SIGLO XIX
Reyes, Arturo
Málaga. 1864 - 1913
Nombrado novelista. Académico de la Española y de la Historia. ARTURO REYES AGUILAR nació el 29 de septiembre de 1864, en el número 2 de la calle del Rosal, en el barrio del Perchel de Málaga. Huérfano desde muy joven, su madre lo abandonó con apenas dos año cuando se marchó a vivir a Barcelona y perdió a su padre a los doce años, tuvo que abandonar sus estudios y dedicarse a trabajar.
Se casó en 1884 y por esa misma época envió un cuento al suplemento literario de "El Correo de Andalucía" y dedicándose, desde entonces, a la literatura. Sus primeros versos los publicó en la revista “El Álbum”, y el cuento que primeramente viera la luz pública fue “Conchita la burrera”, inserto en “El Correo de Andalucía”.
En 1885 rechazó una plaza como redactor del diario "El Cronista", ya que no le gustaba escribir artículos periodísticos. Él prefería las novelas, los cuentos y los poemas.
Su primer libro de poemas fue“Íntimas”, publicada en Madrid en 1891, al que siguió una serie de novelas cortas bajo el título “Cosas de mi tierra” (Málaga, 1893), aunque “Desde el surco” (Madrid, 1896) es considerado su mejor libro poético. A estos libros siguió “La Goletera”, que asentó su fama de escritor, “Del Bulto a la Coracha”, una colección de cuentos andaluces (Madrid, 1902) y “Otoñales” (Madrid, 1904), un libro de poesías, sereno y un poco triste.
Fue premiado en varios certámenes, entre ellos en el que celebró el Ayuntamiento de Málaga en 1894, donde obtuvo dos premios a la vez, uno por su colección de poesías y otro por una novela. En enero de 1911, la Real Academia Española le concedió el Premio Fastenrath por su libro de poesía "Béticas", y le nombró Académico Correspondiente; siéndolo también de la Real de la Historia, y de la de Bellas Artes de San Fernando. Con este motivo, el Ayuntamiento de Málaga le otorgó el título de Hijo Predilecto de la ciudad, junto con Ricardo León y Salvador Rueda.
Arturo Reyes, uno de los escritores que mejor han sabido reflejar en sus obras las características y peculiaridades del pueblo malagueño, murió el 17 de junio de 1913.
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"Era muy crédulo para las cosas de bondad. Amaba lo luminoso, lo recto y lo sencillo. Al través de los cristales de su cuarto de trabajo, embebecíase en la contemplación de los claros verdores; dejaba mecer su espíritu en el ritmo de las canciones populares, y más amaba a su tierra mientras más su corazón, harto de sentir, casado de ímpetus, iba fatigándose lentamente."
(Adolfo Reyes C. Guillot)
BIOGRAFIA ENVIADA POR LA BISNIETA DEL AUTOR, escrita por Adolfo Reyes, hijo del poeta
Mi padre nació en los Percheles de Málaga, en una casa humilde de la calle del Rosal, el día 29 de Septiembre de 1864. Con pocos afectos en su infancia – á su madre, Josefa Aguilar, no la conoció - fue un niño reconcentrado y hosco, amigo del silencio y de la soledad. Esto quizás extrañe á los que después le conocieron franco y optimista, pero basta ver en su retrato de aquel tiempo su expresión de terquedad y desconfianza para comprender que debió ser de este modo.
De mi abuelo Manuel Reyes, sólo conozco un daguerrotipo que le representa con la mirada profunda, la barba bien cuidada y la mano en la sisa del chaleco, en una actitud de satisfacción. En compañía de sus hermanos – Salvador, Francisco, Antonio- tuvo una fábrica de licores; y todos vinieron á morir ya viejos, por unos mismos años, del 70 al 78.
