Francisco Umbral (Madrid, 11 de mayo de 19321 - Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007) fue un novelista, columnista, poeta, periodista, biógrafo y ensayista español. Es autor de Mortal y rosa, uno de sus mejores títulos, publicado en 1975.
Biografía
Fruto de la relación entre Alejandro Urrutia, un abogado cordobés padre del poeta Leopoldo de Luis, y su secretaria, Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid el 11 de mayo de 1932, en el hospital benéfico de la Maternidad, entonces situado en la calle de Mesón de Paredes, en el barrio de Lavapiés, como acreditó la profesora Anna Caballé en su biografía Francisco Umbral. El frío de una vida. Su madre residía en Valladolid, pero se desplazó hasta Madrid para dar a luz con el fin de evitar las habladurías, ya que era madre soltera. El desapego y distanciamiento de su madre respecto a él habría de marcar su dolorida sensibilidad. Pasó sus primeros cinco años en la localidad vallisoletana de Laguna de Duero y fue muy tardíamente escolarizado, según se dice por su mala salud, cuando ya contaba diez años; no terminó la educación general porque ello exigía presentar su partida de nacimiento y desvelar su origen. El niño era sin embargo un lector compulsivo y autodidacta de todo tipo de literatura, y empezó a trabajar a los catorce años como botones en un banco.
En Valladolid comenzó a escribir en la revista Cisne, del S.E.U., y asistió a lecturas de poemas y conferencias. Emprendió su carrera periodística en 1958 en El Norte de Castilla promocionado por Miguel Delibes, quien se dio cuenta de su talento para la escritura. Más tarde se traslada a León para trabajar en la emisora La Voz de León y en el diario Proa y colaborar en El Diario de León. Por entonces sus lecturas son sobre todo poesía, en especial Juan Ramón Jiménez y poetas de la generación del 27, pero también Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna y Pablo Neruda.
El 8 de septiembre de 1959 se casó con María España Suárez Garrido, posteriormente fotógrafa de El País, y ambos tuvieron un hijo en 1968, Francisco Pérez Suárez «Pincho», que falleció con tan solo seis años de leucemia, hecho del que nació su libro más lírico, dolido y personal: Mortal y rosa (1975). Eso inculcó en el autor un característico talante amargo y envarado, absolutamente entregado a la escritura, que le suscitó no pocas polémicas y enemistades.
En 1961 marchó a Madrid como corresponsal del suplemento cultural y chico para todo de El Norte de Castilla, y allí frecuentó la tertulia del Café Gijón, en la que recibiría la amistad y protección de los escritores José García Nieto y, sobre todo, de Camilo José Cela, gracias al cual publicaría sus primeros libros. Describiría esos años en La noche que llegué al café Gijón. Se convertiría en pocos años, usando los seudónimos Jacob Bernabéu y Francisco Umbral, en un cronista y columnista de prestigio en revistas como La Estafeta Literaria, Mundo Hispánico (1970-1972), Ya, El Norte de Castilla, Por Favor, Siesta, Mercado Común, Bazaar (1974-1976), Interviú, La Vanguardia, etcétera, aunque sería principalmente por sus columnas en los diarios El País (1976-1988), en Diario 16, en el que empezó a escribir en 1988, y en El Mundo, en el que escribió desde 1989 la sección Los placeres y los días. En El País fue uno de los cronistas que mejor supo describir el movimiento contracultural conocido como movida madrileña. Alternó esta torrencial producción periodística con una regular publicación de novelas, biografías, crónicas y autobiografías testimoniales; en 1981 hizo una breve incursión en el verso con Crímenes y baladas. En 1990 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, al sillón F de la Real Academia Española, apadrinado por Camilo José Cela, Miguel Delibes y José María de Areilza, pero fue elegido Sampedro.
Ya periodista y escritor de éxito, colaboró con los periódicos y revistas más variadas e influyentes en la vida española. Esta experiencia está reflejada en sus memorias periodísticas Días felices en Argüelles (2005). Entre los diversos volúmenes en que ha publicado parte de sus artículos pueden destacarse en especial Diario de un snob (1973), Spleen de Madrid (1973), España cañí (1975), Iba yo a comprar el pan (1976), Los políticos (1976), Crónicas postfranquistas (1976), Las Jais (1977), Spleen de Madrid-2 (1982), España como invento (1984), La belleza convulsa (1985), Memorias de un hijo del siglo (1986), Mis placeres y mis días (1994).
En 2003, sufrió una grave neumonía que hizo temer por su vida. Murió de un fallo cardiorrespiratorio el 28 de agosto de 2007 en el hospital de Montepríncipe, en la localidad de Boadilla del Monte (Madrid), a los setenta y cinco años de edad. Fue incinerado y sus cenizas reposan en la sepultura de su hijo Francisco (fallecido a los 6 años) en el Cementerio de la Almudena de Madrid.
