77.- SUEÑO DORADO ( Al eminente pintor D. José Villegas)
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo][Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]Si Dios a mi vejez guarda el reposo
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que tantas veces con afán le pido,
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a orillas del Cantábrico brumoso,
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lejos del mundo buscaré el olvido.
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A una playa, entre Muros y Salinas,
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sediento de quietud, de paz, de calma,
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iré a beber las ráfagas marinas
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que al cuerpo dan vigor y temple al alma,
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y a gozar, esquivando las injurias
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del mefítico ambiente madrileño,
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las auras aromáticas de Asturias,
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que vuelven a mis párpados el sueño.
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Entre aquellas montañas colosales
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que detienen la nube pasajera,
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siempre a mi corazón vuelven leales
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los sentimientos de la edad primera.
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Mi cuna se ha mecido entre pastores,
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a la sombra oscilante de la encina
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que mueve, al revolar por los alcores,
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el viento de la sierra convecina;
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y han arrullado mi niñez las quejas
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de la tórtola errante en los oteros,
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y el zumbido letal de las abejas
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que en Espuña desfloran los romeros;
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y mi oído infantil han halagado,
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repercutiendo allá de risco en risco,
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los silbos del zagal que descuidado
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conduce las ovejas al aprisco;
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y el sueño he conciliado, pobre infante,
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al siniestro gañido del lobato,
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y al ladrido del perro vigilante
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que en la sombra nocturna guarda el hato;
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y más tarde, entre jaras y quejigos,
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me han prestado su noble compañía
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el potro y el lebrel, fieles amigos,
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de mi remota juventud un día.
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Por eso amo los montes y los valles,
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y odio de las ciudades la penumbra
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y el sucio ambiente de sus hondas calles
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que sólo en el cenit el sol alumbra;
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y por eso, en sus muros confinado
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y aspirando su fétido perfume,
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soy un viejo alcotán aprisionado
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que de tedio en la jaula se consume.
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¡Ah, Señor! ¡cuántas pálidas auroras
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me han hecho tristes arrugar el ceño!
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¡Cuántas noches de angustia, cuyas horas
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lentas pasaban sin traer el sueño!
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¡Deja, deja a mis ojos ver el ampo
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de la nieve en las ásperas montañas!
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¡Dame la libre soledad del campo!
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¡Dame la alegre paz de las cabañas!
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Pueda yo, recostado en una peña,
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junto a aquel mar azul que el cielo cubre
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dar al olvido, entre la hirsuta breña,
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el hedor de esta atmósfera insalubre;
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y, vagando por valles y por lomas,
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al soplo de los aires vespertinos
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respirar confundidos los aromas
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de las algas, los henos y los pinos;
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y, en las plácidas noches del verano,
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entre el rumor del viento y de las olas,
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tranquilo adormecerme al son lejano
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de las dulces marinas barcarolas;
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y, antes que dore el alto firmamento,
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la aurora que los cielos engalana,
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oír entre la sombra el ronco acento
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del gallo, precursor de la mañana,
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y de la agria carreta gemidora
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el eje rechinante que voltea,
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y el rumor de la gente labradora
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que principia su rústica tarea;
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y, a la trémula voz de la campana
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que llama a la oración antes del día,
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ver los cielos vestirse de oro y grana
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y estremecerse el mundo de alegría,
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cuando arden los lejanos horizontes
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y los valles recónditos humean
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y en las cinias azules de los montes
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jirones de vapor al aire ondean.
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¿Cuándo podré, a la luz del sol que brilla
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reflejado en el agua bullidora,
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ver cual se aleja de la seca orilla,
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mar adentro, la barca pescadora,
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que, moviendo a compás los largos remos
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cuando taja las ondas espumantes,
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parece destilar por sus extremos
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cataratas de líquidos diamantes,
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y luego, al viento que su casco azota
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soltando el lienzo de una y otra vela,
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semeja cenicienta gaviota
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que, rasando la mar tranquila vuela?
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Logre yo, por la trémula espesura
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ir mis informes versos esbozando
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sin método, sin orden, sin premura,
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conforme el corazón los va dictando,
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y al margen del arroyo, en la floresta
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que cruce sobre mí sus ramos dobles,
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dormir el blando sueño de la siesta
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bajo el dosel flotante de los robles;
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o estampar en las playas arenosas,
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que la brisa del mar liviana orea,
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las huellas de mi paso caprichosas
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que, al volver, ha borrado la marea;
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y sorprender, en alas de los vientos
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que vienen de las breñas más lejanas,
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como un coro de silfos los acentos
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de las dulces canciones asturianas;
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y cuando el sol declina al océano
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y la noche, al ganar la excelsa altura,
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arrastra, por el monte y por el llano,
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de su manto talar la fimbria oscura,
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a la postrera luz que en tintas rojas
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baña las nubes con vistoso alarde,
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respirar bajo el palio de las hojas
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el balsámico ambiente de la tarde,
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y ver, sobre el crepúsculo encendido,
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que el ocaso de púrpura jaspea,
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los vuelos del murciélago aturdido
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que en círculos fantásticos voltea;
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y, cual astros que a tierra derribados
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lanzó la noche de sus negros tules,
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descubrir en los setos y vallados
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las pálidas luciérnagas azules;
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y por las altas selvas seculares
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o por la cresta de la escueta duna
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ver como surge de los hondos mares,
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el disco silencioso de la luna;
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y pasar las veladas de febrero
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con la robusta gente campesina,
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en torno del hogar donde arde el tuero
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perfumando la lóbrega cocina;
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y, tras cena frugal junto a las llamas,
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el sueño conciliar, con Dios a solas,
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al plácido susurro de las ramas
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y al confuso bramido de las olas!
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