Volviendo los ojos al pasado desconocido, ante estos pálidos fantasmas que entre dos fechas se deslizan, sin saber de qué modo recorrieron su senda, ni el alarde de su vida, ni las explosiones de sus sentimientos, el ánimo se deprime, porque también de nuestra vida, acervo de amores y tristezas, quedarán dos fechas silenciosas. Mi padre no quiso morir de este modo, y por eso esparció sus sensaciones como en Otoño, la buena simiente. Quiso que perduraran sus sentimientos en las imaginaciones después que se apagaran en la vida. No digáis de él nació… murió… sino amó intensamente y sufrió dolores agudos. Mantenedle piadosamente en vuestra memoria, porque este fue su mayor deseo.
Aprendió las primeras letras en el colegio de un conde polaco, desterrado de su patria, que se apellidaba Podoski. De este tiempo os podría contar esas anécdotas, ingenuamente divertidas, que tienen en el hogar un perfume tan delicado, que, al sacarlas de él, se deshace y desaparece. Os diré una, si me la perdonáis. Un día mi padre se apartó distraído del ayudante que le llevaba al colegio en unión de otros escolares, y viéndose solo, aunque cerca de su casa, empezó a llorar con desconsuelo hasta atraer a los transeúntes.
- ¿Por qué lloras, niño? - Porque me he perdido. - ¿Y tú donde vives? - En aquella casa.
Esto lo contaba él como ejemplo de su precocidad. Hizo su primera poesía, una quintilla, á los doce años, cuando murió su padre, y ya no volvió a escribir hasta más adelante, cuando los amores hirieron de un modo nuevo su sensibilidad.
Al quedar huérfano, malbaratada por manos extrañas la corta hacienda paterna, vino á encontrarse en la necesidad de ganarse la vida. La ganó de dependiente en el despacho de un hábil comerciante de aquel tiempo, don Eduardo Loring, con el que estuvo muchos años hasta que este señor murió y su comercio se deshizo.
Por entonces la vida de mi padre fue impetuosa y difícil. Mezcla del brío de su mocedad y de las contrariedades de su situación ahogada. Vivía solo; se cosía las roturas; enjuagaba en el lavamanos los cuellos de caucho, y se cepillaba el traje en las festividades, para ir de mejor modo que los demás días. Verdaderamente no son alegres las referencias que os puedo dar de su juventud.
Se casó á los veinte años. En este tiempo ya había publicado algunos versos en la revista “El Album”, pero, mejor que yo, os lo dirá él en unas cuartillas en que apunta sus primeros pasos en la literatura y que escribió no sé con qué objeto.
II
“Muerto El Álbum, ya dediqué mi péñola a conmover el corazón de la que soporta resignada las resultantes de mis segregaciones hepáticas y las acritudes nacidas de mi dispepsia crónica, entonces gallinita de mis ilusiones, en la que agoté el vasto repertorio de los adjetivos en estrofas, si medianamente rimadas, reñidas con el sentido común; y tantas veces la hube de llamar pérfida como la onda, corazón de sílice, peñascal cubierto de flores, que por librarse, sin duda, de aquella poco galante acometividad, se decidió a apechugar conmigo; sobre todo, después de una noche en que, entre las páginas de uno de los tomos de “María o la hija de un jornalero”, le envié unos cantares, capaz, el que menos, de conmover el corazón de un tigre de Bengala, el primero de los cuales decía:
Carmen ¿por qué con desvíos gozas en darme tormento? ¿Soy yo culpable si siento tan ardientes desvaríos?
Este fue el que hizo desvariar, sin duda, a mi compañera, que desde aquel momento, de arisca que era, tornóse dulce como un panal de miel hiblea; y tan de firme apretó el desvarío, que algunos meses después nos trasladábamos, tras la correspondiente visita a la Vicaría, al cincuenta por ciento de un piso vecino á las más altas latitudes interplanetarias, donde, en plena luna de miel, envidiosa la tierra de nuestro constante idilio, por poquito convierte á Málaga en un montón de escombros: que fue mucho terremoto el que nos ofreció la tierra en nuestras horas nupciales.
