958.
LA CAÍDA DEL HÉROE
No es hermosa la guerra, pero vestirse puede
hermosamente, y sabe conducir al engaño
con brillantes corazas al moho inasequibles
y con rojas insignias de valor; no es hermosa,
pero entierra a sus muertos en los campos de trigo,
y pinta de oro viejo la sangre del que vence,
disimulando vigas quemadas, pechos rotos,
negros crespones, gritos no atendidos por nadie,
niños que un día corrieron en una quieta plaza,
polillas que se comen las enormes banderas.
Toledo esculpe grandes escudos en sus pórticos.
Se habla de hazañas, sueños de los adolescentes
que acarician cinturas a la orilla del Tajo
con el pecho inclinado a un mar de lanzas ebrias
que al dios de Europa siguen. Salicio y Nemoroso
añoran enrolarse, dejar ganados, fuentes
cristalinas, ser claros, famosos caballeros
de rocío. (Una torre, en un lugar lejano,
jornada tras jornada, cultivada su sombra
e incubaba el designio de la adversa luces.)
Cuando levanta el vuelo, guerra y amor se juntan
compatibles a veces. Detener a los turcos
o hallarse en las empresas del sur le dan relatos
honrosos, entre besos y caricias. Posible,
que una herida en el brazo derecho dé motivo
para un feliz poema de enamorados versos.
También los labios puede que sean más afables
después de una lanzada. En las tardes de Nápoles,
lentamente vencidas, gozaba Garcilaso,
entre demás solícitas, todas sus dulces prendas.
Y en la villa de Muy vivían doce hombres
y dos adolescentes No sabían de glorias
militares; ganaban el pan de cada día
con distintas destrezas, y a la noche tomaban
el gusto de la carne, del vino y de los juegos,
al amor de una lumbre pacífica de leñas
cortadas por sus brazos. Y tenían sus nombres;
para ninguna crónica, pero suyos, oídos
de bocas de sus madres y sus files amadas.
Y hablaban del vecino fantasma de la guerra.
Un fantasma recorre Europa, el mundo, nadie
le llama camarada, salvo los que querían
sazonar con lujuria de muerte los emblemas
de sus dinteles. Una tinta espesa de humo
y sangre empapa campos y aldeas designadas
por un dedo furioso y anillado. La sombra
se acerca a Muy; al filo del horizonte crujen
llamaradas de pánico. Se habla de los que fueron
sacados de su broza, desanidados, lejos
de los suyos mandados a remar a galeras.
Las imperiales flotas necesitan de brazos
encadenados. Golpes de timbal acompasan
el reloj de los remos que aleja de la antigua
libertad. Suena el cuero en espaldas desnudas,
y hay un aire salino que a las máquinas nutre
y embriaga los recuerdos. No, no irán a ese sitio.
Doce hombres oscuros y dos adolescentes
deciden que a ese sitio no irán. Cerca de Muy
existe una alta torre que cultiva su sombra
y observa en las estrellas un siniestro presagio.
Allá se refugiaron, para ver si pasada
era la guerra y toda su cohorte de hierros
y fogatas. No puede ser ajena una torre
al paso de la muerte. Un palaciego intenta
subir, y en el segundo solar escucha un grito.
Cuando lo sabe el César, despacha a algunos nobles
caballeros, no fuese que allí los enemigos
si hicieran fuertes. «Somos de esta tierra de Francia»
-les responde la torre-. Pues no son de la furia
que quemaba sus campos, no caerían en ella.
Mordió el cañón el muro, y adosando una escala
entró por la tronera quien tuvo más arrojo
entre los españoles. Otros dos caballeros
disputaron la vez de seguirle. «Suplícoos
-le dijo a un Maldonado don Guillén de Moncada-
que cedáis la honra». «Poca es, mas tenedla»
-le replicó. Subía, con Guillén, Garcilaso,
cuando desde lo alto cayó una enorme piedra
(que otra cosa no había con la que aquellos pobres
campesinos pudieran intentar defenderse).
Muy mal descalabrado, el guerrero poeta
murió a los pocos días. Dicen que fue asistido
por el joven biznieto del Siervo de los Siervos
de Dios, en la vecina ciudad de Nicia, atónito
ante tanta promesa súbitamente rota,
la soledad siguiendo, rendida a su fortuna. ¿Nunca hubiese salido de su regado valle
aquél a quien las ninfas del Tajo le anunciaban
mirto y laurel! ¿Quién puso dentro de aquella torre
la terrible semilla de un árbol de silencio?
«Es preciso rendirse» –dijo el que más sabía
de cosas de la guerra. ¿Quién pondrá resistencia
al mundo? ¿Qué cobijo puede entregar un poco
de altura? Y las banderas arrió de su miedo,
soga abajo. Los otros no querían: en muchas
villas, a los rendidos mandaron a la flota
imperial. «Yo os concedo –prometió el Poderoso-
no ir a las galeras». Bajaron uno a uno,
cada cual con su espanto y su esperanza. Pronto
se vio que no eran hechos para buenos soldados.
Mas palabra de rey es palabra de rey.
No remaron (tampoco oyeron más las voces
queridas, ni al trasiego del pueblo en paz tuvieron
ocasión de volverse). Lo dicho, dicho: nunca
irían a los mares inquietos. Y los once
hombres (nada sabemos del otro), para ejemplo
de pacíficos, fueron colgados de sus cuellos,
uncidos a la muerte con gruesos nudos, perchas
fueron para los grajos, para los buitres fueron
alimento entregado por la feliz victoria.
En cuanto a los dos jóvenes, perdieron sus orejas
en castigo, no oyesen jamás aquel soneto
que dice: ...
en un desierto, do nadie atravesaba...
ni aquel otro que a Marte se refiere, y termina
diciendo: ..
.temerosa, y en llanto y en ceniza
me deshago. Que ha muerto un poeta, y se siente
herida y moribunda la creación. De otro modo
me duelo, viendo ahora caer la gran coraza
de aquel pastor del Tajo. Si algún día volviera,
os digo que yo nunca sería su escudero.
ALFONSO CANALES
(
https://www.airesdelibertad.com/t46631-alfonso-canales-1923-2010#996403 )
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