Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:42

    ***


    En esto tiene razón el amigo Ned dijo Conseil, y yo soy de su opinión. ¿No podría
    obtener el señor de su amigo, el capitán Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no
    fuese más que para no perder la costumbre de pisar las par-tes sólidas de nuestro planeta?
    -Puedo pedírselo, pero creo que será inútil.
    Inténtelo el señor dijo Conseil, y así sabremos a qué atenernos sobre la amabilidad del
    capitán Nemo.
    Con gran sorpresa por mi parte, el capitán Nemo me con-cedió su autorización con toda
    facilidad, sin tan siquiera exigirme la promesa de nuestro retorno a bordo. Cierto es que una
    huida a través de las tierras de la Nueva Guinea era demasiado peligrosa y no sería yo quien
    aconsejase a Ned Land intentarla. Más valía ser prisionero a bordo del Nauti-lus que caer
    entre las manos de los naturales de la Papuasia.
    Se puso a nuestra disposición el bote para el día siguien-te. Yo daba por descontado que no
    nos acompañarían ni el capitán Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habría de
    dirigir él solo la embarcación. Pero la tierra no se hallaba más que a dos millas de distancia,
    y para el cana-diense sería un juego conducir el ligero bote entre esas líneas de arrecifes tan
    peligrosas para los grandes navíos.
    Al día siguiente, 5 de enero, se extrajo de su alvéolo la ca-noa y se botó al mar desde lo alto
    de la plataforma. Dos hombres bastaron para realizar la operación. Los remos es-taban ya a
    bordo y nos embarcamos a las ocho de la maña-na, con nuestras hachas y fusiles.
    El mar estaba bastante bonancible. Soplaba una ligera brisa de tierra. Conseil y yo
    remábamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el timón en los estrechos
    pa-sos que dejaban los rompientes. La canoa obedecía bien al ti-món y navegaba con
    rapidez.




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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:42

    ***


    Ned Land no podía contener su alegría. Era un prisione-ro escapado de su cárcel, y no
    parecía pensar que debía vol-ver a ella.
    ¡Carne! exclamaba. ¡Vamos a comer carne, y qué car-ne! ¡Caza auténtica! No digo yo
    que el pescado no sea una buena cosa, pero sin abusar, y un buen trozo de carne fresca a la
    parrilla sería una agradable variación.
    ¡El muy glotón, me está haciendo la boca agua! dijo Conseil.
    Queda por ver dije si hay caza en esos bosques. Y pue-de que las piezas sean de tal
    tamaño que cacen al cazador.
    ¡Oh!, señor Aronnax respondió el canadiense, cuyos dientes parecían estar tan afilados
    como el filo de un hacha, le aseguro que estoy dispuesto a comer tigre, solomillo de
    ti-gre, si no hay otro cuadrúpedo en esta isla.
    El amigo Ned es inquietante dijo Conseil.
    Lo que sea prosiguió Ned Land. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos
    patas con plumas recibirá el saludo de mi fusil.
    He aquí que el señor Land vuelve a excitarse.
    No tema, señor Aronnax respondió el canadiense, y reme con fuerza. No pido más de
    media hora para ofrecerle un plato a mi manera.
    A las ocho y media, la canoa del Nautilus arribó a una pla-ya de arena, tras haber
    franqueado con fortuna el anillo de coral que rodeaba a la isla de Gueboroar.



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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:43

    ***



    21. Unos días en tierra

    Me impresionó vivamente tocar tierra.
    Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesión. No hacía más de dos meses, sin
    embargo, que éramos, según la expresión del capitán Nemo, los «pasajeros del Nautilus»,
    es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.
    En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente
    madrepórico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos granfticos,
    de-mostraban que la isla era debida a una formación primordial.
    Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los
    cuales alcanzaban doscien-tos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lia-nas,
    verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks,
    hibiscos, pandanes y pal-meras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóve-das
    verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, legumino-sas y helechos.
    Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo
    agradable orlío útil, alver un co-cotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y
    entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacción que parecía
    expresar una protesta contra la die-ta del Nautilus.
    ¡Excelente! decia Ned Land.
    ¡Exquisito! respondía Conseil.
    Espero dijo el canadiense que el capitán Nemo no se oponga a que introduzcamos a
    bordo una carga de cocos.
    No lo creo respondí, pero dudo que quiera probarlos.
    Peor para él dijo Conseil.
    -Y tanto mejor para nosotros añadió Ned Land, así to-caremos a más.




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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:44

    ***



    Ned dije al arponero, que se disponía a vaciar otro co-cotero, los cocos están muy
    buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que sería prudente ver si la isla produce algo
    no menos útil. Creo que la despensa del Nautilus acogería con agrado legumbres frescas.
    Tiene razón el señor dijo Conseil-, y yo propongo que reservemos en la canoa tres
    espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no
    he visto todavía ni la más pequeña muestra.
    Conseil, no hay que desesperar respondió el cana-diense.
    Continuemos, pues, nuestra excursión dije, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca
    deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que
    nosotros sobre la naturaleza de la caza.
    ¡Eh! ¡Eh! exclamó Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mandíbulas.
    Pero, ¡Ned! exclamó Conseil.
    Pues, ¿sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.
    Pero ¡qué dice, Ned! exclamó Conseil. ¡Usted antropó-fago! Ya no podré sentirme
    seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. ¿Me despertaré un día semidevorado?
    Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para comérmelo sin necesidad.
    No sé, no me fío dijo Conseil. ¡Hala, a cazar! Es me-nester cobrar una pieza como
    sea, para satisfacer a este caní-bal; si no, una de estas mañanas, el señor no hallará más que
    unos trozos de doméstico para servirle.



