Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Sep 2024, 14:57

    ***

    El labio
    superior era sutil, si bien el inferior, un poco más abombado, era el doble de carnoso y
    156
    estaba como hinchado. Pero su prodigiosa y exuberante cabellera de color castaño
    oscuro, sus oscuras cejas cebellinas y sus admirables ojos de un azul tirando a gris, con
    largas pestañas, habrían obligado a detenerse ante esa cara y recordarla por mucho
    tiempo hasta al hombre más indiferente y distraído, aunque estuviera apretujado en
    medio de la muchedumbre, un día de mercado. Lo que más impresionó a Aliosha de
    ese rostro fue su expresión infantil, ingenua. Su mirada era como la de una niña,
    parecía alegrarse como una niña, y así se acercó precisamente a la mesa,
    «alegrándose», como si estuviera aguardando algo con la curiosidad infantil más
    confiada e impaciente. Su mirada alegraba el alma, y Aliosha lo percibió. Sin embargo,
    había en ella algo más que no habría podido o sabido definir, pero que quizá también
    advertía de manera inconsciente, y era precisamente esa suavidad, esa dulzura de los
    movimientos del cuerpo, el silencio felino con el que se movía. Y, sin embargo, su
    cuerpo era poderoso y exuberante. Debajo del chal se intuían sus hombros anchos,
    llenos, y el busto alto, del todo juvenil. Ese cuerpo prometía quizá las formas de una
    Venus de Milo, aunque se presentía que las proporciones, sin duda, eran un poco
    exageradas. Los conocedores de la belleza femenina rusa habrían podido predecir con
    certeza, al ver a Grúshenka, que esa belleza fresca y aún juvenil, al aproximarse a la
    treintena, perdería su armonía y se deformaría; que el rostro se le abotargaría, que le
    aparecerían arruguitas en el contorno de los ojos y en la frente con extraordinaria
    rapidez, que se le marchitaría la tez y quizá adquiriría una tonalidad purpúrea; en pocas
    palabras, era una belleza efímera, una belleza fugaz que a menudo se encuentra
    precisamente en la mujer rusa. Aliosha, por supuesto, no estaba pensando en eso,
    pero, aunque fascinado, se preguntaba, con cierta sensación de desagrado y como
    con pesar, por qué esa mujer arrastraba tanto las palabras en lugar de hablar con
    naturalidad. Era evidente que Grúshenka encontraba en esa cadencia alargada y en
    esas sílabas y sonidos exageradamente almibarados algo bello. Era, por supuesto, una
    mala costumbre, de pésimo gusto, que testimoniaba poca educación y un concepto
    vulgar de las buenas maneras adquirido en la infancia. Y, sin embargo, esa manera de
    pronunciar y de entonar las palabras a Aliosha le parecía una contradicción casi
    imposible con la expresión ingenuamente infantil y jubilosa del rostro, con el
    resplandor de los ojos, dulce y feliz, como los de un recién nacido. Al instante, Katerina
    Ivánovna la hizo sentarse en una butaca frente a Aliosha y, entusiasmada, la besó varias
    veces en sus sonrientes labios. Parecía que estuviese enamorada de ella.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 10:02

    ***



    onocerla hace tiempo, verla, ir a su casa, pero en cuanto ha sabido que éste era mi
    deseo ha venido ella por sí misma. Sabía que juntas lo resolveríamos todo, ¡todo! Así
    lo presentía mi corazón… Trataron de convencerme de que no diera este paso, pero
    yo presentía el resultado y no me equivocaba. Grúshenka me lo ha explicado todo,
    157
    todas sus intenciones; como un ángel bueno, ha bajado volando hasta aquí y me ha
    traído paz y alegría…
    —Usted no me ha despreciado, mi querida y digna señorita —dijo Grúshenka
    arrastrando las palabras con voz cantarina y la misma sonrisa agradable y encantadora.
    —¡No se atreva a decirme semejantes palabras, cautivadora, hechicera!
    ¿Despreciarla a usted? Le besaré el labio inferior una vez más. Parece un poco
    hinchado, así se le hinchará más, y más, y más… Mire cómo se ríe, Alekséi Fiódorovich.
    El corazón se alegra al ver a este ángel…
    Aliosha se ruborizó y fue presa de un temblor ligero, imperceptible.
    —Me mima, querida señorita, y quizá no sea digna de sus caricias.
    —¡No es digna! ¡Que no es digna de esto! —volvió a exclamar con idéntico fervor
    Katerina Ivánovna—. Debe saber, Alekséi Fiódorovich, que tenemos una cabecita
    fantástica, que tenemos un corazoncito caprichoso pero lleno de orgullo. Somos
    nobles, Alekséi Fiódorovich, somos generosas, ¿lo sabía? ¡Solo hemos sido
    desdichadas! Estábamos demasiado dispuestas a hacer todo tipo de sacrificios por un
    hombre indigno, quizá, o frívolo. Había uno, que también era oficial, de quien nos
    enamoramos, se lo ofrecimos todo, de esto hace mucho tiempo, unos cinco años, pero
    él se olvidó de nosotras, se casó. Ahora ha enviudado, ha escrito que viene hacia
    aquí… ¡Y sepa que lo amamos solo a él, a él y a nadie más, y que lo amaremos toda la
    vida! Él vendrá, y Grúshenka volverá a ser feliz, pues en todos estos cinco años ha sido
    desdichada. Pero ¿quién podrá hacerle algún reproche, quién podrá jactarse de haber
    obtenido su benevolencia? Solo ese viejo comerciante postrado en la cama, pero él ha
    sido más bien un padre, un amigo y un protector para nosotras. Él nos encontró presas
    de la desesperación, de tormentos, abandonadas por aquel a quien amábamos
    tanto… ¡Sí, entonces ella quería ahogarse, y fue ese viejo quien la salvó, la salvó!
    —Me defiende usted demasiado, querida señorita; se da mucha prisa en todo —
    alargó de nuevo las palabras Grúshenka.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 10:03

    ***
    —¿Que la defiendo? ¿Quiénes somos para defenderla y cómo nos íbamos a atrever
    a defenderla? Grúshenka, ángel, deme su manita. Mire esta mano pequeña, regordeta
    y encantadora, Alekséi Fiódorovich. ¿La ve? Me ha traído la felicidad y me ha
    resucitado, y ahora voy a besarla, por delante y por detrás, ¡así, así y así!
    Y, presa de una especie de éxtasis, besó tres veces la manita realmente
    encantadora, quizá demasiado regordeta, de Grúshenka. Ésta, en cambio, después de
    haberle tendido su mano con una risita nerviosa, vibrante y cautivadora, se puso a
    observar a la «querida señorita», visiblemente complacida de que le besaran la mano
    de ese modo. «Quizá sea excesivo ese entusiasmo», se le pasó por la mente a Aliosha.
    Se ruborizó. Todo ese rato había sentido como un desasosiego especial en el corazón.
    —No me avergüence, querida señorita, besándome así la mano delante de Alekséi
    Fiódorovich.
    158
    —Pero ¿acaso he querido avergonzarla? —dijo un poco sorprendida Katerina
    Ivánovna—. ¡Ah, querida mía, qué mal me comprende!
    —Quizá usted tampoco me comprenda del todo, querida señorita. Quizá yo sea
    mucho peor de lo que usted piensa. Tengo mal corazón, soy caprichosa. Si seduje
    entonces al pobre Dmitri Fiódorovich fue solo para burlarme de él.
    —Pero ahora será usted quien lo salve. Me ha dado su palabra. Usted lo hará entrar
    en razón, le confesará que hace tiempo que ama a otro, que ahora pide su mano…
    —¡Oh, no! No le he prometido nada semejante. Ha sido usted la que me ha dicho a
    mí todo eso, pero yo no le he dado mi palabra.
    —Quizá entonces no la haya entendido —dijo en voz baja Katerina Ivánovna
    palideciendo un poco—. Usted prometió…
    —Oh, no, señorita, ángel mío, no he prometido nada —la interrumpió Grúshenka
    con suavidad y calma, con la misma expresión de alegría e inocencia—. Ahora ve,
    digna señorita, qué mala y autoritaria soy con usted. Haré lo que me apetezca. Quizá
    hace un momento le haya prometido algo, pero ahora me lo estoy volviendo a pensar:
    ¿y si de repente me vuelve a gustar? Me refiero a Mitia. Me gustó mucho ya una vez,
    durante casi una hora entera. Así que quizá vaya ahora y le diga que se quede
    conmigo a partir de hoy… Ya ve si soy inconstante.
    —Hace un momento decía… algo completamente diferente —susurró a duras
    penas Katerina Ivánovna.
    —¡Oh, hace un momento! Pero tengo un corazón tierno, soy una tonta. ¡Cuando
    pienso lo que ha sufrido por mí! Si llego a casa y de pronto me compadezco de él,
    ¿qué va a pasar?
    —No esperaba…
    —¡Ay, señorita, qué buena y noble es usted conmigo! Quizá ahora deje de
    quererme, tonta de mí, al ver mi carácter. Deme su adorada manita, señorita, ángel
    mío —suplicó con ternura y, con una especie de veneración, tomó la mano de Katerina
    Ivánovna—. Ahora, querida señorita, tomo su mano y se la beso, como ha hecho usted
    conmigo. Usted me la ha besado tres veces, pero yo debería besar la suya por lo
    menos trescientas para saldar mi deuda con usted. Por ahora que así sea y luego Dios
    dirá: quizá sea su completa esclava y quiera complacerla en todo como tal. Que ocurra
    lo que Dios quiera, sin pactos ni promesas entre nosotras. Qué manita, qué adorable
    manita tiene, ¡qué manita! ¡Mi querida señorita, mi belleza imposible!





