(cont.)
La guerra civil prosigue impiadosa. Miguel Hernández pasa unos días en Valencia en el mes de febrero y tiempo después es des-tinado al Altavoz del Frente en el sur. Ahora está con el coman-dante Carlos y vienen juntos a Jaén. El amor sigue llamándole. Y el 9 de marzo de 1937, en Orihuela, se celebra por fin el tan anhelado matrimonio. No hubo ceremonias religiosas. Un simple acto consumó el enlace; la presencia de algunos familiares y otros pocos amigos dio la nota de recogida algarabía. Pasan la primera noche en Alicante, de paso para Jaén.
Ya en Jaén nadie ignora la presencia de la pareja, risueña como estallidos de ramos, de rosas. Su alegría echa perfumes en la habitación de bodas, flores en el lecho, lecho de tantas ternuras que quedará gravado en la ardiente imaginación del poeta. ¡Cómo le apareció todo tan claro en esa hora! En un abrir y cerrar de ojos, los sinsabores pasados se esfumaron. En Jaén, Josefina solía sentarse en la máquina de escribir y él le dictaba, entre soldados, largas frases de amor. Paseaban frecuentemente por el campo. Parece que, por una vez, nada va a turbar su regocijo.
Palomar del arrullo
fue la habitación.
Provocabas palomas
con el corazón.
Todas las sensaciones de esos años de espera se volatilizaron en pocas semanas: las turbadoras inquietudes, la fogosa fertilidad de sus deseos. Rescató en pocos días cielos de anhelosa búsqueda. Están, así lo creen, inseparablemente unidos ahora. Pero qué poco duraría esa alegría: la felicidad se les escapa pronto de entre las manos. Enmudece la risa loca de la pareja cuando Josefina recibe el llamado de su madre que cae enferma en Cox y para allá acude presurosa. La dichosa tregua se ha roto; infortunados nubarrones se ciernen nuevamente en el horizonte. Pronto recibe Miguel noticias inquietantes sobre el estado de la enferma. Acaso por presentir lo peor, o por un llamado de Josefina, mar-cha también a Cox. Cuando llega se encuentra con lo irremediable. Y Josefina, que siente ya un hijo en las entrañas, nunca olvidará con qué rostro demudado y trágico se arrojó Miguel sobre el cadáver de su madre, cubriéndola de besos. Así, entre una vida que va y otra que viene, el hogar humilde es cercenado por la fatalidad inesperada.
Hernández, macerado ya por tantas peripecias, tiene una vez más un gesto de hombría formidable: se hace cargo de las pequeñas que quedan huérfanas y en adelante las llamará "hijas" con su habitual derroche de ternura. Cuando acaban esos días luctuosos, sus deberes le llaman de nuevo y retorna a Jaén. Josefina queda en Cox, cuidando a sus hermanas. Ya no regresará a Jaén, pues Miguel, que la sabe grávida, decide que no regrese allá, donde "de vez en cuando bombardean".
El uno sin el otro otra vez, como al comienzo. Pronto debe marchar hacia Badajoz, al trasladarse el Altavoz del Frente a Castuera. Hubiera querido permanecer junto a su esposa, aunque ese deseo no le aparta del plan de vida que se ha trazado; acepta esa renuncia porque el sentido del deber prevalece en su conducta. Con una aguda satisfacción por el hijo que espera, escribe por esas fechas la "Carta del esposo soldado" en donde se traslucen las pasiones centrales de su vida: el amor y la lucha. Fluye su canto a la presión de una respiración regular que mana de lo más hondo de su pecho; confiante himno de fe en las claridades por encima de la penumbra incierta de las trincheras. Profesión de cariño entrañable en un emocionado rapto de aproximación a pesar de la distancia. Nada de lamentaciones plañideras por la separación obligada, nada del sollozo mártir que denote una flaqueza. La lucha tiene un alto sentido y él está en medio para cumplirla sin devaneos. Más que nunca ahora cobra significación ese combate, ahora que una luna creciente anuncia su hermosura en el vientre de la mujer amada. Por primera vez arroja de su poesía las obscuras premoniciones que solían turbarle las diafanidades. Todo lo que en él hay de ímpetu se agrupa en su boca.
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