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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:45

    ***



    Mientras así iban bromeando, nos adentramos en la espe-sura del bosque, que, durante dos
    horas, recorrimos en to-dos sentidos.
    El azar se mostró propicio a nuestra búsqueda de vege-tales comestibles. Uno de los más
    útiles productos de las zonas tropicales nos proveyó de un alimento precioso, del que
    carecíamos a bordo. Habló del árbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que
    ofrecía esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de
    rima. Se distinguía este árbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos
    cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes ho-jas
    multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan
    felizmente se ha aclimata-do en las islas Mascareñas. Entre su masa de verdor desta-caban
    los gruesos frutos globulosos, de un decímetro de anchura, con unas rugosidades exteriores
    que tomaban una disposición hexagonal. Útil vegetal este con que la natura-leza ha
    gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ningún cultivo, da sus frutos
    durante ocho meses al año.
    Ned Land conocía bien ese fruto, por haberlo comido du-rante sus numerosos viajes, y
    sabía preparar su sustancia co-mestible. La vista del mismo excitó su apetito, y sin poder
    contenerse dijo:
    Señor, si no pruebo esta pasta del árbol del pan, me muero.
    Pues adelante, Ned, a su gusto. Est os aquí para hacer experimentos. Hagámoslos.
    No llevará mucho tiempo respondió el canadiense.
    Y, provisto de una lupa, encendió un fuego con ramas secas que chisporrotearon
    alegremente. Mientras tanto, Con-seil y yo escogíamos los mejores frutos del artocarpo.
    Algu-nos no habían alcanzado aún un grado suficiente de madu-rez y su piel espesa
    recubría una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran número, amarillos y
    gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos

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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:45

    ***

    Los frutos no contenían hueso. Conseil llevó una docena de ellos a Ned Land, quien los
    colocó sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.
    Verá usted, señor, lo bueno que es este pan decía.
    Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo dijo Conseil.
    Es más que pan añadió el canadiense, es obra de res-postería, y delicada. ¿No la ha
    comido usted nunca?
    No, Ned.
    Pues prepárese a probar una cosa suculenta. Si no es así, dejo yo de ser el rey de los
    arponeros.
    Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expues-ta al fuego quedó completamente
    tostada. Por dentro apare-ció una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor
    re-cordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo comí con gran
    placer.
    Desgraciadamente dije- esta pasta no puede conser-varse fresca. Es inútil, por tanto,
    que llevemos una provisión a bordo.
    ¡Ah, no! exclamó Ned Land. Habla usted como un na-turalista, pero yo voy a actuar
    como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolección de frutos, que cogeremos a
    la vuelta.
    ¿Cómo va a prepararlo, entonces? -le pregunté.
    Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservará indefinidamente sin
    pudrirse. Cuando quiera emplearla, la coceré en la cocina y verá usted cómo a pesar de su
    sabor un poco ácido estará muy rica.
    Así, Ned, veo que no le falta nada a este pan...
    Sí, señor profesor, le faltan algunas frutas o al menos al-gunas legumbres.



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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:46

    ***


    Pues busquemos frutas y legumbres.
    Una vez acabada nuestra recolección, nos pusimos en marcha para completar nuestro
    «almuerzo» terrestre.
    No resultó baldía nuestra búsqueda; a mediodía había-mos hecho ya una buena recolección
    de plátanos. Estos deli-ciosos productos de la zona tórrida maduran durante todo el año.
    Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Además de los plátanos
    recogimos unas ja-cas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos también muy sabrosos y
    piñas tropicales de un tamaño extraordi-nario.
    Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cabía
    lamentarlo.
    Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abría la marcha e iba recogiendo al paso, con mano
    segura, magníficas frutas para completar nuestras provisiones.
    ¿No le falta nada, Ned? preguntó Conseil.
    ¡Hum! gruñó el canadiense.
    ¿Cómo? ¿De qué se queja?
    De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?,
    ¿y el asado?
    Es cierto dije. Ned nos había prometido unas chule-tas, que empiezan a parecerme
    muy problemáticas.
    Oiga -me dijo el canadiense, no sólo no ha terminado la cacería, sino que todavía no ha
    comenzado. Tengamos pa-ciencia, que acabaremos encontrando algún animal de plu-ma o
    de pelo, y si no es por aquí, será en otro sitio.






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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:46

    ***



    Y si no es hoy, será mañana añadió Conseil, pues no hay que alejarse demasiado. Es
    más, creo que deberíamos volver a la canoa.
    ¿Tan pronto? dijo Ned.
    -Debemos estar de regreso antes de la noche dije.
    Pero ¿qué hora es? preguntó el canadiense.
    Por lo menos son las dos respondió Conseil.
    ¡Cómo pasa el tiempo en tierra firme! -exclamó Ned Land, con un suspiro de pesar.
    En marcha entonces dijo Conseil.
    Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fui-mos completando nuestra
    recolección con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los árboles, así
    como con ese género de pequeñas habichuelas que los mala-yos denominan abrou, y con
    batatas de magnífica calidad.
    Así, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todavía
    satisfecho con las provisiones. Le favoreció la suerte entonces, ya que en el momento en
    que iba a embarcar vio varios árboles, de unos veinticinco a treinta pies de altura,
    pertenecientes a la familia de las pal-mas. Estos árboles, tan preciosos como el artocarpo,
    son considerados justamente como uno de los más útiles pro-ductos de Malasia. Eran sagús,
    vegetales silvestres que se re-producen, como los morales, por sus retoños y sus semillas.
    Ned Land conocía la manera de utilizar esos árboles. Ma-nejando el hacha con gran vigor,
    derribó dos o tres sagús, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubría sus
    palmas.
    Yo le observaba más con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad
    Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, de-jando así
    al descubierto una red de fibras alargadas que for-maban inextricables nudos amazacotados
    por una especie de harina gomosa. Esta fécula era el sagú, que constituye uno de los
    alimentos básicos de las poblaciones de la Mela-nesia.




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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:47

    ***



    Ned Land se limitó de momento a cortar los troncos como si de leíía se tratara, dejando
    para más tarde la extrac-ción de la fécula, que habría de ser separada de sus ligamen-tos
    fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes
    para endurecerse.


    Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las ori-llas de la isla, cargados con nuestras
    riquezas. Media hora más tarde, llegábamos al Nautilus. Nadie presenció nues-tra llegada.
    El enorme cilindro de acero parecía deshabita-do. Embarcadas nuestras provisiones, fui a
    mi camaro-te, en el que hallé la cena servida. Después de comer, me dormí.
    Al día siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La
    canoa se hallaba en el mismo lugar en que la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla
    Gueboroar. Ned Land esperaba tener más fortuna que en la víspera, como cazador, y
    deseaba visitar otra parte de la selva.
    A la salida del sol, ya estábamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes.
    Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos
    a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.
    Ned Land siguió la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes,
    llegamos a un altiplano bor-deado de magníficos bosques. A lo largo de los cursos de agua
    vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su
    circunspección probaba que aque-llos volátiles sabían a qué atenerse sobre los bípedos de
    nuestra especie, y de ello inferí que si la isla no estaba habita-da era, por lo menos,
    frecuentada por seres humanos




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 10 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:48

    ***


    Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado
    por el canto y el vuelo de un gran número de pájaros.
    Sólo pájaros -dijo Conseil.
    Los hay también comestibles respondió el arponero.
    No éstos, amigo Ned replicó Conseil, pues no veo más que loros.
    Conseil, el loro es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer dijo gravemente
    Ned.
    A lo que yo añadiré intervine que este pájaro, conve-nientemente preparado, puede
    valer la pena de arriesgar el tenedor.
    En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin más
    separación entre sus garri-duras y la lengua humana que la de una más cuidada educa-ción.
    Por el momento, garrían en compañía de cotorras de todos los colores, de graves
    papagayos, que parecían medi-tar un problema filosófico, mientras loritos reales de un rojo
    brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los cálaos de
    ruidoso vuelo, de los pa-púas, esos palmípedos que se pintan con los más finos mati-ces del
    azul, y de toda una gran variedad de volátiles muy hermosos pero escasamente comestibles.
    Aquella colección carecía, sin embargo, de un pájaro pro-pio de estas tierras hasta el punto
    de que nunca ha salido de los límites de las islas de Arrú y de las islas de los Papúas. Pero
    la suerte me tenía reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, después
    de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de
    matorrales. Fue allí donde vi levantar el vuelo a unos magníficos pájaros a los que la
    disposición de sus largas plu-mas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado,
    la gracia de sus aéreos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atraían y encantaban
    la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 10 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:48

    ***


    ¡Aves del paraíso! exclamé.
    Orden de los paseriformes, sección de los clistómoros respondió Conseil.
    ¿Familia de las perdices? preguntó Ned Land.
    No lo creo, señor Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos
    maravillosos productos de la natura-leza tropical.
    Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acos-tumbrado a manejar el arpón que el
    fusil.
    Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pája-ros con los chinos, se sirven para
    su captura de diversos me-dios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea
    en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árbo-les en que estas aves suelen buscar
    su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a
    en-venenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban
    limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y,
    en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.
    Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que
    forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El
    hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido
    una imprudencia. Pero, afor-tunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató
    dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que,
    rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras
    se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del arto-carpo. Devoramos las palomas hasta los
    huesos, encontrán-dolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan per-fuma su
    carne dándole un sabor delicioso




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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:49

    ***


    Es como si los pollos se alimentaran de trufas dijo Conseil.
    Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?
    Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palo-mas no son más que un entremés
    para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.
    Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.
    Continuemos, pues, la cacería intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar.
    Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.
    Era un consejo sensato, y lo adoptamos.
    Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdade-ro bosque de sagús. Algunas
    inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos
    huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó
    súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.
    ¡Ah! ¡Bravo, Conseil! exclamé, entusiasmado.
    Créame que no vale la pena de...
    ¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!
    Si el señor lo examina de cerca, podrá ver que no he teni-do gran mérito.
    ¿Porqué, Conseil?
    Porque este pájaro está borracho.
    ¿Borracho?
    Sí, señor. Ebrio de la nuez moscada que estaba comien-do en la mirística en que lo he
    encontrado. Vea, amigo Ned, vea los terribles efectos de la intemperancia.
    ¡Mil diantres! replicó el canadiense. ¡Mira que echar-me en cara la ginebra que he
    bebido desde hace dos meses!



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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:50

    ***


    Al examinar al curioso pájaro vi que Conseil no se equi-vocaba. El ave del paraíso,
    embriagada por el jugo espirituo-so, estaba reducida a la impotencia, incapaz de volar y
    ape-nas de andar. Pero eso no me preocupaba y le dejé dormir «la mona».
    Nuestra presa pertenecía a la más hermosa de las ocho es-pecies conocidas en Papuasia y
    en la islas vecinas, es decir, a la llamada «gran esmeralda» que es, además, una de las más
    raras. Medía unos tres decímetros de largo. Su cabeza era re-lativamente pequeña y los
    ojos, situados cerca de la abertura del pico, eran también de pequeño tamaño. Todo él era
    una sinfonía de colores: el amarillo del pico, el marrón de las pa-tas y de las uñas, el siena
    de las alas que en sus extremidades se tornaba en púrpura, el amarillo pajizo de la cabeza y
    del cuello, el esmeralda de la garganta, el marrón de la pechuga y del vientre. Las plumas,
    largas y ligeras de la cola, de una fi-nura admirable, realzaban la belleza de este
    maravilloso pá-jaro, poéticamente llamado por los indígenas «pájaro de sol».
    Yo deseaba vivamente poder llevar a París aquel soberbio ejemplar de ave del paraíso, a fin
    de donarlo al Jardín de Plantas, que no posee ninguno vivo.
    ¿Es, pues, tan raro? preguntó el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a
    estimar la caza desde un punto de vista artístico.
    Muy raro, sí, y, sobre todo, muy difícil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos pájaros
    son objeto de un comer-cio muy activo. Por eso, los indígenas han llegado incluso a
    fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.
    ¿Cómo? dijo Conseil. ¿Es posible falsificar las aves de paraíso?
    Sí, Conseil.
    ¿Y conoce el señor el procedimiento de los indígenas?
    Sí. Durante el monzón del Este, las aves del paraíso pier-den las magníficas plumas que
    rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificado-res
    recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente
    mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los
    museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.





