Yo podría tenerte con mi cuerpo y con mi alma. Esperaré aunque sea años a que tú también tengas cuerpo-alma para amar, mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada, hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes, hemos disfrazado con el pequeño miedo el gran miedo mayor y por eso nunca hablamos de lo que realmente importa, hemos sonreído en público de lo que no sonreiríamos cuando nos quedásemos solos. Nos hemos temido el uno al otro, por encima de todo, pero yo escapé de eso, Lori, escapé con la ferocidad con que se escapa de la peste, Lori, y esperaré hasta que tú estés más preparada.
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CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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- Mensaje n°841
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
(...)
Yo podría tenerte con mi cuerpo y con mi alma. Esperaré aunque sea años a que tú también tengas cuerpo-alma para amar, mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada, hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes, hemos disfrazado con el pequeño miedo el gran miedo mayor y por eso nunca hablamos de lo que realmente importa, hemos sonreído en público de lo que no sonreiríamos cuando nos quedásemos solos. Nos hemos temido el uno al otro, por encima de todo, pero yo escapé de eso, Lori, escapé con la ferocidad con que se escapa de la peste, Lori, y esperaré hasta que tú estés más preparada.
Yo podría tenerte con mi cuerpo y con mi alma. Esperaré aunque sea años a que tú también tengas cuerpo-alma para amar, mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada, hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes, hemos disfrazado con el pequeño miedo el gran miedo mayor y por eso nunca hablamos de lo que realmente importa, hemos sonreído en público de lo que no sonreiríamos cuando nos quedásemos solos. Nos hemos temido el uno al otro, por encima de todo, pero yo escapé de eso, Lori, escapé con la ferocidad con que se escapa de la peste, Lori, y esperaré hasta que tú estés más preparada.
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
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- Mensaje n°842
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Su juventud anterior le parecía tan extraña comouna enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad sevivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quientrabaja: con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar yaestaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada que muchas veces habíaconfundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, unavida de adulto. Así lo quiso ella y así lo había escogido.
Del cuento Amor.
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- Mensaje n°843
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Até que tudo se transformou em não. Tudo se transformou em não quando eles quiseram essa mesma alegria deles. Então a grande dança dos erros. O cerimonial das palavras desacertadas. Ele procurava e não via, ela não via que ele não vira, ela que, estava ali, no entanto. No entanto ele que estava ali. Tudo errou, e havia a grande poeira das ruas, e quanto mais erravam, mais com aspereza queriam, sem um sorriso. Tudo só porque tinham prestado atenção, só porque não estavam bastante distraídos. Só porque, de súbito exigentes e duros, quiseram ter o que já tinham. Tudo porque quiseram dar um nome; porque quiseram ser, eles que eram.
Hasta que todo se convirtió en un no. Todo se convirtió en no cuando querían esa misma alegría de ellos. Luego el gran baile de los errores. El ceremonial de las palabras fuera de lugar. Él miró y no vio, ella no vio que él no vio, ella que estaba allí, sin embargo. Sin embargo, era él quien estaba allí. Todo salía mal, y estaba el gran polvo de las calles, y cuanto más extrañaban, más ásperamente querían, sin una sonrisa. Todo solo porque habían estado prestando atención, solo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, querían tener lo que ya tenían. Todo porque quisieron ponerle un nombre; porque quisieron ser, ellos ya que eran.
Hasta que todo se convirtió en un no. Todo se convirtió en no cuando querían esa misma alegría de ellos. Luego el gran baile de los errores. El ceremonial de las palabras fuera de lugar. Él miró y no vio, ella no vio que él no vio, ella que estaba allí, sin embargo. Sin embargo, era él quien estaba allí. Todo salía mal, y estaba el gran polvo de las calles, y cuanto más extrañaban, más ásperamente querían, sin una sonrisa. Todo solo porque habían estado prestando atención, solo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, querían tener lo que ya tenían. Todo porque quisieron ponerle un nombre; porque quisieron ser, ellos ya que eran.
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- Mensaje n°844
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Esa misma noche había tartamudeado una oración para Dios y para sí misma: alivia mi alma, haz que sienta que Tu mano está unida a la mía, haz que sienta que la muerte no existe porque en verdad ya estamos en la eternidad, haz que sienta que amar es no morir, que la entrega de uno mismo no significa la muerte y sí la vida, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no Te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, haz que reciba el mundo sin miedo, pues para ese mundo incomprensible fuimos creados y nosotros mismos también incomprensibles, entonces es cuando hay una conexión entre ese misterio del mundo y el nuestro, pero esa conexión no está clara para nosotros mientras queramos entenderla, bendíceme para que viva con alegría el pan que como, el sueño que duermo, haz que tenga caridad y paciencia conmigo misma, amén.
Aprendizaje o el libro de los placeres
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- Mensaje n°845
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
¿Y qué era lo que hacía con la rosa? Eso hacía: ella era mía.
La llevé a mi casa, la coloqué en una copa de agua, donde quedó soberana, de pétalos gruesos y aterciopelados, con varios matices de rosa-té. En su centro el color se concentraba más y su corazón casi parecía bermejo.
Fue tan bueno.
Fue tan bueno que simplemente pasé a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo quebrando el tallo y huyendo con la rosa en mi mano. Siempre con el corazón batiendo y siempre con aquella gloria que nadie me sacaba.
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- Mensaje n°846
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El crimen del profesor de matemáticas
(“O crime do professor de matemática”)
Originalmente publicado, como ”O Crime”, en el suplemento Letras e Artes (25 de agosto de 1945);
Laços de família (1960)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El crimen del profesor de matemáticas
(“O crime do professor de matemática”)
Originalmente publicado, como ”O Crime”, en el suplemento Letras e Artes (25 de agosto de 1945);
Laços de família (1960)
Cuando el hombre alcanzó la colina más alta, las campanas tocaban en la ciudad, abajo. Apenas se veían los techos irregulares de las casas. Cerca de él estaba el único árbol de la llanura. El hombre estaba de pie con un costal pesado en la mano.
Miró hacia abajo con ojos miopes. Los católicos entraban lenta y delicadamente en la iglesia, y él trataba de escuchar las voces dispersas de los niños derramándose en la plaza. Pero a pesar de la limpidez de la mañana, los sonidos apenas si alcanzaban la llanura. También veía el río que de arriba parecía inmóvil, y pensó: es domingo. Vio a lo lejos la montaña más alta con las laderas secas. No hacía frío pero él se arregló la chaqueta abrigándose mejor. Por fin, puso el costal con cuidado en el suelo. Se quitó las gafas, sus ojos claros parpadearon, casi jóvenes, poco familiares. Se puso nuevamente las gafas, y se transformó en un señor de mediana edad y tomó de nuevo el costal: pesaba como si fuese de piedra, pensó. Forzó la vista para observar la corriente del río, inclinó la cabeza para oír algún ruido: el río estaba detenido y apenas el sonido más duro de una voz alcanzó un instante la altura: sí, él estaba bien solo. El aire fresco era inhóspito para él, que vivía en una ciudad más cálida. El único árbol de la llanura balanceaba sus ramas. Él lo miró. Ganaba tiempo. Hasta que le pareció que no había por qué esperar más.
Y, sin embargo, aguardaba. Por cierto que las gafas le molestaban, porque nuevamente se las quitó, respiró hondo y las guardó en el bolsillo.
Entonces abrió el costal y miró un poco. Después metió dentro una mano delgada y fue extrayendo un perro muerto. Todo él se concentraba solamente en la mano importante y mantenía los ojos profundamente cerrados mientras tironeaba. Cuando los abrió, el aire estaba todavía más claro y las campanas alegres tocaron nuevamente llamando a los fieles para el consuelo de la penitencia.
El perro desconocido estaba a la luz.
Entonces él se puso metódicamente a trabajar. Tomó al perro duro y negro, lo depositó en una bajada del terreno. Pero, como si ya hubiese hecho mucho, se puso las gafas sentándose al lado del perro y comenzó a observar el paisaje.
Vio con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la llanura desierta. Pero observó con precisión que estando sentado ya no veía la pequeña ciudad, allá abajo. Respiró de nuevo. Revolvió en el costal y sacó la pala. Y pensó en el lugar que escogería. Quizás debajo del árbol. Se sorprendió reflexionando que debajo del árbol enterraría a este perro. Pero si fuera el otro, el verdadero perro, en verdad no lo enterraría donde él mismo gustaría de ser enterrado si estuviera muerto: en el centro mismo de la llanura, donde los ojos vacíos encarasen al sol. Entonces, ya que el perro desconocido sustituiría al «otro», quiso que él, para mayor perfección del acto, recibiera precisamente lo que el otro recibiría. No había ninguna confusión en la cabeza del hombre. Él se entendía a sí mismo con frialdad, sin ningún hilo suelto.
Poco después, por exceso de escrúpulos, estaba demasiado ocupado en procurar determinar rigurosamente el centro de la llanura. No era fácil, porque el único árbol se levantaba en un lugar y, tendiéndose como falso centro, dividía simétricamente el llano. Frente a esa dificultad el hombre concedió: «No es necesario enterrarlo en el centro, yo también enterraría al otro, digamos, bien, donde yo estuviera en ese mismo instante parado». Porque se trataba de dar al acontecimiento la fatalidad del azar, la marca de un suceso exterior y evidente —en el mismo lugar plano de los niños en la plaza y de los católicos entrando en la iglesia—, se trataba de tornar el hecho lo más visible a la superficie del mundo debajo del cielo. Se trataba de exponerse y de exponer un hecho, y de no permitir la forma íntima e impune de un pensamiento.
A la idea de enterrar al perro donde él estuviera en ese momento de pie, el hombre retrocedió con una agilidad que su cuerpo pequeño y singularmente pesado no permitía. Porque le pareció que bajo los pies se había dibujado el esbozo de la tumba del perro.
Entonces él comenzó a cavar allí mismo con pala rítmica. A veces se interrumpía para quitarse y luego volver a ponerse las gafas. Sudaba penosamente. No cavó mucho más, no porque quisiera ahorrarse cansancio. No cavó mucho porque lúcidamente pensó: «Si fuese para el verdadero perro, yo cavaría poco, lo enterraría muy superficialmente». Él pensaba que si el perro quedaba cerca de la superficie de la tierra no perdería la sensibilidad.
Por fin abandonó la pala. Tomó con delicadeza al perro desconocido y lo puso en la tumba.
Qué cara extraña tenía el perro. Cuando por un choque descubriera al perro muerto en una esquina, la idea de enterrarlo había tornado su corazón tan pesado y sorprendido que ni siquiera había tenido ojos para ese hocico duro y de baba seca. Era un perro extraño y objetivo.
El perro era un poco más alto que el agujero cavado y después de cubierto con tierra sería sólo una excrecencia sensible del terreno. Era precisamente lo que él quería. Cubrió al perro con tierra y la aplanó con las manos, sintiendo con atención y placer su forma en las palmas, como si varias veces lo alisara. El perro ahora era apenas una apariencia del terreno.
Entonces el hombre se puso de pie, se sacudió la tierra de las manos, y no miró ni siquiera una vez más la tumba. Pensó con cierto gusto: «Creo que ya lo hice todo». Suspiró hondamente, y tuvo una sonrisa inocente de liberación. Sí, lo había hecho todo. Su crimen había sido castigado y él estaba libre.
Y ahora él podía pensar libremente en el verdadero perro. Entonces se puso a pensar inmediatamente en el verdadero perro, lo que había evitado hasta ahora. El verdadero perro que ahora mismo debería estar vagando perplejo por las calles de otro municipio, husmeando aquella ciudad en la que él ya no tenía dueño.
Entonces se puso a pensar con dificultad en su verdadero perro como si intentase pensar con dificultad en su verdadera vida. El hecho de que el perro estuviera distante, en otra ciudad, dificultaba la tarea, aunque la nostalgia lo aproximara en el recuerdo.
«Mientras yo te hacía a mi imagen, tú me hacías a la tuya», pensó entonces, auxiliado por la nostalgia. «Te di el nombre de José para darte un nombre que te sirviera al mismo tiempo de alma. ¿Y tú?, ¿cómo saber jamás qué nombre me diste? Cuánto me amaste, más de lo que yo te amé», reflexionó, curioso.
«Nosotros nos comprendíamos demasiado, tú con el nombre humano que te di, yo con el nombre que me diste y que nunca pronunciaste sino con tu mirada insistente», pensó el hombre sonriendo con cariño, libre ahora de recordar a su gusto.
«Me acuerdo de cuando eras pequeño», pensó divertido, «tan pequeño, bonitillo y flaco, moviendo el rabo, mirándome, y yo sorprendiendo en ti una nueva manera de tener alma. Pero, desde entonces, ya comenzabas a ser todos los días un perro que podía ser abandonado. Mientras tanto, nuestros juegos se tornaban peligrosos por tanta comprensión», recordó el hombre con satisfacción, «tú terminabas mordiéndome y gruñendo, yo terminaba arrojándote un libro y riendo. Pero quién sabe qué significaba aquella risa mía, sin ganas. Todos los días eras un perro que se podía abandonar».
