Por desgracia, quizá mañana mismo deba partir para Moscú y renunciar a su
compañía por una larga temporada… Y eso, por desgracia, no tiene remedio… —
anunció inopinadamente Iván Fiódorovich.
—¡Mañana! ¡A Moscú! —A Katerina Ivánovna la cara se le crispó de repente—.
Pero… pero, Dios mío, ¡qué suerte! —exclamó, alterando súbitamente el tono de voz y
dejando de llorar, de modo que muy pronto no quedó ni rastro de sus lágrimas. En un
instante se produjo en Katerina Ivánovna una transformación asombrosa que dejó a
Aliosha perplejo: en lugar de la pobre muchacha ofendida que había estado llorando
hasta entonces, reflejando el desgarro de su alma, apareció de improviso una mujer
que hacía gala de un perfecto dominio de sí misma y se mostraba incluso visiblemente
satisfecha, como si, de pronto, se hubiese llevado una enorme alegría—. Oh, no es
que sea una suerte tener que alejarme de usted, desde luego que no —dijo, como
queriendo retractarse, con una agradable sonrisa mundana—, un amigo como usted
no debería pensar tal cosa; al contrario, me siento muy desdichada viéndome privada
de su compañía. —De pronto, se acercó a toda prisa a Iván Fiódorovich y, cogiéndole
ambas manos, se las estrechó con fervor—. Lo que sí es una suerte es que usted,
personalmente, tenga la ocasión de explicar en Moscú, a mi tía y a Agasha, cuál es mi
situación, todo el horror que estoy viviendo; de explicárselo a Agafia con toda
franqueza y con delicadeza a mi querida tía, como mejor sepa usted. Ni se imagina
usted lo desdichada que me sentía ayer y esta misma mañana, sin saber muy bien
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cómo escribir esa horrible carta… porque no hay forma de dar cuenta de lo ocurrido
por carta… Ahora ya me será más fácil escribirla, porque usted va a estar presente y
podrá explicárselo todo de viva voz. ¡Oh, qué contenta estoy! Pero solo estoy contenta
por eso, créame. Para mí, usted es insustituible, por supuesto… Ahora mismo iré
corriendo a escribir esa carta —concluyó bruscamente, e incluso dio un paso, decidida
a salir de la habitación.
—¿Y Aliosha? ¿Qué pasa con la opinión de Alekséi Fiódorovich, que tantas ganas
tenía usted de escuchar? —exclamó la señora Jojlakova. Una nota airada y mordaz
resonaba en sus palabras.
—No me he olvidado. —Katerina Ivánovna se detuvo de repente—. Y ¿por qué se
muestra tan hostil ahora conmigo, Katerina Ósipovna? —preguntó en un tono de vivo
y amargo reproche—. Me reafirmo en lo dicho. Necesito conocer su opinión, es más:
¡necesito conocer su decisión! Lo que él diga se hará… Ya ve hasta qué punto anhelo
conocer sus palabras, Alekséi Fiódorovich… Pero ¿qué le ocurre?
—Nunca lo habría pensado, ¡para mí, es algo inconcebible! —exclamó de pronto
Aliosha, con amargura.
—¿Qué, qué?
—Él se va a Moscú, y usted dice que se alegra; ¡lo ha dicho con toda intención!
Pero justo después empieza a aclarar que no está contenta por eso; al contrario, dice
que lo siente… que pierde a un amigo… Pero eso también ha sido a propósito…
¡como si estuviera actuando en un teatro!
cont
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