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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:51

    ***

    Bueno dijo Ned Land, si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no
    está destinado a ser comido no lo veo mal.
    Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo
    mismo con los del cazador cana-diense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land
    pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un baríoutang como lo llaman los naturales.
    Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica
    carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo.
    El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.
    El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus en-trañas y extrajo media docena de
    chuletas destinadas a ase-gurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, conti-nuamos
    la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.
    En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que
    levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su
    huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléc-tricas no detuvieran a algunos
    en su carrera.
    ¡Ah, señor profesor! exclamó Ned Land, a quien exalta-ba el ardor de la caza, ¡qué
    carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el Nautilusi ¡Dos... tres....
    cin-co ... ! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a
    bordo no van a probarla!
    Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado
    a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que for-man el
    primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.
    Eran de pequeña talla, una especie de los «cangurosco-nejo», que se alojan habitualmente
    en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de
    des-plazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy esti-mable.





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    Mensaje por Maria Lua 27.07.24 13:52

    ***


    Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al
    día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpe-dos
    comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a so-brevenir.
    A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la pla-ya. Nuestra canoa estaba varada
    en su lugar habitual. El Nautilus emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de
    la costa.
    Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de
    barioutang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire...
    Pero me doy cuenta de que estoy pareciéndome al cana-diense. ¡Heme aquí en éxtasis ante
    una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdona-do a
    Ned Land, y por los mismos motivos.
    La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La
    fécula de sagú, el pan del arto-carpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un
    poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que
    las ideas de mis companeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez
    habi-tual.
    ¿Y si no regresáramos esta noche al Nautilus? dijo Con-seil.
    ¿Y si no volviéramos nunca más? añadió Ned Land.
    Apenas había acabado de formular su proposición el ar-ponero cuando cayó una piedra a
    nuestros pies.


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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:53

    ***



    22. El rayo del capitán Nemo

    Miramos hacia el bosque, sin levantarnos. Mi mano se había detenido en su movimiento
    hacia la boca, mientras la de Ned Land acababa el suyo.
    Una piedra no cae del cielo dijo Conseil, a menos que sea un aerolito.
    Una segunda piedra, perfectamente redondeada, que arrancó de la mano de Conseil un
    sabroso muslo de paloma, dio aún más peso a la observación que acababa de proferir.
    Nos incorporamos los tres, y tomando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo
    ataque.
    ¿Son monos? preguntó Ned Land.
    -Casi respondió Conseil. Son salvajes.
    -A la canoa dije, a la vez que me dirigía a la orilla.
    Conveniente, en efecto, era batirse en retirada, pues una veintena de indígenas, armados de
    arcos y hondas, había he-cho su aparición al lado de unos matorrales que, a unos cien pasos
    apenas, ocultaban el horizonte a nuestra derecha.
    La canoa se hallaba a unas diez toesas de nosotros.
    Los salvajes se aproximaron, sin correr pero prodigándo-nos las demostraciones más
    hostiles, bajo la forma de una lluvia de piedras y de flechas.
    Ned Land no se había resignado a abandonar sus provi-siones, y pese a la inminencia del
    peligro, no emprendió la huida sin antes coger su cerdo y sus canguros.
    Apenas tardamos dos minutos en llegar a la canoa. Car-garla con nuestras armas y
    provisiones, botarla al mar y co-ger los remos fue asunto de un instante. No nos habíamos
    distanciado todavía ni dos cables cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron
    en el agua hasta la cin-tura. Esperando que su aparición atrajera a la plataforma del Nautilus
    algunos hombres, miré hacia él. Pero el enorme aparato parecía estar deshabitado.








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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:56

    ***

    Veinte minutos más tarde subíamos a bordo. Las escoti-llas estaban abiertas. Tras amarrar
    la canoa, entramos en el Nautílus.
    Descendí al salón, del que se escapaban algunos acordes. El capitán Nemo estaba allí,
    tocando el órgano y sumido en un éxtasis musical.
    Capitán.
    No me oyó.
    Capitán dije de nuevo, tocándole el hombro.
    Se estremeció y se volvió hacia mí.
    ¡Ah! ¿Es usted, señor profesor? ¿Qué tal su cacería? ¿Ha herborizado con éxito?
    Sí, capitán, pero, desgraciadamente, hemos atraído una tropa de bípedos cuya vecindad
    me parece inquietante.
    ¿Qué clase de bípedos?
    Salvajes.
    ¡Salvajes! dijo el capitán Nemo, en un tono un poco iró-nico. ¿Y le asombra, señor
    profesor, haber encontrado sal-vajes al poner pie en tierra? ¿Y dónde no hay salvajes? Y
    es-tos que usted llama salvajes ¿son peores que los otros?
    Pero, capitán...
    Yo los he encontrado en todas partes.
    Pues bien respondí, si no quiere recibirlos a bordo del Nautilus, hará bien en tomar
    algunas precauciones.
    Tranquilícese, señor profesor, no hay por qué preocu-parse.
    -Pero, estos indígenas son muy numerosos.
    ¿Cuantos ha contado?
    -Tal vez un centenar.
    Señor Aronnax -respondió el capitán Nemo, cuyos de-dos se habían posado nuevamente
    sobre el teclado del órga-no, aunque todos los indígenas de la Papuasia se reunieran en
    esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al Nau-tilus.










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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:56

    ***

    Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo
    golpeaba las teclas ne-gras, lo que daba a sus melodías un color típicamente esco-cés.
    Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoña-ción que no traté de disipar.
    Subí a la plataforma. Había sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se
    pone rápidamente, sin cre-púsculo. Se veía ya muy confusamente el perfil de la isla
    Gue-boroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los
    indígenas no pensaban abandonarla.
    Permanecí así, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos indígenas, ya sin temor,
    ganado por la imperturba-ble confianza del capitán. Les olvidé pronto, para admirar los
    esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento voló
    a Francia, que habría de ser iluminada por aquéllas dentro de unas horas.
    La luna resplandecía en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pensé que el fiel y
    complaciente satélite ha-bría de volver a este mismo lugar dos días después para le-vantar
    las aguas y arrancar al Nautilus de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo
    estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, bajé a mi camarote y me dormí
    apaciblemente.
    Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del mons-truo encallado er la bahía debía
    atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofre-cían
    un fácil acceso a su interior.
    El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.
    A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y
    sus cimas después.
    Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o
    seiscientos. Aprovechán-dose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas
    de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nauti-lus. Los distinguía fácilmente. Eran
    verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente
    ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con
    que teñían su cabelle-ra lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los
    de los nubios. De los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados.
    Iban casi todos des-nudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta
    las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cinturón vegetal.
    Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi
    todos estaban armados de arcos, flechas y es-cudos, y llevaban a la espalda una especie de
    red con las pie-dras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas.