«¡Y cómo olías las calles!», pensó el hombre riéndose un poco, «en verdad, no dejaste piedra por oler... Ése era tu lado infantil. ¿O era tu verdadera manera de ser perro: y el resto solamente el juego de ser mío? Porque eras irreductible. Y, abanicando tranquilamente la cola, parecías rechazar en silencio el nombre que yo te había dado. Ah, sí, eras irreductible: yo no quería que comieses carne para que no te volvieras feroz, pero un día saltaste sobre la mesa y, entre los gritos felices de los niños, agarraste la carne y con una ferocidad que no viene de lo que se come, me miraste mudo e irreductible, con la carne en la boca. Porque, aunque mío, nunca me cediste ni un poco de tu pasado ni de tu naturaleza. E, inquieto, yo comenzaba a comprender que no exigías de mí que yo cediera nada de la mía para amarte, y eso comenzaba a importunarme. En el punto de realidad resistente de dos naturalezas, ahí es donde esperabas que nos entendiéramos. Mi ferocidad y la tuya no deberían cambiarse por dulzura: era eso lo que poco a poco me enseñabas, y era también eso lo que se estaba tornando pesado. No pidiéndome nada, me pedías demasiado. De ti mismo, exigías que fueses un perro. De mí, exigías que yo fuera un hombre. Y yo, yo me disfrazaba como podía. A veces sentado sobre tus patas delante de mí, ¡cómo me mirabas! Entonces yo miraba al techo, tosía, disimulaba, me miraba las uñas. Pero nada te conmovía: tú me mirabas. ¿A quién irías a contarlo? Finge —me decía—, finge rápido que eres otro, da una falsa cita, hazle una caricia, arrójale un hueso; pero nada te distraía: tú me mirabas. Qué tonto era yo. Yo, que temblaba de horror, cuando eras tú el inocente: si yo me volviese de pronto y te mostrase mi rostro verdadero y, erizado, alcanzado, te levantarías hacia la puerta herido para siempre. Oh, todos los días eras un perro que podía abandonarse. Podía elegirse. Pero tú, confiado, meneabas la cola.
«A veces, conmovido por tu perspicacia, yo podía ver en ti tu propia angustia. No la angustia de ser perro, que era tu única forma posible. Sino la angustia de existir de un modo tan perfecto que se tornaba una alegría insoportable: entonces dabas un salto y venías a lamer mi rostro con amor enteramente entregado y cierto peligro de odio como si fuese yo quien, por amistad, te hubiese revelado. Ahora estoy muy seguro de que no fui yo quien tuvo un perro. Fuiste tú el que tuviste una persona».
«Pero poseíste una persona tan poderosa que podía elegir: y entonces te abandonó. Con alivio te abandonó. Con alivio, sí, pues exigías —con la incomprensión serena y simple de quien es un perro heroico— que yo fuese un hombre. Te abandonó con una disculpa que todos en casa aprobaron: porque ¿cómo podría yo hacer un viaje de mudanza, con equipaje y familia, y además un perro, con la adaptación al nuevo colegio y a la nueva ciudad, y además un perro? “Que no cabe en ninguna parte”, dijo Marta, práctica. “Que molestará a los pasajeros”, explicó mi suegra sin saber que previamente me justificaba, y los chicos lloraron, y yo no miraba ni a ellos ni a ti, José. Pero sólo tú y yo sabemos que te abandoné porque eras la posibilidad constante del crimen que yo nunca había cometido. La posibilidad de que yo pecara, el disimulo en mis ojos, ya era pecado. Entonces pequé en seguida para ser culpable en seguida. Y este crimen sustituye el crimen mayor que yo no tendría coraje de cometer», pensó el hombre cada vez más lúcido».
«Hay tantas formas de ser culpable y de perderse para siempre y de traicionarse y de no enfrentarse. Yo elegí la de herir a un perro», pensó el hombre. «Porque yo sabía que ése sería un crimen menor y que nadie va al Infierno por abandonar un perro que confió en un hombre. Porque yo sabía que ese crimen no era punible.»
Sentado en la llanura, su cabeza matemática estaba fría e inteligente. Sólo ahora él parecía comprender, en toda su helada plenitud, que había hecho con el perro algo realmente impune y para siempre. Pues todavía no habían inventado castigo para los grandes crímenes disfrazados y para las profundas traiciones.
Un hombre aún conseguía ser más astuto que el Juicio Final. Nadie le condenaba por ese crimen. Ni la Iglesia. «Todos son mis cómplices, José. Yo tendría que golpear de puerta en puerta y mendigar para que me acusaran y me castigasen: todos me cerrarían la puerta con la cara repentinamente enfurecida. Nadie condena este crimen. Ni tú, José, me condenarías. Pues bastaría a esta persona poderosa que soy elegir llamarte, y desde tu abandono en las calles, en un salto me lamerías la cara con alegría y perdón. Yo te daría la otra mejilla para que la besaras.»
El hombre se quitó las gafas, respiró, se las puso otra vez.
Miró la tumba abierta. En la que él había enterrado a un perro desconocido en tributo del perro abandonado, tratando de pagar la deuda que inquietamente nadie le cobraba. Procurando castigarse con un acto de bondad y quedar libre de su crimen. Como alguien da una limosna para por fin poder comer el pastel a causa del cual el otro no comió el pan.
Pero como si José, el perro abandonado, exigiese de él mucho más que la mentira; como si exigiese que él, en un último arranque, fuese un hombre —y como hombre asumiera su crimen—, él miraba la tumba donde había enterrado su debilidad y su condición. Y ahora, más matemático aún, buscaba una manera de no castigarse. Él no debía ser consolado. Procuraba fríamente una manera de destruir el falso entierro del perro desconocido. Descendió entonces, y solemne, calmo, con movimientos simples, desenterró al perro. El perro oscuro finalmente apareció entero, extrañamente, con la tierra en las pestañas, los ojos abiertos y cristalizados. Y así el profesor de matemáticas renovó para siempre su crimen. El hombre miró entonces para todos lados y hacia el cielo pidiendo testigos para lo que había hecho. Y como si aún no bastara, comenzó a descender las laderas en dirección al seno de la familia.
Miró hacia abajo con ojos miopes. Los católicos entraban lenta y delicadamente en la iglesia, y él trataba de escuchar las voces dispersas de los niños derramándose en la plaza. Pero a pesar de la limpidez de la mañana, los sonidos apenas si alcanzaban la llanura. También veía el río que de arriba parecía inmóvil, y pensó: es domingo. Vio a lo lejos la montaña más alta con las laderas secas. No hacía frío pero él se arregló la chaqueta abrigándose mejor. Por fin, puso el costal con cuidado en el suelo. Se quitó las gafas, sus ojos claros parpadearon, casi jóvenes, poco familiares. Se puso nuevamente las gafas, y se transformó en un señor de mediana edad y tomó de nuevo el costal: pesaba como si fuese de piedra, pensó. Forzó la vista para observar la corriente del río, inclinó la cabeza para oír algún ruido: el río estaba detenido y apenas el sonido más duro de una voz alcanzó un instante la altura: sí, él estaba bien solo. El aire fresco era inhóspito para él, que vivía en una ciudad más cálida. El único árbol de la llanura balanceaba sus ramas. Él lo miró. Ganaba tiempo. Hasta que le pareció que no había por qué esperar más.
Y, sin embargo, aguardaba. Por cierto que las gafas le molestaban, porque nuevamente se las quitó, respiró hondo y las guardó en el bolsillo.
Entonces abrió el costal y miró un poco. Después metió dentro una mano delgada y fue extrayendo un perro muerto. Todo él se concentraba solamente en la mano importante y mantenía los ojos profundamente cerrados mientras tironeaba. Cuando los abrió, el aire estaba todavía más claro y las campanas alegres tocaron nuevamente llamando a los fieles para el consuelo de la penitencia.
El perro desconocido estaba a la luz.
Entonces él se puso metódicamente a trabajar. Tomó al perro duro y negro, lo depositó en una bajada del terreno. Pero, como si ya hubiese hecho mucho, se puso las gafas sentándose al lado del perro y comenzó a observar el paisaje.
Vio con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la llanura desierta. Pero observó con precisión que estando sentado ya no veía la pequeña ciudad, allá abajo. Respiró de nuevo. Revolvió en el costal y sacó la pala. Y pensó en el lugar que escogería. Quizás debajo del árbol. Se sorprendió reflexionando que debajo del árbol enterraría a este perro. Pero si fuera el otro, el verdadero perro, en verdad no lo enterraría donde él mismo gustaría de ser enterrado si estuviera muerto: en el centro mismo de la llanura, donde los ojos vacíos encarasen al sol. Entonces, ya que el perro desconocido sustituiría al «otro», quiso que él, para mayor perfección del acto, recibiera precisamente lo que el otro recibiría. No había ninguna confusión en la cabeza del hombre. Él se entendía a sí mismo con frialdad, sin ningún hilo suelto.
Poco después, por exceso de escrúpulos, estaba demasiado ocupado en procurar determinar rigurosamente el centro de la llanura. No era fácil, porque el único árbol se levantaba en un lugar y, tendiéndose como falso centro, dividía simétricamente el llano. Frente a esa dificultad el hombre concedió: «No es necesario enterrarlo en el centro, yo también enterraría al otro, digamos, bien, donde yo estuviera en ese mismo instante parado». Porque se trataba de dar al acontecimiento la fatalidad del azar, la marca de un suceso exterior y evidente —en el mismo lugar plano de los niños en la plaza y de los católicos entrando en la iglesia—, se trataba de tornar el hecho lo más visible a la superficie del mundo debajo del cielo. Se trataba de exponerse y de exponer un hecho, y de no permitir la forma íntima e impune de un pensamiento.
A la idea de enterrar al perro donde él estuviera en ese momento de pie, el hombre retrocedió con una agilidad que su cuerpo pequeño y singularmente pesado no permitía. Porque le pareció que bajo los pies se había dibujado el esbozo de la tumba del perro.
Entonces él comenzó a cavar allí mismo con pala rítmica. A veces se interrumpía para quitarse y luego volver a ponerse las gafas. Sudaba penosamente. No cavó mucho más, no porque quisiera ahorrarse cansancio. No cavó mucho porque lúcidamente pensó: «Si fuese para el verdadero perro, yo cavaría poco, lo enterraría muy superficialmente». Él pensaba que si el perro quedaba cerca de la superficie de la tierra no perdería la sensibilidad.
Por fin abandonó la pala. Tomó con delicadeza al perro desconocido y lo puso en la tumba.
Qué cara extraña tenía el perro. Cuando por un choque descubriera al perro muerto en una esquina, la idea de enterrarlo había tornado su corazón tan pesado y sorprendido que ni siquiera había tenido ojos para ese hocico duro y de baba seca. Era un perro extraño y objetivo.
El perro era un poco más alto que el agujero cavado y después de cubierto con tierra sería sólo una excrecencia sensible del terreno. Era precisamente lo que él quería. Cubrió al perro con tierra y la aplanó con las manos, sintiendo con atención y placer su forma en las palmas, como si varias veces lo alisara. El perro ahora era apenas una apariencia del terreno.
Entonces el hombre se puso de pie, se sacudió la tierra de las manos, y no miró ni siquiera una vez más la tumba. Pensó con cierto gusto: «Creo que ya lo hice todo». Suspiró hondamente, y tuvo una sonrisa inocente de liberación. Sí, lo había hecho todo. Su crimen había sido castigado y él estaba libre.
Y ahora él podía pensar libremente en el verdadero perro. Entonces se puso a pensar inmediatamente en el verdadero perro, lo que había evitado hasta ahora. El verdadero perro que ahora mismo debería estar vagando perplejo por las calles de otro municipio, husmeando aquella ciudad en la que él ya no tenía dueño.
Entonces se puso a pensar con dificultad en su verdadero perro como si intentase pensar con dificultad en su verdadera vida. El hecho de que el perro estuviera distante, en otra ciudad, dificultaba la tarea, aunque la nostalgia lo aproximara en el recuerdo.
«Mientras yo te hacía a mi imagen, tú me hacías a la tuya», pensó entonces, auxiliado por la nostalgia. «Te di el nombre de José para darte un nombre que te sirviera al mismo tiempo de alma. ¿Y tú?, ¿cómo saber jamás qué nombre me diste? Cuánto me amaste, más de lo que yo te amé», reflexionó, curioso.
«Nosotros nos comprendíamos demasiado, tú con el nombre humano que te di, yo con el nombre que me diste y que nunca pronunciaste sino con tu mirada insistente», pensó el hombre sonriendo con cariño, libre ahora de recordar a su gusto.
«Me acuerdo de cuando eras pequeño», pensó divertido, «tan pequeño, bonitillo y flaco, moviendo el rabo, mirándome, y yo sorprendiendo en ti una nueva manera de tener alma. Pero, desde entonces, ya comenzabas a ser todos los días un perro que podía ser abandonado. Mientras tanto, nuestros juegos se tornaban peligrosos por tanta comprensión», recordó el hombre con satisfacción, «tú terminabas mordiéndome y gruñendo, yo terminaba arrojándote un libro y riendo. Pero quién sabe qué significaba aquella risa mía, sin ganas. Todos los días eras un perro que se podía abandonar».
