***
EL REY ANACORETA
En una selva que se pierde en las montañas vivía un joven que en el
pasado fue monarca, dueño de un vasto reino extendido en Ibro Al
Bahrain. Dijéronme que este joven había abdicado voluntariamente
a su corona para sustituirla por el desierto y la soledad.
Dije entre mí: "Iré hasta aquel hombre e intentaré saber los secretos
de su corazón, porque aquel que abdica su corona por su propia
voluntad es más grande que el mismo trono."
Aquel día emprendí camino hacia la selva, donde vivía el rey
anacoreta.
Lo encontré sentado a la sombra de un álamo blanco, sosteniendo
en su mano una caña, igual que aquel cetro suyo de antaño. Lo
saludé como si saludara en él al mismo rey, y él me contestó el
salam dulcemente, como un pastor. Y después de mirarme fijamente
me interrogó con suavidad:
-¿Qué buscas en esta selva solitaria, amigo mío? ¿Habrás venido a
buscar, a esta hora, una esencia extraviada entre el ramaje
frondoso, o regresas a tu hogar al haber terminado tu labor?
-No vine a buscar -respondí- sino a ti; y sólo incitado por el deseo de
saber cuál era el motivo por el cual has cambiado tu reino por este
retiro miserable.
-Breve es mi historia -replicó-; reventaron súbitamente las burbujas
de mi vanidad, y he aquí mi historia: Hallábame un día sentado
frente a mi ventana, y vi que el visir se paseaba con un embajador
extranjero en el jardín. Cuando hubieron llegado hasta cerca de mi
ventana, oí al visir hablar así de sí mismo:
-Yo soy como el rey: escancio el vino añejo hasta la embriaguez;
amo toda clase de juego y me encolerizo como mi rey.
"Se perdieron visir y embajador entre la arboleda, no tardando en
volver a pasar por cerca de mi ventana.
Y he aquí lo que hablaba de mí el visir:
"-El rey es como yo. Tira bien al blanco, gusta de la música y como
yo se baña tres veces al día.
El rey anacoreta calló y luego prosiguió:
-Aquella noche abandoné mi palacio y salí sin más bagajes que mi
manto, porque no quise continuar siendo el rey de unos que se
atribuyen mis vicios y me confieren sus virtudes.
- ¡Qué curiosa es tu historia y qué extraño es tu caso, señor! -le dije.
-No, amigo mío -me replicó-; no es tal. Yo llamé a la puerta de mi
soledad pretendiendo de ella muy mucho y tan sólo muy poco he,
obtenido de ella. Dime, por Dios, ¿quién no cambiaría su reino por
una selva en la cual quepan todas las estaciones alegre y
eternamente inquietas? Muchos son los que abandonaron sus
tronos para sustituirlos por una vida sosegada y quieta; por una vida
solitaria y feliz.
¡Cuántas águilas hay a l1í que han bajado de su cielo para vivir con
los topos en sus cuevas silentes y, así, conocer mejor los secretos
de la tierra! ¡Y cuán numerosos son los que renuncian al reino de
sus sueños para no aparentar ante los demás que viven ellos
distantes de aquellos cuyas almas están vacías de sueños!
¡Cuán numerosos son aquellos que renuncian al reino de la
desnudez para cubrir la suya y para que así no se enrojezcan los
libres al contemplar la desnudez de la razón, de la verdad y de la
belleza!
"Pero es más digno de todos aquel que abdica el reino de la tristeza
para no vanagloriarse ante el mundo de sus aflic ciones.
Y se levantó, apoyándose sobre su caña, para continuar
diciéndome:
-Vuelve a la ciudad opulenta y detente en sus puertas y observa a
todos los que salen y entran en ella; y preocúpate de encontrar al
hombre que pretendió haber nacido rey y que está sin trono; y al
hombre que creyó señorear con su cuerpo y que sólo domina con su
espíritu, pero que él ignora esto, igual que sus vasallos; y al hombre
que se presenta públicamente como dueño y señor y que en
realidad no es más que un esclavo de sus esclavos.
Al terminar su perorata me miró y sobre sus labios asomó una
sonrisa; creí ver en ellas mil amaneceres.
Tomó su camino y desapareció en el corazón de la selva.
Yo volví a la ciudad opulenta y me detuve en sus puertas.
Observaba a los transeúntes que salían y entraban en ella. ¡Ay!
¡Cuán numerosos fueron los vasallos sobre los cuales pasó mi
sombra!
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