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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:57

    ***

    Uno de los jefes examinaba atentamente y desde muy cer-ca al Nautilus. Debía de ser un
    «mado» de alto rango, pues se arropaba con un tejido de hojas de banano, dentado en sus
    bordes y teñido con colores muy vivos.
    Fácilmente hubiera podido abatir al indígena, por la esca-sa distancia a que se hallaba, pero
    pensé que más valía espe-rar demostraciones de hostilidad por su parte. Entre euro-peos y
    salvajes, conviene que sean aquellos los que repliquen y no ataquen.
    Mientra duró la marea baja, los indígenas merodearon por las cercanías de Nautilus, sin
    mostrarse excesivamente ruidosos. Les oí repetir frecuentemente la palabra assai, y, por sus
    gestos, comprendí que me invitaban a ir a tierra fir-me, invitación que creí deber declinar.
    Aquel día no se movió la canoa, con gran pesar de Ned Land que no pudo completar sus
    provisiones. El hábil cana-diense empleó su tiempo en la preparación de las carnes y las
    féculas que había llevado de la isla Gueboroar.
    Cuando, hacia las once de la mañana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer
    bajo las aguas de la ma-rea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su
    número iba acrecentándose. Probablemente estaban vinien-do de las islas vecinas o de la
    Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no había visto yo ni una sola piragua.
    No teniendo nada mejor que hacer, se me ocurrió dragar aquellas aguas, cuya limpidez
    dejaba ver con profusión con-chas, zoófitos y plantas pelágicas. Era, además, el último día
    que el Nautilus debía permanecer en aquellos parajes, si es que conseguía salir a flote con
    la alta marea del día si-guiente, como esperaba el capitán Nemo.
    Llamé, pues, a Conseil, quien me trajo una draga ligera, muy parecida a las usadas para
    pescar ostras.
    ¿Y esos salvajes? me preguntó Conseil. No me parecen muy feroces.
    ¿No? Pues, sin embargo, son antropófagos, muchacho.
    Se puede ser antropófago y buena persona respondió Conseil, como se puede ser
    glotón y honrado. Lo uno no excluye lo otro.
    -Bien, Conseil, te concedo que son honrados antropófa-gos, y que devoran honradamente a
    sus prisioneros. Sin em-bargo, como no me apetece nada ser devorado, ni tan siquie-ra
    honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del Nautilus no parece
    tomar ninguna precau-ción. Y ahora, a trabajar.



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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:58

    ***


    Durante dos horas pescamos activamente, pero sin coger ninguna pieza rara. La draga sé
    llenaba de orejas marinas, de arpas, de melanias, y muy en particular de algunos de los más
    bellos martillos que había visto yo hasta ese día. Cogi-mos también algunas holoturias,
    ostras perlíferas y una do-cena de pequeñas tortugas que reservamos para la despensa de a
    bordo.
    Pero en el momento en que menos me lo esperaba, puse la mano sobre una maravilla o, por
    mejor decir, sobre una de-formidad natural muy difícil de hallar. Acababa Conseil de dar un
    golpe de draga y de elevar su aparato cargado de di-versas conchas bastante ordinarias,
    cuando, de repente, me vio hundir el brazo en la red, retirar de ella una concha, y lanzar un
    grito de conquiliólogo, es decir, el grito más estri-dente que pueda producir la garganta
    humana.
    ¿Qué le ocurre al señor? preguntó Conseil, muy sor-prendido. ¿Le ha mordido algo?
    No, muchacho, aunque sí hubiera dado con gusto un dedo por mi descubrimiento.
    ¿Qué descubrimiento?
    Esta concha le dije mostrándole el objeto de mi entu-siasmo.
    Pero ¡si no es más que una simple oliva porfiria! Género oliva, orden de los
    pectinibranquios, clase de los gasterópo-dos, familia de los moluscos.
    Sí, Conseil, pero en vez de estar enrollada de derecha a izquierda, lo está de izquierda a
    derecha.
    -¿Es posible?
    Sí, muchacho, es una concha senestrógira.
    ¡Una concha senestrógira! repitió Conseil, palpitándo-le el corazón.
    ¡Mira su espira!
    ¡Ah! Puede creerme el señor si le digo que en toda mi vida he sentido una emoción
    parecida dijo Conseil, a la vez que tomaba la preciosa concha con una mano temblorosa.
    Y era para estar emocionado. Sabido es, en efecto, y así lo han señalado los naturalistas,
    que la tendencia diestra es una ley de la naturaleza. Los astros y sus satélites efectúan sus
    movimientos de traslación y de rotación de derecha a iz-quierda. El hombre se sirve mucho
    más a menudo de su mano derecha que de la izquierda, y, consecuentemente, sus
    instrumentos y sus aparatos, escaleras, cerraduras, resortes de los relojes, etc., están
    concebidos para el uso de la mano derecha. La naturaleza ha seguido generalmente esta ley
    para el enrollamiento de sus conchas. Todas lo hacen a la de-recha, y cuando, por azar, sus
    espiras lo hacen al contrario, los aficionados las pagan a precio de oro.