«¡Y cómo olías las calles!», pensó el hombre riéndose un poco, «en verdad, no dejaste piedra por oler... Ése era tu lado infantil. ¿O era tu verdadera manera de ser perro: y el resto solamente el juego de ser mío? Porque eras irreductible. Y, abanicando tranquilamente la cola, parecías rechazar en silencio el nombre que yo te había dado. Ah, sí, eras irreductible: yo no quería que comieses carne para que no te volvieras feroz, pero un día saltaste sobre la mesa y, entre los gritos felices de los niños, agarraste la carne y con una ferocidad que no viene de lo que se come, me miraste mudo e irreductible, con la carne en la boca. Porque, aunque mío, nunca me cediste ni un poco de tu pasado ni de tu naturaleza. E, inquieto, yo comenzaba a comprender que no exigías de mí que yo cediera nada de la mía para amarte, y eso comenzaba a importunarme. En el punto de realidad resistente de dos naturalezas, ahí es donde esperabas que nos entendiéramos. Mi ferocidad y la tuya no deberían cambiarse por dulzura: era eso lo que poco a poco me enseñabas, y era también eso lo que se estaba tornando pesado. No pidiéndome nada, me pedías demasiado. De ti mismo, exigías que fueses un perro. De mí, exigías que yo fuera un hombre. Y yo, yo me disfrazaba como podía. A veces sentado sobre tus patas delante de mí, ¡cómo me mirabas! Entonces yo miraba al techo, tosía, disimulaba, me miraba las uñas. Pero nada te conmovía: tú me mirabas. ¿A quién irías a contarlo? Finge —me decía—, finge rápido que eres otro, da una falsa cita, hazle una caricia, arrójale un hueso; pero nada te distraía: tú me mirabas. Qué tonto era yo. Yo, que temblaba de horror, cuando eras tú el inocente: si yo me volviese de pronto y te mostrase mi rostro verdadero y, erizado, alcanzado, te levantarías hacia la puerta herido para siempre. Oh, todos los días eras un perro que podía abandonarse. Podía elegirse. Pero tú, confiado, meneabas la cola.
«A veces, conmovido por tu perspicacia, yo podía ver en ti tu propia angustia. No la angustia de ser perro, que era tu única forma posible. Sino la angustia de existir de un modo tan perfecto que se tornaba una alegría insoportable: entonces dabas un salto y venías a lamer mi rostro con amor enteramente entregado y cierto peligro de odio como si fuese yo quien, por amistad, te hubiese revelado. Ahora estoy muy seguro de que no fui yo quien tuvo un perro. Fuiste tú el que tuviste una persona».
«Pero poseíste una persona tan poderosa que podía elegir: y entonces te abandonó. Con alivio te abandonó. Con alivio, sí, pues exigías —con la incomprensión serena y simple de quien es un perro heroico— que yo fuese un hombre. Te abandonó con una disculpa que todos en casa aprobaron: porque ¿cómo podría yo hacer un viaje de mudanza, con equipaje y familia, y además un perro, con la adaptación al nuevo colegio y a la nueva ciudad, y además un perro? “Que no cabe en ninguna parte”, dijo Marta, práctica. “Que molestará a los pasajeros”, explicó mi suegra sin saber que previamente me justificaba, y los chicos lloraron, y yo no miraba ni a ellos ni a ti, José. Pero sólo tú y yo sabemos que te abandoné porque eras la posibilidad constante del crimen que yo nunca había cometido. La posibilidad de que yo pecara, el disimulo en mis ojos, ya era pecado. Entonces pequé en seguida para ser culpable en seguida. Y este crimen sustituye el crimen mayor que yo no tendría coraje de cometer», pensó el hombre cada vez más lúcido».
«Hay tantas formas de ser culpable y de perderse para siempre y de traicionarse y de no enfrentarse. Yo elegí la de herir a un perro», pensó el hombre. «Porque yo sabía que ése sería un crimen menor y que nadie va al Infierno por abandonar un perro que confió en un hombre. Porque yo sabía que ese crimen no era punible.»
Sentado en la llanura, su cabeza matemática estaba fría e inteligente. Sólo ahora él parecía comprender, en toda su helada plenitud, que había hecho con el perro algo realmente impune y para siempre. Pues todavía no habían inventado castigo para los grandes crímenes disfrazados y para las profundas traiciones.
Un hombre aún conseguía ser más astuto que el Juicio Final. Nadie le condenaba por ese crimen. Ni la Iglesia. «Todos son mis cómplices, José. Yo tendría que golpear de puerta en puerta y mendigar para que me acusaran y me castigasen: todos me cerrarían la puerta con la cara repentinamente enfurecida. Nadie condena este crimen. Ni tú, José, me condenarías. Pues bastaría a esta persona poderosa que soy elegir llamarte, y desde tu abandono en las calles, en un salto me lamerías la cara con alegría y perdón. Yo te daría la otra mejilla para que la besaras.»
El hombre se quitó las gafas, respiró, se las puso otra vez.
Miró la tumba abierta. En la que él había enterrado a un perro desconocido en tributo del perro abandonado, tratando de pagar la deuda que inquietamente nadie le cobraba. Procurando castigarse con un acto de bondad y quedar libre de su crimen. Como alguien da una limosna para por fin poder comer el pastel a causa del cual el otro no comió el pan.
Pero como si José, el perro abandonado, exigiese de él mucho más que la mentira; como si exigiese que él, en un último arranque, fuese un hombre —y como hombre asumiera su crimen—, él miraba la tumba donde había enterrado su debilidad y su condición. Y ahora, más matemático aún, buscaba una manera de no castigarse. Él no debía ser consolado. Procuraba fríamente una manera de destruir el falso entierro del perro desconocido. Descendió entonces, y solemne, calmo, con movimientos simples, desenterró al perro. El perro oscuro finalmente apareció entero, extrañamente, con la tierra en las pestañas, los ojos abiertos y cristalizados. Y así el profesor de matemáticas renovó para siempre su crimen. El hombre miró entonces para todos lados y hacia el cielo pidiendo testigos para lo que había hecho. Y como si aún no bastara, comenzó a descender las laderas en dirección al seno de la familia.
Laços de família (1960)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El búfalo
(“O búfalo”)
Originalmente publicado en Laços de família (1960)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El búfalo
(“O búfalo”)
Originalmente publicado en Laços de família (1960)
Pero era primavera. Hasta el león lamió la frente lisa de la leona. Los dos animales rubios. La mujer desvió los ojos de la jaula, donde sólo el olor caliente recordaba la matanza que ella viniera a buscar en el Jardín Zoológico. Después el león paseó despacio y tranquilo, y la leona lentamente reconstituyó sobre las patas extendidas la cabeza de una esfinge. «Pero eso es amor, es nuevamente amor», se rebeló la mujer intentando encontrarse con el propio odio, pero era primavera y ya los leones se habían amado. Con los puños en los bolsillos del abrigo, miró a su alrededor, rodeada por las jaulas, enjaulada por las jaulas cerradas. Continuó caminando. Los ojos estaban tan concentrados en la búsqueda que su vista a veces se oscurecía en un ensueño, y entonces ella se rehacía como en la frescura de una tumba.
Pero la jirafa era una virgen de trenzas recién cortadas. Con la tonta inocencia de lo que es grande y leve y sin culpa. La mujer del abrigo marrón desvió los ojos enferma, enferma. Sin conseguir —delante de la aérea jirafa posada, delante de ese silencioso pájaro sin alas—, sin conseguir encontrar dentro de sí el punto peor de su enfermedad, el punto más enfermo, el punto de odio, ella que había ido al Jardín Zoológico para enfermar. Pero no delante de la jirafa, que era más un paisaje que un ente. No delante de aquella carne que se había distraído en altura y distancia, la jirafa casi verde. Buscó otros animales, intentaba aprender con ellos a odiar. El hipopótamo húmedo. El fardo rollizo de carne, carne redonda y muda esperando otra carne rolliza y muda. No. Pues había tal amor humilde en mantenerse apenas carne, tan dulce martirio en no saber pensar.
Pero era primavera y, apretando el puño en el bolsillo del abrigo, ella mataría aquellos monos en levitación por la jaula, monos felices como yerbas, monos saltando suaves, la mona con resignada mirada de amor, y la otra mona dando de mamar. Ella los mataría con quince balas secas: los dientes de la mujer se apretaron hasta hacerle doler el maxilar. La desnudez de los monos. El mundo no veía ningún peligro en estar desnudo. Ella mataría la desnudez de los monos. Un mono también la miró asido a las rejas, los brazos descarnados abriéndose en crucifijo, el pecho pelado expuesto sin orgullo. Pero no era en el pecho donde ella mataría, era entre los ojos del mono donde ella mataría, era entre aquellos ojos que la miraban sin pestañear. De pronto la mujer desvió el rostro: porque los ojos del mono tenían un velo blanco gelatinoso cubriendo la pupila, en los ojos la dulzura de la enfermedad, era un mono viejo: la mujer desvió el rostro, encerrando entre los dientes un sentimiento que ella no había ido a buscar, apresuró los pasos, aun volvió la cabeza asustada hacia el mono de brazos abiertos: él continuaba mirando al frente: «Oh, no, eso no», pensó. Y mientras huía dijo: «Dios, enséñame solamente a odiar».
«Yo te odio», le dijo a un hombre cuyo solo crimen era el de no amarla. «Yo te odio», dijo muy apresurada. Pero no sabía ni siquiera cómo se hacía. ¿Cómo cavar en la tierra hasta encontrar agua negra, cómo abrir paso en la tierra dura y jamás llegar a sí misma? Caminó por el Jardín Zoológico entre madres y niños. Pero el elefante soportaba el propio peso. Aquel elefante entero a quien le fuera dado aplastar con apenas una sola pata. Pero que no aplastaba. Aquella potencia, sin embargo, se dejaría conducir dócilmente a un circo, elefante de niños. Y los ojos, con una bondad de anciano, presos dentro de la gran carne heredada. El elefante oriental. También la primavera oriental, y todo haciendo, todo escurriéndose por el riacho. Entonces la mujer probó con el camello. El camello en trapos, jorobado, masticándose a sí mismo, entregado al proceso de conocer la comida. Ella se sintió débil y cansada, hacía dos días que apenas comía. Las grandes pestañas empolvadas del camello sobre los ojos que se habían dedicado a la paciencia de una artesanía interna. La paciencia, la paciencia, la paciencia, solamente eso encontraba ella en la primavera al viento. Las lágrimas llenaron los ojos de la mujer, lágrimas que no corrieron, presas dentro de la impaciencia de su carne heredada. Solamente el olor a tierra del camello venía al encuentro de lo que ella había venido: al odio seco, no a las lágrimas. Se aproximó a la entrada del cerco, aspiró el polvo de aquella alfombra vieja donde circulaba sangre cenicienta, procuró la tibieza impura, el placer recorrió sus espaldas hasta el malestar, pero no aún el malestar que ella viniera a buscar. En el estómago se le contrajo en cólico de hambre el deseo de matar. Pero no al camello de estopa. «Oh, Dios, ¿quién será mi pareja en este mundo?»
Entonces fue sola a buscar su violencia. En el pequeño parque de diversiones del Jardín Zoológico esperó meditabunda en la fila de enamorados su turno para sentarse en el carro de la montaña rusa.
Y allí estaba ahora sentada, quieta dentro de su abrigo marrón. El asiento todavía detenido, la maquinaria de la montaña rusa todavía parada. Separada de todos en su asiento parecía estar sentada en una iglesia. Los ojos bajos veían el suelo entre rieles. El suelo donde simplemente por amor —¡amor, amor, no el amor!—, donde por puro amor nacían entre las vías hierbas de un verde suave tan atontado que la hizo desviar los ojos bajo el suplicio de la tentación. La brisa le erizó los cabellos de la nuca, ella se estremeció rechazando, rechazando en tentación, siendo siempre tanto más fácil amar.
Pero de pronto fue aquel vuelo de vísceras, aquella parada de un corazón que se sorprende en el aire, aquel espanto, la furia victoriosa con que el banco la precipitaba en la nada e irremediablemente la erguía como a una muñeca de falda levantada, el profundo resentimiento con que ella se tornó mecánica, el cuerpo automáticamente alegre —¡el grito de las enamoradas!—, su mirada herida por la gran sorpresa, la ofensa, «hacían de ella lo que querían», la gran ofensa —¡el grito de las enamoradas!—, la enorme perplejidad de estar espasmódicamente jugando hacían de ella lo que querían, de pronto su candor expuesto. ¿Cuántos minutos?, los minutos de un grito prolongado del tren en la curva, y la alegría de un nuevo sumergirse en el aire insultándola con un puntapié, ella bailando desacompasada al viento, bailando apresurada, quisiera o no quisiera el cuerpo, se sacudía como el de quien ríe, aquella sensación de muerte entre carcajadas, muerte sin aviso de quien no rasgó antes los papeles del cajón, no la muerte de los otros, la suya, siempre la suya. Ella que podría haber aprovechado el grito de los otros para dar su alarido de lamento, ella se olvidó, ella sólo tuvo miedo.
Y ahora este silencio también súbito. Estaban de regreso en la tierra, la maquinaria de nuevo enteramente detenida.
Pálida, arrojada fuera de una iglesia, miró la tierra inmóvil de donde había partido y adonde nuevamente fue entregada. Se arregló las faldas con recato. No miraba a nadie. Contrita como el día en que en medio de todo el mundo cuanto tenía en la bolsa cayera en el suelo y todo lo que tenía valor siendo secreto en su bolsa, al ser expuesto en el polvo de la calle, revelara la mezquindad de una vida íntima de precauciones: polvo de arroz, recibo, pluma fuente, ella recogiendo del suelo los andamios de su vida. Se levantó mareada del asiento, como si estuviera sacudiéndose de un atropello. Aunque nadie prestara atención, nuevamente se alisó la falda, hacía lo posible para que no se dieran cuenta de que estaba débil y difamada, protegía con altivez los huesos doloridos. Pero el cielo le rodaba en el estómago vacío; la tierra, que subía y bajaba a sus ojos, por momentos quedaba distante; la tierra que siempre es tan difícil. Por un momento la mujer quiso, en un cansancio de llanto mudo, extender la mano hacia la tierra difícil: su mano se extendió como la de un lisiado pidiendo limosna. Pero como si hubiese tragado el vacío, el corazón sorprendido.