Estilo literario
Su calidad literaria viene dada por su fecundidad creativa, su sensibilidad lingüística y la extrema originalidad de su estilo, muy impresionista, de sintaxis muy suelta, metafóricamente muy elaborado y complejo, flexible para los matices más esquivos de la actualidad, abundante en neologismos y alusiones intertextuales y, en suma, de una exigente calidad lírica y estética. Esta particularidad le hace especialmente intraducible y en consecuencia es un autor apenas vertido a otros idiomas y casi desconocido en el extranjero. Francisco Umbral es «uno de los primeros prosistas de la lengua española del siglo XX», según Fernando Lázaro Carreter, y Miguel Delibes lo califica como «el escritor más renovador y original de la prosa hispánica actual». Por otro lado, Arturo Pérez-Reverte señala entre sus defectos la superficialidad y el plagio. Mientras que Ricardo de la Cierva calificó a Umbral y a Fernando Savater como «intelectuales de pandereta» que pugnaron en las páginas de El País «por el récord del despropósito que antes se llamaba blasfemia».
Mas Francisco Umbral posee[¿según quién?] la característica esencial de los grandes escritores: un gran poder de síntesis, que a menudo muchos solo perciben en su parte satírica. Por ejemplo, cuando formula juicios atrabiliarios sobre grandes escritores: "Baroja fue un escritor de mesa camilla, sin recursos ni imaginación, sin gran interés por el mundo ni para el mundo"; "Antonio Machado era un zapatero remendón"; "Leopoldo Alas "Clarín" fue un crítico que hoy resulta de una vulgaridad casi intolerable"; "Luis Cernuda era gran poeta y mala persona"; "Rosa Chacel es una bruja cruzada de Mary Poppins"; "Francisco Ayala es la mínima cantidad de escritor que puede darse en un escritor" o "De Salvador de Madariaga dijo Ortega, y dijo bien, que era un tonto en cinco idiomas"; esta manera ácida (y al mismo tiempo afectiva) de referirse a los demás tiene que ver con lo que llamaba él "la rosa y el látigo" (título de una antología preparada por él mismo de sus textos), pues no en vano definía la ironía como "la ternura de la inteligencia"; su abrupta sinceridad le servía para épater le bourgeois con este tipo de oxímoros y boutades. Por otra parte, sus extensísimas lecturas, particularmente de poesía lírica, le deparaban siempre tres admirados puntos de orientación en la prosa: Ramón María del Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna y Marcel Proust.
El crítico Diego Vadillo López teorizaba acerca de algunas de las claves de la eufonía y musicalidad de la prosa umbraliana en Francisco Umbral. El oferente de retales preciosos (Manuscritos, 2020) y aducía el entreverado de una serie de medidas versales en los formatos prosísticos: “era bastante dado a la inserción, al entreverado, de vetas versales por entre la fronda de sus discriminadas prosas, motivo por el cual, una vez entras a hacer senderismo lector-descifrador por tan edificantes parajes, no es extraño, si vas un poco alerta y preavisado, que halles un endecasílabo o un alejandrino” (pp. 13-14).
Juan Manuel de Prada declaró: "lo digo sin hipérbole: quizá haya sido el mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX".
Con respecto a la polémica que acompaña a Umbral sobre Galdós, a la pregunta de una periodista sobre si Umbral era un escritor galdosiano, el propio Diego Vadillo López apuntaba lo siguiente en dicha entrevista: “–Podríamos decir que tanto Galdós como Umbral son balzacquianos en el sentido de poner empeño en dejar retratada literariamente una sociedad y una época, divergiendo ambos en el modo de hacerlo, pues Galdós, aunque cuenta con pasajes de alto componente sugestivo en un sentido lírico en sus novelas, dicha voluntad de estilo queda circunscrita a la historia, a la que sin duda amabiliza, pero Umbral desliga el estilo de lo literariamente referido, haciéndolo brillar con luz propia, quedando la historia subyugada y, a la vez, realzada por este, si bien en un sentido opuesto a Galdós. Umbral siempre tuvo una muy viva voluntad experimentalista, por eso muchos afirman de él lo mismo que de Gómez de la Serna: que es un mal novelista en el sentido canónico del término. El propio Umbral se defendía, precisamente en su biografía de Gómez de la Serna, apuntando que, hacia la mitad, la novela se le obturaba a Ramón por exceso de dones (algo que también le sucedía a él). Quizá la intención de Umbral al denostar el realismo “galdobarojiano” era afirmar otro modo de afrontar la literatura, más estilístico, haciendo uso de una sintaxis y un léxico más autónomos, discriminados y esplendentes” (Majadahonda Magazín).
