Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905)

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    Mensaje por Maria Lua Lun 29 Jul 2024, 09:15

    ***

    Durante varias horas, el Nautilus se bañó en aquella luz. Nuestra fascinación se hizo aún
    más intensa al ver grandes animales marinos evolucionar como salamandras. Vi allí, en
    medio de ese fuego que no quema, unas marsopas rápidas y elegantes, infatigables payasos
    de los mares, y unos istióforos o espadones veleros, de tres metros de longitud, de quienes
    se dice que anuncian los huracanes, y que golpeaban, a veces, nuestros cristales con su
    formidable espada. Aparecieron luego peces más pequeños, entre ellos variados balistes,
    es-cómbridos saltadores, nasones y otros muchos que rayaban de colores fulgurantes y
    zigzagueantes el agua luminosa.

    Era un espectáculo prodigioso, deslumbrante el de aquel fenómeno, cuya intensidad tal vez
    era acrecentada por algu-na perturbación atmosférica. ¿Se estaba desencadenando acaso
    una tempestad en la superficie del océano? De ser así, el Nautilus, a unos cuantos metros de
    profundidad, no sen-tía su furor y se mecía apaciblemente en medio de las aguas tranquilas.
    Así proseguía nuestro viaje, siempre amenizado por algu-na nueva maravilla. Conseil
    observaba y clasificaba sus zoó-fitos, sus articulados, sus moluscos y sus peces. Los días
    pa-saban rápidamente y ya no los contaba yo. Por su parte, Ned se entretenía tratando de
    variar la dieta de a bordo. Éramos unos verdaderos caracoles, ya acostumbrados a nuestro
    ca-parazón. Por eso puedo afirmar que es fácil llegar a ser un perfecto caracol. Así
    estábamos, adaptados ya a una existen-cia que había llegado a parecernos fácil y natural,
    sin que apenas pudiéramos imaginar ya que existiera una vida diferente en la superficie de
    la tierra, cuando sobrevino un acon-tecimiento que habría de recordarnos lo extraño de
    nuestra situación.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 29 Jul 2024, 09:16

    ***


    El 18 de enero, el Nautilus se hallaba a 1050 de longitud y 150 de latitud meridional. El
    tiempo estaba tormentoso y agitado y duro el mar. Soplaba con fuerza el viento del Este. En
    baja desde hacía varios días, el barómetro anunciaba tempestad. Había subido yo a la
    plataforma en el momento en que el segundo tomaba sus medidas de ángulos horarios.
    Esperaba yo oír, como siempre, la frase cotidiana. Pero aquel día esa frase fue reemplazada
    por otra no menos incom-prensible. Casi inmediatamente vi aparecer al capitán Nemo,
    quien, provisto de un catalejo, escrutó el horizonte. Durante algunos minutos, el capitán
    permaneció inmóvil en su contemplación. Luego, bajó su catalejo y cambió unas palabras
    con su segundo, quien parecía presa de una emo-ción que se esforzaba en vano por
    contener. El capitán Nemo, más dueño de sí, permanecía sereno. Daba la impre-sión de que
    oponía algunas objeciones a lo que decía el se-gundo, a juzgar, al menos, por la diferencia
    entre el tono y los gestos de ambos.
    Por mi parte, había mirado cuidadosamente en la dirección escrutada por el capitán Nemo,
    sin ver otra cosa que la nítida línea del horizonte en que se confundían el cielo y el mar.
    El capitán Nemo se paseaba de un extremo a otro de la plataforma, sin mirarme, tal vez sin
    verme. Su paso era se-guro, pero menos regular que de costumbre. Se detenía de vez en
    cuando y, los brazos cruzados sobre el pecho, obser-vaba el mar. ¿Qué podía buscar en ese
    inmenso espacio? El Nautilus se hallaba a varios centenares de millas de la costa más
    cercana.
    El segundo había tomado el catalejo con el que interroga-ba obstinadamente al horizonte.
    Luego comenzó a ir y venir, dando muestras de una agitación nerviosa que contrastaba con
    la serenidad de su jefe.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 29 Jul 2024, 09:17

    ***
    Parecía que el misterio iba a aclararse rápidamente, pues a una orden del capitán Nemo, la
    máquina desarrolló una ma-yor potencia imprimiendo a la hélice una rotación más rápida.
    En aquel momento, el segundo atrajo de nuevo la aten-ción del capitán. Éste suspendió su
    paseo y dirigió otra vez el catalejo hacia el punto indicado, observándolo detenida-mente.
    Sumamente intrigado, descendí al salón y volví provisto del catalejo que solía yo usar.
    Tomando como soporte para el catalejo el saliente formado por el fanal, me disponía a
    ob-servar a mi vez el punto indicado, cuando, antes incluso de que hubiera podido aplicar el
    ojo al ocular, se me arrancó brutalmente el instrumento de la mano.
    Al volverme vi al capitán Nemo ante mí, pero a un capitán Nemo irreconocible. Su
    fisonomía se había transfigurado. Sus ojos brillaban con un fulgor sombrío bajo su ceño
    frun-cido. La boca descubría a medias sus dientes apretados. Su cuerpo, tenso; sus puños,
    cerrados, y su cabeza, replegada entre los hombros, denunciaban la violencia del odio que
    exhalaba su persona. Estaba inmóvil. Se le había caído mi catalejo de la mano y rodado a
    sus pies.
    ¿Era yo quien, sin querer, había provocado ese acceso de cólera? ¿Acaso creía aquel
    incomprensible personaje que ha-bía sorprendido yo un secreto prohibido a los huéspedes
    del Nautilus?
    No. No debía ser yo el destinatario de su odio, puesto que no me miraba, y su atención
    seguía concentrada obstinada-mente en aquel impenetrable punto del horizonte.
    El capitán Nemo recobró por fin el dominio de sí mismo. Su fisonomía, tan profundamente
    alterada, recuperó su cal-ma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su
    idioma incomprensible, se volvió hacia mí y me dijo en un tono bastante imperioso:
    Señor Aronnax, voy a reclamar de usted el cumplimien-to de uno de los compromisos
    que ha contraído conmigo.
    ¿De qué se trata, capitán?
    Tanto usted como sus compañeros deben aceptar que les encierre hasta el momento en
    que yo juzgue conveniente de-volverles la libertad.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:37

