LUÍS ROSALES
POEMAS
10.- LA CASA ESTÁ ENCENDIDA.
La tristeza es anterior al hombre, es la tierra del hombre,
y, mientras tanto,
la luna descansaba sobre las aguas de un mar abandonado,
abandonado, para siempre, allí
entre la barca sola y la escalera y la total extensión de las aguas
del mar, que era tan sólo una violeta
deshojando su forma
en los dorados ojos de luz hacia la tarde
que yo entonces miré por vez primera,
mientras el mar desataba y dejaba, una tras otra, todas sus
violetas
anocheciendo húmedamente en tus rodillas,
desdoloriendo aquella carne que, sangraba esperando.
Y yo recuerdo que le dije algo queriéndola vendar,
queriéndola de pronto irrestañablemente,
y ella me contestó :
No se preocupe:
me nacen arañazos cuando espero.
Y la volví a mirar. Vi que era bella,
que era indeleble y rubia como un agua con sol,
y que tenía
los ojos juntos y apretados como dentro de un beso,
como dentro de un labio que estuviera escribiéndoles
bajo una frente nueva cada día;
y vi que despertaba de algún dolor o de algún sueño
con la mirada titilante aún y restregándose los ojos
y entrecruzando la mirada con aquella sonrisa
que se borraba entre sus labios, que se escuchaba sonar aún sobre
sus labios,
igual que un paso que se aleja
y que se pierde, al fin, entre la lluvia.
...Y la volví a mirar. Y comprendí al mirarla
que, tras de la desnuda extensión de las aguas,
todo estaba desierto,
todo estaba vacío, lo mismo que una máscara que se empieza a
dormir,
y vi que el mundo parecía sonámbulo,
y un poco más pequeño que la tristeza de su voz,
que la tristeza que es anterior al hombre,
que la tristeza con que el muelle desierto comenzaba a vivir y se
extendía.
¿Sabes?
Me llamo Luis.
Y todo se hacía joven con la tristeza ebria y humanamente bautismal
del año nuevo,
y todo se hacía tuyo y hacia la juventud
de esas flores antiguas,
que, al reunirse, despiertan, súbitamente, con aroma
hacia la juventud de aquellos nombres que son tan sólo nombres,
y, sin embargo,
al contemplarse juntos trasparecen,
se encienden y se queman y recuerdan
algo que va a pasar, que nunca pasa y está pasando todavía;
¿Te llamas Luis?
Supongo
que no te llamarás para todos igual...
Y como iban moviéndose también; secándose también y emigrando las
aguas,
y como iba cayendo la sombra, sobre el mundo
y ya sólo existía aquel temblor a oscuras,
yo reuní, para ti, como en un ramo, a todas las palabras
verdaderas,
yo reuní todas las palabras,
y abrazándote entonces,
te puse para siempre,
te puse, para siempre, sobre los labios el nombre de María.
"Y puede ser que estemos todavía unos dentro de otros,"
y puede ser que habitemos aquella casa de la infancia
donde el latido del corazón tenía las mismas letras que la palabra
hermano;
y Gerardo...
-ya sabéis que Gerardo quería llegar a ser como un domingo
cuando fuera mayor-,
y aquella casa estaba viva siempre,
estaba ardiendo siempre durante varios años de juego indivisible,
de cielo indivisible,
de cielo con su tiempo indivisible y circular que comienza en
mañana,
y «quien te cuida, Luis»,
y puede ser que aquella casa siga aún creciendo sin paredes,
y puede ser que todos nos reunamos en ella,
ardiendo aún dentro de aquella casa,
dentro de aquella infancia,
en donde al patio de la sangre le llamábamos Pepa,
y en la cual, si llegaba el cansancio, le llamábamos noche todavía;
y «quién te cuida, Luis»,
y puede ser que yo sea niño,
«Pepa, Pepona; ven»,
y Pepona llegaba hacia nosotros con aquel alborozo de negra
en baño siempre,
con aquella alegría de madre con ventanas
que hablaban todas a la vez, para decirnos
que no hay tarde sin sol, ni luz que no caliente
las mieses y las manos,
«pero, Pepa; Pepona, ¿dónde estás?»,
y estaba siempre
tan morena de grasa
que parecía como una lámpara
vestida con aquel buen aceite tan pálido de la conformidad;
y era tan perezosa,
que sólo con sentarse
comenzaba a tener un gesto completamente inútil de pañuelo doblado,
de pañuelo de hierbas;
y vosotros recordaréis conmigo
que tenía un cuerpo grande y popular,
y una carne remisa y confluente
que le cambiaba de sitio acomodándose continuamente a su postura,
como cambian las focas, para poder andar, la forma de su cuerpo,
y vosotros sabéis todavía,
después de quieta siempre, era tan buena,
tan ingenua de leche confiada,
que muchas veces las avispas se le quedaban quietas en las manos,
y ahora está en una cama de carne de hospital
con el cuerpo en andrajos,
y vosotros sabéis, y Dios lo sabe, que se llamaba Pepa,
«pero, Pepona, ven, ¿cómo no vienes?»,
y vosotros sabéis
que todos los hermanos hemos vivido dentro de ella,
sin encontrar la puerta de salida
durante muchos años,
que sus manos han sido las paredes de la primera casa que tuvimos
durante muchos años,
hasta que al fin la casa grande,
la casa de la infancia fue cayéndose,
la casa de hora única, con una estancia sola de juego indivisible
de cielo indivisible,
se fue cayendo al fin, sobre nosotros, con la carne de Pepa,
se fue cayendo como ella, y agrietándose al fin
la casa de la infancia,
y dejó de volar el abejorro silabeante que reunía entre sus alas
nuestros labios,
y quedó sólo en pie la casa chica,
la casa que tenía
una luz inmediata de mármol en el patio,
la casa verdadera
-con salas y azulejos y penumbra de labio en el zaguán-,
en donde todos comenzamos a tener habitación individual
y nombre propio,
la casa que también comenzó con nosotros a enterrar a sus muertos,
la adolescencia triste y sin motivo,
la casa con cimiento,
donde se quema aún, donde se está quemando el alma sin arder
todavía.
(...)
Al día siguiente,
-hoy-
al llegar a mi casa -Altamirano, 34- era de noche,
y quién te cuida, ¿dime?; no llovía;
el cielo estaba limpio;
-«Buenas noches, don Luis» -dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
-sí, todas las ventanas-;
Gracias, Señor, la casa está encendida.
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