Tras el terremoto surgió la hecatombe. La casa donde yo prestaba mis servicios se vino abajo, y de buenas á primeras me encontré en la del rey, sin oficio ni beneficio, sin apoyo social, sin dos anchas y con un terno digno de figurar en una vitrina; y en aquellos días de amarguísima recordación, pensé en todos los genios que antes de brillar en el cenit de su gloria habían tenido que sufrir los implacables rigores de la contraria fortuna; y una noche, tras abrir enorme brecha en una fuente de boquerones victorianos con que nos había obsequiado la diosa Chiripa, á la luz de un velón tiré de pluma y vino al mundo “Conchita la burrera”, el primer cuento que ha salido de mi modestísimo meollo.
Leído que fue á la que ya no gozaba en darme tormento con sus desvíos, á la que por poco el exceso del entusiasmo le produce un síncope, pensé cuál sería el periódico que había de usufructuar el producto de mi ingenio peregrino, y, tras mucho pensarlo, decidí enviarlo a nuestro malogrado gran humorista don Juan J. Relosillas, director por aquel entonces del “Correo de Andalucía” y baluarte literario “las Hojas” que publicaba los domingos, que sólo habían conseguido traspasar algunos muy contados, contadísimos escritores de Málaga.
Publicó Relosillas mi cuento, y, como sería prolijo contar todos los altibajos de mi vivir, daré un salto de algunos años, y hablaré de mis “Íntimas”, un folleto mediante el cual conseguí me honrase con su amistad el insigne Núñez de Arce; y un año después publicaba “Desde el Surco”, colección de poesías prologada por el gran poeta.
A este libro, que ya me había hecho traspasar el umbral de lo desconocido, siguió “Cartucherita” y esto merece que me detenga algo más, a riesgo de molestar a mis lectores.
Una vez publicado “Cosas de mi tierra”, colección de cuentos andaluces que, como en el prólogo de “Cartucherita” digo, había tenido el gusto de ver agotada a poco de darla al público, alentado por lo que de ella habíanme dicho los que después me honraron con su amistad, Pereda, Thebussem, el malogrado Ixart y otros, gloria de las letras españolas, aprovechando unos días que había ido á pasar al campo, escribí “Cartucherita”, novela que guardé en espera de una oportunidad en que darla al público.
Un día en que, armado de unas substanciosas muestras de chorizos legítimos de Candelario y de sabrosos quesos de Manzanares hacía el diario recorrido por cuenta de un conocido comisionista, que al año no pudo soportarme más y me puso con la mayor cortesía de patitas en la calle; estando, repito, armado de armas tan bien olientes y tentadoras, dándole coba al dueño de un Ultramarinos de Puerta de Mar, y, entonando en honor de los chorizos y el queso un canto apologético digno de un homenaje de gratitud de todos los fabricantes de embutidos de la antigua Vasconia y de quesos de la rancia Castilla, entró, cortándome el hilo de mi patriótico canto, una comisión que, sable en mano, iba dispuesta á hacer contribuir al dueño de la abacería, con alguna suma, á los próximos festejos; comisión compuesta de dos personas de mi afecto, el entonces presidente de la Diputación Don Miguel Morales Hidalgo, que en paz descanse, y el señor Don Francisco Cárcer, si no recuerdo mal, y un tercero, bajito, grueso, elegantemente ataviado; de carnosas y sonrojadas mejillas, ojos de un verde azulado, barba rala de oro, y expresión bondadosa, con algo de infantil en la sonrisa, perenne compañera de sus labios gruesos y encendidos.
Oculté necia, estúpidamente, las muestras, llevando á la espalda la mano que las aprisionaba, en tanto con la otra estrechaba la de los primeros y - ¿Diga usted, usted es Arturo Reyes? – me preguntó, dirigiéndose á mi bruscamente, el de la rala barba de oro y de expresión bondadosa.
- Servidor de usted. - ¿El autor de “Cosas de mi tierra”? - Eso dicen, y yo lo creo.
El que de tal modo me interrogaba era el entonces gobernador de la capital Sr. Don Antonio Cánovas, hoy del Castillo y Vallejo.
