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En Barcelona, papá adoptó la distracción los sábados por la tarde de concurrir a la terraza del café Zurich, en la Plaza de Cataluña, acompañado de algunos amigos de Alcampell y de sus hijos varones, a los cuales nos servía dicho lugar para dar cita a nuestros amigos. Huelga decir que cuantos llegaban se convertían en invitados de papá. Cada sábado nos turnábamos los hijos para que uno de ellos le acompañase al cine; los demás se iban con sus amigos. El local predilecto de papá era el cine París, en la avenida Puerta del Angel. No bien entrábamos en la sala, a los pocos minutos papá quedaba sumido en el más profundo de los sueño. En cuanto acababa la sesión y se encendían las luces papá se despabilaba, y entonces el hijo que se hallaba de imaginaria no tenía más remedio que volver a asistir al pase de toda la película.
Bien valía la pena tan mísero sacrificio, en compensación a lo mucho que hizo papá por todos nosotros al dotarnos con estudios suficientes para poder desenvolvernos en la vida. A los cuatro hijos facilitó la estancia en colegios de pago, en calidad de internos.
Bien valía la pena tan mísero sacrificio, en compensación a lo mucho que hizo papá por todos nosotros al dotarnos con estudios suficientes para poder desenvolvernos en la vida. A los cuatro hijos facilitó la estancia en colegios de pago, en calidad de internos.
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Nuestra madre, Florentina Torres Fumás, nació en Albelda en un caluroso veintinueve de julio de 1888, en el seno de una familia acomodada, conocida en el pueblo por Casa “El Bep” (Bep, en lengua vernácula albeldense quiere decir José). Fue hija del matrimonio, en segundas nupcias, de José Torres Buira con Joaquina Fumás Casas o ‘Cases’, pues de las dos formas figura escrito en documentos de la época.
Se cuenta que en su edad escolar nuestra madre fue muy aplicada, gozando de gran predisposición para las labores manuales, afición que le duró hasta su muerte, dotando a familiares y amigos con infinidad de regalos fruto de su laborioso quehacer, consistente en bordados, puntillas, colchas y cuanto fuera producto del arte de manejar el ganchillo entrelazando el hilo en filigranas y adornos con verdadera pericia y soltura. Fueron seis hermanos; del primer matrimonio de su padre: José y Angela, y por parte de su madre tuvo tres hermanos más : Joaquín, Vicente y Manuela, siendo ella la penúltima de los hijos nacidos.
El día nueve de septiembre de mil novecientos cinco nuestros padres contrajeron matrimonio en la villa de Albelda. Él contaba veintitrés años, siete meses y tres días de edad. Ella, diecisiete años, un mes y diez días. He oído contar que en aquella época existía el obligado ‘compromiso matrimonial’ entre ambas familias sobre los bienes que cada cónyuge aportaba a la boda, compromiso que tuvo lugar en pleno campo, en un lugar equidistante entre los pueblos de Albelda y Alcampell por el camino que los une pasando por la ermita de San Sebastián del primero de dichos pueblos.
La edad de mi madre al casarse es lo suficientemente elocuente para reconocer que se trataba de una niña inexperta en cuestiones de amor y mucho más en las de conducir y formar una familia. No obstante, nos consta que nuestros padres se casaron plenamente ilusionados y que rápidamente ella supo superar su inexperiencia, adquiriendo con voluntad y tesón los conocimientos precisos para llevar a buen fin el cuidado, la educación y catequesis de sus cuatro hijos.
A los diez meses de matrimonio, el 1 de junio de 1906, nació en Albelda el primer hijo, al que le pusieron el nombre de Ramón, pero no llegó a cumplir los cinco meses, falleciendo el 25 de octubre de dicho año. Al siguiente año 1907, el 25 de agosto y también en Albelda, llegó al mundo María, colmando a los papás de inmensa satisfacción, al punto de calmar en parte el dolor por la pérdida del primogénito. Poco antes de abandonar el pueblo de Albelda para trasladarse a las obras del Pantano de la Peña, nació en esta villa el 3 de marzo de 1909 el tercero de los hijos, al que lo mismo que al primero fallecido y para perpetuar el patronímico que desde generaciones se imponía al primer varón en la saga de los Félix, se le puso el nombre de Ramón. Aposentada la familia en el pueblo de Trieste, nació el día 11 de noviembre de 1911 José Jacinto. Y por último, actuando mi padre de Encargado de Obras de Catalana de Gas y Electricidad, en la construcción de las centrales de Seira, Campo y Argoné, nací yo el día uno de marzo del año 1914, en la colonia de empleados que a tal fin se construyó en el término municipal de Avi, y que recibió el nombre de Seira el Nuevo, para diferenciarlo del pueblo de Seira el Viejo que se elevaba y continúa existiendo al otro lado del río Esera. Posteriormente a mi nacimiento parece ser que hubo otra hermana que murió al nacer, y que en la nebulosa del recuerdo la doy como enterrada en el cementerio de Avi.