Como columnista practicó una especie de costumbrismo desclasado y antiburgués que no renunciaba al yo más intensamente romántico e intentaba dar a lo cotidiano, en palabras de Novalis, la dignidad de lo desconocido, mezclando calle y cultura e impregnándose a veces de una desolada ternura. Como cronista político Umbral hizo gala, además, de una gran acidez y mordacidad y una increíble intuición para captar la epidermis oculta de los asuntos. En 1993 se vio envuelto en una agria polémica por llamar «paletos» a las personas de Aranda de Duero en el programa Queremos saber, de Antena 3. El candidato a la presidencia del gobierno José María Aznar había sido recibido en esta localidad en olor de multitudes mientras que Felipe González había sido abucheado en la Universidad por esos mismos días. En ese mismo programa se produjo también la célebre anécdota de «yo he venido a hablar de mi libro», en la que Umbral pidió la palabra para reclamar, de manera muy airada e insistente, que no se estaba abordando el tema de su libro La década roja como se le había prometido, mientras Mercedes Milá intentaba apaciguarle.
Otros pasajes de su trayectoria columnística quedan expuestos en el libro Ladrón de fuego de Gómez Calderón, profesor de la Universidad de Málaga que, hasta la fecha, ha realizado la aproximación más completa a la retórica del fecundo escritor madrileño.
El personaje de Octavio Saldaña de la novela de Juan Manuel de Prada "Mirlo blanco, cisne negro" está inspirado en parte en Francisco Umbral.
Entre sus influencias destacan Edmondo De Amicis, Alphonse Daudet, Blasco Ibáñez, Lord Byron, Valle-Inclán, Miguel Delibes, Camilo José Cela o Baudelaire.
(Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] )
Algunos poemas de Francisco Umbral:
De Crímenes y baladas (1981):
VOY A PONER PRIMERO...
Voy a poner primero, donde empieza este libro,
un cuchillo de tiempo que he visto en la cocina,
voy a poner delante, porque el lector lo use,
un bruñido abrecartas, pulcro de asesinatos.
Quiero abreviar las cosas o dar facilidades,
que las páginas negras, duras por todas partes,
pueda el lector abrirlas como matando un primo.
Voy a poner delante, donde este libro acaba,
un puñal que sujete su dispersión de puta:
crímenes y baladas, cosas que me pasaban
cuando el color del pene era de oro molido.
Hay que echar a puñados, como se coge fruta,
páginas y palabras en las manos de nadie.
Hay que ordenar la tinta como un mar que se peina,
y que el hilo del tiempo, de donde cuelga ropa,
ponga a secar la prosa, las bragas de una chica.
Luego el lector, despacio, con aterido acento,
dice en voz alta cosas, frases que le han quedado,
vive ya del veneno gris de los malos libros,
pero se ha acostumbrado, ha de seguir leyendo:
toma el puñal o copa, abrecartas o libro,
bebe por cualquier parte, huye declamatorio,
vuelve a la librería, recobra su dinero
y en un rapto que repta se suicida cantando.
Ya está todo cumplido, la muerte ordena el mundo,
mi libro iba por libre y hoy se viste de entierro:
hemos matado a un dulce y terco seminarista.
Antologías letales o dagas de cocina,
lentos alejandrinos, prosas como emboscadas,
trampas para muchachas, el corazón o el sexo.
Hay que reunir esfuerzos, libros, antologías,
y hacer con ello fuego, luces de fin de mes
a ver si alguien nos mira, si una preadolescente
comprende que su vulva, rosa de Alejandría,
es el lugar de un crimen, cópula o pie de imprenta.
EL ABANDONO AZUL DE LA COCINA
Tu cuerpo es un hermoso fragmento
de no sé qué grandeza rota.
El cesto de frutas de tu vida
se renueva por sí solo todos los días.
En tu boca destrozada habla la tristeza del martes
y en tus dedos minuciosos arden páginas de luz.
Le abultas al mundo como una planta excesiva
y dejas magnitudes de olor por donde nadie pasa.
Has oxidado el aire con tu cansancio,
has enterrado todos los clarinetes,
tienes senos destruidos como la antigüedad
y muslos de cosecha que le pesan al día.
Busco en tu alma un tabaco de infancia,
busco en tu sexo un mar desalentado,
y comprendo que los muertos, realquilando tu casa,
hacen un poco más alegre
el destrozo del amor y el abandono azul de la cocina.
CADÁVER DEL DOMINGO
Pega, muchacha, pega, con tu melena látigo,
azota la tristeza sobre mis atrios fríos,
despójame de historia, repite el vuelo lento
de tu melena negra, pájaro tan tupido,
que como un ala sola, muy cargada de sexo,
pasa sobre los cuerpos, cadáver de domingo.
Qué incendio entre vecinos, qué barrizales negros;
improvisamos noche sobre los extramuros
y sonaba tu cuerpo, ah los pechos cervales,
como el gemido rojo de los asesinatos.
Pega, muchacha extraña, cuerpo de otros países,
hiende mi vieja historia, hiere donde más duele,
y que la casa sola, habitaciones negras,
hunda en el suelo antiguo cimientos de hombre vivo.
Prendiste alegre fuego a los manojos negros
de la tristeza lenta de todos los domingos
y un sonido de copas se apagaba allá lejos
mientras el dulce crimen se consumaba solo.
Duele, muchacha, duele, pega inmisericorde,
azota hasta la muerte con tu blancor helado,
batalla con tu cuerpo sobre las biografías
que yacen sin zapatos bajo tu voz de ave.
