SOBRE LA ROSA... ( J. Pérez de Guzmán y Gallo)
TOMO II. SIGLO XIX.
133. JOSÉ ZORRILLA
LAS DOS ROSAS
De brindis y carcajadas
estrepitoso rumor
Se levanta de don Bustos
en un inmenso salón.
Alúmbranle mil bujías
suspensas en derredor,
entre guirnaldas de flores
que hábil mano entrelazó
Vistiéronle de tapices
exquisitos en valor,
y cubriéronle de alfombras,
de un califa regio don.
En ricos aparadores
remeda la luz del sol
vajilla espléndida de oro
de magnífico primor.
Rueda el cristal por la mesa,
y en no interrumpido son
gotea de vaso en vaso
dulce y sabroso licor.
La fiesta es libre, opulenta,
porque pródigo el Barón,
a todo el pueblo de Rosa
bodega y festín abrió.
Es cierto que a los principios
el respeto a su señor,
conteniendo a los vasallos,
las lenguas les refrenó;
mas al fin, de los manjares
el suculento vapor,
la libertad y la audacia
a los villanos volvió:
alzaron desordenados
una voz sobre otra voz,
un brindis sobre otro brindis.
Crecía la confusión,
aúmentábase el tumulto,
y con discorde clamor
cruzaban de una a otra punta
osada conversación.
Ocupaban los hidalgos
en la parte superior
escaños de terciopelo,
casi a los pies del Barón;
y éste, más alto, con Rosa
usaba otro aparador
bajo un dosel de brocado,
do se ostenta su blasón.
Pajes les sirven; doncellas
les escancian el licor,
y el contento les atiza
la insolencia del bufón.
Al testero de la mesa,
y en preferente sillón,
está el capellán sentado,
y síguele luego en pos
el ilustre Ayuntamiento
en gregüescos y en jubón.
Enfrente, entro otros hidalgos,
en ademán pensador,
se ve al serio Pedro Ibáñez,
que bocado no gustó.
Hinchados tiene los ojos,
los cabellos sin olor,
la espada y la daga al cinto,
y el duelo en el corazón.
El resto ocupan sin orden
los que, de Busto a la voz,
el mejor sitio encontraron
al entrar en el salón.
Los que en aquél no cupieron,
acomodarlos mandó
en otra mesa tendida
en un largo corredor,
y allí gritan y disputan,
harta apenas su ambición
con los sabrosos manjares
que devoran sin temor.
Toda la fiesta es tumulto,
todo murmullo el salón,
todo embriaguez y locura
los vasallos y el señor;
y a pesar de los secretos
con que a la conversación
dan impulso las mujeres,
murmurando a media voz,
Rosa está linda, hechicera,
como jamás se mostró
caprichosa su hermosura,
vertiendo gracia y amor.
Mirándose está en sus ojos
el fortunado Barón,
olvidando ante su amada
cuanto hasta entonces gozó.
Y ella, radiante dé orgullo,
alimenta en su ilusión
los hechizos que le embriagan,
con estudiado primor.
Con lujosos atavíos
astuta se engalanó,
que acrecientan el deseó
del turbado corazón.
Guirnalda de blancas perlas
a sus cabellos ciñó;
escotado hasta los pechos,
bordado de oro, el jubón;
el cuello, de marfil, orla
collar de bajo color,
del que pende, de brillantes.
la señal de redención;
y están sus brazos desnudos,
cuyo brillo tentador
ostenta en sus movimientos
exquisita perfección.
Don Bustos, a quien anima
la eficacia del licor,
decía en son de mandato,
fuerza añadiendo a la voz:
-Agotadme las bodegas,
que si dejáis ¡vive Dios!
una gota, habéis de hacerme
de todo restitución.
A eso os llamé a mi castillo
y a mis fiestas, que si no,
conforme me caso solo
gozara solo. -Al rumor
de estrepitosos aplausos
estremecióse el salón,
y por sobre el ronco ruido,
así don Bustos siglió:
-¡Eh! Don Pedro, mi pariente,
Capitán, ¿que os hacéis vos?
¿Estáis enfermo, o acaso
os dijo algún impostor
que el mayordomo, envidioso,
mis cubas envenenó?