¿Sólo eso? Solamente eso. De la violencia, sólo eso.
Recomenzó a caminar en dirección a los animales. El desfallecimiento de la montaña rusa la había dejado suave. No consiguió avanzar mucho: tuvo que apoyar la frente en las rejas de una jaula, exhausta, la respiración corta y leve. Desde dentro de la jaula el cuatí1 la miró. Ella lo miró. Ninguna palabra intercambiable. Nunca podría odiar al cuatí que en el silencio de un cuerpo interrogante la miraba. Perturbada, desvió los ojos de la ingenuidad del cuatí. El cuatí curioso haciéndole una pregunta, así como preguntan los niños. Y ella desviando los ojos, escondiéndole su misión mortal. La frente estaba tan apoyada en las rejas que por un instante le pareció que ella estaba enjaulada y que un cuatí libre la examinaba.
La jaula estaba siempre del lado en el que ella se encontraba: dio un gemido que pareció venir de la suela de sus pies. Después, otro gemido.
Entonces, nacida del vientre, de nuevo subió, implorante, en ola lenta, el deseo de matar (sus ojos se mojaron agradecidos y negros en una casi felicidad —todavía no era el odio, por el momento apenas el deseo atormentado de odio—, con la promesa del florecimiento cruel, un tormento como de amor, el deseo de odio prometiéndose sagrada sangre y triunfo, la hembra rechazada se había espiritualizado en una gran esperanza). Pero ¿dónde, dónde encontrar el animal que le enseñase a tener su propio odio: el odio que le pertenecía por derecho, pero que en su dolor ella no alcanzaba? ¿Dónde aprender a odiar para no morir de amor? ¿Y con quién? El mundo de la primavera, el mundo de los animales que en primavera se cristianizan y sus garras arañan pero sin dolor... ¡oh, no más ese mundo!, no más ese perfume, no ese balanceo cansado, no más ese perdón en todo lo que un día va a morir como si fuera para darse: nunca el perdón, si aquella mujer perdonara una vez más, aunque sólo fuese una vez más, su vida estaría perdida —dejó escapar un gemido áspero y corto, y el cuatí se sobresaltó—, enjaulada miró en torno a sí y, como no era persona a quien prestasen atención, se encogió como una vieja asesina solitaria, un niño pasó corriendo sin verla. Volvió a caminar, ahora empequeñecida, dura, los puños nuevamente fortificados en los bolsillos, la asesina incógnita, todo estaba prisionero en su pecho. En el pecho que sólo sabía resignarse, que sólo sabía soportar, sólo sabía pedir perdón, sólo sabía perdonar, y sólo había aprendido a amar, amar, amar. Imaginar que tal vez nunca experimentase el odio del que siempre había sido hecho su perdón hizo que su corazón gimiera sin pudor, y ella comenzó a caminar tan rápidamente que parecía haber encontrado un súbito destino. Casi corría, los zapatos la desequilibraban, y le daban una fragilidad de cuerpo que de nuevo la reducía a hembra de presa, los pasos tomaron mecánicamente la desesperación implorante de los delicados, ella que no pasaba de ser una delicada. Pero ¿podría quitarse los zapatos, podría evitar la alegría de andar descalza? ¿Cómo no amar el suelo que se pisa? Gimió de nuevo, se detuvo frente a las barras de un cerco, apoyó el rostro caliente en el oxidado frío del hierro. Con los ojos profundamente cerrados buscaba enterrar la cara entre la dureza de las rejas, la cara intentaba el paso imposible entre las barras estrechas, como anteriormente viera al mono recién nacido que buscaba en la ceguera del hambre el pecho de la mona. Una comodidad pasajera le llegó del mismo modo en que las rejas parecían odiarla, oponiéndole la resistencia de un hierro helado.
Abrió los ojos lentamente. Los ojos venidos de su propia oscuridad nada vieron en la desmayada luz de la tarde. Se quedó respirando fuerte. Poco a poco comenzó a ver, las formas se fueron solidificando, ella cansada, oprimida por la dulzura del cansancio. Su cabeza se elevó como una interrogación a los árboles de brotes que iban naciendo, los ojos vieron las pequeñas nubes blancas. Sin esperanza, escuchó la suavidad del riachuelo. Bajó de nuevo la cabeza y se quedó mirando al búfalo, a lo lejos. Dentro de un abrigo marrón, respirando sin interés, nadie interesado en ella, ella no interesada en nadie.
Cierta paz, en fin. La brisa jugueteando con los cabellos de la frente como en los de una persona recién muerta, con la frente todavía bañada en sudor. Mirando con desinterés aquel gran terreno seco rodeado de altas rejas, el terreno del búfalo. El búfalo negro estaba inmóvil en el fondo del terreno. Después paseó a lo lejos con las caderas estrechas, las caderas concentradas. El pescuezo más grueso que los flancos contraídos. Visto de frente, la gran cabeza más ancha que el cuerpo impedía la visión del resto de ese cuerpo, como una cabeza decapitada. Y en la cabeza los cuernos. De lejos él paseaba lentamente con su tronco. Era un búfalo negro. Tan negro que en la distancia la cara no tenía rasgos. Sobre la negrura, el blanco erguido de los cuernos.
La mujer quizás se hubiese ido, pero era tan bueno el silencio en el caer de la tarde.
Y en el silencio del cerco, los pasos lentos, el polvo seco bajo los cascos secos. De lejos, en su calmo paseo, el búfalo negro la miró un instante. En el instante siguiente, la mujer nuevamente vio apenas el duro músculo del cuerpo. Tal vez no la hubiese mirado. No podía saberlo, porque de las sombras de la cabeza ella sólo distinguía los contornos. La mujer enderezó un poco la cabeza, retrocedió ligeramente con desconfianza. Manteniendo el cuerpo inmóvil, la cabeza en retroceso, ella esperó.
Y una vez más el búfalo pareció notarla.
Como si ella no hubiese soportado sentir lo que había sentido, desvió súbitamente el rostro y miró un árbol. Su corazón no latió en el pecho, el corazón latía hueco entre el estómago y los intestinos.
El búfalo dio otra vuelta lenta. El polvo. La mujer apretó los dientes, todo el rostro le dolió un poco.
El búfalo con el lomo negro. En el atardecer luminoso era un cuerpo ennegrecido de tranquila rabia, la mujer suspiró lentamente. Una cosa blanca se había esparcido dentro de ella, blanca como un papel, débil como un papel, intensa como la blancura. La muerte zumbaba en sus oídos. Nuevos pasos del búfalo la devolvieron a sí misma, y con un nuevo y largo suspiro, ella regresó a la superficie. No sabía dónde había estado. Estaba de pie, muy débil, emergiendo de aquella cosa blanca y remota en donde había estado.
Y nuevamente miró al búfalo.
El búfalo ahora más grande. El búfalo negro. Ah, dijo de repente, con dolor. El búfalo de espaldas a ella, inmóvil. El rostro blanquecino de la mujer no sabía cómo llamar. ¡Ah!, dijo provocándolo. ¡Ah!, dijo ella. Su rostro estaba cubierto de mortal blancura, el rostro súbitamente enflaquecido era de pureza y veneración. ¡Ah!, lo instigó con los dientes apretados. Pero de espaldas a ella, el búfalo permanecía enteramente inmóvil.
Cogió una piedra del suelo y la arrojó dentro del cerco. La inmovilidad del torso, más negro aún, se aquietó: la piedra rodó, inútil.
¡Ah!, dijo sacudiendo las rejas. Aquella cosa blanca se esparcía dentro de ella, viscosa como la saliva. El búfalo, siempre, de espaldas.
Ah, dijo. Pero esa vez porque dentro de ella se escurría finalmente un primer hilo de sangre negra.
El primer instante fue de dolor. Como si para que corriese esa sangre se hubiese contraído el mundo. Se quedó de pie, escuchando gotear como una gruta aquel primer aceite amargo, la hembra despreciada. Su fuerza todavía estaba presa entre rejas, pero una cosa incomprensible y caliente, incomprensible, sucedía, una cosa como una alegría sentida en la boca. Entonces el búfalo se volvió hacia ella.
El búfalo se volvió, se inmovilizó, y a distancia la encaró.
Yo te amo, dijo ella entonces con odio hacia el hombre cuyo gran crimen impunible era el de no quererla. Yo te odio, dijo implorando amor al búfalo. Finalmente provocado, el gran búfalo se acercó sin prisa.
Él se aproximaba, el polvo se levantaba. La mujer esperó con los brazos caídos a lo largo del abrigo. Despacio éste se aproximaba. Ella no retrocedió ni un solo paso. Hasta que él llegó a las rejas y allí se detuvo. Allá estaban, el búfalo y la mujer frente a frente. Ella no miró la cara, ni la boca, ni los cuernos. Miró sus ojos.
Y los ojos del búfalo, los ojos miraron sus ojos. Y fue intercambiada una palidez tan honda que la mujer se entorpeció adormecida. De pie, en un sueño profundo. Ojos pequeños y rojos la miraban. Los ojos del búfalo. La mujer cabeceó sorprendida, lentamente meneaba la cabeza. El búfalo estaba tranquilo. Lentamente la mujer negaba con la cabeza, espantada por el odio con que el búfalo, calmo de odio, la miraba. Casi absuelta, meneando una cabeza incrédula, la boca entreabierta. Inocente, curiosa, entrando cada vez más hondo dentro de aquellos ojos que sin prisa la miraban, ingenua, con un suspiro de ensueño, sin querer ni poder huir, presa del mutuo asesinato. Presa como si su mano se hubiese pegado para siempre al puñal que ella misma había clavado. Presa, mientras resbalaba hechizada a lo largo de las rejas. En tan lento vértigo que antes de que el cuerpo golpeara suavemente, la mujer vio el cielo entero y un búfalo.
Pero la jirafa era una virgen de trenzas recién cortadas. Con la tonta inocencia de lo que es grande y leve y sin culpa. La mujer del abrigo marrón desvió los ojos enferma, enferma. Sin conseguir —delante de la aérea jirafa posada, delante de ese silencioso pájaro sin alas—, sin conseguir encontrar dentro de sí el punto peor de su enfermedad, el punto más enfermo, el punto de odio, ella que había ido al Jardín Zoológico para enfermar. Pero no delante de la jirafa, que era más un paisaje que un ente. No delante de aquella carne que se había distraído en altura y distancia, la jirafa casi verde. Buscó otros animales, intentaba aprender con ellos a odiar. El hipopótamo húmedo. El fardo rollizo de carne, carne redonda y muda esperando otra carne rolliza y muda. No. Pues había tal amor humilde en mantenerse apenas carne, tan dulce martirio en no saber pensar.
Pero era primavera y, apretando el puño en el bolsillo del abrigo, ella mataría aquellos monos en levitación por la jaula, monos felices como yerbas, monos saltando suaves, la mona con resignada mirada de amor, y la otra mona dando de mamar. Ella los mataría con quince balas secas: los dientes de la mujer se apretaron hasta hacerle doler el maxilar. La desnudez de los monos. El mundo no veía ningún peligro en estar desnudo. Ella mataría la desnudez de los monos. Un mono también la miró asido a las rejas, los brazos descarnados abriéndose en crucifijo, el pecho pelado expuesto sin orgullo. Pero no era en el pecho donde ella mataría, era entre los ojos del mono donde ella mataría, era entre aquellos ojos que la miraban sin pestañear. De pronto la mujer desvió el rostro: porque los ojos del mono tenían un velo blanco gelatinoso cubriendo la pupila, en los ojos la dulzura de la enfermedad, era un mono viejo: la mujer desvió el rostro, encerrando entre los dientes un sentimiento que ella no había ido a buscar, apresuró los pasos, aun volvió la cabeza asustada hacia el mono de brazos abiertos: él continuaba mirando al frente: «Oh, no, eso no», pensó. Y mientras huía dijo: «Dios, enséñame solamente a odiar».
«Yo te odio», le dijo a un hombre cuyo solo crimen era el de no amarla. «Yo te odio», dijo muy apresurada. Pero no sabía ni siquiera cómo se hacía. ¿Cómo cavar en la tierra hasta encontrar agua negra, cómo abrir paso en la tierra dura y jamás llegar a sí misma? Caminó por el Jardín Zoológico entre madres y niños. Pero el elefante soportaba el propio peso. Aquel elefante entero a quien le fuera dado aplastar con apenas una sola pata. Pero que no aplastaba. Aquella potencia, sin embargo, se dejaría conducir dócilmente a un circo, elefante de niños. Y los ojos, con una bondad de anciano, presos dentro de la gran carne heredada. El elefante oriental. También la primavera oriental, y todo haciendo, todo escurriéndose por el riacho. Entonces la mujer probó con el camello. El camello en trapos, jorobado, masticándose a sí mismo, entregado al proceso de conocer la comida. Ella se sintió débil y cansada, hacía dos días que apenas comía. Las grandes pestañas empolvadas del camello sobre los ojos que se habían dedicado a la paciencia de una artesanía interna. La paciencia, la paciencia, la paciencia, solamente eso encontraba ella en la primavera al viento. Las lágrimas llenaron los ojos de la mujer, lágrimas que no corrieron, presas dentro de la impaciencia de su carne heredada. Solamente el olor a tierra del camello venía al encuentro de lo que ella había venido: al odio seco, no a las lágrimas. Se aproximó a la entrada del cerco, aspiró el polvo de aquella alfombra vieja donde circulaba sangre cenicienta, procuró la tibieza impura, el placer recorrió sus espaldas hasta el malestar, pero no aún el malestar que ella viniera a buscar. En el estómago se le contrajo en cólico de hambre el deseo de matar. Pero no al camello de estopa. «Oh, Dios, ¿quién será mi pareja en este mundo?»