    ***
    Estamos en sus manos le respondí, mirándole fijamente. Pero ¿puedo hacerle una
    pregunta?
    Ninguna, señor.
    Ante esta respuesta, no cabía discutir, sino obedecer, puesto que toda resistencia hubiera
    sido imposible.
    Descendí al camarote de Ned Land y de Conseil y les informé de la determinación del
    capitán. Fácil es imaginar la reacción del canadiense a esta comunicación. Pero ni tan
    siquiera hubo tiempo para explicaciones. Cuatro hombres de la tripulación nos esperaban a
    la puerta y nos condujeron a la celda en que habíamos pasado nuestra primera noche a
    bordo del Nautilus.
    Ned Land quiso protestar, pero la puerta se cerró tras él por toda respuesta.
    ¿Podría explicarnos el señor a qué se debe esto y por qué? preguntó Conseil.
    Referí a mis compañeros lo ocurrido, lo que les sorpren-dió tanto como a mí y les dejó a
    dos velas.
    No podía apartar de mi mente el recuerdo de la extraña fi-sonomía del capitán Nemo y,
    sumido en un abismo de refle-xiones, me perdía en las más absurdas hipótesis, incapaz de
    reunir dos ideas lógicas, cuando Ned Land me sacó de mi concentración al decir, con tono
    de sorpresa, que el almuer-zo estaba servido.
    En efecto, la mesa estaba puesta, lo que probaba que el ca-pitán Nemo había ordenado
    servirla al mismo tiempo que hacía acelerar la marcha del Nautilus.
    ¿Me permitiría el señor darle un consejo? dijo Conseil.
    Sí, muchacho.
    El de que coma. Es prudente hacerlo, porque no sabe-mos lo que puede ocurrir.
    -Tienes razón, Conseil.
    Desgraciadamente dijo Ned Land nos han dado el menú de a bordo.
    Amigo Ned replicó Conseil, ¡qué diría entonces si nos hubieran dejado en ayunas!
    Este razonamiento bastó para acallar al arponero.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:38

    ***

    Nos sentamos a la mesa y comimos en silencio. Yo comí muy poco. Conseil se forzó a
    hacerlo, por prudencia, y Ned Land, pese a sus protestas, no perdió bocado. Apenas
    había-mos terminado de almorzar, cuando se apagó el globo lumi-noso sumiéndonos en una
    oscuridad total.
    Ned Land no tardó en dormirse, y, con gran sorpresa mía, Conseil cayó también en un
    profundo sopor. Me pregunta-ba qué era lo que había podido provocar en él esa imperiosa
    necesidad de dormir cuando me sentí yo invadido por una pesada somnolencia, que me
    hacía cerrar los ojos contra mi voluntad. Me sentía presa de una extraña alucinación.
    Era evidente que se nos había puesto en la comida alguna sustancia soporífera. Así pues, no
    bastaba infligirnos la pri-sión para ocultarnos los proyectos del capitán Nemo, sino que
    además había que narcotizarnos.
    Oí el ruido de las escotillas al cerrarse. Poco después cesa-ba el ligero movimiento de
    balanceo producido por las olas, lo que parecía indicar que el Nautilus se había sumergido.
    Imposible me fue resistir al sueño. Mi respiración se debi-litaba. Sentí un frío mortal helar
    mis miembros cada vez más pesados, como paralizados. Mis párpados, pesados como el
    plomo, se cerraron sobre los ojos. Un sueño mórbido, po-blado de alucinaciones, se
    apoderó de todo mi ser. Poco a poco fueron desapareciendo las visiones, y me quedé
    sumi-do en un total anonadamiento.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:39

    ***

    24. El reino del coral


    Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmen-te despejada, y vi con sorpresa que
    me hallaba en mi cama-rote. Mis compañeros debían haber sido también reintegra-dos al
    suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para
    desvelar el misterio, sólo po-día confiar en el azar de lo porvenir.
    La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre
    nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera
    central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde
    ya estaban, esperándome, Ned y Con-seil. A mis preguntas respondieron diciendo que no
    sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al des-pertarse de un pesado
    sueño que no había dejado en ellos re-cuerdo alguno.
    El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie
    de las olas a una mar-cha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.
    Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El
    canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.
    Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al
    Nautilus a un sensible ba-lanceo.
    Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una profundidad media de quince
    metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que,
    contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de
    enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habi-tual.
    El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a
    quien vi fue al steward, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de cos-tumbre.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:39

    ***

    Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando
    apareció el capitán. A mi sa-ludo respondió con una inclinación casi impercetible, sin
    dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación
    sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro
    denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido re-frescados por el sueño. Toda su
    fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía,
    se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus
    instrumentos sin to-mar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.
    Al fin se acercó a mí y me dijo:
    ¿Es usted médico, señor Aronnax?
    Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.
    ¿Es usted médico? repitió. Sé que algunos de sus cole-gas han hecho estudios de
    medicina, como Gratiolet, Mo-quinTandon y otros.
    En efecto dije. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de
    hospitales, antes de entrar en el Museo.
    Bien, muy bien.
    Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.
    Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas,
    reservándome para res-ponderle según las circunstancias.
    Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?
    ¿Tiene usted un enfermo?
    Sí.
    Estoy a su disposición.
    Sígame.
    Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la
    enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este miste-rio
    me preocupaba casi tanto como el enfermo.







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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:40

    ***

    El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el
    que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico.
    Era un verdadero prototipo del anglosajón.
    Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un en-fermo, sino un herido. Su cabeza,
    envuelta en vendajes san-guinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el
    vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.
    La herida era horrible. El cráneo, machacado por un ins-trumento contundente, dejaba el
    cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se
    habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del
    vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era
    lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía
    cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.
    El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a en-friarse las extremidades del cuerpo.
    Comprendí que la muer-te se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedir-lo. Tras
    haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.
    -¿Cómo se ha producido esta herida?
    ¿Qué puede importar eso? respondió evasivamente el capitán. Un choque del Nautílus
    ha roto una de las palan-cas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo
    está?
    Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:
    Puede usted hablar libremente. Este hombre no com-prende el francés.
    Miré nuevamente al herido y respondí:
    Va a morir de aquí a dos horas.
    ¿No hay nada que hacer?
    Nada.
    Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de
    sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:41

    ***

    Durante algunos momentos seguí observando al agoni-zante, cuya palidez iba aumentando
    bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, sur-cado
    de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.
    Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar
    escapar sus labios.
    Puede usted retirarse, señor Aronnax me dijo el capi-tán Nemo.
    Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella
    escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal
    aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como
    una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no
    podía comprender?
    Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente ha-llé allí al capitán Nemo. Nada
    más verme me dijo:
    -Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión subma-rina?
    ¿Con mis compañeros?
    Si quieren.
    Estamos a sus órdenes, capitán.
    -Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.
    Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes
    participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el
    canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.
    Eran las ocho de la mañana. Media hora después estába-mos ya vestidos para ese nuevo
    paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble
    puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación,
    pusimos el pie a una profun-didad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el
    Nautilus.
    Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidenta-do, a una profundidad de unas
    quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera
    ex-cursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni
    bosques pelágicos. Reconocí inme-diatamente la maravillosa región a que nos conducía
    aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 11 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 30 Jul 2024, 14:41