Honrado desde aquel día con su amistad, no pasaron mucho sin que me preguntara si tenía algo parecido á “Cosas de mi tierra”, y al oírme hablar de “Cartucherita”
- Yo necesito conocer eso – me dijo.
Desde que oyó su lectura se declaró padrino del afortunado torero, y pronto salió á luz “Cartucherita”; y á poco Ortega Munilla – al que tan honda gratitud debo – Mellado y Moya, que tanto desde aquel día hicieron por mí, el glorioso estadista cuyo sobrino había apadrinado la novela, y muchos que sería abusivo enumerar, me tendían la mano y … ¿á que seguir? Lo que sigue pertenece ya al público”.
III
Después de “Cartucherita” escribió otra novela: “El Lagar de la Viñuela”, que Menéndez Pelayo juzgaba la mejor de todas, y luego, en 1901, “La Goletera”, que asentó su fama. Esta fue su labor reposada, hecha con toda la fuerza de su salud, con toda la salud de su entendimiento. Entonces gozaba de la vida á su modo, en el ambiente que le era propicio, y que más adelante trataré de describir. Fue su tiempo mejor, en el que iba a Granada a improvisar versos en la Alhambra, y se retrataba a la manera morisca, tan apropiada a su fino trazo de árabe, envuelta la cabeza y la negra barba perdida entre los múltiples pliegues del jaique. El tiempo en que vivió más reposadamente, intermedio entre las pasiones y el dolor, y del que había de nacer un libro de poesías, serenado, ya un poco triste, “Otoñales”, que es un paréntesis de calma entre la exaltación dolorosamente mística de estos últimos versos. Para imaginar la vida de mi padre hay que conocer aquellos sitios donde pasó sus horas igualmente durante muchos años, y que, si no han desaparecido, ya no son del modo que eran. Estos lugares, de una serenidad humilde, dan más clara noción de su existencia que todas las fechas biográficas que se pudieran acumular. No os hablaré de los que amó, y que pintó en sus obras, como los barrios en los que pasó muchas horas al atisbo del arranque andaluz, sino de aquellos otros, más recogidos y familiares, que, sin influir en su imaginación, encauzaron las horas de su vida de un modo repetido y sosegado.
La calle de los Negros es la calle de la gitanería. A la entrada hay una fuente de hierro donde se agrupan las mujeres con los cántaros al cuadril; al final, una escalera de ladrillos rojos da salida al Egido. Por esta parte, las casas, en hondonada, sostienen la tierra con muros de contención. De esta manera, adosado a una casa que le da entrada por el piso superior, tiene un jardín Narciso Díaz de Escobar; jardín al viejo uso, en el que las flores ocultan las sendas y que está cercado por una línea azul de campanillas.
Aquí vienen las gitanas por flores, y parecen estatuas broncíneas cuando arquean el busto para recoger el clavel sangriento en el azul pálido de sus hojas; aquí nace la flor que en la juerga disputarán los mozos; y mi padre, en este jardín, tan propicio a las maneras de su pensamiento, pasaba sus horas de recogimiento solitario a pleno sol, entre los verdores intensos, leyendo cualquier libro de arqueología romana o árabe, o asomándose a las bardas que dominaban los patios vecinos, donde algún jayán, medio desnudo, forjaba el hierro, o alguna gitana vieja, comida por el tiempo, enseñaba a la moza, vendedora de randas, su monótono pregón, mitad canturia; y entonces en el silencio del jardín, entre la malla florida de los rosales; mi padre arrojaba el libro para dedicarse al atisbo de esta vida humilde que amaba tanto.
Hay otro lugar en el que también pasó sus horas cotidianamente durante muchos años. Es la Academia de Declamación. La fundaron Ruiz Borrego, Narciso y él, la sostuvieron con esfuerzos aun pecuniarios hasta que logró mantenerse por algunas subvenciones módicas, aunque con vida humilde, arrastrada por pisos obscuros de callejuelas silenciosas. Mi padre estimaba esta escuela, de donde los mozos, mal trajeados, de torpes maneras, marchan por el mundo ilustrando su nombre; y las niñas, listas, graciosas, con su traje de una confección hábil, parten también cobrando fama, y desde las lejanas ciudades envían su retrato expresando el fausto de su nueva vida; y estas pintadas galas, sobre las encaladas paredes de la Academia de Declamación, son su único premio y gloria.