(Perdóname el amor, perdóname los besos,
pero recuerda el odio que nos hizo más bellos;
recuerda las ciudades que arden como incunables
en torno a nuestro lecho, en el que ya no estamos.)
Hiere, muchacha, hiere, cuerpo lejano y mío,
canta con sexo y noche, pega donde más duele:
destrózate despacio, con rito y jerarquía,
sobre los hombros duros de una ciudad sin nadie.
Cadáver del domingo, cuerpo que violentamos,
noche de los despojos hasta la madrugada,
el hilo de oro puro que se quebró despacio
y el ritual sacrílego de tus sabidurías.
Cómo has quemado el mundo, cómo has prendido fuego
a las palabras puras y sus inmediaciones,
cómo te has hecho boca, cómo te has hecho manos
para cobrar cabellos y pétalos y sangre,
hasta dejar en seco, tan alto combustible,
los venenosos pozos de mi autobiografía.
HERRAMIENTA DEL CIELO
Doblada por la mano suave del firmamento, la cabeza del hombre se piensa una rodilla, doblada por la ausencia rosa de compañía, la cabeza del hombre pesa como el silencio.
Herramienta del cielo, cuerpo de oro investido, el muchacho reposa entre las estaciones. Y hay unj ocre levísisimo, un oxidado acento que en su epidermis luce, lento como la tarde. Herramienta del cielo, lugar de los encuentros, en el cuerpo del hombre va espesando el esfuerzo. La mujer es ausencia, una armónica nada, la mujer es el aire, es lo que ha de venir, y en el pecho incompleto del muchacho que sueña se dibujan las tardes de la vida a dos voces. Nada como ese cuerpo, nada como esa nada, nada como el reposo tenso del presentido. Herramienta del cielo, la callada epidermis, dorada para nadie, llenando sola el mundo. Cobres, mitologías, pasan por otros aires.
La mujer es ausencia, un desvarío sueño, el dibujo que buscan acertar las auroras, lánguida autonomía que los ríos ensayan. La soledad del hombre, herramienta del cielo, se cincela a sí misma cálida y desde dentro. Un desnudo sin réplica, pátina ya sin dioses, pedestal de sí mismo, ligeramente pesa. Doblada por la mano suave del firmamento, la cabeza del hombre sueña lo venidero.
ATENIDOS
Atenidos a sí, los amantes meditan; atenidos a sí, los amantes ya callan. Callan de otro silencio que más alto sonaba: ahora están en lo hondo con su paz y su nada.
La muchacha sentada en sí misma y desnuda, la muchacha en los brazos que sujetan y abrasan. Atenidos al tiempo, descendidos al día, los amantes reposan y su dicha les mira. Atenidos al tiempo, descendidos al día, apeados, tan grises, de la mitología. Eran soles los sexos, eran sexo los cielos. Si la muerte es pregunta, es el sexo respuesta. Y ahora callan callados, en este otro silencio, los amantes dormidos, mutilados de sí.
Se han quedado en sí mismos, atenidos al número, son ya dos los amantes, dos figuras cansadas. Ya no el uno glorioso, abolida la cifra, ya no las multitudes clamantes del orgasmo. No son uno ni muchos, ya son dos los amantes. Sólo dos los amantes, qué contable la cifra. Ha pasado ese viento rojo de las respuestas. Sólo quedan preguntas, sólo quedan silencios. Sólo quedan dos cuerpos como bronces tatuados.
Atendidos a sí, los amantes se abrazan. Eslabones de tiempo les anudan al día. La ternura es un agua que restaña los crímenes.
UN MAR ASUSTA MENOS
SI APRENDEMOS SU NOMBRE
Y puede venir un golpe de soledad,
como salir de pronto a las traseras del mundo. Es
en un día oscuro, complicado,
dificultosamente cotidiano,
que, al fin, resulta llevar dentro de sí otro día más claro,
más ligero.
En cierto minuto se produce el rompimiento,
el soltar amarras,
cortar cables,
el levar anclas una libertad, una facilidad.
Y ya estoy solo.
(Tan indiferente que parezco alegre.)
Nadie podrá nunca acompañarme por los ecos últimos de mi soledad.
La soledad,
como las movedizas ciudades de la costa,
tiene sus muelles por donde acercarse al mar, y un largo vacío como escamas.
Se ven paisajes, mundos, desde la soledad;
pero duele no saber de dónde son, cómo se llaman.
(Un mar asusta menos si aprendemos su nombre.)
La soledad me acerca un catalejo, me alarga la mirada,
es como una videncia ya angustiosa, perpetua,
que me hace presentes
los bosques y las tardes donde nunca estaré,
el dolor de no estar en aquel campo atardecido donde sé que alguien deja que le crezca la sombra,
donde alguien va a morir por un momento cuando más bella era su larga sombra en tierra.
El dolor de saber dónde no estamos.
Será un mundo inhabitado
por donde pasan barcos camino de algún mar.