Entonces fue sola a buscar su violencia. En el pequeño parque de diversiones del Jardín Zoológico esperó meditabunda en la fila de enamorados su turno para sentarse en el carro de la montaña rusa.
Y allí estaba ahora sentada, quieta dentro de su abrigo marrón. El asiento todavía detenido, la maquinaria de la montaña rusa todavía parada. Separada de todos en su asiento parecía estar sentada en una iglesia. Los ojos bajos veían el suelo entre rieles. El suelo donde simplemente por amor —¡amor, amor, no el amor!—, donde por puro amor nacían entre las vías hierbas de un verde suave tan atontado que la hizo desviar los ojos bajo el suplicio de la tentación. La brisa le erizó los cabellos de la nuca, ella se estremeció rechazando, rechazando en tentación, siendo siempre tanto más fácil amar.
Pero de pronto fue aquel vuelo de vísceras, aquella parada de un corazón que se sorprende en el aire, aquel espanto, la furia victoriosa con que el banco la precipitaba en la nada e irremediablemente la erguía como a una muñeca de falda levantada, el profundo resentimiento con que ella se tornó mecánica, el cuerpo automáticamente alegre —¡el grito de las enamoradas!—, su mirada herida por la gran sorpresa, la ofensa, «hacían de ella lo que querían», la gran ofensa —¡el grito de las enamoradas!—, la enorme perplejidad de estar espasmódicamente jugando hacían de ella lo que querían, de pronto su candor expuesto. ¿Cuántos minutos?, los minutos de un grito prolongado del tren en la curva, y la alegría de un nuevo sumergirse en el aire insultándola con un puntapié, ella bailando desacompasada al viento, bailando apresurada, quisiera o no quisiera el cuerpo, se sacudía como el de quien ríe, aquella sensación de muerte entre carcajadas, muerte sin aviso de quien no rasgó antes los papeles del cajón, no la muerte de los otros, la suya, siempre la suya. Ella que podría haber aprovechado el grito de los otros para dar su alarido de lamento, ella se olvidó, ella sólo tuvo miedo.
Y ahora este silencio también súbito. Estaban de regreso en la tierra, la maquinaria de nuevo enteramente detenida.
Pálida, arrojada fuera de una iglesia, miró la tierra inmóvil de donde había partido y adonde nuevamente fue entregada. Se arregló las faldas con recato. No miraba a nadie. Contrita como el día en que en medio de todo el mundo cuanto tenía en la bolsa cayera en el suelo y todo lo que tenía valor siendo secreto en su bolsa, al ser expuesto en el polvo de la calle, revelara la mezquindad de una vida íntima de precauciones: polvo de arroz, recibo, pluma fuente, ella recogiendo del suelo los andamios de su vida. Se levantó mareada del asiento, como si estuviera sacudiéndose de un atropello. Aunque nadie prestara atención, nuevamente se alisó la falda, hacía lo posible para que no se dieran cuenta de que estaba débil y difamada, protegía con altivez los huesos doloridos. Pero el cielo le rodaba en el estómago vacío; la tierra, que subía y bajaba a sus ojos, por momentos quedaba distante; la tierra que siempre es tan difícil. Por un momento la mujer quiso, en un cansancio de llanto mudo, extender la mano hacia la tierra difícil: su mano se extendió como la de un lisiado pidiendo limosna. Pero como si hubiese tragado el vacío, el corazón sorprendido.
¿Sólo eso? Solamente eso. De la violencia, sólo eso.
Recomenzó a caminar en dirección a los animales. El desfallecimiento de la montaña rusa la había dejado suave. No consiguió avanzar mucho: tuvo que apoyar la frente en las rejas de una jaula, exhausta, la respiración corta y leve. Desde dentro de la jaula el cuatí1 la miró. Ella lo miró. Ninguna palabra intercambiable. Nunca podría odiar al cuatí que en el silencio de un cuerpo interrogante la miraba. Perturbada, desvió los ojos de la ingenuidad del cuatí. El cuatí curioso haciéndole una pregunta, así como preguntan los niños. Y ella desviando los ojos, escondiéndole su misión mortal. La frente estaba tan apoyada en las rejas que por un instante le pareció que ella estaba enjaulada y que un cuatí libre la examinaba.
La jaula estaba siempre del lado en el que ella se encontraba: dio un gemido que pareció venir de la suela de sus pies. Después, otro gemido.
Entonces, nacida del vientre, de nuevo subió, implorante, en ola lenta, el deseo de matar (sus ojos se mojaron agradecidos y negros en una casi felicidad —todavía no era el odio, por el momento apenas el deseo atormentado de odio—, con la promesa del florecimiento cruel, un tormento como de amor, el deseo de odio prometiéndose sagrada sangre y triunfo, la hembra rechazada se había espiritualizado en una gran esperanza). Pero ¿dónde, dónde encontrar el animal que le enseñase a tener su propio odio: el odio que le pertenecía por derecho, pero que en su dolor ella no alcanzaba? ¿Dónde aprender a odiar para no morir de amor? ¿Y con quién? El mundo de la primavera, el mundo de los animales que en primavera se cristianizan y sus garras arañan pero sin dolor... ¡oh, no más ese mundo!, no más ese perfume, no ese balanceo cansado, no más ese perdón en todo lo que un día va a morir como si fuera para darse: nunca el perdón, si aquella mujer perdonara una vez más, aunque sólo fuese una vez más, su vida estaría perdida —dejó escapar un gemido áspero y corto, y el cuatí se sobresaltó—, enjaulada miró en torno a sí y, como no era persona a quien prestasen atención, se encogió como una vieja asesina solitaria, un niño pasó corriendo sin verla. Volvió a caminar, ahora empequeñecida, dura, los puños nuevamente fortificados en los bolsillos, la asesina incógnita, todo estaba prisionero en su pecho. En el pecho que sólo sabía resignarse, que sólo sabía soportar, sólo sabía pedir perdón, sólo sabía perdonar, y sólo había aprendido a amar, amar, amar. Imaginar que tal vez nunca experimentase el odio del que siempre había sido hecho su perdón hizo que su corazón gimiera sin pudor, y ella comenzó a caminar tan rápidamente que parecía haber encontrado un súbito destino. Casi corría, los zapatos la desequilibraban, y le daban una fragilidad de cuerpo que de nuevo la reducía a hembra de presa, los pasos tomaron mecánicamente la desesperación implorante de los delicados, ella que no pasaba de ser una delicada. Pero ¿podría quitarse los zapatos, podría evitar la alegría de andar descalza? ¿Cómo no amar el suelo que se pisa? Gimió de nuevo, se detuvo frente a las barras de un cerco, apoyó el rostro caliente en el oxidado frío del hierro. Con los ojos profundamente cerrados buscaba enterrar la cara entre la dureza de las rejas, la cara intentaba el paso imposible entre las barras estrechas, como anteriormente viera al mono recién nacido que buscaba en la ceguera del hambre el pecho de la mona. Una comodidad pasajera le llegó del mismo modo en que las rejas parecían odiarla, oponiéndole la resistencia de un hierro helado.
Abrió los ojos lentamente. Los ojos venidos de su propia oscuridad nada vieron en la desmayada luz de la tarde. Se quedó respirando fuerte. Poco a poco comenzó a ver, las formas se fueron solidificando, ella cansada, oprimida por la dulzura del cansancio. Su cabeza se elevó como una interrogación a los árboles de brotes que iban naciendo, los ojos vieron las pequeñas nubes blancas. Sin esperanza, escuchó la suavidad del riachuelo. Bajó de nuevo la cabeza y se quedó mirando al búfalo, a lo lejos. Dentro de un abrigo marrón, respirando sin interés, nadie interesado en ella, ella no interesada en nadie.
Cierta paz, en fin. La brisa jugueteando con los cabellos de la frente como en los de una persona recién muerta, con la frente todavía bañada en sudor. Mirando con desinterés aquel gran terreno seco rodeado de altas rejas, el terreno del búfalo. El búfalo negro estaba inmóvil en el fondo del terreno. Después paseó a lo lejos con las caderas estrechas, las caderas concentradas. El pescuezo más grueso que los flancos contraídos. Visto de frente, la gran cabeza más ancha que el cuerpo impedía la visión del resto de ese cuerpo, como una cabeza decapitada. Y en la cabeza los cuernos. De lejos él paseaba lentamente con su tronco. Era un búfalo negro. Tan negro que en la distancia la cara no tenía rasgos. Sobre la negrura, el blanco erguido de los cuernos.
La mujer quizás se hubiese ido, pero era tan bueno el silencio en el caer de la tarde.
Y en el silencio del cerco, los pasos lentos, el polvo seco bajo los cascos secos. De lejos, en su calmo paseo, el búfalo negro la miró un instante. En el instante siguiente, la mujer nuevamente vio apenas el duro músculo del cuerpo. Tal vez no la hubiese mirado. No podía saberlo, porque de las sombras de la cabeza ella sólo distinguía los contornos. La mujer enderezó un poco la cabeza, retrocedió ligeramente con desconfianza. Manteniendo el cuerpo inmóvil, la cabeza en retroceso, ella esperó.
Y una vez más el búfalo pareció notarla.
Como si ella no hubiese soportado sentir lo que había sentido, desvió súbitamente el rostro y miró un árbol. Su corazón no latió en el pecho, el corazón latía hueco entre el estómago y los intestinos.
El búfalo dio otra vuelta lenta. El polvo. La mujer apretó los dientes, todo el rostro le dolió un poco.
El búfalo con el lomo negro. En el atardecer luminoso era un cuerpo ennegrecido de tranquila rabia, la mujer suspiró lentamente. Una cosa blanca se había esparcido dentro de ella, blanca como un papel, débil como un papel, intensa como la blancura. La muerte zumbaba en sus oídos. Nuevos pasos del búfalo la devolvieron a sí misma, y con un nuevo y largo suspiro, ella regresó a la superficie. No sabía dónde había estado. Estaba de pie, muy débil, emergiendo de aquella cosa blanca y remota en donde había estado.
Y nuevamente miró al búfalo.
El búfalo ahora más grande. El búfalo negro. Ah, dijo de repente, con dolor. El búfalo de espaldas a ella, inmóvil. El rostro blanquecino de la mujer no sabía cómo llamar. ¡Ah!, dijo provocándolo. ¡Ah!, dijo ella. Su rostro estaba cubierto de mortal blancura, el rostro súbitamente enflaquecido era de pureza y veneración. ¡Ah!, lo instigó con los dientes apretados. Pero de espaldas a ella, el búfalo permanecía enteramente inmóvil.
Cogió una piedra del suelo y la arrojó dentro del cerco. La inmovilidad del torso, más negro aún, se aquietó: la piedra rodó, inútil.
¡Ah!, dijo sacudiendo las rejas. Aquella cosa blanca se esparcía dentro de ella, viscosa como la saliva. El búfalo, siempre, de espaldas.
Ah, dijo. Pero esa vez porque dentro de ella se escurría finalmente un primer hilo de sangre negra.
El primer instante fue de dolor. Como si para que corriese esa sangre se hubiese contraído el mundo. Se quedó de pie, escuchando gotear como una gruta aquel primer aceite amargo, la hembra despreciada. Su fuerza todavía estaba presa entre rejas, pero una cosa incomprensible y caliente, incomprensible, sucedía, una cosa como una alegría sentida en la boca. Entonces el búfalo se volvió hacia ella.
El búfalo se volvió, se inmovilizó, y a distancia la encaró.
Yo te amo, dijo ella entonces con odio hacia el hombre cuyo gran crimen impunible era el de no quererla. Yo te odio, dijo implorando amor al búfalo. Finalmente provocado, el gran búfalo se acercó sin prisa.
Él se aproximaba, el polvo se levantaba. La mujer esperó con los brazos caídos a lo largo del abrigo. Despacio éste se aproximaba. Ella no retrocedió ni un solo paso. Hasta que él llegó a las rejas y allí se detuvo. Allá estaban, el búfalo y la mujer frente a frente. Ella no miró la cara, ni la boca, ni los cuernos. Miró sus ojos.
Y los ojos del búfalo, los ojos miraron sus ojos. Y fue intercambiada una palidez tan honda que la mujer se entorpeció adormecida. De pie, en un sueño profundo. Ojos pequeños y rojos la miraban. Los ojos del búfalo. La mujer cabeceó sorprendida, lentamente meneaba la cabeza. El búfalo estaba tranquilo. Lentamente la mujer negaba con la cabeza, espantada por el odio con que el búfalo, calmo de odio, la miraba. Casi absuelta, meneando una cabeza incrédula, la boca entreabierta. Inocente, curiosa, entrando cada vez más hondo dentro de aquellos ojos que sin prisa la miraban, ingenua, con un suspiro de ensueño, sin querer ni poder huir, presa del mutuo asesinato. Presa como si su mano se hubiese pegado para siempre al puñal que ella misma había clavado. Presa, mientras resbalaba hechizada a lo largo de las rejas. En tan lento vértigo que antes de que el cuerpo golpeara suavemente, la mujer vio el cielo entero y un búfalo.