    ***
    Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que
    incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el
    coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y
    animal. Utilizada como re-medio por los antiguos y como joya ornamental por los
    mo-dernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel,
    data tan sólo de 1694.
    El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y
    ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los
    produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de te-ner una existencia propia. Es,
    pues, una especie de socialis-mo natural.
    Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al
    arborizarse, según la muy atina-da observación de los naturalistas, y nada podía tener
    mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha
    plantado en el fondo del mar.
    Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, camina-mos a lo largo de un banco de
    coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano
    índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el
    entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de
    estrella. Pero a dife-rencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fija-das a las
    rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.
    La luz producía maravillosos efectos entre aquellos rama-jes tan vivamente coloreados.
    Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y
    ci-líndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados
    tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pa-sar
    como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como
    sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replega-ban en
    sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba
    en un bloque pétreo.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:04

    ***


    El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito.
    Aquel coral era tan valio-so como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las
    costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos
    nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.
    El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el ki-logramo, y el que allí tenía ante
    mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia,
    mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos con-juntos inextricables y compactos
    que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admira-bles
    especímenes de coral rosa.
    Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose
    ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fan-tástica.
    El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo lar-go de una suave pendiente que nos
    condujo a una profundi-dad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces
    mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que
    semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral
    vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de
    coralinas, unas ver-des y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a
    las que los naturalistas han alojado definitiva-mente, tras largas discusiones, en el reino
    vegetal. Un pensa-dor ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida
    empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo
    punto de par-tida».
    Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos
    metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el ais-lado
    «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el do-minio del bosque inmenso, de las
    grandes vegetaciones mi-nerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por
    guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices
    de color y sus destellos fosfo-rescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes
    per-didos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las
    meandrinas, las astreas, las fungias, las ca-riófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de
    gemas res-plandecientes.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:05

    ***
    ¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comuni-car nuestras sensaciones!
    ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para
    comuni-carnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos pe-ces que pueblan el
    líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden
    recorrer al albe-drío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!
    Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había
    detenido, con sus hombres for-mando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me
    di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.
    Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones
    arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una
    espe-cie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el
    suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro
    centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.
    Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña
    escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas
    protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.
    En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas grosera-mente amontonadas, se erguía una
    cruz de coral cuyos lar-gos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petri-ficada.
    A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la
    cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.
    Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un ce-menterio, el agujero, una tumba, y el
    objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo
    y los suyos habían venido a enterrar a su com-pañero en esa última residencia común, en el
    fondo inacce-sible del océano!





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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:06

    ***


    ¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás
    me había sentido embar-gado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería
    ver lo que estaban viendo mis ojos!
    Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresal-tados, huían los peces de aquí y de
    allá. Se oía resonar el hie-rro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre
    algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y
    pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.
    Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco,
    descendió a su húmeda tum-ba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y
    todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plega-ria... Mis dos compañeros y yo nos
    inclinamos religiosa-mente.
    Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.
    El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acer-cándose a la tumba, extendieron
    sus manos en un gesto de suprema despedida.
    La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de re-greso al Nautilus, bajo los arcos
    del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso
    continuo.
    Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nues-tros últimos pasos. A la una, ya
    estábamos a bordo.
    Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plata-forma donde, Presa de una terrible
    confusión de ideas. fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me
    levanté y le dije:
    Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.
    Sí, señor Aronnax.
    Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.
    -Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros ca-vamos las tumbas y los pólipos se
    encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.
    Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente
    de contener un sollo-zo. Luego, dijo:
    Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del
    mar.
    Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.

    Sí, señor respondió gravemente el capitán Nemo, fue-ra del alcance de los tiburones y
    de los hombres.



    FIN DE LA PRIMERA PARTE




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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:08

    ***

    Segunda parte



    1. El océano índico


    Aquí comienza la segunda parte de este viaje bajo los mares. Terminó la primera con la
    conmovedora escena del cementerio de coral que tan profunda impresión ha dejado en mi
    ánimo.
    Así, pues, el capitán Nemo no solamente vivía su vida en el seno de los mares, sino que
    también había elegido en ellos domicilio para su muerte, en ese cementerio que había
    pre-parado en el más impenetrable de sus abismos. Ningún monstruo del océano podría
    perturbar el último sueño de los habitantes del Nautilus, de aquellos hombres que se
    ha-bían encadenado entre sí para la vida y para la muerte. «Nin-gún hombre, tampoco»,
    había añadido el capitán, con unas palabras y un tono que confirmaban su feroz e
    implacable desconfianza hacia la sociedad humana.

    Había algo que me inducía a descartar la hipótesis sus-tentada por Conseil, quien persistía
    en considerar al co-mandante del Nautilus como uno de esos sabios descono-cidos que
    responden con el desprecio a la indiferencia de la humanidad. Para Conseil, el capitán
    Nemo era un genio in-comprendido que, cansado de las decepciones terrestres, había
    debido refugiarse en ese medio inaccesible en el que ejercía libremente sus instintos. Pero,
    en mi opinión, tal hi-pótesis no explicaba más que una de las facetas del capitán Nemo.
    El misterio de la noche en que se nos había recluido y nar-cotizado, el violento gesto del
    capitán al arrancarme el ca-talejo con el que me disponía a escrutar el horizonte, y la herida
    mortal de aquel hombre causada por un choque inexplicable del Nautilus, eran datos que
    me llevaban a plan-tearme el problema en otros términos. ¡No! ¡El capitán Nemo no se
    limitaba a rehuir a los hombres! ¡Su formidable aparato no era solamente un vehículo para
    sus instintos de libertad, sino también, tal vez, un instrumento puesto al ser-vicio de no sé
    qué terribles represalias!