Sé que al anochecer muere un velero cada día,
una ilusión marina que echa a volar en mí
como la gaviota de cada crepúsculo.
Pero soy tierra adentro, algún día lo sabré,
y voy de plaza en plaza hasta donde mi soledad haya de prolongarse.
En soledad sé cosas, sé más cosas; la soledad me da
conocimiento,
pero me quita vida,
espumas,
mundo.
Hasta que me sorprendo con sólo una moneda o un metal o una rueda,
cualquier sencillo objeto invariable y opaco,
repetido en mis manos, pesándome en los dedos, empañado de tacto.
Le vengo dando vueltas desde mi soledad
y me es ya extraño como algo recogido en otra estrella.
De una ciudad sin parentescos, desabrigado y lento, estremecido, voy regresando a todo.
Aún traigo en la cabeza los astros que he mirado.
Pero se va invadiendo de mundo nuestro mundo.
Qué lentamente —y un calor despierta— se me puebla la vida,
se me habita una vaga humanidad,
.......................................les vuelve la mirada a las distancias.
Cuándo he dejado de estar solo.
Aún traigo en la cabeza los astros que he mirado.
MI HIJO EN EL MERCADO...
Mi hijo en el mercado, entre el fragor de la fruta, quemado por todas las hogueras de lo fresco,iluminado por todos los olores del campo. La fruta -ay- le contagia por un momento su salud, y el niño ríe, mira, toca, corre, sintiendo y sin saber un mundo natural, el bosque poblado en que se encuentra, esa consecuencia de bosque que es un cesto de fruta, una frutería. Mi hijo en el mercado, entre el crimen matinal de las carnes, el naufragio azteca de los pescados y, sobre todo, entre los fuegos quietos de la fruta, que le abrasa de verdes, de rojos, de malvas, de amarillos. Él, fruta que habla, calabaza que vive, está ahora entre los dos fuegos, entre los mil fuegos fríos de la fruta, y grita, chilla, ríe, vive, lleno de pronto de parientes naturales, primo de los melocotones, hermano de los tomates, con momentos de hortaliza y momentos de exquisita fruta tropical. Es como si le hubiéramos traído de visita a una casa de mucha familia, a un hogar con muchos niños. Como cuando se reencuentra con la hueste ruidosa de los primos. Qué fragor de colores en el mercado de fruta. El niño corre entre las frutas, entre los niños, entre los primos, entre los albaricoques.
AHORA TENGO AL NIÑO ENTRE LOS NIÑOS ENFERMOS...
Ahora tengo al niño entre los niños enfermos, en el pabellón de las sombras por donde un pequeño saltamontes humano, niño roto e inquieto, o una niña destrozada por un automóvil, con su sueño de manzana pisada, bullen y mueren. Tengo al hijo pendiente de esa salud que gotea, de esa gota de suero, de luz, de vida. En torno de su silencio, el dolor del pueblo, madres jóvenes y oscuras como entes calcinados, hombres como pájaros hambrientos, de graznido triste, el fondo del mundo, el hondón de la existencia, la verdad pueril y desoladora de la vida.
Niños que sufren, niños que mueren, madres con los ojos pardos como lobas del pueblo, algo que gotea vida o muerte. Y nada más. Zumba el dolor en patios interiores, pasan mujeres con palanganas en la mano, orinan los niños su tristeza y huele el mundo a herida infectada. He ido, con el hijo en los brazos, llevados de la velocidad, hasta estrellarnos contra el fondo del silencio. Era como la visualización de nuestro destino. Ahora lo tengo aquí, enfermo siempre, mirando por la muerte, y su gloria es el dolor de otros niños, el débil varillaje humano pinchando las esquinas de un lienzo pobre.
La mano pura que sabe crear colores de la nada, el loto infantil y breve que pinta el día con luces nuevas, cae ahora herido, con una aguja en su vena más fina, en una inmensa clínica de hierro donde los platos humeantes de muerte van solos, en multitud, por ascensores lentos, y la sangre que ya no es de nadie, anónima y sagrada, sueña formas de serpiente debajo de las lágrimas crueles. Me quedan los colores que ha creado el niño, oros enigmáticos de un Universo que se ignora a sí mismo.
Y ENTRE TODO EL DESORDEN MIRO LAS FOTOS DEL HIJO..