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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 10:04

    ***

    Se llevó en silencio esa manita a los labios, aunque con un extraño propósito: el de
    «saldar su deuda» con sus besos. Katerina Ivánovna no retiró la mano: con una tímida
    esperanza, escuchó la última promesa de Grúshenka, aunque expresada también de
    una manera muy extraña, la de complacerla como una «esclava»; la miraba
    intensamente a los ojos: veía en esos ojos la misma expresión sencilla y confiada, la
    misma serena alegría… «¡Quizá sea demasiado ingenua!», y un soplo de esperanza
    159
    atravesó el corazón de Katerina Ivánovna. Entretanto, Grúshenka, como admirando esa
    «querida manita», se la llevó despacio a los labios. Pero, con ella ya en sus labios, de
    pronto vaciló dos o tres segundos, como si estuviera meditando.
    —¿Sabe, ángel mío? —dijo de pronto, arrastrando las palabras con la más tierna y
    acaramelada de las voces—, ¿sabe? No voy a besar su manita. —Y estalló en una risita
    menuda y jubilosa.
    —Como quiera… ¿Qué le pasa? —se sobresaltó Katerina Ivánovna.
    —Y no se olvide de que usted besó mi mano, pero yo no la suya. —Algo refulgió
    de pronto en sus ojos. Miraba a Katerina Ivánovna con una persistencia terrible.
    —¡Descarada! —dijo de pronto Katerina Ivánovna, como si de golpe hubiese
    entendido algo. Toda ella se encendió, saltó de su sitio. Grúshenka también se
    levantó, sin prisa.
    —Ahora mismo le contaré a Mitia que usted me besó la mano pero yo a usted no la
    suya. ¡Cómo se va a reír!
    —¡Mujerzuela, fuera de aquí!
    —¡Oh, qué vergüenza, señorita, qué vergüenza! Incluso dichas por usted
    semejantes palabras resultan indecentes, querida señorita.
    —¡Largo de aquí, vendida! —gritó Katerina Ivánovna. Todos los músculos
    temblaban en su cara, completamente desfigurada.
    —¿Vendida yo? Usted misma, de jovencita, visitaba caballeros al anochecer, ofrecía
    su belleza a cambio de dinero, lo sé.
    Katerina Ivánovna lanzó un grito y a punto estaba ya de abalanzarse sobre ella,
    pero Aliosha la retuvo con todas sus fuerzas:
    —¡Ni un paso, ni una palabra! No hable, no diga nada, se irá, ¡se irá ahora mismo!
    En ese instante las dos tías de Katerina Ivánovna, al oír su grito, también
    irrumpieron en la sala. Fueron corriendo hacia ella.
    —Me voy —dijo Grúshenka, cogiendo la mantilla del diván—. ¡Aliosha, querido,
    acompáñame!
    —¡Váyase, váyase cuanto antes! —le suplicó Aliosha, con las manos juntas.
    —Alióshenka, querido, ¡acompáñame! Y te diré algo muy, pero que muy agradable
    por el camino. Ha sido por ti, Alióshenka, por quien he montado esta escena.
    Acompáñame, tesoro, no te arrepentirás.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 10:04

    ***


    —Me voy —dijo Grúshenka, cogiendo la mantilla del diván—. ¡Aliosha, querido,
    acompáñame!
    —¡Váyase, váyase cuanto antes! —le suplicó Aliosha, con las manos juntas.
    —Alióshenka, querido, ¡acompáñame! Y te diré algo muy, pero que muy agradable
    por el camino. Ha sido por ti, Alióshenka, por quien he montado esta escena.
    Acompáñame, tesoro, no te arrepentirás.
    Aliosha le dio la espalda, retorciéndose las manos. Grúshenka, riendo sonoramente,
    salió de la casa.
    Katerina Ivánovna fue presa de una crisis de nervios. Sollozaba, los espasmos la
    ahogaban. Todos se afanaban a su alrededor.
    —Ya la advertí —le decía la tía mayor—, ya la advertí de que no diera este paso…
    Es usted demasiado impetuosa… ¡Cómo pudo dar semejante paso! Usted no conoce a
    160
    esas criaturas, y ésta, según dicen, es la peor de todas… ¡No, es usted demasiado
    caprichosa!
    —¡Es un tigre! —gritó Katerina Ivánovna—. ¿Por qué me retuvo, Alekséi
    Fiódorovich? ¡Le habría pegado, sí, pegado!
    No podía contenerse delante de Aliosha y quizá ni siquiera lo deseara.
    —¡Debería ser azotada en un patíbulo, por un verdugo, en público!
    Aliosha retrocedió hacia la puerta.
    —Pero ¡Dios mío! —exclamó de repente Katerina Ivánovna, levantando las manos—
    . ¡Y él! ¡Cómo ha podido ser tan vil, tan inhumano! ¡Le ha contado a esa criatura lo que
    pasó ese día fatídico, maldito, eternamente maldito! «Iba a vender su belleza, querida
    señorita.» ¡Ella lo sabe! ¡Su hermano es un canalla, Alekséi Fiódorovich!
    Aliosha quería decir algo, pero no encontraba ni una sola palabra. El dolor le
    oprimía el corazón.
    —¡Váyase, Alekséi Fiódorovich! ¡Qué vergüenza, qué espanto! Mañana… Se lo
    suplico de rodillas, venga mañana. No me juzgue, perdone, ¡no sé qué será de mí!
    Aliosha salió a la calle como tambaleándose. Como ella, él también tenía ganas de
    llorar. De pronto, lo alcanzó la criada.
    —La señorita se ha olvidado de entregarle esta carta de parte de la señora
    Jojlakova. Está aquí desde la hora de comer.
    Aliosha cogió maquinalmente el sobrecito rosa y, casi sin darse cuenta, se lo metió
    en el bolsillo.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Sep 2024, 10:05

    ***


    XI. Otra reputación arruinada
    Desde la ciudad hasta el monasterio había una versta, o poco más. Aliosha apresuró el
    paso por el camino, desierto a esa hora. Ya casi era de noche, resultaba difícil
    distinguir los objetos a treinta pasos. A mitad del camino había una encrucijada. En
    aquel punto, bajo un sauce solitario, se vislumbraba una silueta. Apenas llegó allí
    Aliosha, la silueta saltó sobre él y, con una voz histérica, gritó:
    —¡La bolsa o la vida!
    —¡Ah, eres tú, Mitia! —exclamó Aliosha que, después de haberse llevado un gran
    susto, se quedó sorprendido.
    —¡Ja, ja, ja! No me esperabas, ¿eh? Me preguntaba dónde podía esperarte. ¿Cerca
    de la casa de ella? Desde allí salen tres caminos y podía perderte. Al final decidí
    esperarte aquí porque tenías que pasar por fuerza, es el único camino que lleva al
    monasterio. Bueno, dime la verdad, aplástame como a una cucaracha… Pero ¿qué
    tienes?
    —Nada, hermano… Es que me has asustado. ¡Ah, Dmitri! La sangre de nuestro
    padre, hace poco… —Aliosha se deshizo en lágrimas, hacía tiempo que tenía ganas de
    llorar y ahora era como si de repente algo se le desgarrara en el alma—. Por poco no
    lo matas… Lo has maldecido… Y ahora… Aquí… Te da por hacer bromas… ¡La bolsa o
    la vida!
    —Bueno, ¿y qué? ¿Es indecoroso? ¿No es adecuado a la situación?
    —No… Solo que…
    —Espera. Mira la noche, mira qué noche tan lúgubre, ¡qué nubes y qué viento se
    ha levantado! Me he escondido aquí, bajo el sauce, te esperaba, y de pronto he
    pensado (¡Dios es testigo!): ¿para qué atormentarse, para qué esperar? Aquí hay un
    sauce, tengo un pañuelo, una camisa, ahora mismo puedo hacer una cuerda, además
    también tengo unos tirantes y… dejar de fatigar a la tierra, de deshonrarla con mi
    innoble presencia. Y de pronto te oigo venir. Señor, como si bajase algo del cielo
    sobre mí: existe, después de todo, una persona a la que quiero, ahí está, ese
    hombrecito, mi hermanito querido, a quien quiero más que a nadie en el mundo, ¡la
    única persona a la que quiero! Y he sentido tanto amor por ti, en este minuto te he
    querido tanto que he pensado: «¡Ahora me arrojaré a su cuello!». Pero luego se me
    ocurrió una idea estúpida: «Voy a divertirlo un poco, le daré un susto». Y me he puesto
    a gritar como un cretino: «¡La bolsa!». Perdona por mi tontería: es solo una estupidez,
    pero lo que llevo en mi alma… también es decente… Bueno, al diablo, dime, ¿qué ha
    162
    pasado? ¿Qué ha dicho ella? ¡Aplástame, derríbame, no te apiades de mí! ¿Se ha
    puesto fuera de sí?