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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:08

    ***

    Nada, sin embargo, es evidente para mí en este momento, en el que sólo me es dado
    entrever algún atisbo de luz en las tinieblas, por lo que debo limitarme a escribir, por así
    decir-lo, al dictado de los acontecimientos.
    Nada nos liga al capitán Nemo, por otra parte. Él sabe que escaparse del Nautilus es
    imposible. Ningún compromiso de honor nos encadena a él, no habiendo empeñado nuestra
    palabra. No somos más que cautivos, sus prisioneros, aun-que por cortesía él nos designe
    con el nombre de huéspedes.
    Ned Land no ha renunciado a la esperanza de recobrar su libertad. Es seguro que ha de
    aprovechar la primera ocasión que pueda depararle el azar. Sin duda, yo haré como él. Y,
    sin embargo, sé que no podría llevarme sin un cierto pesar lo que la generosidad del capitán
    nos ha permitido conocer de los misterios del Nautilus. Pues, en último término, ¿hay que
    odiar o admirar a este hombre? ¿Es una víctima o un verdu-go? Y, además, para ser franco,
    antes de abandonarle para siempre yo querría haber realizado esta vuelta al mundo bajo los
    mares, cuyos inicios han sido tan magníficos. Yo querría haber visto lo que ningún hombre
    ha visto todavía, aun cuando debiera pagar con mi vida esta insaciable nece-sidad de
    aprender. ¿Qué he descubierto hasta ahora? Nada, o casi nada, pues aún no hemos recorrido
    más que seis mil leguas a través del Pacífico.

    Sin embargo, sé que el Nautilus se aproxima a costas habi-tadas, y sé también que si se nos
    ofreciera alguna oportuni-dad de salvación sería cruel sacrificar a mis compañeros a mi
    pasión por lo desconocido. No tendré más remedio que seguirles, tal vez guiarles. Pero ¿se
    presentará alguna vez tal ocasión? El hombre, privado por la fuerza de su libre albe-drío, la
    desea, pero el científico, el curioso, la teme.
    A mediodía de aquella jornada, la del 21 de enero de 1868, el segundo de a bordo subió a la
    plataforma a tomar la altura del sol. Yo encendí un cigarro y me entretuve en observar sus
    operaciones. Me pareció evidente que aquel hombre no comprendía el francés, pues
    permaneció mudo e impasible tantas veces cuantas yo expresé en voz alta mis comentarios,
    que, de haberlos comprendido, no habrían dejado de provo-car en él algún signo
    involuntario de atención.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:09

    ***

    Mientras él efectuaba sus observaciones por medio del sex-tante, uno de los marineros del
    Nautilus el mismo que nos había acompañado en nuestra excursión submarina a la isla de
    Crespo vino a limpiar los cristales del fanal. Eso me hizo observar con atención la
    instalación del aparato cuya poten-cia se centuplicaba gracias a los anillos lenticulares,
    dispues-tos como los de los faros, que mantenían su luz en la orienta-ción adecuada. La
    lámpara eléctrica estaba concebida para su máximo rendimiento posible. En efecto, su luz
    se producía en el vacío, lo que aseguraba su regularidad a la vez que su inten-sidad. El
    vacío economizaba también el deterioro de los fila-mentos de grafito sobre los que va
    montado el arco luminoso. Y esa economía era importante para el capitán Nemo, que no
    hubiera podido renovar con facilidad sus filamentos. El dete-rioro de éstos en esas
    condiciones era mínimo.
    Al disponerse el Nautilus a practicar su inmersión, des-cendí al salón. Se cerraron las
    escotillas y se puso rumbo di-recto al Oeste.
    Estábamos surcando las aguas del océano Indico, vasta llanura líquida de una extensión de
    quinientos cincuenta millones de hectáreas, cuya transparencia es tan grande que da vértigo
    a quien se asoma a su superficie.

    Durante varios días, el Nautilus navegó entre cien y dos-cientos metros de profundidad.
    A cualquier otro se le hubieran hecho largas y monótonas las horas. Pero a mí, poseído de
    un inmenso amor al mar, los paseos cotidianos por la plataforma al aire vivificante del
    océano, el espectáculo fascinante de las aguas a través de los cristales del salón, la lectura
    de los libros de la biblioteca y la redacción de mis memorias, ocupaban todo mi tiempo sin
    dejarme ni un momento de cansancio o de aburrimiento.

    La salud de todos se mantenía en un estado muy satisfac-torio. La dieta de a bordo era
    perfectamente adecuada a nuestras necesidades, y yo me habría pasado muy bien sin las
    variantes que en ella introducía Ned Land por espíritu de protesta. Además, en aquella
    temperatura constante no ha-bía que temer el más mínimo catarro. Por otra parte, la
    den-drofilia, ese madrepórico que se conoce en Provenza con el nombre de «hinojo
    marino», de la que había una buena re-serva a bordo, habría suministrado, con la carne de
    sus póli-pos, una pasta excelente para la tos.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:10

    ***


    Durante algunos días vimos una gran cantidad de aves acuáticas, palmípedas y gaviotas.
    Algunas de ellas pasaron a la cocina para ofrecernos una aceptable variación a los me-nús
    marinos que constituían nuestro régimen. Entre los grandes veleros, que se alejan de tierra a
    distancias conside-rables y descansan sobre el agua de la fatiga del vuelo, vi magníficos
    albatros, aves pertenecientes a la familia de las longipennes y que se caracterizan por sus
    gritos discordan-tes como el rebuzno de un asno. La familia de las pelecani-formes estaba
    representada por rápidas fragatas que pesca-ban con gran ligereza los peces de la superficie
    y por numerosos faetones, entre ellos el de manchitas rojas, del tamaño de una paloma,
    cuyo blanco plumaje está matizado de colores rosáceos que contrastan vivamente con el
    color ne-gro de las alas.

    Las redes del Nautilus nos ofrecieron algunos careys, tor-tugas marinas cuya concha es
    muy estimada. Estos reptiles se sumergen muy fácilmente y pueden mantenerse largo
    tiempo bajo el agua cerrando la válvula carnosa que tienen en el orificio externo de su canal
    nasal. A algunos de ellos se les cogió cuando dormían bajo su caparazón, al abrigo de los
    animales marinos. La carne de aquellas tortugas era bas-tante mediocre, pero sus huevos
    eran un excelente manjar.

    Los peces continuaban sumiéndonos en la mayor admi-ración, cuando a través de los
    cristales del Nautilus sorpren-díamos los secretos de su vida acuática. Vi algunas especies
    que no me había sido dado poder observar hasta entonces. Entre ellas citaré los ostracios,
    habitantes del mar Rojo, de las aguas del Indico y de las que bañan las costas de la
    Amé-rica equinoccial. Estos peces, al igual que las tortugas, los ar-madiros, los erizos de
    mar y los crustáceos, se protegen bajo una coraza que no es pétrea ni cretácea, sino
    verdaderamen-te ósea. Algunos de estos ostracios o pecescofre tienen una forma
    triangular y otros cuadrangular.