Justo es reconocer que desde que se casó, el trabajo material nunca agobió a mamá, pues la situación económica del matrimonio le permitió en todo momento estar asistida por criadas y ´didas’, nombre este último con el que eran conocidas las mujeres que prestaban sus pechos para amamantar a los lactantes. Nuestro hermano José tuvo mala pata con la ‘dida’ que le tocó en suerte, pues ésta tenía el hábito de emborracharse, y al transmitirle los humores alcohólicos con la leche nutricia, generó en él una niñez propensa a toda clase de enfermedades infantiles que mermó su desarrollo físico y mental, hasta que alcanzó la pubertad en la que, gracias a Dios, alcanzó un estado normal en su desarrollo mental, llegando en lo físico a ser un ser ‘alto y delgado como palo de judiera’, según enfáticamente escribió en la redacción autodescriptiva que nos exigió como deber la maestra nacional de Seira, doña Prima Gómez, cuando antes de cumplir los diez años de edad asistíamos a su escuela.
Aunque con cuatro hijos, por la indicada razón de gozar de asistencias en las faenas domésticas como en el cuidado de los animales, principalmente gallinas, conejos y palomos, de los que se hacía cargo el tartanero de mi padre, señor Pepe, mi madre disfrutaba de tiempo suficiente para dedicarse a la lectura, a la que era sumamente aficionada, especialmente novelas románticas que le hacían soñar en un idílico mundo, o bien de aquellos monumentales seriales llenos de penas y tragedias que llenaban sus ojos de sentidas lágrimas: Juana la Obrera, Los hijos de nadie, La Hija del Molinero era títulos suficientemente expresivos para adivinar su contenido y las que por entregas publicaba La Vanguardia y La Voz de Aragón, con títulos tan sugestivos como el de Amarguras de la Vida, Una Hija del pueblo, La Herencia Maldita, El Cura de Aldea ; las novelas de Mary Mayran, de M. Delly, de Alicia Pujo, de Jane Austen, de Mary Floran, de Opheneimer, de Pierre Alicette, etc. ; las narraciones de las revistas : La Familia (en la que, por cierto, en el número correspondiente a Enero de 1934 salió publicado mi primer cuento : ‘El milagro de la Virgen de la Alegría’, ilustrado por Lorenzo Brunet) , El Hogar y la Moda, y Blanco y Negro, a las que estaba suscrita, llenaban gran parte de su tiempo, que armonizaba con las clásicas ‘visitas’, en que con periodicidad semanal se reunían en amigable tertulia las señoras más conspicuas del pueblo para tratar de sus ‘cosas’ y llenar un tiempo que de otra forma se hubiera convertido en insoportable por no existir otra clase de distracción.
Mientras, nosotros, con las chicas de nuestra edad que habían acudido con sus madres a la ‘visita’ éramos confinados en habitación aparte ‘para no molestar’, en la que se nos servía la merienda, que consistía en un pedazo de pan con una tableta de chocolate fabricado por ‘Juan Lacasa y Hermanos-Jaca’ que en casa se compraba por cajas grandes. A título anecdótico contaré, que mamá nos tasaba ese producto, pues era muy estricta en la administración doméstica, y como Seira en aquellos primeros años era bastante propenso a sufrir terremotos, pero de escasa intensidad y duración, en alguna ocasión se predecía que el final del mundo era inminente. Entonces yo voluntarioso exigía consumir todo el chocolate que se almacenaba en casa para no desperdiciarlo con el cataclismo. Huelga decir que mamá no me hacía ningún caso, y hasta en el recuerdo vislumbro algún cachete que me propinó para que cesara en mi machacona insistencia
.Se cuenta que en su edad escolar nuestra madre fue muy aplicada, gozando de gran predisposición para las labores manuales, afición que le duró hasta su muerte, dotando a familiares y amigos con infinidad de regalos fruto de su laborioso quehacer, consistente en bordados, puntillas, colchas y cuanto fuera producto del arte de manejar el ganchillo entrelazando el hilo en filigranas y adornos con verdadera pericia y soltura. Fueron seis hermanos; del primer matrimonio de su padre: José y Angela, y por parte de su madre tuvo tres hermanos más : Joaquín, Vicente y Manuela, siendo ella la penúltima de los hijos nacidos.
El día nueve de septiembre de mil novecientos cinco nuestros padres contrajeron matrimonio en la villa de Albelda. Él contaba veintitrés años, siete meses y tres días de edad. Ella, diecisiete años, un mes y diez días. He oído contar que en aquella época existía el obligado ‘compromiso matrimonial’ entre ambas familias sobre los bienes que cada cónyuge aportaba a la boda, compromiso que tuvo lugar en pleno campo, en un lugar equidistante entre los pueblos de Albelda y Alcampell por el camino que los une pasando por la ermita de San Sebastián del primero de dichos pueblos.
La edad de mi madre al casarse es lo suficientemente elocuente para reconocer que se trataba de una niña inexperta en cuestiones de amor y mucho más en las de conducir y formar una familia. No obstante, nos consta que nuestros padres se casaron plenamente ilusionados y que rápidamente ella supo superar su inexperiencia, adquiriendo con voluntad y tesón los conocimientos precisos para llevar a buen fin el cuidado, la educación y catequesis de sus cuatro hijos.