Laços de família (1960)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Macacos
(“Macacos”)
(Otro título en español: “Monos”)
A legião estrangeira (1964)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Macacos
(“Macacos”)
(Otro título en español: “Monos”)
A legião estrangeira (1964)
La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin sirvienta, se hacía cola para la carne, el calor había estallado; y fue cuando, muda de perplejidad, vi entrar en casa el regalo, ya comiendo un plátano, ya examinando todo con gran rapidez y una larga cola. Aunque parecía un monazo aún no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la soga, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de plátano a cualquier parte. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída en el patio de servicio, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi muchacho menor sabía, antes de saberlo yo, que me desharía del gorila: «¿Y si te prometo que un día el mono se va a enfermar y morir, lo dejas que se quede? ¿Y si supieras que de cualquier forma un día se va a caer de la ventana y morir allá abajo?». Mis sentimientos desviaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del monazo pequeño me hacía irresponsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: muchachos del cerro aparecieron con un barullo feliz, se llevaron al hombre que reía, y, en el desvitalizado Año Nuevo, conseguí al menos una casa sin macaco.
Un año después, acababa yo de tener una alegría, cuando allí, en Copacabana, vi el grupo de gente. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratuitamente me daban, imaginé una cadena de alegría: «El que reciba ésta, que se la pase a otro», y el otro al otro, como un ruido en un rastro de pólvora. Y allí mismo compré a la que se llamaría Lisette.
Casi cabía en la mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de bahiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante eran también los ojos redondos.
En cuanto a ésta, era una mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de una tal delicadeza de huesos. De una tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raros cariños eran sólo mordidas leves que no dejaban marca.
Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y de qué modo era nuestra. «Un poco demasiado suave», pensé con nostalgia de mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: «Pero eso no es dulzura. Esto es muerte». La frialdad de la comunicación me dejó inmóvil. Después les dije a los chicos: «Lisette se está muriendo». Mirándola, advertí entonces hasta qué grado de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera sala de auxilios, donde el médico no podía atender porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi —Lisette piensa que está paseando, mamá—, otro hospital. Allá le dieron oxígeno.
Y con el soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. De ojos mucho menos redondos, más secretos, más risueños y en la cara prognata y burda una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron ganas de decir que apenas soportaba ser mona; pero lo era, y mucho tendría que contar. No obstante, en seguida volvía a sucumbir, exhausta. Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuyo piquete reaccionó con un golpecito colérico, de pulsera que tintinea. El enfermero sonrió: «Lisette, mi bien, ¡sosiégate!».
El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviera oxígeno a la mano y, aun así, era improbable. «No se debe comprar un mono en la calle», me censuró moviendo la cabeza, «a veces ya viene enfermo». No, se tenía que comprar una mona determinada, saber el origen, tener por lo menos cinco años de garantía del amor, saber lo que había hecho o no, como si fuera para casarse. Consulté un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: «Le está gustando mucho Lisette. Pues si la deja pasar unos días cerca del oxígeno, en cuanto se cure, es suya». Pero él pensaba. «¡Lisette es bonita!», imploré. «Es linda», concordó él, pensativo. Después suspiró y dijo: «Si curo a Lisette, es suya». Nos fuimos con la servilleta vacía.
Al día siguiente llamaron por teléfono, y yo avisé a los chicos de que Lisette había muerto. El menor me preguntó: «¿Te parece que se murió con los aretes puestos?». Yo dije que sí. Una semana después, el mayor me dijo: «¡Te pareces tanto a Lisette!». «Yo también te quiero», respondí.
Un año después, acababa yo de tener una alegría, cuando allí, en Copacabana, vi el grupo de gente. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratuitamente me daban, imaginé una cadena de alegría: «El que reciba ésta, que se la pase a otro», y el otro al otro, como un ruido en un rastro de pólvora. Y allí mismo compré a la que se llamaría Lisette.
Casi cabía en la mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de bahiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante eran también los ojos redondos.
En cuanto a ésta, era una mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de una tal delicadeza de huesos. De una tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raros cariños eran sólo mordidas leves que no dejaban marca.
Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y de qué modo era nuestra. «Un poco demasiado suave», pensé con nostalgia de mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: «Pero eso no es dulzura. Esto es muerte». La frialdad de la comunicación me dejó inmóvil. Después les dije a los chicos: «Lisette se está muriendo». Mirándola, advertí entonces hasta qué grado de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera sala de auxilios, donde el médico no podía atender porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi —Lisette piensa que está paseando, mamá—, otro hospital. Allá le dieron oxígeno.
Y con el soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. De ojos mucho menos redondos, más secretos, más risueños y en la cara prognata y burda una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron ganas de decir que apenas soportaba ser mona; pero lo era, y mucho tendría que contar. No obstante, en seguida volvía a sucumbir, exhausta. Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuyo piquete reaccionó con un golpecito colérico, de pulsera que tintinea. El enfermero sonrió: «Lisette, mi bien, ¡sosiégate!».
El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviera oxígeno a la mano y, aun así, era improbable. «No se debe comprar un mono en la calle», me censuró moviendo la cabeza, «a veces ya viene enfermo». No, se tenía que comprar una mona determinada, saber el origen, tener por lo menos cinco años de garantía del amor, saber lo que había hecho o no, como si fuera para casarse. Consulté un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: «Le está gustando mucho Lisette. Pues si la deja pasar unos días cerca del oxígeno, en cuanto se cure, es suya». Pero él pensaba. «¡Lisette es bonita!», imploré. «Es linda», concordó él, pensativo. Después suspiró y dijo: «Si curo a Lisette, es suya». Nos fuimos con la servilleta vacía.
Al día siguiente llamaron por teléfono, y yo avisé a los chicos de que Lisette había muerto. El menor me preguntó: «¿Te parece que se murió con los aretes puestos?». Yo dije que sí. Una semana después, el mayor me dijo: «¡Te pareces tanto a Lisette!». «Yo también te quiero», respondí.
A legião estrangeira (1964)
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o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El muerto en el mar de Urca
(“O morto no mar da Urca”)
Onde estivestes de noite (1974)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
El muerto en el mar de Urca
(“O morto no mar da Urca”)
Onde estivestes de noite (1974)
Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome mi vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y sólo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité para mí misma, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a contar un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, sólo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Sí: fue a bañarse al mar de Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo me baño en el mar con cuidado, no soy tonta, y sólo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. S. fue conmigo. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un muchacho joven a quien le gustaba bañarse en el mar. Por eso, fue una mañana de miércoles a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Al caserío blanco de Urca, a eso no le prestaba atención. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Sólo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, sólo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba de Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume demasiado intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Sólo se debe morir de muerte natural, nunca por un desastre, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé sólo mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi precioso vestido.
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité para mí misma, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a contar un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, sólo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Sí: fue a bañarse al mar de Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo me baño en el mar con cuidado, no soy tonta, y sólo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. S. fue conmigo. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un muchacho joven a quien le gustaba bañarse en el mar. Por eso, fue una mañana de miércoles a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Al caserío blanco de Urca, a eso no le prestaba atención. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Sólo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, sólo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba de Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume demasiado intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Sólo se debe morir de muerte natural, nunca por un desastre, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé sólo mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi precioso vestido.
Onde estivestes de noite (1974)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Las artimañas de doña Frozina
(“As maniganças de dona Frozina”)
(Otro título en español: “Las astucias de doña Frozina”)
Onde estivestes de noite (1974)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Las artimañas de doña Frozina
(“As maniganças de dona Frozina”)
(Otro título en español: “Las astucias de doña Frozina”)
Onde estivestes de noite (1974)
—También, con ese dinero raquítico...
Eso es lo que la viuda doña Frozina dice del montepío. Pero alcanza para comprar Leche de Rosas y tomar verdaderos baños con el líquido lechoso. Dicen que su piel es sensacional. Usa desde jovencita el mismo producto y tiene un olor a mamá.
Es muy católica y vive en las iglesias. Todo eso oliendo a Leche de Rosas. Como una niña. Quedó viuda a los veintinueve años. Y desde entonces, nada de hombres. Viuda a la moda antigua. Severa. Sin escote y siempre con mangas largas.
—Doña Frozina, ¿cómo pudo arreglárselas sin un hombre? —me gustaría preguntarle.
La respuesta sería:
—Astucias, hija mía, astucias.
Dicen de ella: mucha gente joven no tiene su espíritu. Ya anda en los setenta años, la excelentísima señora doña Frozina. Es buena suegra y óptima abuela. Fue buena paridera. Y continuó fructificando. A mí me gustaría tener una conversación seria con doña Frozina.
—Doña Frozina, ¿usted tiene algo que ver con doña Flor y sus tres maridos?
—¡Qué dice, amiga mía, qué gran pecado! Soy viuda virgen, hija mía.
Su marido se llamaba Epaminondas, y de apellido, Mozo.
Oiga, doña Frozina, hay nombres peores que el suyo. Conozco a una que se llama Flor de Lis, y como encontraron malo el nombre, le dieron un apellido peor: Miñora. Casi Miñoca. ¿Y aquellos padres que llamaron a sus hijos Brasil, Argentina, Colombia, Bélgica y Francia? Por lo menos, usted escapó de ser un país. La señora y sus astucias. «Se gana poco», dice, «pero es divertido».
¿Divertido? ¿Entonces no conoce el dolor? ¿Fue evitando el dolor a lo largo de la vida? Sí, señora, con mis astucias lo fui evitando.
Doña Frozina no bebe Coca-Cola. Le parece demasiado moderna.
—¡Pero todo el mundo la toma!
—¡Por Dios! Parece insecticida para cucarachas, Dios me libre y me guarde.
Pero si le encuentra gusto al remedio es porque ya la probó.
Doña Frozina usa el nombre de Dios más de lo que debiera. No se debe usar el nombre de Dios en vano. Pero con ella no va esa ley.
Y ella se agarra a los santos. Los santos ya están hartos de ella, de tanto que abusa. De «Nuestra Señora» ni hablar; la madre de Jesús no tiene sosiego. Y, como viene del Norte, vive diciendo: «¡Virgen María!» a cada sorpresa. Y son muchas sus sorpresas de viuda ingenua.
Doña Frozina rezaba todas las noches. Hacía una oración para cada santo. Pero entonces ocurrió el desastre: se durmió a la mitad.
—Doña Frozina, ¡qué horrible, dormirse en medio del rezo y dejar a los santos así, sin más!
Ella contestó con un gesto de mano de despreocupación:
—Ah, hija, que cada uno agarre el suyo.
Tuvo un sueño muy raro: soñó que veía al Cristo del Corcovado (¿dónde estaban los brazos abiertos?; estaban bien cruzados) y el Cristo estaba hastiado, como si dijera: ustedes, arréglenselas, yo estoy harto. Era un pecado, ese sueño.
Doña Frozina, llena de artimañas. Quédese con su Leche de Rosas, Io me ne vado. (¿Es así como se dice en italiano cuando alguien se quiere ir?) Doña Frozina, excelentísima señora, quien está harta de usted soy yo. Adiós, pues. Me dormí en medio del rezo.
Eso es lo que la viuda doña Frozina dice del montepío. Pero alcanza para comprar Leche de Rosas y tomar verdaderos baños con el líquido lechoso. Dicen que su piel es sensacional. Usa desde jovencita el mismo producto y tiene un olor a mamá.
Es muy católica y vive en las iglesias. Todo eso oliendo a Leche de Rosas. Como una niña. Quedó viuda a los veintinueve años. Y desde entonces, nada de hombres. Viuda a la moda antigua. Severa. Sin escote y siempre con mangas largas.
—Doña Frozina, ¿cómo pudo arreglárselas sin un hombre? —me gustaría preguntarle.
La respuesta sería:
—Astucias, hija mía, astucias.
Dicen de ella: mucha gente joven no tiene su espíritu. Ya anda en los setenta años, la excelentísima señora doña Frozina. Es buena suegra y óptima abuela. Fue buena paridera. Y continuó fructificando. A mí me gustaría tener una conversación seria con doña Frozina.
—Doña Frozina, ¿usted tiene algo que ver con doña Flor y sus tres maridos?
—¡Qué dice, amiga mía, qué gran pecado! Soy viuda virgen, hija mía.
Su marido se llamaba Epaminondas, y de apellido, Mozo.
Oiga, doña Frozina, hay nombres peores que el suyo. Conozco a una que se llama Flor de Lis, y como encontraron malo el nombre, le dieron un apellido peor: Miñora. Casi Miñoca. ¿Y aquellos padres que llamaron a sus hijos Brasil, Argentina, Colombia, Bélgica y Francia? Por lo menos, usted escapó de ser un país. La señora y sus astucias. «Se gana poco», dice, «pero es divertido».
¿Divertido? ¿Entonces no conoce el dolor? ¿Fue evitando el dolor a lo largo de la vida? Sí, señora, con mis astucias lo fui evitando.
Doña Frozina no bebe Coca-Cola. Le parece demasiado moderna.
—¡Pero todo el mundo la toma!
—¡Por Dios! Parece insecticida para cucarachas, Dios me libre y me guarde.
Pero si le encuentra gusto al remedio es porque ya la probó.
Doña Frozina usa el nombre de Dios más de lo que debiera. No se debe usar el nombre de Dios en vano. Pero con ella no va esa ley.
Y ella se agarra a los santos. Los santos ya están hartos de ella, de tanto que abusa. De «Nuestra Señora» ni hablar; la madre de Jesús no tiene sosiego. Y, como viene del Norte, vive diciendo: «¡Virgen María!» a cada sorpresa. Y son muchas sus sorpresas de viuda ingenua.
Doña Frozina rezaba todas las noches. Hacía una oración para cada santo. Pero entonces ocurrió el desastre: se durmió a la mitad.
—Doña Frozina, ¡qué horrible, dormirse en medio del rezo y dejar a los santos así, sin más!
Ella contestó con un gesto de mano de despreocupación:
—Ah, hija, que cada uno agarre el suyo.