    Entre los triangula-res, había algunos de medio decímetro
    de longitud, de una carne excelente, marrones en la cola y amarillos en las aletas, cuya
    aclimatación a las aguas dulces yo recomendaría. Hay un cierto número de peces marinos
    que pueden acostum-brarse fácilmente al agua dulce. Citaré también ostracios
    cuadrangulares, de cuyo dorso sobresalían cuatro grandes tubérculos, y otros con manchitas
    blancas en la parte infe-rior, que son tan domesticables como los pájaros; trigones,
    provistos de aguijones formados por la prolongación de sus placas óseas, a los que su
    singular gruñido les ha ganado el nombre de «cerdos marinos», y los llamados dromedarios
    por sus gruesas gibas en forma de cono, cuya carne es dura y coriácea.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 11 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:11

    ***
    En las notas diariamente redactadas por «el profesor» Conseil veo también constancia de
    algunos peces del género de los tetrodones, propios de estos mares, espenglerianos con el
    dorso rojo y el vientre blanco, que se distinguen por tres hileras longitudinales de
    filamentos, y eléctricos orna-dos de vivos colores, de unas siete pulgadas de longitud.
    También, como muestras de otros géneros, ovoides, así Ha-mados por su semejanza con un
    huevo, de color marrón os-curo surcado de franjas blancas y desprovistos de cola;
    dio-dones, verdaderos puercoespines del mar, que pueden hincharse como una pelota de
    erizadas púas; hipocampos, comunes a todos los océanos; pegasos volantes de hocico
    alargado, cuyas aletas pectorales, muy extendidas y dispues-tas en forma de alas, les
    permiten si no volar, sí, al menos, saltar por el aire; pegasos espatulados, con la cola
    cubierta por numerosos anillos escamosos; macrognatos, así llama-dos por sus grandes
    mandíbulas, de unos veinticinco centí-metros de longitud, de hermosos y muy brillantes
    colores, y cuya carne es muy apreciada; caliónimos hvidos, de cabeza rugosa; miríadas de
    blenios saltadores, rayados de negro, que con sus largas aletas pectorales se deslizan por la
    super-ficie del agua con una prodigiosa rapidez; deliciosos peces veleros que levantan sus
    aletas como velas desplegadas a las corrientes favorables; espléndidos kurtos engalanados
    por la naturaleza con el amarillo, azul celeste, plata y oro; tricóp-teros, cuyas alas están
    formadas por radios filamentosos; los cotos, siempre manchados de cieno, que producen un
    cierto zumbido; las triglas, cuyo hígado es considerado venenoso; los serranos, con una
    especie de anteojeras sobre los ojos, y, por último, esos quetodontes de hocico alargado y
    tubular llamados arqueros, verdaderos papamoscas marinos que, armados de un fusil no
    inventado por los Chassepot o por los Remington, matan a los insectos disparándoles una
    sim-ple gota de agua.

    En el octogesimonono género de la clasificación ictiológica de Lacepède, dentro de la
    segunda subclase de los óseos, caracterizados por un opérculo y una membrana branquial,
    figura la escorpena, en la que pude observar su cabeza ar-mada de fuertes púas y su única
    aleta dorsal. Los escorpéni-dos están revestidos o privados de pequeñas escamas, según el
    subgénero al que pertenezcan. Al segundo subgénero co-rrespondían los ejemplares de
    didáctilos que pudimos ver, rayados de amarillo, de tres a cuatro decímetros tan sólo de
    longitud, pero con una cabeza de aspecto realmente fantás-tico. En cuanto al primer
    subgénero, pudimos ver varios ejemplares de ese extrañísimo pez justamente llamado «sapo
    de mar», con una cabeza enorme y deformada tanto por profundas depresiones como por
    grandes protuberan-cias; erizado de púas y sembrado de tubérculos, tiene unos cuernos
    irregulares, de aspecto horroroso; su cuerpo y su cola están llenos de callosidades; sus púas
    causan heridas muy peligrosas. Es un pez realmente horrible, repugnante.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 11 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 31 Jul 2024, 09:12

    ***

    Del 21 al 23 de enero, el Nautilus navegó a razón de dos-cientas cincuenta leguas diarias, o
    sea, quinientas cuarenta millas, a una velocidad media de veintidós millas por hora. Nuestra
    observación, al paso, de las diferentes variedades de peces era posible porque, atraídos
    éstos por la luz eléctrica, trataban de acompañarnos. La mayor parte quedaban rápi-damente
    distanciados por la velocidad del Nautilus, pero los había, sin embargo, que conseguían
    mantenerse algún tiem-po en su compañía.

    En la mañana del 24, nos hallábamos a 120 5' de latitud Sur y 940 33'de longitud, en las
    proximidades de la isla Kee-ling, de edificación madrepórica, plantada de magníficos
    cocoteros, que fue visitada por Darwin y el capitán FitzRoy. El Nautilus navegó a escasa
    distancia de esa isla desierta. Sus dragas hicieron una buena captura de pólipos,
    equinoder-mos y conchas de moluscos. Los tesoros del capitán Nemo se incrementaron con
    algunos preciosos ejemplares de la espe-cie de las delfinulas, a las que añadí una astrea
    puntífera, especie de polípero parásito que se fija a menudo en una con-cha.
    Pronto desapareció del horizonte la isla Keeling y se puso rumbo al Noroeste, hacia la
    punta de la península india.

    Tierras civilizadas me dijo aquel día Ned Land, mejo-res que las de esas islas de la
    Papuasia en las que se encuen-tra uno más salvajes que venados. En esas tierras de la India,
    señor profesor, hay carreteras, ferrocarriles, ciudades ingle-sas, francesas y asiáticas. No se
    pueden recorrer cinco millas sin encontrar un compatriota. ¿No cree usted que ha llegado el
    momento de despedirnos del capitán Nemo?

    No, Ned. No le respondí tajantemente. El Nautilus se está acercando a los continentes
    habitados. Vuelve a Europa, deje usted que nos lleve allí. Una vez llegados a nuestros
    ma-res, veremos lo que podamos hacer. Por otra parte, no creo yo que el capitán Nemo nos
    permitiera ir de caza por las cos-tas de Malabar o de Coromandel, como en las selvas de
    Nue-va Guinea.

    ¿Es que necesitamos acaso de su permiso?
    No respondí al canadiense. No quería discutir. En el fon-do, lo que yo deseaba de todo
    corazón era recorrer hasta el fin los caminos del azar, del destino que me había llevado a
    bordo del Nautilus.

