido capaz, por un momento, en la ciudad, de
olvidar a aquel que había dejado en el monasterio en su lecho de muerte, a aquel a
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quien veneraba más que a nadie en el mundo. Entró en el dormitorio del stárets, se
arrodilló y se inclinó hasta el suelo delante de su maestro dormido. Éste estaba sumido
en un sueño apacible, inmóvil, con una respiración regular y casi imperceptible. Su
rostro estaba sereno.
De vuelta en la otra habitación, la misma en la que el stárets había recibido a sus
visitas por la mañana, Aliosha, casi sin desvestirse y quitándose únicamente las botas,
se tendió en el pequeño diván de cuero, estrecho y duro, en el que siempre había
dormido, desde hacía mucho tiempo, todas las noches, llevando consigo solo una
almohada. El jergón al que había aludido su padre a gritos hacía mucho tiempo que se
olvidaba de extenderlo. Solo se quitaba la sotana y se cubría con ella en lugar de con
una manta. Pero, antes de dormir, se puso de rodillas y rezó un buen rato. En su
ardiente plegaria no pedía a Dios que resolviera su confusión, solo tenía sed de una
humildad gozosa, de esa humildad que antes siempre visitaba su alma después de
haber alabado y glorificado a Dios, y en eso consistía por lo general su plegaria
nocturna. Esa alegría que lo visitaba le procuraba un sueño ligero y tranquilo. Ahora,
mientras estaba rezando, de pronto notó por casualidad en su bolsillo el sobrecito rosa
que le había entregado la criada de Katerina Ivánovna tras darle alcance en la calle. Se
quedó turbado, pero acabó la plegaria. Luego, después de cierta vacilación, abrió el
sobre. Dentro había una cartita dirigida a él, firmada por Lise, esa jovencita, hija de la
señora Jojlakova, que por la mañana se había reído tanto de él en presencia del
stárets.
cont
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