Y entre todo el desorden miro las fotos del hijo, esa foto de una mañana en la sierra,el niño con un tazón en la mano, aquel desayuno, aquel día entre los días. Me mira por encima de la taza, por debajo del flequillo, con unos ojos grandes y lentos donde se cuaja la vida. El niño desnudo en veranos blancos, con espuma en el alma, estrellado contra los vidrios de la felicidad. El niño serio, quieto, en una gran foto, desvalido y grave, o esa otra imagen suya, en la terraza, a contraluz, con la risa adivinada, un tenedor en la mano, algo que le brilla, el apretado resumen de vida y gozo que es, que era todo él. Momentos del niño, instantes de su vida, ráfagas de hijo, fotos con animales, los grandes picos, las pesadas pezuñas, los hocicos amigos, el niño en el lodo gozoso de la vida, el niño disfrazado de otra cosa, colores y luces, una cabeza muy tierna, quizás un año de vida, cierta majestad que a veces tienen los niños a esa edad, el niño triste, el niño alegre. Entre todas las risas infantiles, la suya tiene para mí un doble fondo de tristeza, un quiebro de debilidad, algo que me la hace estremecedora y querida. El niño serio, en algunas fotos, de qué fondo le viene esa seriedad a un niño, la cabeza erguida, los ojos mortecinos, una energía incipiente en sus mejillas banales. El hijo en una ventana, con luz de mañana o de tarde, instantáneas de una vida erizada de instantes.
TU MUERTE, HIJO...
Tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.
AYER, HIJO, YA SABES...
Ayer, hijo, ya sabes, era el día de nuestro encuentro, y en la puerta del cementerio compré unos claveles blancos que me olieron a ti,al fondo blanco y húmedo de la vida, bajo el calor envilecido de la tarde madrileña.
Allí estuve, allí estuvimos, hijo, charlando de ti, contigo, llorando, mirándote en las fotos, dejando que nos mirases, dejándome yo ver de ti, hijo, como sé que me ves y miras desde tu nada que en mí vive y habita como un todo. Coloqué los claveles a tu altura, hijo, estirándome en un esfuerzo que ya me es conocido, repetido y entrañable, como el último y eterno gesto que hacia ti hago, como la definitiva gimnasia paternal a que me obligas. Se paró el tiempo, hijo, perdió el viento sus relojes, había más sombra en la sombra y más luz en la luz, y estuve sentado en el suelo, durante una hora que ha sido la más pura, neta y limpia de mi vida, existiendo contigo.
El fuego, hijo, el fuego, cómo amo el fuego en que pude rescatarte, al fin, de la muerte que te deshacía. Como amo el fuego, con gratitud mortal, porque en él se purificó para siempre tu pureza, ese fuego ensañado en ti, que habría sido intolerable sobre tu vida, pero que fue piadoso sobre tu muerte, incineración del oro en el oro, dejándome la escoria sagrada que amo desesperadamente, y no la carroña que tú nunca habrías podido ser.
En el fuego te salvamos, hijo, al fin y al cabo, para no dar a la tierra sórdida y devorante la ternura de tu luz, sino al mediodía del fuego la luz de tu muerte. Cómplice veloz, camarada siniestro y eficaz, ladrón que te robó a la tierra, gracias al fuego te salvamos en la pureza de los elementos, te esquivamos la transubstanciación indeseable y lóbrega de los gusanos. Cómo hemos conversado, hijo, perdidos del cementerio en el cementerio, tú y yo, poniendo en voz alta nuestra murmurada conversación de todos los días y todas las noches. Yéndome ya, hijo, bebí un agua gorda y cálida, estival, un agua de muertos en un grifo entre tumbas, y otra vez tuve el sabor a ti, como el olor a ti entre los claveles, porque estás (nada de panteísmo aquí, lector intruso) en todo lo blanco, en todo lo fluyente, en todo lo fragante en que no estás. Me fui, hijo, quiero que lo sepas, lleno de ti, y un clavel blanco y pequeño,como uno de tus puños, se ha venido a mi cuarto, cerca de mi cama, en la pared. Cómo lo llena todo desde la muerte. Cómo puedes, perdido para siempre, salvar un clavel o cualquier cosa que se te acerque.
Hoy domingo, hijo, en la mañana poblada, me quedo lejos de la gente, lejos de los cuerpos, lejos de los vivos, y hago un alto en mi trabajo estúpido, odio a la humanidad entera y prolongo con lágrimas que son soledad, con soledad que es llanto, esa hora entera, de cinco a seis, que estuvimos en el cementerio, a la sombra leve y fija de ti, tan dulcemente.
SÓLO HE VIVIDO...
Sólo he vivido cinco años de mi vida. Los cinco años que vivió mi hijo. Antes y después, todo ha sido caos y crueldad.
CALLE DE TANTOS ASTROS...
Calle de tantos astros, rinconada del tiempo, la dimensión del mundo me la daba un vencejo. Oro de las mañanas empobreciendo el cielo, soles de cada tarde en un ladrillo eterno. De los paises del alba venían los buhoneros y en sus pregones altos flotaba un hombre muerto. Calle de tanta noche, mitología del miedo, madres de los difuntos en las tapias de enero. Sonaban las iglesias enormes de silencio y pasaba la yegua inmensa de los tiempos. El hombre más remoto era sólo un lechero y el Dios de los espacios era sólo mi abuelo.