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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:58

    ***


    Nos hallábamos absortos Conseil y yo en la contempla-ción de nuestro tesoro, con el que
    esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un indíge-na, rompió
    el precioso objeto en la mano de Conseil.
    Mientras yo lanzaba un grito de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil y apuntó
    con él a un salvaje que agita-ba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedir-le
    que disparara, pero no pude y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo
    del indígena.
    ¡Conseil! grité. ¡Conseill
    ¡Y qué! ¿No ve el señor que ha sido el caníbal el que ha comenzado el ataque?
    Una concha no vale la vida de un hombre le dije.
    ¡Ah, el miserable! exclamó Conseil. ¡Hubiera preferi-do que me hubiera roto el
    hombro!
    Conseil era sincero al hablar así, pero yo no compartía su opinión.
    La situación había cambiado desde hacía algunos instan-tes, sin que nos hubiéramos dado
    cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. Las piraguas, largas
    y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equi-libraban por medio de un doble
    balancín de bambú que flo-taba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las
    manejaban con habilidad, y yo los veía avanzar no sin in-quietud.
    Era evidente que los indígenas habían tenido ya relación con los europeos y que conocían
    sus navíos. Pero ¿qué po-dían pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la
    bahía, sin mástiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se
    habían mantenido has-ta entonces. Sin embargo, su inmovilidad debía haberles ins-pirado
    un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con él. Y era precisamente eso lo que
    convenía evitar. Nues-tras armas, carentes de detonación, no eran las más adecua-das para
    espantar a los indígenas, a los que sólo inspiran res-peto las que causan estruendo. Sin el
    estrépito del trueno, el rayo no espantaría a los hombres, pese a que el peligro esté en el
    relámpago y no en el ruido.





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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 12:59

    ***


    En aquel momento, ya muy próximas las piraguas al Nau-tilus, una lluvia de flechas se
    abatió sobre él.
    ¡Diantre! Está granizando y quizá sea un granizo enve-nenado dijo Conseil.
    Hay que avisar al capitán Nemo dije, y me introduje por la escotilla.
    Descendí al salón. No había nadie, y me arriesgué a lla-mar a la puerta del camarote del
    capitán.
    Pase.
    Entré y hallé al capitán Nemo sumergido en un mar de cálculos, entre los que abundaban
    las x y otros signos alge-braicos.
    ¿Le molesto? le dije, por cortesía.
    Sí, señor Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, ¿no?
    Muy serias. Las piraguas de los indígenas nos tienen ro-deados, y dentro de unos minutos
    nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes.
    ¡Ah! dijo el capitán Nemo, con la mayor calma, ¿han venido con sus piraguas?
    Sí, señor.
    Pues bien, basta con cerrar las escotillas.
    Precisamente, y es lo que venía a decirle.
    Nada más fácil dijo el capitán Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre eléctrico,
    transmitía una orden a la tri-pulación.
    Ya está me dijo tras algunos instantes. La canoa está en su sitio y las escotillas
    cerradas. Supongo que no temerá usted que esos señores destruyan unas murallas contra las
    que nada pudieron los obuses de su fragata.
    No, capitán, pero subsiste aún un peligro.
    ¿Cuál?
    Mañana, a la misma hora, habrá que reabrir las escotillas para renovar el aire del
    Nautilus.
    Así es, puesto que nuestro navío respira como los cetá-ceos.
    Pues bien, si en ese momento los papúes ocupan la pla-taforma, no veo cómo podremos
    impedirles la entrada.
    -Así que supone usted que van a subir a bordo.
    Estoy seguro.









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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 13:00

    ***

    Pues bien, que suban. No veo ninguna razón para impe-dírselo. En el fondo, estos papúes
    son unos pobres diablos y no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno
    solo de estos desgraciados.
    Me disponía a retirarme, pero el capitán Nemo me retuvo y me invitó a sentarme a su lado.
    Me interrogó con interés acerca de nuestras excursiones y la caza, y pareció no
    com-prender la necesidad de carne tan apasionadamente sentida por el arponero. Luego la
    conversación se orientó hacia otros temas y, sin ser más comunicativo, el capitán Nemo se
    mostró más amable.
    Entre otras cosas, tocamos el tema de la situación del Nautilus, encallado precisamente en
    el mismo estrecho en que Dumont d'Urville estuvo a punto de perder sus barcos. Y a
    propósito de Dumont d'Urville me dijo el capitán Nemo:
    Fue uno de sus más grandes marinos, uno de sus más inteligentes navegantes. Para
    ustedes, los franceses, Dumont d'Urville es como el capitán Cook para los ingleses. ¡Qué
    in-fortunio el de ese hombre sabio! ¡Haber desafiado a los ban-cos de hielo del Polo Sur, a
    los arrecifes de Oceanía y a los ca-níbales del Pacífico, para acabar muriendo
    miserablemente en un tren! Si a ese hombre enérgico le fue dado pensar du-rante los
    últimos segundos de su existencia, ¿se imagina us-ted cuáles serían sus pensamientos?
    Al hablar así, el capitán Nemo parecía emocionado, y yo inscribí ese gesto en su activo.
    Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante francés, sus viajes de
    circunnavegación, su doble tentativa del polo Sur que le valió el descubrimiento de las
    tierras de Adelia y Luis Felipe y, por último, sus mapas hi-drográficos de las principales
    islas de Oceanía.
    Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d'Urville me dijo el capitán
    Nemo lo he hecho yo en el in-terior del océano, y más completa y más fácilmente que él.
    El Astrolabe y la Zelée, incesantemente zarandeados por los hu-racanes, no podían
    competir con el Nautilus, tranquilo gabi-nete de trabajo y verdaderamente sedentario en
    medio de las aguas.
    Y, sin embargo, capitán, hay un punto común entre las corbetas de Dumont d'Urville y el
    Nautilus.
    ¿Cuál?
    El de que el Nautilus haya encallado como ellas.
    El Nautilus no ha encallado me respondió fríamente el capitán Nemo. El Nautilus está
    hecho para reposar en el le-cho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas
    maniobras que hubo de hacer Dumont d'Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y
    la Zelée estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ningún peligro.
    Maña-na, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suave-mente y reemprenderá
    su navegación a través de los mares.