Si al tiempo que pasaba en estos lugares agregáis sus horas de oficina, en una covachuela mal alumbrada del ayuntamiento, os podréis figurar su género de vida. En esos instantes de expansión del espíritu en que volvemos los ojos al sitio en que nos encontramos y ellos nos aconsejan y nos guían, nos apaciguan con su serenidad y con su tristeza nos conturban, mi padre halló siempre estos lugares humildes, serenados, que atemperan su naturaleza impetuosa; que ahogaban su esfuerzo; que le invitaban a la pereza intelectual. Sin conocerlos, sin conocer Málaga, no es posible tener idea de la manera de arrinconamiento, de sosiego apartado, que gozó ó sufrió. Por eso os he hablado de estos sitios. Ellos también se transmutan y desaparecen, y lo que en ellos se sucede igual, nada nos dice del pasado.
Para completar la visión de su vida hay que rodearlo de aquellos amigos que fueron sus compañeros de jornada, ó que, sin serlo, le ayudaron a caminar. Yo quisiera poder hablar de sus amistades verdaderas con palabras nobles que nunca parecieran de ostentación; recoger piadosamente esta herencia única, y sin alarde, hacer sonar algunos nombres como monedas de oro…
Quisiera que ellos formaron un cortejo, íntimo y cordial, á la mayor ó menor gloria de mi padre, y así le acompañaran en su vida pasajera. Este libro, que mantendrá el recuerdo de sus dolores y sus soledades, debe también mantener el recuerdo de los que no le abandonaron. Al cumplir este deber quisiera ser estrictamente justo.
Recordaré á los que demostraron su afecto procurando su bien y que él no menciona en sus cuartillas anteriores. En ellas falta el nombre de quien lo quiso desde su juventud, y que fue para él como un hermano: Eduardo León y Serralvo, por cuya amistad redactó mucho tiempo en “El Cronista” y el de aquellos que le alentaron ya en sus últimos años, á acabar su jornada fatigosa: Benito Pérez Galdós, Miguel Moya, Miguel Ibern y Francisco Verdugo.
Ellos le acompañaron con buen amor hasta que cayó para siempre al borde del sendero; entonces sintieron un dolor profundo, y después, con la tristeza de su recuerdo, continuaron su jornada.
Tenía la complexión robusta, los movimientos vigorosos, y en todos sus ademanes y maneras, presteza y gallardía. Tenía el color moreno, la frente noblemente espaciada, los ojos grandes, la nariz abierta, la barba recortada. Le eran muy peculiares la mirada centelleante y el andar airoso, y de todo él se desprendía una expansiva fuerza interior. Era valeroso, con la impetuosidad meridional de la tierra, como en los Percheles libremente criado. No gustaba de las distracciones monótonas de la clase media, y de mejor gana íbase por los barrios á compartir las fiestas del pueblo. Amaba lo luminoso, lo recto y lo sencillo. Era muy crédulo para las cosas de bondad. Juzgábalo todo según su corazón y así vivió lleno de confianza.
La más viva afición que sintió mi padre, quizás la única, fue por las antigüedades. Tuvo por las cosas viejas, arrancadas al polvo de los siglos, este amor peculiar á los ingenios andaluces; amor por los restos esparcidos, desolados, de otras épocas que evocaban; por las monedas herrumbrosas; por las pinturas patinadas; por la alfarería árabe, deslumbrante de color; por las piedras con inscripciones latinas de recto trazo: Sumergía su espíritu en este amor, embalsamándole. Despertóse esta afición en él cuando en su pecho se fueron calmando las pasiones, y acabó poco antes de su muerte, cuando ya sólo en la muerte pensaba, y ya la visión de los tiempos idos se convirtió en pasajera y sin importancia, ante la visión infinita, permanente, ilimitada, que de lo venidero le trajo la fé.