LOS CIPRESES
Los cipreses, los altos y jóvenes cipreses de la puerta de casa, nada funerarios, que llevaban diez años ahí, mirándonos cada vez desde más arriba, se han venido abajo. Bueno, se han venido abajo unos cuantos, con la nevada, como derrotados por un ejército de ángeles espartanos, por una legión de vírgenes violentas. Estaban plantados en falso, supongo, como casi todo árbol urbano, tenían ya más cielo que raíz, más estrellas en la imaginación que tierra en el suelo, y la nevada de anoche —no sé si la primera del año o la última del anterior— los ha derribado con la callada violencia de lo blanco. También lo blanco es una violencia y ahora sé que en la nieve viven asesinos gélidos y en la blancura conspiran concejales sangrientos.
Con esos cipreses que no mirábamos, el cielo iba teniendo algo de huerto. Había sobre nuestras cabezas un huerto que todos quisiéramos tener bajo nuestros pies, y sólo ahora que los cipreses están tendidos de través en el pequeño jardín, como mástiles con las banderolas ensangrentadas, como banderas de una revolución derrotada anoche, como hombres, ahora nos miramos unos a otros, en el silencio, y nos preguntamos por el huerto que teníamos y nunca hemos disfrutado.
Estos cipreses se hundían en el cielo, pero no crecían hacia abajo en la tierra, como Gustavo Adolfo Bécquer o cualquier otro romántico, y ahora les ha barrido el viento de las antologías y la nieve de olvido literario. Lo que pasa es que los cipreses han dejado un vacío en el cielo, un patio azul donde no vive nadie, un hueco por el que pasan volando cadáveres de otro barrio y nubes en forma de tractor, que es la forma más frecuente que suelen adoptar las nubes.
LETICIA Y LA HORTENSIA
Un día decidí robar una hortensia para Leticia/Lutecia, que tenía toda clase de plantas en su gran copa de cristal. Para ello me infiltré muy de mañana en una gran floristería que era como una selva bien educada, y allí entré en conversación con el florista, un hombre joven, con algo clerical y masturbatorio, limpiamente precalvo, un hombre de ojos vegetales, rostro muy lavado y voz fría y cálida, que es justamente la voz con que hay que hablar a las plantas para que crezcan, repten, engorden y enverdezcan.
En torno de nosotros, mientras hablábamos de la prímula homosexual y la hierbaluisa, las plantas de la tienda crecían y se reproducían con un desafío puramente botánico, con una desvergüenza meramente marceña, y todo el fondo verde de la tienda, con los escaparates, las trastiendas y los espejos, era una fornicación movible y variable de las plantas con las plantas, de lo verde con lo verde, un apogeo de falos violetas y corolas amarillas que dejaban caer entre la tierra y las raíces gruesos goterones de luz y actualidad.
Por algún sitio cruzaban peces y yo tenía a mi hombre mareado a fuerza de mezclarle catálogos, confundirle láminas y cambiarle de sitio los tiestos. Había ido desplazando hacia la puerta un tiesto con hermosas hortensias blancas, que el florista me había explicado virarían hacia el azul en cuanto les diese el sol. La obscenidad vegetal se iba haciendo más espesa a medida que avanzaba la mañana, y llegó a nublar el cielo con su pululación, transportándonos a una tarde mediocre, pero intensamente perfumada por regueros de agua y flores artificiales.
EL MONO Y EL LORO
Algunas noches voy a cenar a los grandes palacios de Madrid, y del fondo confuso de las genealogías, de la perspectiva fría de las grandes escalinatas, se destaca hacia mí, caminando como fuera del tiempo, la figura femenina, usada y de oro, ese resultado de voz y siglos que los escudos arrojan, y los cuadros y la Historia.
Algunas noches voy a cenar a los grandes palacios de Madrid y el silencio piafa en los caballos de Tiziano, y el frío es un arpa inmensa que musicaliza las estancias, y del techo descienden batallas y constelaciones, mientras Picasso y Corot, sentados en un rincón, hablan de sus cosas. La gran mesa oblonga es el lado sólido y ondulante adonde nos asomamos, del que emergen los menús como flores del agua, y hay jóvenes rígidos, con un heráldico dolor de cabeza, y efebos con cuello de cisne, muy vestidos para la cena, que dudamos si serán el discóbolo desnudo, de jade y olvido, que acabamos de ver en el rellano de la escalera.
Hay asimismo puntiagudas mujeres que fuman en boquilla de estaño los tabacos más caros del mundo, y de algún lugar llega, envileciendo el rumor elegante de la cena, la reyerta de un mono con un loro, en los trasfondos del palacio, allí donde las mujeres de Rubens ya no abrevan y los héroes de Goya no alcanzan con la red de su sangre.
Arden chimeneas simétricas en la nieve sepulcral de la casa, y en cada chimenea veo un criado, enroscado como un leño, feliz y desgraciado entre las llamas, pero cuando me acerco para darle a probar un poco de agua, es ya sólo el torso negro de un árbol que se entrega al fuego como la negra Duval se entregaba al poeta.
BAUDELAIRE EN LA CAFETERÍA
El poeta, o sea Baudelaire, ya lo he anotado alguna vez, me visita de vez en cuando, o se hace el encontradizo, y el último día ha sido en un café encristalado, en una heladería que es como un poliedro de luz tallado en la materia del día.