    A partir de la isla Keeling, nuestra marcha se tornó más lenta y más caprichosa, con
    frecuentes incursiones por las grandes profundidades. En efecto, se hizo uso en varias
    oca-siones de los planos inclinados por medio de palancas inte-riores que los disponían
    oblicuamente a la línea de flotación. Descendimos así hasta dos y tres kilómetros, pero sin
    llegar a tocar fondo en esos mares en los que se han hecho sondeos de hasta trece mil
    metros sin poder alcanzarlo. En cuanto a la temperatura de las capas bajas, el termómetro
    indicó in-variablemente cuatro grados sobre cero en todos los descen-sos. Pude observar
    que, en las capas superiores, el agua esta-ba siempre más fría sobre los altos fondos que en
    alta mar.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:25

    ***


    El 25 de enero, el océano estaba absolutamente desierto. El Nautilus pasó toda la jornada en
    la superficie batiendo con su potente hélice las olas que hacía saltar a gran altura. ¿Quién al
    verlo así no lo hubiera tomado por un gigantesco cetáceo?
    Pasé las tres cuartas partes de aquella jornada sobre la plataforma, contemplando el mar.
    Nada en el horizonte, con la unica excepción de un vapor al que avisté hacia las cuatro de la
    tarde navegando hacia el Oeste. Su arboladura fue visi-ble un instante, pero su tripulación
    no podía ver al Nautilus, demasiado a ras de agua. Yo supuse que el vapor debía
    per-tenecer a la línea Peninsular y Oriental que cubre el servicio de Ceilán a Sidney, con
    escalas en la punta del Rey George y en Melbourne.
    Hacia las cinco de la tarde, antes de ese rapidísimo cre-púsculo que apenas separa el día de
    la noche en esas zonas tropicales, Conseil y yo tuvimos ocasión de presenciar,
    ma-ravillados, un curioso espectáculo.
    Hay un gracioso animal cuyo encuentro presagiaba para los antiguos venturosas
    perspectivas. Aristóteles, Ateneo, Plinio y Opiano estudiaron su comportamiento y
    volcaron en sus descripciones todo el lirismo de que eran capaces los sabios de Grecia y de
    Italia. Lo llamaron Nautilus y Pompi-lius, denominación no ratificada por la ciencia
    moderna que ha aplicado a este molusco la de argonauta.
    Quien hubiera consultado a Conseil habría sabido que los moluscos se dividen en cinco
    clases, la primera de las cuales, la de los cefalópodos, en sus dos variedades de desnudos y
    de testáceos, comprende a su vez dos familias: la de los di-branquios y la de los
    tetrabranquios, en función de su nú-mero de branquias. Hubiera sabido asimismo que la
    familia de los dibranquios contiene tres géneros: el argonauta, el ca-lamar y la jibia, en
    tanto que la de los tetrabranquios tiene uno sólo: el nautilo. Si después de esta explicación
    de no-menclatura, un entendimiento rebelde confundiera al argonauta, que es acetabulífero,
    es decir, portador de ventosas con el nautdo, que es tentaculífero, es decir, portador de ten
    táculos, no tendría perdón.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:25

    ***

    Eran argonautas, y en una cantidad de varios centenares, los que acompañaban al Nautilus.
    Pertenecían a la especie de los argonautas tuberculados, propia de los mares de la India.
    Los graciosos moluscos se movían a reculones por medio de su tubo locomotor a través del
    cual expulsaban el agua que habían aspirado. De sus ocho brazos, seis, finos y alar-gados,
    flotaban en el agua, mientras los dos restantes, redon-deados, se tendían al viento como una
    vela ligera. Veía yo perfectamente su concha espiraliforme y ondulada que Cu-vier ha
    comparado a una elegante chalupa. Y es, en efecto, un verdadero barquito que transporta al
    animal que lo ha secretado, sin adherencia entre ambos.
    El argonauta es libre de abandonar su concha le dije a Conseil, pero nunca lo hace.
    Lo mismo que el capitán Nemo respondió atinada mente Conseil. Por eso hubiera
    hecho mejor en llamar a su navío El Argonauta.
    Durante casi una hora navegó el Nautilus en medio de aquellos moluscos, hasta que,
    súbitamente, espantados, al parecer, por algo que ignoro, y como respondiendo a una
    se-ñal, arriaron las velas, replegaron los brazos, contrajeron los cuerpos y cambiaron el
    centro de gravedad al invertir la po-sición de las conchas. En un instante, toda la flotilla
    desapa-reció bajo las olas con una simultaneidad y acompasamiento nunca igualados por
    los navíos de una escuadra.
    La desaparición de los argonautas coincidió con la súbita caída de la noche. Las olas,
    apenas levantadas por la brisa, golpeaban los flancos del Nautilus.
    Al día siguiente, 26 de enero, cortábamos el ecuador por el meridiano noventa y
    regresábamos al hemisferio boreal.

    Durante aquel día tuvimos por cortejo una formidable tropa de escualos, terribles animales
    que pululan en estos mares haciéndolos muy peligrosos. Eran escualos filipos de lomo
    oscuro y vientre blancuzco, armados de once hileras de dientes; escualos ojeteados con el
    cuello marcado por una gran mancha negra rodeada de blanco que parece un ojo; isabelos
    de hocico redondeado y manchado de puntos oscu-ros. De vez en cuando, los potentes
    tiburones se precipita-ban contra el cristal de nuestro observatorio con una violen-cia
    inquietante, que ponía fuera de sí a Ned Land. Quería subir a la superficie y arponear a los
    monstruos, sobre todo a algunos emisoles con la boca empedrada de dientes dispues-tos
    como un mosaico, y a los tigres, de cinco metros de lon-gitud, que le provocaban con una
    particular insistencia. Pero el Nautilus aumentó su velocidad y no tardó en dejar rezagados
    a los más rápidos de aquellos tiburones.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:27

    ***


    El 27 de enero, a la entrada del vasto golfo de Bengala, pu-dimos ver en varias ocasiones el
    siniestro espectáculo de ca-dáveres flotantes. Eran los muertos de las ciudades de la India
    llevados a alta mar por la corriente del Ganges, ya devorados a medias por los buitres, los
    únicos sepultureros del país. Pero no faltaban allí escualos para ayudarles en su fúnebre
    tarea.
    Hacia las siete de la tarde, el Nautilus, navegando a flor de agua, se halló en medio de un
    mar blanquecino que se diría de leche.
    El extraño efecto no se debía a los rayos lunares, pues la luna apenas se había levantado aún
    en el horizonte. Todo el cielo, aunque iluminado por la radiación sideral, parecía ne-gro por
    contraste con la blancura de las aguas.
    Conseil no podía dar crédito a sus ojos y me interrogó so-bre las causas del singular
    fenómeno.
    Es lo que se llama un mar de leche le respondí, una vasta extensión de olas blancas
    que puede verse frecuente-mente en las costas de Amboine y en estos parajes.
    Pero ¿puede decirme el señor cuál es la causa de este sin-gular efecto? Porque no creo yo
    que el agua se haya transfor-mado en leche.
    Claro que no. Esta blancura que tanto te sorprende es debida a la presencia de miríadas de
    infusorios, una especie de gusanillos luminosos, incoloros y gelatinosos, del grosor de un
    cabello y con una longitud que no pasa de la quinta parte de un milímetro. Estos infusorios
    se adhieren entre sí formando una masa que se extiende sobre varias leguas.
    ¿Leguas? ¿Es posible?
    Sí, muchacho, y te recomiendo que no trates de calcular el número de infusorios. Nunca
    lo conseguirías, pues, si no me equivoco, algunos navegantes han flotado sobre estos mares
    de leche durante más de cuarenta millas.