Por los años de 1907 y 1908, cuando mi padre, enfermo, iba sintiendo su espíritu fatigado, paseábamos juntos en las claras mañanas por las afueras de la ciudad. Ibamos por los caminos polvorientos, entre huertas cercadas de pencares; y luego dejábamos la carretera para internarnos en los olivares, en los pastos, en los viñedos, en los lechos de arroyo sin caudal; por las laderas accidentadas, donde el romero florecía. Al paso nos saludaban los pastores, el labriego que trabajaba en su heredad, la moza que á la puerta de la casa se entretenía en sus quehaceres, con esa cortesía proverbial en las soledades; y luego el cansancio nos tumbaba al pié de algún árbol umbroso, en el huerto de cualquier buen hombre, que, á veces se acercaba á nosotros á echar un cigarro, y entonces, en aquellos descansos, cara al cielo, mi padre me hablaba de la vida.
Por aquel tiempo ya tenía una visión providencial de todas las cosas. El milagro perdurable del mundo, de nuestra existencia, de nuestro conocimiento, se iba revistiendo para él de esa bondad y hermosura que le presta la idea del principio inteligente y de la finalidad justa. Por esta creencia amaba la naturaleza de un modo diferente al mío. Se encontraba en ella comprensivo, fuerte, dominador, alegre de su superioridad, cuando yo me sentía como perdido y humillado solo en mi desconocimiento de todo aquello y de mí mismo. Esto le hacía sufrir, porque me amaba mucho, y procuraba infundirme sus visiones risueñas, sus ideales optimistas. Me enseñaba lo que él había aprendido del mundo, de los hombres, de sus obras y de su voluntad. Como todo inadaptable, mi padre sentía un desdén vago por la lucha por la vida, por los hombres que sin ideal, sin inteligencia, con un grosero valor social, imponían en la vida moderna sus ideales mezquinos; pero esto vagamente, porque era fatalista y contemplaba las cosas con curiosidad, pero sin pasión.
Entonces me decía que no todo es dolor ni miseria; que un momento de sentirse vivir, henchido de vida, á pleno sol, á pleno cielo, amando las cosas infinitamente, en un generoso desbordamiento de la sensibilidad, valía las mayores penalidades, me decía su conformidad desdeñosa con el orden de cosas existente, porque nada bueno esperaba por llegar; todo el fondo firme, claro, trabado de sus ideas, que le daba una serena visión del mundo y una indiferencia feliz por el destino. ¡Claras mañanas, ya apagadas en su pensamiento, en que á pleno cielo, en la alegría de los campos, todos los consejos de su amarga experiencia se convertían en una generosa, en una intensa canción de vida!
He tenido temor de llegar a los últimos años de la vida de mi padre, porque aún son para mí dolores vivos y heridas abiertas. Estos años fueron para él como una agonía, y su recuerdo me desconsuela más que cuando asistí á ella, porque entonces no acababan en mí las esperanzas de remedio. Estos años acerbos fueron, sin embargo, los de su copiosa y febril producción intelectual; en los que alcanzó los mayores premios. En ellos, para ir viviendo, esforzándose con sus últimas fuerzas, dio volúmenes sin descanso: “Las de Pinto”, “De Andalucía”, “Béticas”, “Cielo Azul”, “De mis parrales”, “Romances andaluces”, y toda esta labor, sobreexcitada, hecha en un gradual agotamiento de salud, siempre creyendo que el último libro lo sería para siempre. En estos años sus cabellos blanqueados del todo y su rostro se surcó, hollado por el infortunio y la fatiga. Desmayaba su espíritu y alguna satisfacción moral lo levantaba por algún tiempo. Sostúvole la Academia nombrándole correspondiente; sostúvole Málaga con su homenaje; sosteníase por el pan bendecido de su triunfo, y en sus falsos alardes de salud, se le veía cruzar por las calles de Málaga como un fantasma de los tiempos idos; todo su cuerpo estremecido por la debilidad, todo su espíritu yerto por la derrota de su vida, en el apogeo de su fama.