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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:10

    ***


    —No, no es eso… No ha pasado nada de eso, Mitia. Allí… Me encontré a las dos
    juntas.
    —¿A qué dos?
    —A Grúshenka y a Katerina Ivánovna.
    Dmitri Fiódorovich se quedó de una pieza.
    —¡Imposible! —exclamó—. ¡Estás delirando! ¿Grúshenka en su casa?
    Aliosha le contó todo lo que le había ocurrido desde el momento en que llegó a
    casa de Katerina Ivánovna. Estuvo hablando unos diez minutos, no se puede decir que
    su relato resultara muy fluido y ordenado, pero al parecer habló con claridad, captando
    las palabras principales, los gestos más importantes, y expresó con nitidez, a menudo
    con un solo trazo, sus propios sentimientos. Su hermano Dmitri lo escuchaba en
    silencio, lo miraba fijamente con una quietud espantosa, pero para Aliosha estaba
    claro que lo había entendido todo y captado el sentido de todo el episodio. Pero su
    rostro, a medida que avanzaba el relato, se volvía no ya sombrío sino más bien
    amenazante. Dmitri frunció las cejas, apretó los dientes, su mirada fija se hizo aún más
    fija, más terca, más horrible… Tanto más sorprendente fue cuando, con una rapidez
    inimaginable, toda su cara, hasta entonces enojada y feroz, cambió por completo de
    expresión, sus labios fruncidos se abrieron, y soltó una incontenible y auténtica
    carcajada. Se desternillaba de risa, literalmente, y durante mucho rato ni siquiera pudo
    hablar.
    —¡Así que no le besó la mano! ¡No se la besó y se fue! —gritaba con una especie
    de morboso entusiasmo que hasta podría parecer insolente de no ser tan natural—. ¡Y
    la otra le gritaba que es un tigre! ¡Y lo es, de verdad! ¿Que habría que llevarla al
    patíbulo? Sí, sí, se lo merecería, se lo merece, yo también lo creo, se lo merece, hace
    tiempo que se lo merece. Verás, hermano, que vaya al patíbulo, pero primero es
    necesario que yo me cure. Entiendo a esa reina de la insolencia, todo lo que ella es
    está expresado en lo de la mano. ¡Una mujer infernal! ¡Es la reina de todas las criaturas
    infernales, de todas las que se pueden imaginar en el mundo! ¡En su género, es
    inigualable! ¿Así que se fue corriendo a casa? Entonces yo… Ah… ¡Corro a verla!
    Aliosha, no me culpes, es verdad, estoy de acuerdo, estrangularla sería poco…
    —¡Y Katerina Ivánovna! —exclamó con tristeza Aliosha




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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:12

    ***

    A ella también la veo, veo a través de ella, la veo mejor que nunca! Es el
    descubrimiento de los cuatro continentes del mundo, de los cinco, quiero decir. ¡Un
    acto así! Es la misma Kátenka, la misma colegiala que, en el generoso intento de salvar
    a su padre, no tuvo miedo de correr a casa de un oficial grosero y estúpido, a riesgo
    de sufrir un terrible ultraje. Pero ¡qué orgullo, qué imprudencia, qué desafío al destino,
    llevado hasta el infinito! ¿Dices que la tía trataba de disuadirla? ¿Sabes? Esa tía es
    163
    también una mujer despótica: es la hermana de la generala de Moscú y era incluso más
    arrogante que ella, pero su marido fue condenado por desfalco y lo perdió todo, la
    finca y todo lo demás; la orgullosa esposa de pronto bajó el tono y desde entonces no
    lo ha levantado. Así que trató de disuadir a Katia, pero ésta no la escuchó. «Puedo
    conquistarlo todo, todo está en mi poder; puedo cautivar a Grúshenka, también, si
    quiero», y estaba segura de sí misma, se ha pavoneado ante sí misma, de modo que
    ¿quién tiene la culpa? ¿Crees que ha besado primero la mano de Grúshenka con algún
    propósito, por un cálculo astuto? No, lo hizo sinceramente, enamorada de verdad de
    Grúshenka o, mejor dicho, no de Grúshenka, sino de su propio sueño, de su delirio,
    porque ése era mi sueño, mi delirio. Mi querido Aliosha, ¿cómo has podido escaparte,
    con dos mujeres como ellas? ¿Echaste a correr con la sotana recogida? ¡Ja, ja, ja!
    —Hermano, pareces no darte cuenta de hasta qué punto has ofendido a Katerina
    Ivánovna al contarle a Grúshenka lo de aquel día. Ella inmediatamente le echó en cara
    que «visitaba en secreto a caballeros para vender su belleza». Hermano, ¿existe mayor
    ofensa que ésa? —A Aliosha lo que más le atormentaba era la idea de que su hermano
    parecía complacido ante la humillación de Katerina Ivánovna, aunque, por supuesto,
    no podía ser así.
    —¡Bah! —dijo Dmitri Fiódorovich, frunciendo de repente el ceño de una manera
    espantosa y dándose una palmada en la frente. Solo entonces comprendió, aunque
    Aliosha se lo acababa de contar todo en orden, la ofensa y el grito de Katerina
    Ivánovna: «¡Su hermano es un canalla!»—. Sí, es verdad, es posible que le contara a
    Katerina Ivánovna lo de aquel «día fatídico», como dice Katia. ¡Sí, se lo conté, ahora
    me acuerdo! Fue ese día, en Mókroie, yo estaba borracho, las cíngaras cantaban…
    Pero yo sollozaba, yo mismo sollozaba ese día, estaba de rodillas y rezaba ante la
    imagen de Katia, y Grúshenka lo entendía. Entonces ella lo entendió todo, me
    acuerdo, también ella lloraba… ¡Ah, demonios! Pero ¡no podía ser de otro modo!
    Entonces lloraba, pero ahora… ¡Ahora «una puñalada en el corazón»! Así son las
    mujeres. —Agachó la cabeza y se quedó pensativo—. ¡Sí, soy un canalla! ¡Sin duda, un
    canalla! —exclamó de pronto con voz lúgubre—. ¡Da igual si lloraba o no, sigo siendo
    un canalla! Dile que acepto el título si eso sirve de consuelo. Bueno, ya basta, adiós,
    ¡es inútil seguir hablando de eso! No es divertido. Sigue tu camino, yo seguiré el mío.
    No quiero que nos volvamos a ver, al menos no hasta que llegue el ultimísimo minuto.
    ¡Adiós, Alekséi!













