JOSÉ LUIS HIDALGO
LOS MUERTOS
APÉNDICE
7. LOS MUERTOS
Hoy vengo a hablarte, mar, como a mí mismo.
Como me hablo cuando estoy a solas,
cuando, alejado de los tristes días
que nos contemplan desde el ojo humano,
acerco el ascua tenebrosa y sola
al principio del ser, a las raíces
donde alborea, matinal y oscura,
la caricia primera de la tierra.
A hablarte vengo, mar, como a mí mismo,
en esta noche mineral y lúcida,
mientras la luna, desde arriba, arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso.
Desde hace siglos, sin cesar, palpitas
tu blando corazón contra las rocas,
que, ante tu orilla, para siempre oyéndote,
se bañan mansamente o se derrumban,
fingiendo limos, donde sólo existen
aristas de ira para tus entrañas.
Hoy vengo a hablarte, porque tú conmigo
naciste y sin cesar crecimos,
cuando en la rosa del albor primero,
con vesperal y fabuloso ojo,
detrás de los helechos acechaba
el paso de los corzos, y la sangre,
empapando la tierra, me llamaba
hacia los bosques, como el fuego ardiente
de una lejana y cegadora estrella.
En esta noche en que mi historia acaba,
en que los siglos sordamente suenan
bajo las plantas donde crecen árboles
y las palomas y las flores vuelan
junto a la hermosa garra de las águilas ...
A ti acudo, mar, en esta hora,
porque el destierro de tu voz me llama,
y en el hondón de mis entrañas siento
removerse otra agua clamorosa.
Tú solo, mar y mar, gimiendo
la soledad tremenda del que nadie
puede decir su soledad. El mundo,
las lejanas estrellas que podían
escuchar tu dolor o presentirlo,
estaban lejos, porque Dios quería
tu sola soledad, tu dolor solo,
como un terrible cántico a su gloria.
Quieta y muda, la tierra, duramente,
diques ponía a tu invasora forma,
que imitaba la vida de los pétalos
o la erizada furia de la selva.
-Nunca nos conocimos. No sabíamos.
Distintas nuestras sangres, se ignoraban:
la tuya, verde, transparente y única;
la mía, roja, sordamente múltiple.. .-
En esta noche, mar, en esta noche,
cuando la luna, desde arriba, arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso,
yo te pregunto lo que están buscando
ese fragor dulcísimo de manos,
esas inmensas lágrimas que chocan,
el eco interminable de las aguas,
que, como cuerpos, sobre ti se aman.
Dime qué buscas, mar, qué es lo que busco,
cuando, temblando, de la orilla huyes,
cuando, temblando, del amor me alzo,
cuando la mano en mis entrañas hundo
y golpeo sobre ellas, como un látigo,
cuando, royendo la caverna oscura,
te rompes, con horror, contra un peñasco,
o, ya en la calma de una tarde triste,
acaricias, soñando, antiguas playas ...
En esta noche, mar, en esta noche
en que mi sino solitario tiende
su milenario cuerpo por tus costas,
mientras los viejos musgos y los líquenes
prenden grises hogueras a tu orilla,
donde queman su óxido de sombra
las invisibles razas invernales,
que algún día se fueron de la tierra,
yo pregunto el destino de los muertos
que antes que yo nacieron y gimieron,
para darme a la luz; de los que, en siglos
y siglos, se tendieron, como gérmenes,
para que el fuego vivo de mi cuerpo
alma les diera, cuando los recuerde.
Yo pregunto el destino de su sangre,
corriendo, como un río sin orillas,
al inquietante reino donde todo
-la carne con la carne, el cuerpo húmedo,
la tierra, junto al tacto, deshaciéndose forman
breves coronas desoladas,
transparentes cenizas que se hunden.
Busco en la sombra. Allá, por los confines
de la mano que elevo, como un pájaro,
más alta que mi frente. Aquí termina
todo entero mi ser, la carne acaba
y comienza la estela de los astros,
la clamorosa luz de las estrellas.
Aquí comienza el mar. Yo soy el único
junto al que habita solo, desde siempre,
la eternidad errante de la tierra.
Aquí comienza el mar, aquí termino.
Sólo después que yo mi voz humana,
un recuerdo sereno en el vacío.
-Por debajo de mí los enterrados
como fríos veleros, navegando
por otro mar sombrío, el de la muerte,
donde un viento, que es tierra, los empuja
hasta el confín ardiente de mi vida-.
Dios no pregunta, porque Dios se basta.
La tierra calla, porque nada espera.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro.
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