Padeció una atonía del estómago que le permitía una alimentación apenas suficiente para ir viviendo; á pesar de ello, tuvo que dedicarse á un excesivo trabajo intelectual, y la falta de economía trajo el desarreglo nervioso, la neurastenia, que entenebreció sus últimos años.
Ya os he dicho del modo que era mi padre. Su visión clara del mundo fue más fuerte que la enfermedad. Así, el trastorno, la depresión de sus nervios, le empeoró el estómago, le atacó el corazón; pero fue impotente contra su imaginación sublimada, y mientras su estado no le permitía muchas veces salir de su cuarto de trabajo, levantarse del lecho aun, hacía novelas, cuentos, poesías; toda esa producción última, que la crítica llamaba de apogeo, en sazón, cuando de su mano desmayada se escapaba la pluma.
Murió lentamente, despidiéndose en versos suaves de aquella impetuosa, apasionada Andalucía de su juventud, que moría con él. Ante sus pupilas melancólicas pasaba el tropel vistoso de las mujeres de la tierra, grandes en el fuego de su corazón; pasaban los mozos orgullosos y nobles, en la apostura de su valentía; pasaban para no volver por los callados caminos andaluces. Entonces sus pupilas relampagueantes, ya apagadas en nubes de tristeza, veían las fiestas ya acabadas, las castañuelas mudas en las manos caídas, y en la copla gitana encendida la queja, elevado el sollozo sobre el desmayo de los corazones.
Sentía una tristeza infinita en esta despedida de su tierra. Al través de los cristales de su cuarto de trabajo embebecíase en la contemplación de los claros verdores; dejaba mecer su espíritu en el ritmo de las canciones populares, elevadas en el atardecer; y más la amaba mientras más su corazón, harto de sentir, cansado de ímpetus, iba fatigándose lentamente.
Él, que, en las serenidad de su optimismo, no había querido nunca reconocer la tristeza andaluza, tomaba contra ella su última acritud. Rodeábase de colores brillantes, pasaba las horas al sol, se enamoraba de la primavera, y, sin embargo, Andalucía, que había sido fuego de su amor y alma de su vida, era ya sólo un trise desfile de visiones lejanas y con ellas iba su gloria, iba su juventud…. Adiós, por los alegres caminos, el arriero, el tratante, las vistosas parrandas, la comitiva fastuosa de los campesinos desposorios. Adiós, por el atajo, el caballista; adiós, por la calle bulliciosa, la enamorada del airoso talle, el viejo sentencioso, el mozo juncal. Adiós todos, que os perdíais por los senderos de la vida, los que estáis ya apagados en su pensamiento.
El volver los ojos á estos últimos tiempos me acongoja demasiado para que pueda evocarlos con serenidad. Quizá cuando los años pasen y tenga el espíritu asido á nuevas raíces, podré hablaros de ellos sin sentir más que un poco de melancolía. Tengo en mi alma las cenizas de su vida, y, seguramente, al deciros sus amarguras, sus soledades, no sería debidamente justo.
Luego, ante la danza de la muerte todo el pasado se transmuta. Lo que era alegre se convierte en triste… Cuando de este modo queda uno abandonado, no confía ni aún en sus sentidos, arrastrándolos sobre las apariencias de las cosas. El espíritu navega sin estela ni rumbo en la infinita vacuidad de todo.
Mejor que yo os hablarán sus versos. Expresó su dolor porque tuvo fé; sin ella no lo hubiera expresado, porque la muerte es bálsamo y herida.
Murió en 17 de Junio de 1913. Sereno, optimista, se perdió en la sombra… Su corazón se aquietó para siempre. Dentro de más ó menos tiempo, cuando se aquiete el mío, estas líneas indiferentes á todos, será lo único que quede expresando nuestro mutuo amor.
Adolfo Reyes.
Málaga, Septiembre 1913.
Biografía y poemas facilitados para www.poetasandaluces.com por Pepa Reyes, biznieta del autor.
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