A los diez meses de matrimonio, el 1 de junio de 1906, nació en Albelda el primer hijo, al que le pusieron el nombre de Ramón, pero no llegó a cumplir los cinco meses, falleciendo el 25 de octubre de dicho año. Al siguiente año 1907, el 25 de agosto y también en Albelda, llegó al mundo María, colmando a los papás de inmensa satisfacción, al punto de calmar en parte el dolor por la pérdida del primogénito. Poco antes de abandonar el pueblo de Albelda para trasladarse a las obras del Pantano de la Peña, nació en esta villa el 3 de marzo de 1909 el tercero de los hijos, al que lo mismo que al primero fallecido y para perpetuar el patronímico que desde generaciones se imponía al primer varón en la saga de los Félix, se le puso el nombre de Ramón. Aposentada la familia en el pueblo de Trieste, nació el día 11 de noviembre de 1911 José Jacinto. Y por último, actuando mi padre de Encargado de Obras de Catalana de Gas y Electricidad, en la construcción de las centrales de Seira, Campo y Argoné, nací yo el día uno de marzo del año 1914, en la colonia de empleados que a tal fin se construyó en el término municipal de Avi, y que recibió el nombre de Seira el Nuevo, para diferenciarlo del pueblo de Seira el Viejo que se elevaba y continúa existiendo al otro lado del río Esera. Posteriormente a mi nacimiento parece ser que hubo otra hermana que murió al nacer, y que en la nebulosa del recuerdo la doy como enterrada en el cementerio de Avi.
Justo es reconocer que desde que se casó, el trabajo material nunca agobió a mamá, pues la situación económica del matrimonio le permitió en todo momento estar asistida por criadas y ´didas’, nombre este último con el que eran conocidas las mujeres que prestaban sus pechos para amamantar a los lactantes. Nuestro hermano José tuvo mala pata con la ‘dida’ que le tocó en suerte, pues ésta tenía el hábito de emborracharse, y al transmitirle los humores alcohólicos con la leche nutricia, generó en él una niñez propensa a toda clase de enfermedades infantiles que mermó su desarrollo físico y mental, hasta que alcanzó la pubertad en la que, gracias a Dios, alcanzó un estado normal en su desarrollo mental, llegando en lo físico a ser un ser ‘alto y delgado como palo de judiera’, según enfáticamente escribió en la redacción autodescriptiva que nos exigió como deber la maestra nacional de Seira, doña Prima Gómez, cuando antes de cumplir los diez años de edad asistíamos a su escuela.
Aunque con cuatro hijos, por la indicada razón de gozar de asistencias en las faenas domésticas como en el cuidado de los animales, principalmente gallinas, conejos y palomos, de los que se hacía cargo el tartanero de mi padre, señor Pepe, mi madre disfrutaba de tiempo suficiente para dedicarse a la lectura, a la que era sumamente aficionada, especialmente novelas románticas que le hacían soñar en un idílico mundo, o bien de aquellos monumentales seriales llenos de penas y tragedias que llenaban sus ojos de sentidas lágrimas: Juana la Obrera, Los hijos de nadie, La Hija del Molinero era títulos suficientemente expresivos para adivinar su contenido y las que por entregas publicaba La Vanguardia y La Voz de Aragón, con títulos tan sugestivos como el de Amarguras de la Vida, Una Hija del pueblo, La Herencia Maldita, El Cura de Aldea ; las novelas de Mary Mayran, de M. Delly, de Alicia Pujo, de Jane Austen, de Mary Floran, de Opheneimer, de Pierre Alicette, etc. ; las narraciones de las revistas : La Familia (en la que, por cierto, en el número correspondiente a Enero de 1934 salió publicado mi primer cuento : ‘El milagro de la Virgen de la Alegría’, ilustrado por Lorenzo Brunet) , El Hogar y la Moda, y Blanco y Negro, a las que estaba suscrita, llenaban gran parte de su tiempo, que armonizaba con las clásicas ‘visitas’, en que con periodicidad semanal se reunían en amigable tertulia las señoras más conspicuas del pueblo para tratar de sus ‘cosas’ y llenar un tiempo que de otra forma se hubiera convertido en insoportable por no existir otra clase de distracción.
Mientras, nosotros, con las chicas de nuestra edad que habían acudido con sus madres a la ‘visita’ éramos confinados en habitación aparte ‘para no molestar’, en la que se nos servía la merienda, que consistía en un pedazo de pan con una tableta de chocolate fabricado por ‘Juan Lacasa y Hermanos-Jaca’ que en casa se compraba por cajas grandes. A título anecdótico contaré, que mamá nos tasaba ese producto, pues era muy estricta en la administración doméstica, y como Seira en aquellos primeros años era bastante propenso a sufrir terremotos, pero de escasa intensidad y duración, en alguna ocasión se predecía que el final del mundo era inminente. Entonces yo voluntarioso exigía consumir todo el chocolate que se almacenaba en casa para no desperdiciarlo con el cataclismo. Huelga decir que mamá no me hacía ningún caso, y hasta en el recuerdo vislumbro algún cachete que me propinó para que cesara en mi machacona insistencia
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