    No sé si Conseil tuvo o no en cuenta mi recomendación, pero la profunda concentración en
    que se quedó sumido pa-recía indicar que se hallaba calculando cuántos quintos de
    milímetro pueden contener cuarenta millas cuadradas, mientras yo continuaba observando
    el fenómeno.
    Durante varias horas, el Nautilus cortó con su espolón aquella agua blancuzca, deslizándose
    sin ruido por el agua jabonosa, como si estuviera flotando en los remolinos de espuma que
    forman las corrientes y contracorrientes de las bahías.
    Hacia media noche, el mar recuperó súbitamente su as-pecto ordinario, pero detrás de
    nosotros, y hasta los límites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura del agua, pare-ció
    durante largo tiempo acoger los vagos fulgores de una aurora boreal.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:27

    ***
    2. Una nueva proposición del capitán Nemo


    El 28 de febrero, al emerger el Nautilus a la superficie, a mediodía, nos hallábamos, a 90
    4'de latitud Norte, ala vista de tierra, a unas ocho millas al Oeste. Vi una aglomeración de
    montañas, de unos dos mil pies de altura, modeladas en formas muy caprichosas. Una vez
    fijada la posición, volví al salón donde al consultar el mapa reconocí que nos hallába-mos
    en presencia de la isla de Ceilán, esa perla que pende del lóbulo inferior de la península
    indostánica.
    Fui a la biblioteca a buscar algún libro sobre la isla, una de las más fértiles del mundo, y
    hallé un volumen de Sirr H. C., Esq., titulado Ceylan and the Cingalese. En el salón, tomé
    nota de la situación y extensión de Ceilán, a la que la Anti-güedad dio nombres tan
    diversos. Está entre 50 55'y 90 49' de latitud Norte y entre 790 42' y 820 y 4', de longitud al
    Este del meridiano de Greenwich. Tiene doscientas setenta y cin-co millas de longitud y
    ciento cincuenta de anchura máxi-ma; su circunferencia, novecientas millas, y su superficie,
    veinticuatro mil cuatrocientas cuarenta y ocho millas, es de-cir, un poco inferior a la de
    Irlanda.
    El capitán Nemo y su segundo entraron en el salón. El ca-pitán echó una ojeada al mapa y
    luego se volvió hacia mí.
    La isla de Ceilán dijo, una tierra célebre por sus pes-querías de perlas. ¿Le gustaría
    visitar una de esas pesque-rías, señor Aronnax?
    Naturalmente que sí, capitán.
    Bien, pues nada más fácil. Veremos las pesquerías, pero no a los pescadores. Todavía no
    ha empezado la explotación del año. Voy a ordenar, pues, que nos adentremos en el golfo
    de Manaar, al que llegaremos esta noche.
    El capitán dijo algo a su segundo, que salió en seguida. Pronto el Nautilus se sumergió
    nuevamente, a una profundi-dad de treinta pies, según indicó el manómetro.
    Busqué el golfo de Manaar en el mapa y lo hallé en el nove-no paralelo, en la costa
    occidental de Ceilán. Está formado por la alargada línea de la pequeña isla de Manaar. Para
    llegar a él había que costear toda la parte occidental de la isla.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:28

    ***
    Señor profesor dijo el capitán Nemo, la pesca de per-las se efectúa en el golfo de
    Bengala, en el mar de las Indias, en los mares de China y del Japón, en aguas de América
    del Sur, en el golfo de Panamá y en el de California, pero es en Ceilán donde se hace con
    más provecho. Llegamos un poco pronto, cierto. Los pescadores no se concentran en el
    golfo de Manaar hasta el mes de marzo. En ese tiempo y durante treinta días sus trescientos
    barcos se entregan a esta lucrativa explotación de los tesoros del mar. Cada barco tiene una
    do-tación de diez remeros y diez pescadores. Éstos, divididos en dos grupos, bucean
    alternativamente descendiendo hasta una profundidad de doce metros por medio de una
    pesada piedra entre sus pies, que una cuerda liga al barco.
    -¿Continúan usando ese medio tan primitivo?
    -Así es respondió el capitán Nemo, pese a que estas pesquerías pertenezcan al pueblo
    más industrioso del mun-do, a los ingleses, a quienes fueron cedidas por el tratado de
    Amiens en 1802.

    Creo que la escafandra, tal como usted la usa, sería de gran utilidad en estas faenas.
    -Sí, ya que estos pobres pescadores no pueden resistir mucho tiempo bajo el agua. El inglés
    Perceval, en la descrip-ción de su viaje a Ceilán, habla de un cafre que resistía cinco
    minutos bajo el agua, pero esto no es digno de crédito. Sé que algunos llegan a resistir hasta
    cincuenta y siete segun-dos, e incluso los hay que permanecen ochenta y siete segun-dos.
    Pero son muy pocos los que pueden aguantar tanto, y cuando salen echan sangre por la
    nariz y los oídos. Yo creo que la media de tiempo que los pescadores pueden soportar es de
    treinta segundos. Durante ese tiempo, se apresuran a meter en una pequeña red todas las
    ostras perlíferas que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no lle-gan a
    viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con
    frecuencia sufren ataques de apoplejía bajo el agua.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:29

    ***

    Sí, es un triste oficio, y tanto más cuanto que sólo sirve a satisfacer los caprichos de
    algunos. Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar un barco al día?
    De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el go-bierno inglés acometió por su
    cuenta la explotación y, en veinte días de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis
    millones de ostras.
    ¿Están bien retribuidos, al menos, estos pescadores?
    -Apenas, señor profesor. En Panamá, sólo ganan un dólar a la semana. Se les paga un sol
    por cada ostra que contenga una perla. Imagínese el número de ostras que recogen sin
    perlas.
    Es odioso que se pueda pagar así a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.
    Bien, señor profesor, visitarán usted y sus compañeros el banco de Manaar, y si por
    casualidad encontramos allí algún pescador madrugador le veremos operar.
    -De acuerdo, capitán.
    A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.
    ¿Tiburones?
    La pregunta me pareció a mí mismo ociosa.
    ¿Y bien?
    Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy fa-miliarizado con esta clase de
    peces.
    Nosotros sí lo estamos, como lo estará usted con el tiem-po. Además, iremos armados y
    quizá podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. Así, pues, hasta
    ma-ñana. Habrá que madrugar mucho, señor profesor.
    Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capitán Nemo sa-lió del salón






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 11 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:30

    ***

    Cualquiera a quien se le invitara a una cacería de osos en las montañas de Suiza, diría
    naturalmente: «Muy bien, ma-ñana vamos a cazar osos». Si la invitación fuera a cazar
    leo-nes en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, diría no menos
    naturalmente: «¡Ah! Parece que vamos a ca-zar leones o tigres». Pero cualquiera a quien se
    le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes
    de aceptar la invitación.

    Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.
    «Reflexionemos me dije y tomémoslo con calma. Pase aún lo de ir a cazar nutrias en
    los bosques submarinos, como hicimos en la isla Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar
    con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya sé que en determinados
    lugares, como en las islas Anda-menas, los negros no vacilan en atacar al tiburón, con un
    pu-ñal en una mano y un lazo en la otra, pero también sé que muchos de los que afrontan a
    esos formidables animales no vuelven nunca. Además, yo no soy un negro, y aunque lo
    fuera, creo que la duda no está desplazada.»

    Y heme aquí con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mandíbulas
    armadas de múltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que
    lle-gué a sentir el dolor en los riñones. Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con
    que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. Cualquiera hubiese dicho que se
    tra-taba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.





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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:30

    ***


    «Bueno pensé, de todos modos, Conseil no querrá ve-nir, lo que me dispensará de
    acompañar al capitán.»
    No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cual-quier peligro, por grande que
    fuese, ejercía una invencible atracción sobre su naturaleza combativa.
    Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin po-der hacer otra cosa que hojearlo
    maquinalmente. Veía en-tre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los es-cualos.
    En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Ve-nían tranquilos e incluso alegres.
    No sabían lo que les espe-raba.
    Oiga me dijo Ned Land, su capitán Nemo (que el dia-blo se lleve) acaba de hacernos
    una amable invitación.
    ¡Ah!, entonces ya sabéis lo que...
    El comandante del Nautilus dijo Conseil nos ha invi-tado a visitar mañana, en
    compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Y lo ha hecho en los términos
    más amables, como un verdadero gentleman.
    ¿No os ha dicho nada más?
    Nada, sino que ya le había hablado al señor de este pe-queño paseo.
    En efecto, pero no os ha dado ningún detalle sobre...
    Ninguno, señor naturalista. Nos acompañará usted, ¿no?
    -Yo .... sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:31

    ***


    Sí, será curioso, muy curioso.
    Peligroso tal vez añadí con un tono insinuante.
    ¿Peligrosa una simple excursión por un banco de ostras ?
    Decididamente, el capitán Nemo había juzgado inútil ha-blarles de los tiburones. Yo les
    miraba, turbado, como si ya les faltara algún miembro. ¿Debía advertirles? Sí, sin duda,
    pero no sabía cómo hacerlo.
    ¿Querría el señor darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?
    ¿Sobre la pesca en sí misma, o sobre los incidentes que pueden ... ?
    Sobre la pesca respondió el canadiense. Bueno es co-nocer el terreno antes de
    adentrarse en él.
    Pues bien, sentaos, amigos míos, y os enseñaré todo lo que el inglés Sirr acaba de
    enseñarme sobre esto.
    Ned y Conseil se sentaron en el diván. Antes de que co-menzara a explicarles, preguntó el
    canadiense:
    ¿Qué es exactamente una perla?
    Amigo Ned, para el poeta, la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota
    de rocío solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hiali-no, de
    una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el
    químico, es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina, y, por
    último, para el naturalista, es una simple secreción enfermi-za del órgano que produce el
    nácar en algunos bivalvos.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:32

    ***

    Rama de los moluscos dijo Conseil, clase de los aréfa-los, orden de los testáceos.
    Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos tes-táceos, la oreja de mar iris, los
    turbos, las tridacnas, las pin-nas, en una palabra, todos los que secretan nácar, es decir, esta
    sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el in-terior de sus valvas, son
    susceptibles de producir perlas.
    ¿Las almejas también? preguntó el canadiense.
    Sí, las almejas de algunos ríos de Escocia, del País de Ga-les, de Irlanda, de Sajonia, de
    Bohemia y de Francia.
    Habrá que estar atentos de ahora en adelante -respondió el canadiense.
    Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina
    margaritifera, la preciosa pinta-dina. La perla no es más que una concreción nacarada de
    forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del
    animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, está
    suelta. Siempre tiene por núcleo un pequeño cuerpo duro, ya sea un óvulo estéril, ya un
    grano de arena, en torno al cual va depositándose la materia nacarada a lo largo de varios
    años, sucesivamente y en capas finas y concéntricas.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 01 Ago 2024, 20:33

    ***

    ¿Puede haber varias perlas en una misma ostra?
    Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joye-ro. Se ha hablado de un ejemplar
    que contenía, annque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tibu-rones.
    ¿Ciento cincuenta tiburones? exclamó Ned Land.
    ¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones... no tendría sentido.
    En efecto -dijo Conseil, pero tal vez el señor quiera de-cirnos ahora cómo se extraen
    esas perlas.
    Se procede de varios modos. Cuando las perlas están ad-heridas a las valvas se arrancan
    incluso con pinzas. Pero lo corriente es que se depositen las madreperlas en unas esteri-llas
    sobre el suelo. Mueren así al aire libre, y al cabo de diez días se hallan en un estado
    satisfactorio de putrefacción. Se meten entonces en grandes depósitos Henos de agua de
    mar, y luego se abren y se lavan. Se procede después a un doble trabajo. Primero, se
    separan las placas de nácar conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada,
    bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento
    cincuenta kilos. Luego quitan el parén-quima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan
    para extraer hasta las más pequeñas perlas.

    ¿Depende el precio del tamaño? preguntó Conseil.
    No sólo de su tamaño, sino también de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su
    oriente, es decir, de ese bri-llo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la
    vista. Las más bellas perlas son llamadas perlas vírgenes o parangones. Son las que se
    forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a
    veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esféri-cas o piriformes. Las esféricas
    son comúnmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por
    ser las más preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de
    la ostra, son más irregula-res y se venden al peso. Por último, en un orden inferior se
    clasifican las pequeñas perlas conocidas con el nombre de aljófar, que se venden por
    medidas y que sirven especial-mente para realizar bordados sobre los ornamentos
    ecle-siásticos.




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