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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:12

    ***

    Estrechó con fuerza la mano de Aliosha y, con la cabeza todavía gacha, sin levantar
    la mirada, como si se arrancara a sí mismo de allí, se encaminó rápidamente hacia la
    ciudad. Aliosha lo seguía con la mirada, sin creer que se fuera así, de repente, del
    todo.
    —Espera, Alekséi, una confesión más, ¡a ti solo! —Dmitri Fiódorovich retrocedió de
    repente—. Mírame, mírame bien: aquí mismo, ¿lo ves?, aquí mismo se prepara una
    164
    infamia espantosa. —Al decir «aquí mismo», Dmitri Fiódorovich se golpeaba el pecho
    con el puño y con un aire muy extraño, como si la infamia se encontrara y la guardara
    justamente ahí, en su pecho, en algún lugar, quizá en un bolsillo o cosida y colgada de
    su cuello—. Ya me conoces: soy un canalla, ¡un reconocido canalla! Pero debes saber
    que, de cuanto haya hecho antes o pueda hacer de ahora en adelante, nada, nada
    puede compararse en bajeza con la infamia que justamente ahora, justamente en este
    minuto, llevo aquí, en mi pecho, aquí, mira, aquí, una infamia que actúa y que se
    cumple, y que yo soy totalmente libre de detener: puedo detenerla o cometerla, ¡toma
    nota! Pues bien, debes saber que la cometeré, que no le pondré freno. Hace poco te
    lo he contado todo, excepto esto, porque ¡incluso a mí me falta desfachatez! Todavía
    puedo detenerme; si me detengo, mañana podría recuperar una mitad entera del
    honor perdido, pero no me detendré, cometeré mi vil proyecto y ¡tú serás testigo de
    que te hablé de él anticipadamente y con plena conciencia! ¡Oscuridad y perdición! No
    tengo nada que explicar, te enterarás a su debido tiempo. ¡Callejón inmundo y mujer
    infernal! Adiós. No reces por mí, no me lo merezco y no es necesario, no es en
    absoluto necesario… ¡No lo necesito para nada! ¡Fuera…!
    Y de pronto se alejó, esta vez definitivamente. Aliosha se dirigió al monasterio.
    «¿Qué querría decir? ¿Qué significa que no lo volveré a ver? ¿De qué estaría
    hablando? —se preguntaba con frenesí—. No, mañana sin falta lo veré y lo encontraré,
    lo buscaré expresamente. ¡Qué cosas dice!»
    Bordeó el monasterio y, a través del pinar, se dirigió directamente al asceterio. Le
    abrieron la puerta, aunque a esa hora ya no dejaban pasar a nadie. Se le estremecía el
    corazón mientras entraba en la celda del stárets. «¿Por qué, por qué había salido? ¿Por
    qué lo había mandado “al mundo”? Aquí, paz. Aquí, santidad. Y allí, confusión,
    oscuridad en la que enseguida uno se pierde y se extravía…»




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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:13

    ***
    En la celda se encontraban el novicio Porfiri y el hieromonje Paísi, que se había
    presentado a cada hora del día para preguntar por la salud del padre Zosima, cuyo
    estado, según supo Aliosha con espanto, iba empeorando más y más. Esta vez ni
    siquiera pudo celebrarse el habitual coloquio vespertino con la comunidad. Por lo
    general, cada día después del oficio vespertino, antes de retirarse a dormir, los monjes
    del monasterio solían reunirse en la celda del stárets y cada uno le confesaba en voz
    alta los pecados de la jornada, sus sueños pecaminosos, sus pensamientos, sus
    tentaciones, incluso las disputas con otros monjes, si es que se habían producido.
    Algunos se confesaban de rodillas. El stárets absolvía, reconciliaba, exhortaba, imponía
    penitencias, bendecía y despedía. Contra estas «confesiones» fraternales se
    sublevaban los adversarios del stárchestvo, alegando que esta práctica profanaba la
    confesión como sacramento, que era casi una blasfemia, aunque se trataba de algo
    totalmente diferente. Incluso habían expuesto a las autoridades diocesanas que tales
    confesiones no solo no daban buenos frutos sino que, en realidad, inducían
    165
    intencionadamente al pecado y a la tentación. A muchos monjes, por ejemplo, les
    pesaba acudir a confesarse a la celda del stárets e iban allí a la fuerza, porque todos lo
    hacían, para que no los consideraran orgullosos y rebeldes. Contaban que algunos de
    los hermanos, al dirigirse a la confesión vespertina, se ponían de acuerdo entre sí de
    antemano: «Yo diré que esta mañana me he enfadado contigo y tú confírmalo»; de ese
    modo tenían algo que decir, solo para acabar más rápido. Aliosha sabía que, de
    hecho, así sucedía algunas veces. Sabía también que había hermanos de lo más
    enfadados por la costumbre de que incluso las cartas de familiares, que recibían los
    ermitaños, primero eran llevadas al stárets para que las abriera y las leyese antes que
    sus destinatarios. Se suponía, por descontado, que todo eso debía efectuarse en
    libertad y con franqueza, sin reservas, en nombre de una humildad libre y de una
    edificación salvadora, pero, en realidad, resultaba que a veces se hacía de una manera
    muy poco sincera y, por el contrario, artificiosa y falsa. Pero los hermanos mayores, los
    que atesoraban más experiencia, decían que «para quien hubiese entrado entre
    aquellas paredes con el afán de salvarse, todas esas obediencias y hazañas resultaban
    sin duda salvadoras y de gran utilidad; aquellos que, por el contrario, encontraran
    penosas tales pruebas y murmurasen contra ellas, no eran verdaderos monjes y se
    habían equivocado al entrar en el monasterio, su lugar estaba en el mundo. Del
    pecado y del demonio, además, uno nunca está a salvo, ni en el mundo ni en el
    templo; por tanto, no había que ser demasiado indulgente con los pecados».







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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:17

    ***

    —Está débil, lo vence la somnolencia —comunicó en un susurro el padre Paísi a
    Aliosha, después de darle su bendición—. Incluso resulta difícil despertarlo. Pero no
    hay por qué hacerlo. Ha estado despierto unos cinco minutos, pidió que se mandara a
    los hermanos su bendición y les rogó que lo tuvieran presente en sus plegarias
    nocturnas. Por la mañana a primera hora tiene intención de comulgar otra vez. Te ha
    mencionado, Alekséi, ha preguntado si habías salido y le hemos dicho que estabas en
    la ciudad. «Le he dado mi bendición para que se fuera; su lugar está allí y no aquí
    todavía», eso es lo que dijo de ti. Te ha recordado con afecto, con preocupación; ¿te
    das cuenta del honor que supone para ti? Pero ¿por qué te ha ordenado vivir durante
    un tiempo en el mundo? ¡Debe de haber previsto algo en tu destino! Entiende,
    Alekséi, que si vuelves al mundo será para llevar a cabo la tarea que te ha asignado tu
    stárets y no para abandonarte a la frívola vanidad ni a los placeres mundanos…
    El padre Paísi salió. De que el stárets estaba agonizando Aliosha ya no tenía duda,
    aunque aún podía vivir uno o dos días más. Aliosha decidió con ardor y firmeza que, a
    pesar de la promesa que había hecho de ir a ver a su padre, a las Jojlakova, a su
    hermano y a Katerina Ivánovna, no dejaría el monasterio en todo el día siguiente, sino
    que permanecería al lado de su stárets hasta su deceso. Su corazón se inflamó de amor
    y se reprochó amargamente haber sido capaz, por un momento, en la ciudad, de
    olvidar a aquel que había dejado en el monasterio en su lecho de muerte, a aquel a
    166
    quien veneraba más que a nadie en el mundo. Entró en el dormitorio del stárets, se
    arrodilló y se inclinó hasta el suelo delante de su maestro dormido. Éste estaba sumido
    en un sueño apacible, inmóvil, con una respiración regular y casi imperceptible. Su
    rostro estaba sereno.
    De vuelta en la otra habitación, la misma en la que el stárets había recibido a sus
    visitas por la mañana, Aliosha, casi sin desvestirse y quitándose únicamente las botas,
    se tendió en el pequeño diván de cuero, estrecho y duro, en el que siempre había
    dormido, desde hacía mucho tiempo, todas las noches, llevando consigo solo una
    almohada. El jergón al que había aludido su padre a gritos hacía mucho tiempo que se
    olvidaba de extenderlo. Solo se quitaba la sotana y se cubría con ella en lugar de con
    una manta. Pero, antes de dormir, se puso de rodillas y rezó un buen rato. En su
    ardiente plegaria no pedía a Dios que resolviera su confusión, solo tenía sed de una
    humildad gozosa, de esa humildad que antes siempre visitaba su alma después de
    haber alabado y glorificado a Dios, y en eso consistía por lo general su plegaria
    nocturna. Esa alegría que lo visitaba le procuraba un sueño ligero y tranquilo. Ahora,
    mientras estaba rezando, de pronto notó por casualidad en su bolsillo el sobrecito rosa
    que le había entregado la criada de Katerina Ivánovna tras darle alcance en la calle. Se
    quedó turbado, pero acabó la plegaria. Luego, después de cierta vacilación, abrió el
    sobre. Dentro había una cartita dirigida a él, firmada por Lise, esa jovencita, hija de la
    señora Jojlakova, que por la mañana se había reído tanto de él en presencia del
    stárets.