Baudelaire, esta vez, viene aún con menos pelo que de costumbre (ya en la foto clásica se le ve que va mal lo del pelo), con la barba de tres noches (de noche es cuando crece la barba), con unas gafas que nunca hubieran imaginado en él sus biógrafos y que le agrandan los ojos como a un médico.
Baudelaire viene de suéter sucio, verde, y por debajo le asoma la tira de una camisa deportiva, también verde, y trae un diente de menos y fuma un tabaco de limosna y bebe algo dulce, alcohólico, anisado y atardecido.
Baudelaire trae las uñas sucias, como siempre, y se limpia la palma de las manos en las rodillas del pantalón de pana y me cuenta que ha estado en la Academia Española, visitando a los académicos, por si le pueden dar algo, hacer algo. Me parece que sigue con su manía de ser académico, aquí, en Francia o en Gabón.
—Cocteau decía que el académico es un señor que al morir se convierte en sillón —le comento.
Pone cara de que le amargase el dulce del anisado:
—Sí, pero Cocteau acabó en la Academia, y yo morí sin entrar en ella. Cocteau era un Baudelaire de gran hotel.
Los poetas siempre están hablando mal unos de otros. Baudelaire me cuenta una larga historia de hipotecas, letras bancarias, descuentos, intereses y demoras, a través de la cual veo avanzar, como una mano tendida y amenazadora, con algo empuñado, no sé si un cuchillo o una escudilla, la petición de dinero, la limosna vergonzante, el limosneo de los poetas, eso que antes se llamaba el sablazo.
RODOLFO WALSH
Rodolfo, novelista, dramaturgo, compadre,
ensayista, Rodolfo, periodista, guerrero,
naciste allá en Río Negro y el río se ha puesto rojo
desde que tu honda sangre corre fluvial, mortuoria.
El año veintisiete, cuando España era un verso,
tú naciste a la lengua y la demografía,
y treinta años más tarde, «Operación masacre»,
contra Aramburu y Valle, te llamabas Rodolfo.
Di quién mató a Rosendo, Rodolfo, periodista:
ay Rosendo García, metalúrgico trágico,
ay el sindicalismo vestido de heliotropo.
Periodistas del pueblo, populares y duros,
una escuela en el aula varonil de tu pecho,
la amistad con Urondo, muerto como urogallo.
Pero tu hija Victoria, pero tu hija Victoria,
cómo la fallecieron, milites de lo negro,
pero tu hija Victoria, la revolucionaria,
pero tu hija Victoria, montonera, tan muerta.
Veinticinco de marzo, año setenta y siete,
el desaparecido entre la hora y el número,
y los tanques de plomo, como sapos y estruendo,
cañonazos de piedra contra el festón doméstico,
casa de San Vicente, minuciosa de ausencias,
la pedrada de fuego contra el leve visillo.
Pero hay gente, Rodolfo, argentinos de pausa,
exiliados, amigos y revolucionarios,
que con barro de España, dulce tipografía,
te recaudan en libro, te troquelan en tiempo,
para que el galernazo ancho de la esperanza
o el amor de Río Negro, como un agua natal,
te recorra las sienes, te refresque la muerte,
y pronuncie tu nombre puro la libertad.
HOY QUE LA LLUVIA ME ABRE...
Hoy que la lluvia me abre lúgubre sus salones, cuando el silencio sube negro hasta las palabras, hoy que la muerte toma forma casi apacible, quiero evocar con humo, como se le habla al fuego, esa voz tan dolida, esos perennes ojos. Hoy que la tarde tiene color autobiográfico, me pregunto despacio, como piensa un espejo, por el enigma simple, sólo mirada y sueño, de una mujer tendida, leve entre enormidades. Por qué su cuerpo tenue, pregunta de agua clara, por qué la interrogante desnuda de su vida: mujer, cisne de sangre, caballo desvelado; mujer, reloj caliente, vivido calendario. Por qué el secreto claro, ópalo que nos mira.
Hoy a las 15:03 por Pedro Casas Serra
» CÉSAR VALLEJO (1892-1938) ROSA ARELLANO
Hoy a las 15:03 por cecilia gargantini
» Clara Janés (1940-
Hoy a las 14:54 por Pedro Casas Serra
» María Victoria Reyzábal (1944-
Hoy a las 14:44 por Pedro Casas Serra
» Pureza Canelo (1946-
Hoy a las 14:39 por Pedro Casas Serra
» Rosa Díaz (1946-
Hoy a las 14:35 por Pedro Casas Serra
» 2021-08-17 a 2021-11-24 APOCALIPSIS, 21: 8: EL GENERAL MORAGUES
Hoy a las 14:31 por cecilia gargantini
» Noni Benegas (1947-
Hoy a las 14:11 por Pedro Casas Serra
» CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Hoy a las 09:47 por Maria Lua
» CECILIA MEIRELES ( POETA BRASILEÑA)
Hoy a las 09:41 por Maria Lua