Tuvo un sueño muy raro: soñó que veía al Cristo del Corcovado (¿dónde estaban los brazos abiertos?; estaban bien cruzados) y el Cristo estaba hastiado, como si dijera: ustedes, arréglenselas, yo estoy harto. Era un pecado, ese sueño.
Doña Frozina, llena de artimañas. Quédese con su Leche de Rosas, Io me ne vado. (¿Es así como se dice en italiano cuando alguien se quiere ir?) Doña Frozina, excelentísima señora, quien está harta de usted soy yo. Adiós, pues. Me dormí en medio del rezo.
P. D. Busque en el diccionario lo que quiere decir maniganças. Pero le adelanto el trabajo. Manigança: prestidigitación; maniobra misteriosa; artes de encantamiento. (Del Pequeño diccionario brasileño de la Lengua portuguesa.) Un detalle antes de acabar:
Doña Frozina, cuando era pequeña, allá, en Sergipe, comía en cuclillas detrás de la puerta de la cocina. No se sabe por qué.
Onde estivestes de noite (1974)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Mejor que arder
(“Melhor do que arder”)
A via crucis do corpo (1974)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Mejor que arder
(“Melhor do que arder”)
A via crucis do corpo (1974)
Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin protestar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la ostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
—Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían de ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
—¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
—Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara otro año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia norteña8 le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua Caxambú. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua Caxambú. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si fueran al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver los dos una película y no pusieron la más mínima atención. En la película, estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella, con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
—Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
—Sí —le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia, el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron su luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin protestar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la ostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
—Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían de ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
—¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
—Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara otro año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia norteña8 le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua Caxambú. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua Caxambú. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si fueran al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver los dos una película y no pusieron la más mínima atención. En la película, estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella, con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
—Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
—Sí —le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia, el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron su luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
A via crucis do corpo (1974)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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- Mensaje n°852
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
"Pero, a la luz de la sala, las rosas estaban en toda su completa y tranquila belleza.
Nunca vi rosas tan bonitas, pensó con curiosidad. Y como si no acabara de pensar justamente eso, vagamente consciente de que acababa de pensar justamente eso y pasando rápidamente por encima de la confusión de reconocerse un poco fastidiosa, pensó en una etapa más nueva de la sorpresa: «Sinceramente, nunca vi rosas tan bonitas». Las miró con atención. Pero la atención no podía mantenerse mucho tiempo como simple atención, en seguida se transformaba en suave placer, y ella no conseguía ya analizar las rosas, estaba obligada a interrumpirse con la misma exclamación de curiosidad sumisa: ¡Qué lindas son!"
Nunca vi rosas tan bonitas, pensó con curiosidad. Y como si no acabara de pensar justamente eso, vagamente consciente de que acababa de pensar justamente eso y pasando rápidamente por encima de la confusión de reconocerse un poco fastidiosa, pensó en una etapa más nueva de la sorpresa: «Sinceramente, nunca vi rosas tan bonitas». Las miró con atención. Pero la atención no podía mantenerse mucho tiempo como simple atención, en seguida se transformaba en suave placer, y ella no conseguía ya analizar las rosas, estaba obligada a interrumpirse con la misma exclamación de curiosidad sumisa: ¡Qué lindas son!"
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- Mensaje n°853
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Esa misma noche había tartamudeado una oración para Dios y para sí misma: alivia mi alma, haz que sienta que Tu mano está unida a la mía, haz que sienta que la muerte no existe porque en verdad ya estamos en la eternidad, haz que sienta que amar es no morir, que la entrega de uno mismo no significa la muerte y sí la vida, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no Te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, haz que reciba el mundo sin miedo, pues para ese mundo incomprensible fuimos creados y nosotros mismos también incomprensibles, entonces es cuando hay una conexión entre ese misterio del mundo y el nuestro, pero esa conexión no está clara para nosotros mientras queramos entenderla, bendíceme para que viva con alegría el pan que como, el sueño que duermo, haz que tenga caridad y paciencia conmigo misma, amén.
Aprendizaje o el libro de los placeres
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- Mensaje n°854
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Soy una persona muy ocupada: me encargo del mundo. Cada día miro desde la terraza el trozo de playa y el mar, y veo a veces que la espuma parece más blanca y que a veces por la noche las aguas avanzan inquietas, lo veo por las marcas que las olas han dejado en la arena.Miro los almendros de mi calle. Presto atención al cielo por la noche, antes de dormirme y encargarme del mundo en forma de sueño, para ver si de noche el cielo está estrellado y es azul marino, porque en ciertas noches en vez de negro parece azul marino. El cosmos me da mucho trabajo, sobre todo porque veo que Dios es el cosmos. De eso
me encargo con alguna reticencia.
Aprendiendo a vivir.
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- Mensaje n°855
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
UN MOMENTO DE DESÁNIMO
En algún punto debe de haber un error: es que al escribir, por más que me exprese, tengo la sensación de nunca haberme expresado en verdad. A tal punto eso me desalienta que me parece, ahora, haber pasado a concentrarme más en querer expresarme que en la expresión misma. Sé que es una manía muy pasajera. Pero, de cualquier forma, intentaré lo siguiente: una especie de silencio. Aun cuando siga escribiendo, usaré el
silencio. Y, si existiera lo que se llama expresión, que se exhale de lo que soy. Ya no va a ser más: “Me expreso, luego soy”. Será: “Soy, luego soy”.
Descubrimientos
En algún punto debe de haber un error: es que al escribir, por más que me exprese, tengo la sensación de nunca haberme expresado en verdad. A tal punto eso me desalienta que me parece, ahora, haber pasado a concentrarme más en querer expresarme que en la expresión misma. Sé que es una manía muy pasajera. Pero, de cualquier forma, intentaré lo siguiente: una especie de silencio. Aun cuando siga escribiendo, usaré el
silencio. Y, si existiera lo que se llama expresión, que se exhale de lo que soy. Ya no va a ser más: “Me expreso, luego soy”. Será: “Soy, luego soy”.
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- Mensaje n°856
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Pero hubo un carnaval diferente de los demás. Tan milagroso que yo no podía creer que me hubiese sido dado, a mí, que ya había aprendido a pedir poco. Sucedió que la madre de una amiga mía había decidido disfrazar a su hija y el nombre del disfraz en el figurín era rosa. Para eso había comprado hojas y hojas de papel crepé color rosa con las que, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo contemplaba cómo el disfraz iba creándose y tomando forma. Aunque
el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bellos que había visto.
Entonces sucedió, por casualidad, lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la madre de mi amiga —tal vez atendiendo a mi muda petición, a mi muda desesperación de pura envidia, o tal vez por pura bondad, ya que había sobrado papel— decidió hacer también para mí un disfraz de rosa con el material restante. En aquel carnaval, pues, por primera vez en mi vida yo tendría lo que siempre había deseado: ser otra, diferente de mí misma.
Aprendiendo a vivir.
el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bellos que había visto.
Entonces sucedió, por casualidad, lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la madre de mi amiga —tal vez atendiendo a mi muda petición, a mi muda desesperación de pura envidia, o tal vez por pura bondad, ya que había sobrado papel— decidió hacer también para mí un disfraz de rosa con el material restante. En aquel carnaval, pues, por primera vez en mi vida yo tendría lo que siempre había deseado: ser otra, diferente de mí misma.
Aprendiendo a vivir.
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- Mensaje n°857
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Había días así, en que ella comprendía muy bien y veía tanto que terminaba con una suave y atontada embriaguez, casi ansiosa, como si sus percepciones sin pensamientos se arrastraran en brillante y dulce torbellino para dónde, para dónde.
Poco después, mirando, desmayando, pegando, respirando, esperando, ella se iba ligando más profundamente a lo que existía y teniendo placer; poco después sin palabras, subcomprendía las cosas. Sin saber por qué, entendía, y la sensación íntima era la de contacto, de existencia mirando y
siendo mirada.
La lámpara.
Poco después, mirando, desmayando, pegando, respirando, esperando, ella se iba ligando más profundamente a lo que existía y teniendo placer; poco después sin palabras, subcomprendía las cosas. Sin saber por qué, entendía, y la sensación íntima era la de contacto, de existencia mirando y
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- Mensaje n°858
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
María Lua:
El último video no está disponible. He venido en diferentes oportunudades...
Muy bueno todo!!
Besitos
El último video no está disponible. He venido en diferentes oportunudades...
Muy bueno todo!!
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- Mensaje n°859
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Esta é uma confissão de amor: amo a língua portuguesa. Ela não é fácil. Não é maleável. E, como não foi profundamente trabalhada pelo pensamento, a sua tendência é a de não ter sutilezas e de reagir às vezes com um verdadeiro pontapé contra os que temerariamente ousam transformá-la numa linguagem de sentimento e de alerteza. E de amor. A língua portuguesa é um verdadeiro desafio para quem escreve. Sobretudo para quem escreve tirando das coisas e das pessoas a primeira capa de superficialismo.
— Clarice Lispector, em “A descoberta do mundo”. Rio de Janeiro: Rocco, 1999.
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- Mensaje n°860
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Volviendo a mi cansancio, estoy cansada de que tanta gente me encuentre simpática. Quiero a los que me encuentran antipática porque con ésos tengo afinidad: tengo profunda antipatía por mí.
¿Qué haré de mí? Casi nada. No voy a escribir más libros. Porque si escribiera diría mis verdades tan duras que serían difíciles de soportar por mí y por los otros. Hay un límite en ser. Ya llegué a ese límite.
¿Qué haré de mí? Casi nada. No voy a escribir más libros. Porque si escribiera diría mis verdades tan duras que serían difíciles de soportar por mí y por los otros. Hay un límite en ser. Ya llegué a ese límite.
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- Mensaje n°861
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Misterio en São Cristovão
(“Mistério em São Cristóvão”)
Originalmente publicado en Alguns contos (1952);
reimpreso en Laços de família (1960)
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)
Misterio en São Cristovão
(“Mistério em São Cristóvão”)
Originalmente publicado en Alguns contos (1952);
reimpreso en Laços de família (1960)
Una noche de mayo —los jacintos rígidos cerca de la ventana— el comedor de una casa estaba iluminado y tranquilo.
Alrededor de la mesa, por un instante inmovilizados, se encontraban el padre, la madre, la abuela, tres niños y una jovencita delgada de diecinueve años. El rocío perfumado de São Cristóvão no era peligroso, pero la manera en que las personas se agrupaban en el interior de la casa tornaba arriesgado lo que no fuese el seno de una familia en una noche fresca de mayo.
Alrededor de la mesa, por un instante inmovilizados, se encontraban el padre, la madre, la abuela, tres niños y una jovencita delgada de diecinueve años. El rocío perfumado de São Cristóvão no era peligroso, pero la manera en que las personas se agrupaban en el interior de la casa tornaba arriesgado lo que no fuese el seno de una familia en una noche fresca de mayo.
No había nada de especial en la reunión: se acababa de cenar y se conversaba alrededor de la mesa, los mosquitos en torno a la luz. Lo que hacía particularmente opulenta la cena, y tan abierto el rostro de cada persona, es que después de muchos años finalmente casi se palpaba el progreso en esa familia: pues en una noche de mayo, después de la cena, he aquí que los niños han ido diariamente a la escuela, el padre mantiene los negocios, la madre trabajó durante años en los partos y en la casa, la jovencita se está equilibrando en la delicadeza de su edad, y la abuela alcanzó un modo de estar.
Sin darse cuenta, la familia miraba feliz la sala, vigilando el singular momento de mayo y su abundancia.
Después cada uno fue a su habitación. La anciana se tendió en la cama gimiendo con benevolencia. El padre y la madre, cerradas todas las puertas, se acostaron pensativos y se durmieron. Los tres niños, escogiendo las posiciones más difíciles, se durmieron en tres camas como en tres trapecios. La jovencita, con su camisón de algodón, abrió la puerta del cuarto y respiró todo el jardín con insatisfacción y felicidad.
Después cada uno fue a su habitación. La anciana se tendió en la cama gimiendo con benevolencia. El padre y la madre, cerradas todas las puertas, se acostaron pensativos y se durmieron. Los tres niños, escogiendo las posiciones más difíciles, se durmieron en tres camas como en tres trapecios. La jovencita, con su camisón de algodón, abrió la puerta del cuarto y respiró todo el jardín con insatisfacción y felicidad.
Perturbada por la humedad olorosa, se acostó prometiéndose para el día siguiente una actitud enteramente nueva que estremeciera los jacintos e hiciera que las frutas se conmovieran en las ramas, y en medio de sus meditaciones se durmió.
Pasaron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas —los niños suspendidos en el sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres cansados, la jovencita adormecida en mitad de su meditación—, se abrió la casa de una esquina y de allí salieron tres enmascarados.
Pasaron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas —los niños suspendidos en el sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres cansados, la jovencita adormecida en mitad de su meditación—, se abrió la casa de una esquina y de allí salieron tres enmascarados.
Uno era alto y tenía la cabeza de un gallo. Otro era gordo y estaba vestido de toro. Y el tercero, más joven, por falta de imaginación, se había disfrazado de caballero antiguo poniéndose una máscara de demonio, a través de la cual aparecían sus ojos cándidos. Los tres enmascarados cruzaron la calle en silencio.
Cuando pasaron por la casa oscura de la familia, el que era un gallo y era dueño de casi todas las ideas del grupo se detuvo y dijo: —Miren eso.
Los compañeros, que se habían vuelto pacientes por la tortura de la máscara, miraron y vieron una casa y un jardín. Sintiéndose elegantes y miserables, esperaron resignados que el otro completara su pensamiento. Finalmente el gallo agregó:
—Podemos recoger jacintos.