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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:20

    ***
    Alekséi Fiódorovich —decía—, le escribo en secreto de todo el mundo, e incluso de
    mamá, y sé que está mal. Pero no puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido
    en mi corazón y que nadie, salvo nosotros dos, debe saber por el momento. Pero
    ¿cómo le diré lo que tanto deseo decirle? El papel, dicen, no se ruboriza: le aseguro
    que no es verdad y que se ruboriza exactamente como yo en este momento, toda
    entera. Querido Aliosha, le amo, le amo desde niña, desde Moscú, cuando usted era
    tan diferente de ahora y le amo para toda la vida. Le he escogido en mi corazón para
    unirme a usted y en la vejez acabar juntos nuestra vida. A condición, por supuesto, de
    que deje el monasterio. Por lo que respecta a nuestra edad, esperaremos a lo
    estipulado por la ley. Para entonces, estaré restablecida del todo, caminaré y bailaré.
    Eso está fuera de toda duda.
    Como ve, he pensado en todo. Hay una sola cosa que no puedo imaginar: ¿qué
    pensará de mí cuando lea esto? Río y bromeo siempre, como hoy cuando le hice
    enfadarse, pero le aseguro que ahora, antes de tomar la pluma, he rezado ante el
    icono de la Madre de Dios, y también ahora estoy rezando y al borde de las lágrimas.
    Mi secreto está en sus manos; mañana, cuando venga, no sé cómo le miraré. Ah,
    Alekséi Fiódorovich, ¿qué pasará si de nuevo, como una estúpida, no puedo
    contenerme y, cuando le mire, me pongo a reír como he hecho esta mañana? Me
    tomará por una perversa burlona y no creerá mi carta. Por eso le suplico, querido mío,
    si se compadece un poco de mí, que no me mire demasiado a los ojos mañana,
    cuando venga por aquí, porque, cuando se crucen con los suyos, quizá no pueda evitar
    echarme a reír, y usted, además, llevará esa vestidura larga… Incluso ahora siento frío
    en todo mi ser cuando lo pienso; por eso, cuando entre, durante unos instantes, no me
    mire en absoluto, mire a mamá o mire por la ventana…
    Así que le he escrito una carta de amor, ¡oh, Dios mío, qué he hecho! Aliosha, no
    me desprecie, si he obrado mal y le he ofendido, perdóneme. Ahora el secreto de mi
    reputación, quizá arruinada para siempre, está en sus manos.
    Hoy no dejaré de llorar en todo el día. Hasta mañana, hasta ese terrible mañana.
    LISE



    P. S. ¡Aliosha, venga usted sin falta, sin falta, sin falta! Lise.



    Aliosha leyó la carta con estupor, la leyó dos veces, se detuvo a pensar, luego se echó
    a reír en voz baja, dulcemente. Tuvo un sobresalto: esa risa le pareció pecaminosa.
    Pero un instante después volvió a reírse del mismo modo, en voz baja y feliz. Metió
    lentamente la carta en el sobrecito, hizo la señal de la cruz y se acostó. La agitación
    que sentía en el alma de repente se disipó. «Señor, ten piedad de todos ellos, protege
    a estas almas infelices y tempestuosas, guíalas. Tuyos son los caminos: llévalos por
    esos caminos y sálvalos. Tú eres amor. ¡Tú les mandarás alegría a todos!», murmuró
    Aliosha, persignándose y cayendo en un sueño plácido.






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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:21

    ***
    SEGUNDA PARTE


    LIBRO CUARTO


    I. El padre Ferapont
    Muy temprano, antes del amanecer, avisaron a Aliosha. El stárets se había despertado
    y se sentía muy débil, si bien había preferido levantarse de la cama y sentarse en el
    sillón. Estaba plenamente consciente; aunque extremadamente fatigado, su rostro
    reflejaba placidez, casi alegría, y su mirada resultaba gozosa, afable, estimulante. «Es
    posible que no pase de este día que llega», le dijo a Aliosha; a continuación manifestó
    su deseo de confesarse y comulgar de inmediato. Su confesor siempre había sido el
    padre Paísi. Después de administrarle estos dos sacramentos, procedió a la
    extremaunción. Acudieron los hieromonjes, poco a poco la celda fue llenándose de
    eremitas. Entretanto, se hizo de día. Empezó también a llegar gente del monasterio. Al
    terminar el oficio, el stárets quiso despedirse de todos y besó a todos los presentes.
    Dada la estrechez de la celda, los que habían llegado primero tuvieron que salir y dejar
    su sitio a otros. Aliosha estaba al lado del stárets, que había vuelto a sentarse en su
    sillón. Hablaba y aleccionaba en la medida de sus fuerzas; su voz, aunque frágil, seguía
    siendo bastante firme.
    —He dedicado tantos años a instruiros y, por tanto, a hablar en alta voz que he
    adquirido la costumbre de hablar y, al hablar, de instruir, hasta el punto de que callar
    casi me resultaría más difícil que hablar, padres y hermanos queridos, incluso ahora, a
    pesar de mi debilidad —bromeó, mirando con ternura a quienes se arremolinaban a su
    alrededor.
    Aliosha recordaría más tarde algo de lo que dijo entonces el stárets. Pero, aunque
    habló de manera inteligible y con voz firme, su discurso resultó un tanto confuso.
    Habló de muchas cosas, parecía como si quisiera decirlo todo, volver a manifestar, a
    las puertas de la muerte, todo cuanto no había acabado de decir a lo largo de su vida,
    y no solo por su afán de instruir, sino por su deseo de compartir su alegría y su
    entusiasmo con todo el mundo, de abrir su corazón una vez más…
    —Amaos los unos a los otros, padres —los exhortaba el stárets (así lo recordó más
    tarde Aliosha)—. Amad al pueblo de Dios. Pues no somos nosotros más santos que los
    171
    legos por haber venido aquí y habernos enclaustrado entre estas paredes; al contrario,
    aquel que viene aquí, si ha venido, es precisamente por saberse peor que cualquier
    lego y que todo lo que existe en la tierra… Y, cuanto más tiempo habite después el
    monje entre estas paredes, más claramente lo reconocerá. Pues, en caso contrario, no
    tenía por qué haber venido aquí. Así pues, cuando comprenda que no solo es peor
    que cualquier lego, sino que es culpable por todos y por todo ante todo el mundo, por
    todos los pecados del hombre, individuales y colectivos, únicamente entonces habrá
    alcanzado el fin por el que se unió a nosotros. Pues habéis de saber, amados
    hermanos, que cada uno de nosotros es culpable, incuestionablemente, por todos y
    por todo cuanto hay en la tierra, no solo en virtud de la culpa colectiva del mundo,
    sino personalmente por todos y cada uno de los hombres de la tierra. Esta conciencia
    es la culminación de la senda monacal, pero también de cada ser humano en este
    mundo. Pues los monjes no son hombres distintos de los demás, sino que son,
    sencillamente, tal y como deberían ser todos los hombres en la tierra. Solo entonces se
    fundirán nuestros corazones en el amor infinito, universal, que nunca se sacia. Entonces
    cada uno de vosotros tendrá la fuerza suficiente para convertir al mundo entero por
    medio del amor y para lavar con sus lágrimas los pecados del mundo… No os alejéis
    ninguno de vuestro corazón, confesaos todos sin descanso. No tengáis miedo de
    vuestro pecado, ni aun teniendo conciencia de él, siempre y cuando estéis
    arrepentidos; pero no pongáis condiciones a Dios.







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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:22

    ***


    Y os digo una vez más: no os sintáis
    orgullosos. No os sintáis orgullosos ante los pequeños, no os sintáis orgullosos
    tampoco ante los grandes. No odiéis ni a quienes renieguen de vosotros, a quienes os
    difamen, a quienes os insulten ni a quienes os calumnien. No odiéis a los ateos, a
    quienes predican el mal, a los materialistas, ni siquiera a los malvados, por no hablar ya
    de los buenos, pues hay entre ellos mucha gente buena, especialmente en nuestros
    tiempos. Tenedlos presentes en vuestras oraciones, diciendo: «Salva, Señor, a todos
    aquellos que no tienen quien rece por ellos, salva también a aquellos que no quieren
    rezarte». Y añadid acto seguido: «No es el orgullo lo que me mueve a elevar esta
    plegaria, Señor, pues yo también soy un miserable, el peor de los miserables»… Amad
    al pueblo de Dios, no permitáis que los forasteros os arrebaten el rebaño, pues si os
    dormís por culpa de la pereza y del altivo orgullo o, peor aún, por culpa del egoísmo,
    vendrán de todas las naciones y os arrebatarán vuestro rebaño. Predicad a la gente el
    Evangelio sin desmayar… No incurráis en simonía… No améis la plata ni el oro, no los
    poseáis… Creed y alzad vuestra bandera. Levantadla bien alta…
    Hay que decir que el stárets hablaba de forma más entrecortada de lo que aquí se
    ha mostrado y de como lo anotó más tarde Aliosha. A veces se callaba, como tratando
    de cobrar fuerzas, se sofocaba, pero estaba en éxtasis. Lo escuchaban emocionados,
    aunque muchos estaban sorprendidos de sus palabras y veían algo oscuro en ellas…
    Más tarde todos las recordarían. Aliosha tuvo que salir un momento, y se quedó
    172
    impresionado al descubrir la agitación general y la expectación de la comunidad que
    se agolpaba dentro de la celda y en sus inmediaciones. Había quienes aguardaban casi
    con inquietud, otros lo hacían solemnemente. Todos esperaban que ocurriera algo
    inminente y grandioso apenas falleciera el stárets. Semejante expectativa, desde cierto
    punto de vista, resultaba casi frívola, pero hasta los padres más severos participaban
    de ella. La expresión más grave era la del hieromonje Paísi. La razón de que Aliosha se
    ausentara de la celda fue que, por medio de uno de los monjes, lo había hecho llamar
    de forma enigmática Rakitin, recién vuelto de la ciudad con una extraña carta de la
    señora Jojlakova. Ésta le comunicaba a Aliosha una curiosa noticia que no podía llegar
    en un momento más oportuno. La víspera, entre las devotas del pueblo llano que
    habían acudido a presentarle sus respetos al stárets y a recibir su bendición, se
    encontraba una viejecilla, vecina de nuestra ciudad, llamada Projórovna, viuda de un
    suboficial. Esta mujer le había preguntado al stárets si entre los difuntos por cuyo
    descanso eterno se reza en la iglesia podría incluir a su hijo Vásenka, que se había
    trasladado por razones del servicio a la lejana Irkutsk, en Siberia, y del que no tenía
    noticias desde hacía un año. El stárets había replicado a la anciana con severidad,
    prohibiéndole hacer tal cosa y asegurando que esa clase de plegarias eran poco
    menos que brujería. Pero a continuación, disculpándola por su ignorancia, añadió, a
    modo de consuelo, «como quien mira en el libro del futuro —así se expresaba en su
    carta la señora Jojlakova—, que su hijo Vasia estaba vivo, sin sombra de duda, y que o
    bien estaría muy pronto de vuelta o bien le mandaría una carta, de modo que ella
    debía volver a casa a esperarlo.