Si tal pensáis, os ofrezco
completa satisfacción.
Y a propósito.... -Así hablando,
su inmensa copa apuró.
Tornaron las carcajadas,
los aplausos, y el Barón,
encarado aún con Ibáñez,
en voz de mofa siguió:
-Puesto que vos no habéis hecho
a mis venenos honor,
os encargo que si muero
me enterréis como a quien soy.
Volvieron a los aplausos,
y a tan tumultuoso son
asomaron por la sala
las gentes del corredor,
que aumentaron el desorden
preguntando en pelotón:
-¿Qué es aquesto?
-Entrad, amigos,
don Bustos ronco clamó,
veréis un anacoreta.....
¡Por la cruz del Redentor,
capitán, brindad conmigo
a mi venturosa unión....!-
Ibáñez la inmensa copa,
levantándose tomó,
mostrando el sombrío gesto
más que contento, furor;
y afectando complacerse,
-Brindemos...., dijo, Barón-
Mas don Bustos, atajándole
el brindis, le interrumpió:
-A mi embriaguez de esta noche,
que me emborracho por dos.-
A estas palabras de Bustos,
de emponzoñada alusión,
Ibáñez, soltando el vaso,
cayó, vertiendo el licor.
-¡Bravo! ¡Sin haber bebido,
el sueño le acogotó!
Capitán, ¡voto a mi sangre,
que sois un mal bebedor!
Seguía Ibáñez tendido
de espaldas en el sillón,
cogidos todos sus miembros
de congojoso temblor.
Mofáronle los villanos,
el gesto Bustos frunció,
palidecieron las mozas,
y en visible turbación,
Rosa sobre el blanco pecho
pálida la faz dobló.
Don Bustos, rompiendo un vaso,
alzó iracundo la voz:
-¿Os pesa, por vida mía,
Capitán, mi dicha a vos?
Alzóse sobre su asiento,
y el pueblo entero calló,
porque los ojos de Bustos
centellaban de furor;
temblaba en su escaño Rosa,
y así decía el Barón:
-Brindad, capitán, conmigo
a mi boda, o ¡vive Dios,.
que esta noche mis lebreles
os desgarran el jubón!-
A tan brusco llamamiento,
Pedro Ibáñez requirió,
poniéndose en pie, su espada,
con semblante tan feroz,
que oyóse entre las mujeres
un ¡ay! sordo de pavor,
y a sus espaldas la turba,
cobarde retrocedió.
Don Bustos Ramírez, puestos
ambos pies en su sillón,
la izquierda sobre la mesa,
que al recibirle crujió,
mirábale de hito en hito;
y el áspero ahogado son
que le hervía dentro el pecho,
el borrascoso color
de sus ojos, la melena,
que le cuelga en confusión,
uniéndose con la barba,
que le cerca en derredor
todo el rostro, lo semejan
a un formidable león
que acecha sobre una roca
la vida del cazador.
Pedro Ibáñez, frente a frente,
sin muestras de turbación,
fijó en sus ojos los ojos
y a la lid se apercibió.
Pasó un momento angustiado
en que nadie de los dos
con movimiento o palabra
la contienda provocó.
La turba tenía ahogado
el aliento de terror,
y de ambos podía oirse
el latir del corazón.
Al fin don Bustos, en hondo
gemido, torvo exclamó,
-Brindad, hidalgo, a mis bodas,
y os juro a mi salvación,
que en la escarpia de una almena
os ahorco como a un traidor.
Ibáñez, a estas palabras,
como una tigre veloz
saltando sobre la mesa,
ligero, una copa asió.
De un paso salvando el trecho
que le aparta del Barón,
-Brindemos, dijo.
-A esta noche,
Bustos repuso; a mi amor.
-A mi cabeza, don Bustos,
que clavada en un lanzón,
os recuerde a todas horas
toda una noche de amor.
-¿Es un insulto?
-Es un brindis.
¿No le aceptáis?
-Sí, ¡por Dios!
Bebed, y aquesa cabeza
sea la última ilusión
que alcancen a ver mis ojos,
de mi féretro en redor.
-¡Sea!
-¡Sea! -Y afirmando
tan sacrílega intención,
todo el licor se sorbieron
de un solo trago los dos.
CONT.
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