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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 13:01

    ***

    Capitán, yo no pongo en duda...
    Mañana añadió el capitán Nemo, levantándose a las dos horas y cuarenta minutos de
    la tarde, el Nautilus estará a flote y abandonará, sin avería alguna, el estrecho de Torres.
    El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de des-pedida. Salí y volví a mi camarote,
    donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán.
    Cuando le dije que su Nautilus estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me
    respondió muy irónica-mente. Así, pues, ten confianza en él y vete a dormir
    tran-quilamente.
    ¿El señor no necesita de mis servicios?
    No. ¿Qué está haciendo Ned Land?
    El señor me excusará, pero el amigo Ned está haciendo un paté de canguro que va a ser
    una maravilla.
    Me acosté y dormí bastante mal. Oía el ruido que hacían los salvajes al pisotear la
    plataforma y sus gritos estridentes. Pasó así la noche sin que la tripulación cambiara en lo
    más mínimo su comportamiento habitual. La presencia de los caníbales les inquietaba tanto
    como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me le-vanté
    a las seis de la mañana. No se habían abierto las escoti-llas para renovar el aire, pero
    hicieron funcionar los depósi-tos para suministrar algunos metros cúbicos de oxígeno a la
    atmósfera enrarecida del Nautilus.
    Estuve trabajando en mi camarote hasta mediodía, sin ver ni un solo instante al capitán
    Nemo. No parecía efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esperé aún durante
    algún tiempo y luego fui al salón. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez
    minutos la marea debía al-canzar su máxima altura y, si el capitán Nemo no había he-cho
    una promesa temeraria, el Nautilus quedaría liberado. Si así no ocurría, podrían pasar meses
    antes de salir de su lecho de coral. Pero no tardé en sentir los estremecimientos pre-cursores
    que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las
    asperezas calcáreas del arrecife.
    A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.
    Vamos a zarpar dijo.
    ¡Ah! exclamé.
    He dado orden de abrir las escotillas.
    ¿Y los papúas?
    ¿Los papúas? dijo el capitán Nemo, alzándose de hom-bros.
    ¿No teme que penetren en el Nautilus?




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    Mensaje por Maria Lua 28.07.24 13:02

    ***

    ¿Cómo podrían hacerlo?
    Entrando por las escotillas.
    Señor Aronnax, no se entra así como así por las escoti-llas del Nautilus, incluso cuando
    están abiertas.
    Le miré.
    No lo comprende, ¿no es así?
    En efecto.
    Bien, pues venga y véalo.
    Me dirigí hacia la escalera central, al pie de la cual se ha-llaban Ned Land y Conseil, muy
    intrigados, contemplando cómo algunos hombres de la tripulación abrían las escoti-llas.
    Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vocifera-ciones.
    Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras ho-rribles aparecieron a nuestra
    vista. Pero el primero de los indígenas que tocó el pasamano de la escalera, rechazado hacia
    atrás por no sé qué fuerza invisible, huyó dando es-pantosos alaridos y saltos tremendos.
    Diez de sus compañe-ros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.
    Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus vio-lentos instintos, se lanzó a la
    escalera. Pero nada más tocar el pasamano, fue derribado a su vez.
    ¡Mil diantres! bramó. ¡Me ha golpeado un rayo!
    Su grito me lo explicó todo. No era un pasamano, sino un cable metálico cargado de
    electricidad. Quienquiera que lo tocara sufría una formidable sacudida, que podría ser
    mor-tal si el capitán Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus
    aparatos. Podía decirse realmente que entre sus asaltantes y él había tendido una barrera
    eléctrica que nadie podía franquear impunemente.
    Los papúas se habían retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas
    la risa, consolábamos y friccionábamos al desdichado Ned Land, que juraba como un
    poseso.
    En aquel momento, el Nautilus, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el
    minuto exacto que había fijado el capitán. Su hélice batió el agua con una majestuosa
    lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco. Navegando en superficie, abandonó sano y
    salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.








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    Mensaje por Maria Lua 29.07.24 9:11

    ***


    23 ((Aegri somnia))

    Al día siguiente, 10 de enero, el Nautilus continuó su marcha entre dos aguas, pero con una
    velocidad extraordi-naria, que no estimé en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal
    la rapidez de su hélice, que no podía yo ni se-guir sus vueltas ni contarlas.
    Al pensar que ese maravilloso agente eléctrico, además de dar al Nautilus movimiento, luz
    y calor, lo protegía de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que nin-gún
    profanador podía tocar sin ser fulminado, mi admira-ción no conocía límites, y del aparato
    se remontaba al inge-niero que lo había creado.

    Marchábamos directamente hacia el oeste, y el 11 de ene-ro pasamos antes el cabo Wessel,
    situado a 1350 de longitud y 100 de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de
    Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban
    indicados en el mapa con una extremada precisión. El Nautilus evitó con facilidad los
    rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a es-tribor, situados a 1300 de
    longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.

    El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 1220
    de longitud. La isla, cuya super-ficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está
    gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de co-codrilos, es decir, tener el más
    alto origen a que puede aspi-rar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los
    ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les
    adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranje-ro
    que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!



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    Mensaje por Maria Lua 29.07.24 9:12

    ***


    Pero el Nautilus no tuvo nada que ver con tan feos anima-les. Timor sólo fue visible un
    instante, a mediodía, cuando el segundo fijó la posición. Asimismo, sólo pude entrever la
    pequeña isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas muje-res tienen adquirida en los
    mercados malayos una sólida re-putación de belleza.
    A partir de ese punto, la dirección del Nautilus se inflexio-nó en latitud hacia el Sudoeste.
    Se puso rumbo al océano In-dico. ¿Adónde iba a llevarnos la fantasía del capitán Nemo?
    ¿Se dirigiría hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco
    probables en un hombre que rehuía los continentes habitados. ¿Descendería, pues, hacia el
    Sur? ¿Pasaría por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo antártico?
    ¿O regresaría a aquellos mares del Pacífico en los que su Nautilus podía hallar una
    navegación fácil e independiente? Era esto algo que sólo el porvenir po-dría decirnos.
    Tras haber bordeado los escollos de Cartier, de Hibernia, de Seringapatam y de Scott,
    últimos esfuerzos del elemento sólido contra el elemento líquido, el 14 de enero nos
    halla-mos más allá de todo vestigio de tierra. La velocidad del Nautilus se redujo
    considerablemente, y, muy caprichoso en su comportamiento, navegaba alternativamente
    en inmer-sión y en superficie. Durante este período del viaje, el capitán Nemo se entregó a interesantes experimentos

    sobre las diversas temperaturas del mar en capas diferentes. En condiciones normales, estos
    datos se obtienen por medio de instrumentos bastante com-plicados. Las informaciones que
    éstos procuran son por lo menos dudosas, ya sean sondas termométricas cuyos cristales se
    rompen a menudo bajo la presión de las aguas, ya sean apa-ratos basados en la variación de
    resistencia de los metales a las corrientes eléctricas. Los resultados así obtenidos no pueden
    ser controlados con un rigor suficiente. Pero el capitán Nemo podía permitirse ir por sí
    mismo a buscar la temperatura en las profundidades del mar, y su termómetro, puesto en
    comu-nicación con las diversas capas líquidas, le proporcionaba tan inmediata como
    seguramente los grados solicitados