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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 16:23

    ***

    Y ¿qué es lo que ha pasado? —añadía alborozada la
    señora Jojlakova—. Pues que la profecía se ha cumplido al pie de la letra, y más aún».
    Nada más llegar a casa, a la anciana le entregaron una carta de Siberia dirigida a ella. Y
    no solo eso: en esa carta, escrita ya de camino, desde Ekaterimburgo, su hijo Vasia le
    comunicaba que estaba viajando de regreso a Rusia, en compañía de un funcionario, y
    «esperaba abrazar a su madre» unas tres semanas después de que ésta hubiera
    recibido la carta. La señora Jojlakova rogaba insistente y fervientemente a Aliosha que
    informara al padre higúmeno y a toda la comunidad de este nuevo «milagro
    profético». «¡Tiene que saberlo todo el mundo, todo el mundo!», exclamaba en su
    carta, a modo de conclusión. La carta la había escrito deprisa y corriendo, y en cada
    línea se reflejaba la emoción de la autora. Pero Aliosha no tenía nada que comunicar a
    los monjes, porque éstos ya estaban al corriente de lo ocurrido: Rakitin, cuando mandó
    al monje que avisara a Aliosha, le encargó de paso que «transmitiera con todo respeto
    al reverendo padre Paísi que él, Rakitin, tenía una noticia que darle a conocer, tan
    importante que no se atrevía a esperar ni un minuto, y que le pedía humildemente
    perdón por su osadía». Dado que el monje había trasladado la petición de Rakitin
    antes al padre Paísi que a Aliosha, cuando éste volvió a la celda ya solo le quedaba
    leer la misiva y mostrársela acto seguido al padre Paísi en calidad de mero documento.
    173
    Y lo cierto es que ni siquiera este hombre seco y desconfiado, al leer con el ceño
    fruncido la noticia del «milagro», pudo reprimir por completo sus sentimientos más
    íntimos. Los ojos le brillaban, una sonrisa grave y penetrante se dibujó de pronto en
    sus labios.
    —¡Qué no veremos! —se le escapó inopinadamente.
    —¡Qué no veremos aún, qué no veremos! —repitieron a coro los monjes, si bien el
    padre Paísi, frunciendo nuevamente el ceño, les pidió a todos ellos que, por el
    momento, no comentaran nada de lo sucedido, al menos hasta que acabara de
    confirmarse la noticia. «Hay mucha frivolidad entre los legos, y este caso ha podido
    ocurrir de forma natural», añadió cauteloso, como queriendo tranquilizar su conciencia,
    aunque casi ni él mismo se creía sus propias reservas, algo que advirtieron
    perfectamente quienes le estaban escuchando. A esa misma hora, desde luego, el
    «milagro» lo conocía ya todo el monasterio y muchos de los seglares que habían
    acudido allí para la liturgia. Con todo, nadie parecía más asombrado del milagro que el
    humilde monje de San Silvestre, ese pequeño monasterio de Obdorsk, en el lejano
    norte. La víspera se había postrado ante el stárets, en presencia de la señora Jojlakova,
    y, señalando a la hija «curada» de esta dama, le había preguntado con verdadero
    interés: «¿Cómo se atreve usted a hacer cosas así?»




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    172


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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:42

    ***



    El caso es que ahora este humilde monje estaba perplejo y casi no sabía qué creer.
    El día anterior, a la caída de la tarde, había estado visitando en el monasterio al padre
    Ferapont, en la celda retirada que éste ocupaba detrás del colmenar, y se había
    quedado asombrado con esa visita, que le había producido una impresión
    extraordinaria y terrible. El padre Ferapont era ese anciano monje, estricto ayunador y
    observante del voto de silencio, al que ya hemos aludido como rival del stárets Zosima
    y, sobre todo, del stárchestvo, que consideraba una novedad frívola y perniciosa. Se
    trataba de un rival extremadamente peligroso, a pesar de que, en virtud del voto de
    silencio, prácticamente no cambiaba una palabra con nadie. Pero era peligroso, sobre
    todo, porque una parte importante de los miembros de la comunidad compartían
    plenamente sus opiniones, y muchos de los seglares que acudían al monasterio lo
    veneraban como a un hombre justo y lo tenían por un asceta, a pesar de ver en él a un
    evidente yuródivy. Pero era eso mismo lo que los cautivaba. El padre Ferapont nunca
    visitaba al stárets Zosima. Aunque residía en el asceterio, apenas lo importunaban con
    las reglas que allí regían, pues se comportaba, en efecto, como un auténtico yuródivy.
    Tenía unos setenta y cinco años, si no más, y vivía detrás del colmenar del asceterio, en
    una de las esquinas del recinto, en una vieja celda de madera, muy desvencijada, que
    había sido construida hacía muchísimo tiempo, en el siglo pasado, para otro monje
    que, como él, había sido un gran ayunador y había observado el voto de silencio, el
    padre Iona, que había vivido hasta los ciento cinco años y de cuyos grandes hechos
    aún circulaban muchos relatos curiosísimos por el monasterio y sus alrededores. El
    174
    padre Ferapont había conseguido, hacía unos siete años, que lo alojaran también a él
    en esa celda apartada, que era en definitiva una isba, aunque recordaba mucho a una
    capilla, pues tenía una cantidad enorme de iconos donados al monasterio, ante los
    cuales ardían permanentemente lamparillas votivas; era como si hubieran instalado allí
    al padre Ferapont para que se ocupara de ellas y las mantuviera encendidas. No
    consumía, según se contaba —y era verdad—, más que dos librasde pan cada tres
    días, eso era todo; se lo llevaba cada tres días el colmenero que vivía allí mismo, en el
    colmenar, pero incluso a este colmenero que le prestaba tal servicio el padre Ferapont
    apenas le dirigía la palabra. Esas cuatro libras de pan, junto con el prósforon de los
    domingos, que tras la última misa le mandaba indefectiblemente el padre higúmeno al
    bienaventurado, constituían todo su alimento semanal. En cuanto al agua del jarro, se
    la cambiaban a diario. Raramente asistía a misa.



