CANCIONERO
FRANCESCO PETRARCA
PRIMERA PARTE
EN VIDA DE LAURA
(cont.)
LII
No a su amante Diana más placía
cuando, en parejo trance, su mirada
desnuda la encontró en el agua fría,
que a mí la pastorcilla despiadada,
mientras lavaba su gracioso velo,
que el rubio pelo esconda a la ventada:
tanto, que me hizo, cuando ardía el cielo,
sentir temblores su amoroso hielo.
LIII
Alma gentil que aquellos miembros riges
en que, peregrinando, halla morada
un señor sabio y lleno de coraje,
pues alcanzaste aquella vara honrada
con que a Roma y sus crímenes corriges,
y la encaminas a su antiguo viaje,
a ti te hablo, que no hay quien te aventaje
en virtud, que en el mundo ya no cuenta,
ni se avergüenza el que obra con malicia.
Qué espera no lo sé, ni qué codicia,
Italia, que su mal quizás no sienta:
ociosa, vieja y lenta,
¿no hay quien del sueño quiera despertarla?
Yo querría del pelo zarandearla.
Del perezoso sueño no confío
que salga, ni a llamadas haga caso,
pues es muy grande el peso que la doma;
mas no está entre tus brazos por acaso,
que sacudir y alzar pueden con brío,
nuestra cabeza, cuyo nombre es Roma.
La venerable cabellera toma,
y las trenzas, tejidas ya sin arte,
coge, y saca del fango a la indolente,
por la que lloro yo constantemente,
que en ti he puesto de fe mi mayor parte:
que si él pueblo de Marte
la vista hacia su honor alzase un día,
tal gracia, pienso, a ti te tocaría.
Los viejos muros que aún respeta y ama
y teme el mundo, cuando el tiempo andado
recuerda, y hacia atrás los ojos vuelve,
y las piedras que miembros han guardado
de los que nunca quedarán sin fama,
si antes la creación no se disuelve,
y todo aquello que una ruina envuelve,
por ti espera sanar de todo vicio.
¡Oh grandes Escipiones, Bruto honrado,
cuánto os agrada, si es ya manifiesto
allá en lo alto, el bien provisto oficio!
¡Y creo que Fabricio
el pecho alegre sentirá con ella!
Y dice: «Roma mía, aún serás bella.»
Y si lo que es de aquí cuenta en la altura,
las almas que en la eterna ciudad moran,
y el cuerpo abandonaron en la tierra,
del largo odio civil el fin te imploran,
debido al cual no hay gente ya segura,
y el camino a los templos se les cierra
que fueron tan devotos, y hoy, en guerra,
cuevas de bandoleros han sido hechos,
que sus puertas al bueno son cerradas
y, entre altares y estatuas despojadas,
se tratan crueldades y cohechos.
¡Ay, qué espantosos hechos!
No sin esquilas lánzase el asalto,
que para honrar a -Dios están en alto.
El tierno vulgo inerme, las llorosas
mujeres, los cansados viejecitos
que ya su larga vida están odiando;
negros, pardos y blancos frailecitos,
y otras gentes enfermas y anhelosas,
«¡Señor, auxilio, auxilio!», están gritando.
Y de los pobres el pasmado bando
te descubre sus carnes tan llagadas
que a Aníbal y a otros buenos los harían.
Si del solar de Dios no se desvían
tus ojos, pocas chispas inflamadas
ahogando, sosegadas
quedarían las llamas del mal celo,
y tu obra alabarían en el cielo.
Osos, lobos, leones y serpientes,
y águilas, con frecuencia causan grima
a una columna, y ellos se hacen daño;
y una dama gentil a ti se arrima
y llora, y quiere que extirpar intentes
los hierbajos que no dan flor hogaño.
Más que pasado está el milésimo año
desde que a aquellos grandes ha perdido
que donde estaba la pusieron antes.
¡Ay, gentes nuevas, más que petulantes,
que irreverentes con tal madre han sido!
Tú padre, tú marido:
todo socorro de tu mano atiende,
que el mayor padre en otro tajo entiende.
Sucede rara vez que empresas altas
la fortuna injuriosa no contraste,
que con los grandes hechos mal concuerda.
Ahora, evacuando el paso por do entraste,
me hace que le perdone graves faltas,
porque consigo misma aquí discuerda:
puesto que hasta ahora el mundo no recuerda
que hombre mortal tuviese libre vía
para lograr, cual tú, renombre eterno:
que puedes enmendar, si bien discierno,
a la más noble y alta monarquía.
Pues tu gloria sería,
si con otros contó joven y fuerte,
en su vejez, salvarla de la muerte.
Canción, sobre el Tarpeyo tú verás
a un caballero al que mi Italia honora,
más que a sí, al bien ajeno dedicado.
Dile: «Uno que tu rostro no ha mirado,
sino como el que oyendo se enamora,
dice que Roma ahora,
desde sus siete alcores, y llorando,
mercedes, sin cesar, te está implorando.»
(cont.)
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