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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 10 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 29.07.24 9:13

    ***

    Así es como, ya fuere sobrecargando sus depósitos, ya descendiendo oblicuamente por
    medio de sus planos incli-nados, el Nautilus alcanzó sucesivamente profundidades de tres,
    cuatro, cinco, siete, nueve y diez mil metros, y el resulta-do definitivo de sus experimentos
    fue que, bajo todas las la-titudes, el mar, a una profundidad de mil metros, presentaba una
    temperatura constante de cuatro grados y medio.
    Yo seguía tales estudios con el más vivo interés. El capitán Nemo ponía en ellos una
    verdadera pasión. A menudo me preguntaba yo con qué fin procedía él a esas
    observaciones. ¿Las hacía en beneficio de sus semejantes? No era probable que así fuera,
    pues, un día u otro, los resultados de sus traba-jos debían perecer con él en algún mar
    ignorado. A menos que me destinara a mí el resultado de sus estudios. Pero eso significaría
    admitir que mi extraño viaje tendría un térmi-no, y ese término yo no lo veía.
    Fuera como fuese, el capitán Nemo me dio a conocer al-gunos datos por él obtenidos acerca
    de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunica-ción deduje
    yo algo interesante a título personal, que no te-nía carácter científico.
    Fue en la mañana del 15 de enero, cuando me hallaba pa-seando con el capitán por la
    plataforma. Me preguntó si conocía las diferentes densidades de las aguas marítimas. Le
    respondí negativamente, precisándole que la ciencia carecía de observaciones rigurosas
    sobre este punto.
    Yo he efectuado esas observaciones, y puedo certificar la certeza de las mismas.
    Bien, pero el Nautilus es un mundo aparte, y los secretos de los sabios no llegan a la
    tierra.
    Tiene usted razón, señor profesor me dijo tras algunos instantes de silencio. Es,
    efectivamente, un mundo aparte. Es tan extranjero a la Tierra como a los planetas que la
    acompañan en su viaje alrededor del Sol. Nunca se conoce-rán los trabajos de los sabios de
    Saturno o de Júpiter. Sin em-bargo, y puesto que el azar ha ligado nuestras vidas, voy a
    co-municarle el resultado de mis observaciones.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 10 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua 29.07.24 9:14

    ***


    Le escucho, capitán.
    Usted sabe, señor profesor, que el agua de mar es más densa que el agua dulce. Pero esta
    densidad no es uniforme. En efecto, si se representara por la unidad la densidad del agua
    dulce, hallaríamos uno y veintiocho milésimas para las aguas del Atlántico, uno y veintiséis
    milésimas para la del Pacífico, uno y treinta milésimas para las del Mediterrá-neo...
    «¡Ah! pensé, así que se aventura por el Mediterráneo!»
    ... uno y dieciocho milésimas para las del Jónico y uno y veintinueve milésimas para las
    del Adriático.

    Decididamente, el Nautilus no rehuía los mares frecuen-tados de Europa, y de ello inferí
    que podría llevarnos tal vez en breve hacia continentes más civilizados. Pensé que Ned
    Land acogería con gran satisfacción esta información.
    Durante varios días, nuestra jornadas transcurrieron en medio de experimentos de todas
    clases, tanto sobre los gra-dos de salinidad de las aguas a diferentes profundidades como
    sobre su electrización, coloración y transparencia. Y en todos estos estudios el capitán
    Nemo desplegó tanta in-geniosidad como amabilidad hacia,/mí. Pero luego, durante varios
    días consecutivos, no volví a verle y permanecí de nuevo aislado a bordo.
    El 16 de enero, el Nautilus pareció dormirse a unos me-tros tan sólo bajo la superficie. Sus
    aparatos eléctricos no funcionaban, y su hélice inmóvil le dejaba errar al dictado de la
    corriente. Supuse que la tripulación se ocupaba de las reparaciones interiores, hechas
    necesarias por la violencia de los movimientos mecánicos de la máquina.



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    Mensaje por Maria Lua 29.07.24 9:14

    ***

    Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un cu-rioso espectáculo. Los
    observatorios del salón estaban des-cubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado
    reina-ba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de
    espesas nubes, daba una insufi-ciente claridad a las primeras capas del océano.
    Observaba yo el estado del mar en esas condiciones, en las que los más grandes peces
    aparecían como sombras apenas dibujadas, cuando el Nautilus se halló súbitamente
    inunda-do de luz. Creí en un primer momento que se había encen-dido el fanal, pero una
    rápida observación me hizo recono-cer mi error.

    El Nautilus flotaba en medio de una capa fosforescente que, en la oscuridad, se hacía
    deslumbrante. El fenómeno era producido por miriadas de animales luminosos, cuyo brillo
    se acrecentaba al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Advertí entonces una serie
    de relámpagos en medio de las capas luminosas, como coladas de plomo fundido en un
    horno o masas metálicas llevadas a la incandescencia, de tal modo que, por contraste,
    algunas zonas luminosas pare-cían oscuras en ese medio ígneo que abolía la oscuridad. No,
    aquella luminosidad era muy diferente de la irradiación continua de nuestro alumbrado
    habitual; había en ella una intensidad y un movimiento insólitos. ¡Se diría una luz viva!
    Y viva era, puesto que emanaba de una infinita aglomera-ción de infusorios pelágicos, de
    las noctilucas miliares, ver-daderos glóbulos de gelatina diáfana, provistos de un flagelo
    filiforme, de las que se ha llegado a contar hasta veinticinco mil en treinta centímetros
    cúbicos de agua. Su luminosidad se reforzaba con los resplandores propios de las medusas,
    de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófltos fosforescentes, impregnados
    de las materias orgánicas pro-cedentes del desove de los peces y descompuestas por el mar,
    y tal vez de las mucosidades secretadas por los peces.



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