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:43

    ***

    Sus admiradores veían cómo a veces
    aguantaba todo el día rezando, arrodillado y sin levantar la cabeza. Si, a pesar de todo,
    alguna vez entablaba conversación con ellos, se mostraba lacónico y hablaba de forma
    entrecortada, extraña y un tanto grosera. No obstante, muy ocasionalmente
    conversaba con los visitantes, pero por lo general se limitaba a dejar caer alguna
    palabra misteriosa que constituía un profundo enigma para ellos, y después, por más
    que le insistían, no ofrecía ninguna explicación. No tenía rango de sacerdote, era un
    simple monje. Corría un rumor muy singular, si bien entre la gente más oscura, según
    el cual el padre Ferapont estaba en contacto con los espíritus celestes y solo hablaba
    con ellos, motivo por el cual callaba en presencia de la gente. El monjecillo de
    Obdorsk, que había entrado en el colmenar siguiendo las instrucciones del colmenero,
    otro monje igualmente callado y sombrío, se dirigió hacia el rincón donde se
    encontraba la pequeña celda del padre Ferapont. «A lo mejor se decide a hablar con
    un forastero como tú, pero también es posible que no le saques una sola palabra», le
    previno el colmenero. Se acercó el monje, según contó él mismo más tarde, muerto de
    miedo. Era bastante tarde ya. En esta ocasión, el padre Ferapont estaba sentado
    delante de la puerta de su celda, en un banco muy bajo. Un enorme olmo viejo
    susurraba suavemente por encima de él. Se había levantado un aire fresco vespertino.
    El monje de Obdorsk se postró ante el beato y le pidió su bendición.
    —¿Acaso pretendes, monje, que caiga yo también de rodillas ante ti? —dijo el
    padre Ferapont—. ¡Levántate!
    El monjecillo se puso de pie.
    —Al bendecir, eres tú el bendito; siéntate a mi lado. ¿De dónde vienes?
    Lo que más sorprendió al pobre monje fue que el padre Ferapont, a pesar de sus
    prolongados ayunos y de su avanzada edad, tenía todo el aspecto de ser un viejo
    fuerte, alto, que andaba siempre erguido, con el rostro fresco y saludable, aunque
    enjuto. Tampoco cabía duda de que conservaba una fuerza física considerable. Era de
    constitución atlética. A pesar de sus muchos años, ni siquiera había encanecido del
    todo y conservaba abundantes y espesas la cabellera y la barba, completamente
    negras en otros tiempos. Tenía los ojos grises, grandes y brillantes, pero
    extremadamente prominentes, tanto que llamaban la atención. Hablaba marcando con
    claridad la «o». Vestía un largo armiak rojizo, de ese paño ordinario que antes llamaban
    de presidiario, ceñido con una gruesa cuerda. El cuello y el pecho los llevaba al aire.
    Por debajo del armiak asomaba una camisa de tela muy basta, casi totalmente negra
    después de no habérsela cambiado en meses. Se decía que llevaba bajo el armiak
    unas cadenas de asceta que pesaban treinta libras. Calzaba unos viejos zapatos, casi
    deshechos, sobre los pies desnudos.
    —Del modesto cenobio de San Silvestre, en Obdorsk —respondió humildemente el
    monje, mirando al ermitaño con sus ojillos vivos y curiosos, aunque un tanto asustados.
    —He estado en ese San Silvestre tuyo. He vivido allí. ¿Cómo va todo? —El
    monjecillo se turbó—. ¡Mira que sois torpes! ¿Cómo observáis el ayuno?





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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:44

    ***


    —El hermano encargado del refectorio lo dispone todo según la vieja regla
    eremítica: durante la Cuaresma no se sirven comidas los lunes, miércoles y viernes. Los
    martes y los jueves la comunidad toma pan blanco, una decocción con miel, mora de
    los pantanos o col salada y papilla de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con
    guisantes, kasha con jugo, todo con aceite. Los domingos, a la sopa de coles se le
    añade pescado seco y kasha. En Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado por la
    noche, seis días, solo hay pan, agua y verduras sin cocer, y aun esto con moderación;
    además, no lo tomamos a diario, sino según lo dicho para la primera semana. El
    Viernes Santo no se come nada, e igualmente ayunamos el Sábado Santo hasta las tres
    de la tarde, y entonces solo podemos tomar un poco de pan remojado en agua y
    beber una copa de vino. El Jueves Santo tomamos únicamente comida hervida, sin
    aceite, aunque bebemos vino con algunos frutos secos. Pues el concilio de Laodicea
    dice del Jueves Santo: «No se debe interrumpir el ayuno el jueves de la última semana,
    deshonrando de ese modo toda la Cuaresma». Así procedemos en nuestro
    monasterio. Pero ¡qué es esto en comparación con lo que usted hace, eximio padre —
    añadió el monje, animándose—, que se alimenta todo el año, incluida la santa Pascua,
    únicamente a base de pan y agua! El pan que nosotros consumimos en dos días le
    basta a usted para toda una semana. Es en verdad admirable su gran frugalidad.
    —¿Y los hongos? —preguntó de repente el padre Ferapont, aspirando la ge,
    pronunciándola casi como una jota—. ¿Los níscalos?
    —¿Los níscalos? —repitió la pregunta el monjecillo, asombrado.
    —Eso es. Yo puedo renunciar al pan, no lo necesito para nada; si me fuera a vivir al
    bosque, podría alimentarme a base de níscalos y bayas, pero los de aquí son incapaces
    de prescindir del pan, y eso quiere decir que están atados al diablo. Hoy en día, hay
    gente despreciable que asegura que no sirve de nada tanto ayuno. Altivo y
    despreciable, así es este juicio.
    176
    —Oh, es cierto —exclamó el monje.
    —¿Ha visto a los demonios en casa de ésos? —preguntó el padre Ferapont.
    —¿En casa de quiénes? —replicó tímidamente el monje.
    —El año pasado subí a ver al higúmeno por Pentecostés, y no he vuelto desde
    entonces. Vi que uno tenía un diablo en el pecho, escondido bajo la sotana, apenas le
    asomaban los cuernos; otro lo llevaba en el bolsillo, y me miraba asustado, con ojos
    inquietos; a otro se le había metido en la barriga, en su sucio vientre; y alguno lo
    llevaba colgado del cuello, bien agarrado, aunque no podía verlo.
    —Usted… ¿los ve? —preguntó el monje.



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:45

    ***




    Usted… ¿los ve? —preguntó el monje.
    —Ya te lo he dicho: los veo, los veo con toda claridad. Cuando ya me disponía a
    salir del aposento del higúmeno, me fijé en que había uno de ellos detrás de la puerta,
    escondiéndose de mí; era bien grande, mediría un arshín y medio de altura, si no más,
    con una cola gruesa y larga, de color pardo, que tenía la punta metida en la rendija de
    la puerta; pero yo no soy tonto, así que cerré de golpe, dando un portazo, y le pillé la
    cola. Empezó a chillar y a rebullirse, pero yo le hice la señal de la cruz, así hasta tres
    veces. Y en ese momento reventó como una araña pisoteada. Seguro que ahora ese
    rincón está podrido y apesta, pero ésos ni lo ven ni lo huelen. Llevo un año sin ir. Solo
    a ti, como eres forastero, puedo revelarte este secreto.
    —¡Son terribles sus palabras! Y entonces, padre eximio y bienaventurado —el
    monjecillo iba cobrando cada vez más valor—, ¿es cierta esa inmensa fama, que se
    extiende hasta tierras lejanas, según la cual usted está en comunicación permanente
    con el Espíritu Santo?
    —Viene volando. Así es.
    —Y ¿cómo viene volando? ¿En qué forma?
    —En forma de pájaro.
    —¿El Espíritu Santo en forma de paloma?
    —Una cosa es el Espíritu Santo y otra el Santo Espíritu. El Santo Espíritu es distinto,
    éste puede descender en forma de otros pájaros: en forma de golondrina, de jilguero
    o incluso de carbonero.
    —¿Cómo lo distingue de un simple carbonero?
    —Habla.
    —¿Cómo que habla? ¿En qué lengua?
    —En la humana.
    —¿Y qué le dice?
    —Pues hoy precisamente me ha anunciado que vendría a visitarme un imbécil a
    preguntarme cosas que no debe. Mucho pretendes saber, monje.
    —Son terribles sus palabras, padre santísimo y bienaventurado. —El monje sacudía
    la cabeza. En sus asustadizos ojos se vislumbró, de todos modos, cierta incredulidad.
    177
    —¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Ferapont, después de callar unos
    momentos.
    —Lo veo, bienaventurado padre.
    —Para ti es un olmo; pero para mí es otra cosa.
    —Y ¿qué es? —El monjecillo se quedó en silencio, esperando una respuesta en
    vano.
    —Suele ocurrir de noche. ¿Ves esas dos ramas? Pues de noche Cristo extiende sus
    brazos hacia mí y sus manos me buscan, yo lo veo con toda claridad y me echo a
    temblar. ¡Es terrible! ¡Terrible!
    —¿Qué tiene de terrible, tratándose de Cristo?
    —Puede agarrarme y llevarme.
    —¿Vivo?
    —¿Acaso no has oído hablar del espíritu y la gloria de Elías? Me abrazará y me
    llevará…



