GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA
FTE.- CUBA CONTEMPORÁNEA
AÑO XIII
Tomo XXXVII. La Habana, febrero 1925. Núm. 146.
La Avellaneda, rica por nacimiento y criada en aquel ambiente,
en que, junto a las más preciadas costumbres domésticas
se adquiere una noción, vaga en detalles; pero profunda en síntesis
de la alta misión de la vida, con su naturaleza, mezcla de
dos sangres fuertes, la española y la cubana, consolidó la alta dirección
de sus principios.
Ella se enorgullecía, desde que tuvo uso de razón, de las altas
prendas morales de su padre y de la nobiliaria alcurnia materna,
y era bastante perspicaz para sentirse superior al común
de las gentes, entre cuya sociedad no encontraba aliciente bastante
para considerarse feliz.
De aquí viene inmediatamente la disociación entre lo consuetudinario
y lo selecto: ella se distingue por sus aficiones peculiares
y su aislamiento, a que el disgusto la obliga, y una especie
de aureola de superhombre que la hace pesante y reversa.
Se aficiona a los libros, pues que el alma, a veces, huye de
estar sola. Devoraba a la luz de la vela románticas historias y
libros de caballería, y fraguaba para su encanto no se qué raras
composiciones de héroes con los caracteres de los protagonistas
de las obras que leía.
En la soledad infantil que se creara, sólo tiene por amigas
a las Carmona: pequeñas extranjeras que vivían en su vecindario.
La adversidad pronto vino a herirla. A los nueve años de edad
sufre con la prematura muerte de su padre el primero de sus
más intensos dolores.
La madre, joven, respetada y rica, encuentra muy pronto un
nuevo companero en el también militar español Don Gaspar Escalada,
con quien contrajo nupcias, apenas muerto su primer esposo.
Los años pasaron, y ya eran los diez y siete en que Gertrudis
fué una señorita.
Era tal el prurito de raza en aquella legendaria y orguUosa
villa, que, por miedo a la innobleza del extranjero y a mezclar con
sangre espuria la sangre de la familia, contrataban desde la más
tierna infancia de los allegados, matrimonios entre ellos, y así,
fué un proyecto halagüeño el casarla con un primo.
Gertrudis tenía algo de María Stuardo: eso que se llama un
gran corazón, que puede querer a un tiempo mismo a Darnley y
a Rizzio. Ella se sentía halagada a las próximas bodas con el
pariente rico, guapo y bien nacido, y con la amistad o amor platónico
de un joven Loynaz, al que consideraba como el Romeo
tardíamente encontrado. (Romeo, porque los Arteaga y los Loynaz
hacía largos años que estaban divididos por un odio de abolengo.)
Mas, las cosas aclarándose, resultó que el noviazgo con el
primo vino a menos, y que, al fin, el compromiso fué roto. Entre
tanto, la pequeña Carmona, la única amiga de la infancia, le
llevaba a Loynaz entre sus hechizos...
Y sin el uno y sin el otro, de lo cual no guardaba sentimiento
porque a ninguno de los dos pudo ser constante su turbulento
espíritu, ambicioso de Amadises, a lo que, ni remotamente ellos
se acercaban, conservó un recuerdo amargo de los disgustos familiares
que le acarreó, con el primero, la ruptura de bodas, y
con el segundo, la conducta de la amiga...
La Avellaneda entonces empieza a elucubrar sobre la manera
de partir de aquella patria que no creía suya, porque no le
era propicia.
Su padre, cuando le sorprendió la muerte, tenía el propósito
de trasplantarse con su familia a Andalucía, temeroso de que las
aspiraciones políticas de los pueblos americanos dieran al traste,
con la nacionalidad española, al orden de cosas sociales.
La independencia de los pueblos de Sur América, la pérdida
de Santo Domingo, las hazañas de Tousaint Louverture, hicieron
temer al padre por el porvenir de los suyos, si seguían perma-
neciendo en Cuba. Así, al morir advirtió seriamente a su esposa
la necesidad de llevar al Viejo Mundo la tienda hogarina.
Las segundas nupcias de la Señora Arteaga y los tempranos
años de la hija, durmieron este deseo último del padre; mas,
cuando a ella le aguijoneó el dolor de su tierra, vino a su recuerdo,
como una liberación, realizar el anhelo del padre extinto.
Disgustos familiares de Escalada con el venerable abuelo de
Gertrudis, hicieron que el militar astuto pensara también en separar
al padre de la hija. Y en este solo punto coincidieron ambos,
laborando por decidir a la fornida camagüeyana a dejar el
viejo solar de sus antepasados, y al fin lo consiguieron.
Entonces Tula Avellaneda, como familiarmente se la llamaba,
tenía veintidós abriles y ya pudo exclamar al abandono de
las costas de su isla milagrosa...
¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
La noche cubre con su opaco velo,
Como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir! La chusma diligente
para arrancarme del nativo suelo
Las velas iza, y pronta a su desvelo
La brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós, patria feliz, edén querido!
Doquiera el hado con furor me impela
Tu dulce nombre halagará mi oído!
¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
El ancla se alza... El buque estremecido
las olas corta y silencioso vuela!...
Más que este soneto, tan motejado por los cubanos que dicen:
"Gertrudis Gómez de Avellaneda, al abandonar su patria, no tuvo
para ella más ternura que la encerrada en un soneto descriptivo",
expresa un párrafo de la biografía íntima escrita por ella
para Don Ignacio de Cepeda y Alcalde, en que, aludiendo a la
despedida de su país, exclama:
¡Perdone usted! ¡mis lágrimas manchan este papel! no puedo
recordar sin emoción aquella noche memorable en que vi por
última vez la tierra de Cuba.
De un salto sobre el mar, la encontramos ahora en tierra de
Burdeos, desde donde se trasladó a Galicia, lugar nativo de su
padrastro.
Cosa que va muy en contra de la hidalguía española, resultó
desde el arribo. Ella cuenta:
Mi padrastro se había manejado bien con nosotros hasta entonces:
entonces se desenmascaró. Estaba en su país y con su familia, nosotros
lo habíamos abandonado todo. Su alma mezquina abusó de esas
ventajas.
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