Los otros dos no respondieron. Aprovecharon la parada para examinarse desolados y buscar un medio de respirar mejor dentro de la máscara.
—Un jacinto para que cada uno lo prenda a su disfraz —concluyó el gallo.
El toro se agitó inquieto ante la idea de un adorno más para tener que protegerlo en la fiesta. Pero, pasado un instante en que los tres parecían pensar profundamente para decidir, sin que en verdad pensaran en nada, el gallo se adelantó, subió ágilmente por la reja y pisó la tierra prohibida del jardín. El toro lo siguió con dificultad. El tercero, a pesar de vacilar, de un salto se encontró en el propio centro de los jacintos, con un golpe débil que hizo que los tres aguardasen asustados: sin respirar, el gallo, el toro y el caballero del diablo escrutaron en la oscuridad. Pero la casa continuaba entre tinieblas y sapos. Y, en el jardín sofocado de perfume, los jacintos se estremecían inmunes.
Entonces el gallo avanzó. Podría agarrar el jacinto que estaba más próximo. Los mayores, no obstante, que se erguían cerca de una ventana —altos, duros, frágiles—, titilaban llamándolo. El gallo se dirigió hacia éstos de puntillas, y el toro y el caballero lo acompañaron. El silencio los vigilaba.
Apenas había quebrado el tallo del jacinto mayor, el gallo se interrumpió, helado. Los otros dos se detuvieron con un suspiro que los sumergió en el ensueño.
Detrás del vidrio oscuro de la ventana había un rostro blanco, mirándolos.
El gallo se inmovilizó en el gesto de quebrar el jacinto. El toro quedó con las manos todavía levantadas. El caballero, exangüe bajo la máscara, había rejuvenecido hasta encontrar la infancia y su horror. El rostro detrás de la ventana, miraba. Ninguno de los cuatro sabría quién era el castigo del otro. Los jacintos cada vez más blancos en la oscuridad. Paralizados, ellos se miraban.
La simple aproximación de cuatro máscaras en una noche de mayo parecía haber repercutido en huecos recintos, y otros más, y otros más que, sin un instante en el jardín quedarían para siempre en ese perfume que hay en el aire y en la permanencia de cuatro naturalezas que el azar había indicado, señalando lugar y hora: el mismo azar preciso de una estrella candente.
Los cuatro, venidos de la realidad, habían caído en las posibilidades que hay en una noche de mayo en São Cristóvão. Cada planta húmeda, cada cascote, los sapos roncos aprovechaban la silenciosa confusión para situarse en mejor lugar..., todo en la oscuridad era muda aproximación. Caídos en la celada, ellos se miraban aterrorizados: había sido saltada la naturaleza de las cosas y las cuatro figuras se miraban con alas abiertas. Un gallo, un toro, el demonio y un rostro de muchacha habían desatado la magia del jardín... Fue cuando la gran luna de mayo apareció.
Era un toque peligroso para las cuatro imágenes. Tan arriesgado que, sin un sonido, cuatro mudas visiones retrocedieron sin desviar la vista, temiendo que en el momento en que no aprisionaran por la mirada nuevos territorios distantes fuesen heridos, y que, después de la silenciosa caída, quedaran los jacintos dueños del tesoro del jardín. Ningún espectro vio desaparecer a otro porque todos se retiraron al mismo tiempo, lentamente, de puntillas.
Y apenas se había roto el círculo mágico de los cuatro, libres de la mutua vigilancia, la constelación se deshizo con horror: tres sombras saltaron como gatos las rejas del jardín, y otra, temblorosa y agrandada, se alejó de espaldas hasta el marco de una puerta, de donde con un grito se echó a correr.
Los tres caballeros enmascarados, que por funesta idea del gallo pretendían constituirse en una sorpresa en un baile alejado del carnaval, fueron un éxito en medio de la fiesta ya comenzada. La música se interrumpió y los bailarines todavía enlazados, en medio de las risas, vieron a tres máscaras ansiosas pararse a la puerta como indigentes.
Por fin, después de varios intentos, los invitados tuvieron que abandonar el deseo de convertirlos en reyes de la fiesta porque, asustados, los tres no se separaban: un alto, un gordo y un joven, un gordo, un joven y un alto, desequilibrio y unión, los rostros sin palabras debajo de tres máscaras que vacilaban, independientes.
Mientras tanto, la casa de los jacintos se había iluminado toda. La jovencita estaba sentada en la sala. La abuela, con los cabellos blancos trenzados, sujetaba un vaso de agua, la madre alisaba los cabellos oscuros de la hija, mientras el padre recorría la casa. La jovencita no sabía explicar nada: parecía haberlo dicho todo con su grito. Su rostro se había empequeñecido, claro: toda la construcción laboriosa de su edad se había deshecho, ella era nuevamente una niña.
Pero en la imagen rejuvenecida de más de una época, para horror de la familia, había aparecido un hilo blanco entre los cabellos de la frente. Como persistiera en mirar en dirección a la ventana, la dejaron reposar sentada y, con candelabros en la mano, estremeciéndose de frío bajo el camisón, salieron de expedición por el jardín.
En breve las velas derramaban su luz bailando en la oscuridad. Trepadoras aclaradas se encogían, los sapos saltaban iluminados entre los pies, los frutos se desmoronaban por un instante entre las hojas. El jardín, despertando de su sueño, por momentos se engrandecía, por momentos se extinguía; las mariposas volaban sonámbulas. Finalmente la anciana, buena conocedora de los canteros, señaló la única marca visible en el jardín que se rehuía: el jacinto aún vivo, roto por el tallo... Entonces era verdad: algo había sucedido. Volvieron, iluminaron toda la casa y pasaron el resto de la noche esperando.
Solamente los tres niños aún dormían profundamente.
La jovencita poco a poco fue recuperando su edad. Solamente ella vivía sin escrutarlo todo. Pero los otros, que nada habían visto, se volvieron atentos e inquietos. Y como el progreso en aquella familia era frágil producto de muchos cuidados y de algunas mentiras, todo se deshizo y tuvo que rehacerse casi desde el comienzo: la abuela nuevamente pronta a ofenderse, el padre y la madre fatigados, los niños insoportables, toda la casa pareciendo esperar que una vez más la brisa de la opulencia soplase después de una cena. Lo que quizá sucedería en otra noche de mayo.
Alguns contos (1952)
Laços de família (1960)
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"Ser como un verso volando
o un ciego soñando
y en ese vuelo y en ese sueño
compartir contigo sol y luna,
siendo guardián en tu cielo
y tren de tus ilusiones."
(Hánjel)
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°862
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él volvería, porque ella era la más fuerte.
Relatos
“El triunfo” Ver menos
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°863
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Existe un ser que vive dentro de mí como si fuera su casa, y lo es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de completamente salvaje —pues nunca vivió en nadie ni jamás le pusieron riendas ni silla— a pesar de completamente salvaje tiene por eso mismo una dulzura primera de quien no tiene miedo: come a veces de mi mano. Su hocico es húmedo y
fresco. Yo beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que escoja otra casa que no tenga miedo de lo que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que él no tiene nombre: basta llamarlo y responde. O no responde, pero una vez llamado con dulzura y autoridad él viene. Si olisquea y siente que un cuerpo es libre, trota sin ruidos y viene. Aviso también que no se debe temer su relincho: una se equivoca y cree que es una la que relincha de placer o de
cólera.
fresco. Yo beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que escoja otra casa que no tenga miedo de lo que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que él no tiene nombre: basta llamarlo y responde. O no responde, pero una vez llamado con dulzura y autoridad él viene. Si olisquea y siente que un cuerpo es libre, trota sin ruidos y viene. Aviso también que no se debe temer su relincho: una se equivoca y cree que es una la que relincha de placer o de
cólera.
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°864
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Sou o que se chama de pessoa impulsiva. Como descrever? Acho que assim: vem-me uma ideia ou um sentimento e eu, em vez de refletir sobre o que me veio, ajo quase que imediatamente. O resultado tem sido meio a meio: às vezes acontece que agi sob uma intuição dessas que não falham, às vezes erro completamente, o que prova que não se tratava de intuição, mas de simples infantilidade.
Trata-se de saber se devo prosseguir nos meus impulsos. E até que ponto posso controlá-los. […] Deverei continuar a acertar e a errar, aceitando os resultados resignadamente? Ou devo lutar e tornar-me uma pessoa mais adulta? E também tenho medo de tornar-me adulta demais: eu perderia um dos prazeres do que é um jogo infantil, do que tantas vezes é uma alegria pura. Vou pensar no assunto. E certamente o resultado ainda virá sob a forma de um impulso. Não sou madura bastante ainda. Ou nunca serei
Trata-se de saber se devo prosseguir nos meus impulsos. E até que ponto posso controlá-los. […] Deverei continuar a acertar e a errar, aceitando os resultados resignadamente? Ou devo lutar e tornar-me uma pessoa mais adulta? E também tenho medo de tornar-me adulta demais: eu perderia um dos prazeres do que é um jogo infantil, do que tantas vezes é uma alegria pura. Vou pensar no assunto. E certamente o resultado ainda virá sob a forma de um impulso. Não sou madura bastante ainda. Ou nunca serei
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cecilia gargantini- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°865
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Existe un ser que vive dentro de mí como si fuera su casa, y lo es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de completamente salvaje —pues nunca vivió en nadie ni jamás le pusieron riendas ni silla— a pesar de completamente salvaje tiene por eso mismo una dulzura primera de quien no tiene miedo: come a veces de mi mano.
Siempre me gustó la fuerza de Lispector!!!!!!!!!!!!!!! Es como si en este fragmento se definiera.
Gracias Lua, me interesó mucho. Besossss
Siempre me gustó la fuerza de Lispector!!!!!!!!!!!!!!! Es como si en este fragmento se definiera.
Gracias Lua, me interesó mucho. Besossss
Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°866
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Gracias a ti, Cecilia.
Clarice es mi escritora preferida.
Sí, mi fuerza está en la soledad. No tengo miedo ni de lluvias tempestuosas ni de grandes vendavales desatados, pues yo también soy la oscuridad de la noche. Aunque no aguante oír ni silbidos ni pasos en la oscuridad. ¿Oscuridad? Me acuerdo de una novia que tuve: era una muchacha-mujer y con qué oscuridad dentro del cuerpo. Nunca la olvidé: jamás se olvida a una persona con la que se durmió. El acontecimiento queda tatuado, marcado a fuego en carne viva y todos los que perciben el estigma huyen con horror.
La hora de la estrella.
Clarice es mi escritora preferida.
Sí, mi fuerza está en la soledad. No tengo miedo ni de lluvias tempestuosas ni de grandes vendavales desatados, pues yo también soy la oscuridad de la noche. Aunque no aguante oír ni silbidos ni pasos en la oscuridad. ¿Oscuridad? Me acuerdo de una novia que tuve: era una muchacha-mujer y con qué oscuridad dentro del cuerpo. Nunca la olvidé: jamás se olvida a una persona con la que se durmió. El acontecimiento queda tatuado, marcado a fuego en carne viva y todos los que perciben el estigma huyen con horror.
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°867
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Había perdido aquel tiempo en que había tenido el tamaño de un bicho, y en el cual la comprensión era silenciosa como una mano que coge una cosa. Y también había perdido ya aquel momento en que, en lo alto del monte, solo le había faltado la palabra; todo había sido tan perfecto y tan casi humano que se dijo a sí mismo: «¡habla!». Y solo le faltó la palabra.
La manzana en la oscuridad
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°868
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Sólo que no quería ir con las manos vacías. Y como si le llevara una flor, escribió en un papel algunas palabras que le gustaran: «Existe un ser que vive dentro de mí como si fuese su casa, y es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de ser enteramente salvaje —pues nunca vivió antes en nadie ni jamás le pusieron riendas ni montura— a pesar de ser enteramente salvaje tiene por eso mismo una dulzura natural de quien no tiene miedo: come a veces en mi mano. Su hocico está húmedo y fresco. Beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que él elija otra casa y que esa otra casa no tenga miedo de aquello que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que no tiene nombre: basta llamarlo y se adivina su nombre. O no se adivina, pero, una vez llamado con dulzura y autoridad, acude. Si olfatea y siente que un cuerpo-casa está libre, trota silenciosamente y acude. Aviso también que no se debe temer su relincho: uno se engaña y piensa que es uno mismo el que está relinchando de placer o de cólera, uno se asusta con el exceso de dulzura de lo que es por primera vez»
Aprendizaje o el libro de los placeres.
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Amalia Lateano- Cantidad de envíos : 4342
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- Mensaje n°869
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
Gracia spor compartir la obra de Clarice Lispector. Ha sido una de las más brillantes escritoras, y Me atrapan sus textos. No he leído de manera completa nada más que " Un sopro de vida",
No puedo comprar libros en el exterior.
Sinceramente
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Maria Lua- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°870
Re: CLARICE LISPECTOR I ( ESCRITORA BRASILEÑA)
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Hoy a las 09:51 por Maria Lua
» CECILIA MEIRELES ( POETA BRASILEÑA)
Hoy a las 09:47 por Maria Lua
» MARIO QUINTANA ( Brasil: 30/07/1906 -05/05/1994)
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» CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE (Brasil, 31/10/ 1902 – 17/08/ 1987)
Hoy a las 09:43 por Maria Lua
» Luís Vaz de Camões (c.1524-1580)
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» JULIO VERNE (1828-1905)
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» VICTOR HUGO (1802-1885)
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