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:46

    ***



    Aunque el monje de Obdorsk, después de esta conversación, regresó bastante
    perplejo a la celda que le habían asignado —la de uno de los miembros de la
    comunidad—, su corazón seguía estando más próximo, indudablemente, al padre
    Ferapont que al padre Zosima. El monje de Obdorsk era, ante todo, partidario del
    ayuno, y no era extraño que un ayunador tan colosal como el padre Ferapont pudiera
    «ver prodigios». Sus palabras, sin duda, resultaban un tanto disparatadas, pero solo el
    Señor sabía lo que en ellas se encerraba, y todos los iluminados por el amor de Cristo
    hacen y dicen cosas de ese tenor. En cuanto a lo de la cola del diablo pillada con la
    puerta, estaba dispuesto a admitirlo con toda el alma y de muy buen grado, no solo en
    sentido figurado, sino al pie de la letra. Aparte de eso, ya antes de su llegada al
    monasterio venía experimentando una profunda animadversión contra el stárchestvo,
    que hasta entonces solo conocía de oídas, y, siguiendo el ejemplo de muchos otros, lo
    tenía por una novedad decididamente perniciosa. En el tiempo que llevaba en el
    monasterio, ya había podido percibir el disimulado murmullo de algunos hermanos
    superficiales, descontentos con los startsy. Por lo demás, era un monje inconstante e
    inquieto por naturaleza, con una inmensa curiosidad por todo. Por eso mismo, la
    impresionante noticia del nuevo «milagro» del stárets Zosima lo dejó enormemente
    perplejo. Más tarde, Aliosha recordaría cómo, entre los monjes que se agolpaban junto
    al stárets o se reunían en las inmediaciones de la celda, había pasado repetidas veces
    por su lado, husmeando en todos los corrillos, la figura del curioso visitante de
    Obdorsk, que procuraba estar al corriente de todo e interrogaba a todo el mundo.
    Pero en esos momentos apenas le había prestado atención y solo más tarde se
    acordaría de todo aquello…
    La verdad es que no estaba Aliosha como para ocuparse del monje: el stárets
    Zosima había vuelto a sentirse fatigado y se había acostado de nuevo, cuando de
    pronto, poniendo los ojos en blanco, se acordó de él y lo mandó llamar. Aliosha
    acudió de inmediato. En ese preciso instante, junto al stárets solo se encontraban el
    padre Paísi, el hieromonje Iósif y el novicio Porfiri. El stárets, abriendo los ojos
    cansados y mirando fijamente a Aliosha, le preguntó de pronto:
    —¿Te esperan los tuyos, hijo? —Aliosha se turbó—. ¿No necesitan de ti? ¿No le
    prometiste ayer a ninguno de ellos que irías hoy a verlo?
    —Se lo prometí… a mi padre… a mis hermanos… también a otras personas…
    —¿Lo ves? Tienes que ir sin falta. No estés triste. Debes saber que no voy a morir
    antes de haber pronunciado en tu presencia mis últimas palabras en la tierra. A ti te
    diré esas palabras, hijo, a ti te las legaré. A ti, hijo mío querido, pues tú me amas. Pero,
    por ahora, ve con ellos, ya que se lo prometiste.
    Aliosha accedió enseguida, aunque se le hacía muy duro irse. Pero la promesa de
    que oiría las últimas palabras terrenales del stárets y, sobre todo, de que iban a serle
    legadas a él, había llenado su alma de gozo. Se apresuró, con ánimo de terminar
    pronto todo lo que tenía que hacer en la ciudad y regresar cuanto antes. En ese
    momento, el padre Paísi le dijo unas palabras de despedida que le causaron,
    inesperadamente, una profunda impresión. Ambos habían salido ya de la celda del
    stárets



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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:47

    ***
    —Ten siempre presente, joven —así, directamente, sin más preámbulos, había
    comenzado el padre Paísi—, que la ciencia profana, que, en conjunto, ha adquirido
    una fuerza enorme, se ha dedicado a examinar, especialmente en este último siglo,
    todo lo celestial que se nos había legado en los libros sagrados y, después de un
    implacable análisis, los sabios de este mundo no han preservado nada de lo que antes
    era un santuario. Pero lo que han analizado han sido las partes, perdiendo de vista el
    todo, demostrando así una ceguera que causa asombro. Mientras tanto, el todo se alza
    inmutable ante sus ojos, igual que antes, «y las puertas del Hades no prevalecerán
    contra él». ¿Acaso no ha vivido diecinueve siglos, acaso no sigue viviendo en los
    movimientos de las almas individuales y en los movimientos de las masas populares?
    ¡Hasta en los movimientos de las almas de esos mismos ateos, que todo lo destruyen,
    sigue viviendo como vivía antes, inmutable! Pues incluso quienes reniegan del
    cristianismo y se rebelan contra él son, en esencia, imagen del propio Cristo; así lo han
    sido y así lo siguen siendo, ya que hasta hoy ni su sabiduría ni el ardor de su corazón
    les han permitido crear una imagen más elevada del hombre y de su dignidad que la
    imagen que Cristo nos señaló en otro tiempo. Sus tentativas solo han dado origen a
    monstruosidades. Ten esto muy presente, joven, pues tu stárets, en el momento de su
    partida, te destina al mundo. Es posible que, cuando evoques este gran día, no olvides
    tampoco mis palabras, que te he brindado de todo corazón a modo de despedida,
    pues eres joven y las tentaciones del mundo son poderosas y tus fuerzas no bastarán
    para resistirlas. Y ahora ponte en camino, huérfano.
    179
    Dicho lo cual, el padre Paísi le dio su bendición. Al salir del monasterio, mientras
    reflexionaba sobre aquellas insólitas palabras, Aliosha comprendió de repente que en
    ese monje, hasta entonces tan estricto y severo con él, había encontrado un nuevo e
    inesperado amigo y un nuevo guía, que le brindaba su ferviente amor; era como si el
    stárets Zosima se lo hubiera encomendado en la hora de la muerte. «Cabe la
    posibilidad de que, en efecto, se hayan puesto de acuerdo», pensó Aliosha. En
    particular, las imprevistas y sabias reflexiones que acababa de escuchar daban
    testimonio del fervor del padre Paísi: se había apresurado a armar sin demora aquella
    mente juvenil para el combate contra las tentaciones, y a proteger el alma juvenil que
    se le había confiado con la muralla más fuerte que era capaz de concebir.


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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 13:47

    ***

    II. En casa de su padre



    Lo primero que hizo Aliosha fue ir a ver a su padre. Al llegar, se acordó de que la
    víspera éste le había insistido mucho en que entrara a hurtadillas, sin que se enterase
    su hermano Iván. «Pero ¿por qué? —se dijo Aliosha en ese momento—. Aun
    suponiendo que mi padre pretenda decirme algo a mí solo, en privado, ¿por qué
    tengo que entrar sin ser visto? Lo más seguro es que ayer quisiera decirme otra cosa y,
    alterado como estaba —concluyó—, no acertara a hacerlo.» De todos modos, se
    alegró mucho cuando Marfa Ignátievna, que acudió a abrirle la cancela (por lo visto,
    Grigori había caído enfermo y guardaba cama en su pabellón), le comunicó, en
    respuesta a una pregunta suya, que Iván Fiódorovich había salido dos horas antes.
    —¿Y mi padre?
    —Se ha levantado, está tomando un café —respondió con cierta sequedad Marfa
    Ignátievna.
    Aliosha entró en la casa. El viejo estaba solo, sentado a la mesa, en zapatillas y con
    un abrigo raído, y se entretenía revisando unas cuentas, sin prestarles tampoco
    demasiada atención. No había nadie más en toda la casa (Smerdiakov también había
    salido a comprar provisiones para la comida). Pero no eran las cuentas lo que le
    preocupaban. Aunque se había levantado de la cama a primera hora y procuraba
    animarse, parecía fatigado y débil. Le habían salido por la noche unos enormes
    moratones en la frente, por lo que la tenía envuelta en un pañuelo rojo. También se le
    había hinchado visiblemente la nariz y, aunque los hematomas que se le habían
    formado en ella no eran muy grandes, aquellas manchas le daban al rostro un aspecto
    especialmente siniestro e iracundo. El viejo lo sabía y recibió a Aliosha con una mirada
    escasamente acogedora.
    —El café está frío —le chilló con brusquedad—, así que no te ofrezco. Ya ves, hoy
    solo tomo sopa de vigilia y no invito a nadie. ¿A qué has venido?
    —A interesarme por su salud —dijo Aliosha.
    —Sí. Y, aparte de eso, yo mismo te mandé ayer que vinieras. Esto es absurdo. Te
    has molestado en vano. Aunque yo ya sabía que te presentarías enseguida…
    Lo dijo en un tono de manifiesta hostilidad. Entretanto se había levantado de la
    mesa y se miraba, preocupado, la nariz en el espejo (acaso por cuadragésima vez en
    toda la mañana). Empezó asimismo a colocarse con más prestancia el pañuelo rojo de
    la frente.
    —Menos mal que es rojo: los pañuelos blancos parecen de hospital —comentó en
    tono sentencioso—. Bueno, ¿cómo te va? ¿Qué hay de tu stárets?





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