Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Sep 2024, 10:16

    ***

    Los preparativos de la audaz empresa acababan de empezar. Las poderosas
    bombas del Nautilus comprimían el aire en los depósitos y lo almacenaban a una
    presión muy alta. Hacia las cuatro, el capitán me anunció que iban a cerrarse las
    escotillas de la plataforma. Eché un último vistazo a la espesa banquisa que
    íbamos a franquear. El tiempo estaba despejado, la atmósfera bastante pura y hacía
    mucho frío, doce grados bajo cero, pero, al haber amainado el viento, la
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    temperatura no resultaba insoportable.
    Una decena de hombres subió a los costados del Nautilus y, armados con
    picos, rompieron el hielo acumulado en su carena, que pronto quedó libre. La
    operación se ejecutó rápidamente, pues la primera capa de hielo aún era fina. Nos
    metimos en el barco. Los depósitos habituales se llenaron del agua que se había
    mantenido líquida en la flotación y el Nautilus no tardó en sumergirse.
    Me situé en el salón junto a Conseil. Contemplábamos a través del cristal las
    capas inferiores del océano austral. El termómetro iba subiendo y la aguja del
    manómetro se desviaba sobre el cuadrante.
    A unos trescientos metros, tal como había previsto el capitán Nemo, flotábamos
    ya bajo la superficie ondulada de la banquisa. Pero el Nautilus se sumergió aún
    más, hasta alcanzar una profundidad de ochocientos metros. La temperatura del
    agua, de doce grados en la superficie, allí no superaba los once. Ya se habían
    ganado dos grados. No hará falta decir que la temperatura del Nautilus, elevada
    por sus aparatos de calefacción, se mantenía mucho más alta, y todas las maniobras
    se ejecutaban con extraordinaria precisión.
    —Pasaremos —dijo Conseil.
    —Cuento con ello —respondí con profunda convicción.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Sep 2024, 10:17

    ***


    Bajo el mar libre, el Nautilus había tomado directamente el camino del Polo,
    sin apartarse del meridiano 52. De 67º 30´ a 90º quedaban veintidós grados y
    medio por recorrer, es decir, poco más de quinientas leguas. El Nautilus adoptó
    una velocidad media de veintiséis millas por hora, la misma que un tren expreso.
    De mantenerla, le bastarían cuarenta horas para llegar al Polo.
    La novedad de la situación nos mantuvo a Conseil y a mí frente al cristal del
    salón durante buena parte de la noche. El mar, iluminado por la irradiación
    eléctrica del fanal, parecía desierto. Los peces no permanecían en esas aguas
    prisioneras en las que sólo encontraban un paso del océano Antártico al mar libre
    del Polo. Avanzábamos con rapidez, a juzgar por los temblores del largo casco de
    acero.
    Hacia las dos de la mañana fui a tomarme unas horas de descanso. Conseil hizo
    lo propio. Al atravesar las crujías no encontré al capitán Nemo y supuse que seguía
    en la cabina del timonel.
    Al día siguiente, 19 de marzo, a las cinco de la mañana, volví a mi puesto en el
    salón. La corredera eléctrica me indicó que se había reducido la velocidad del
    Nautilus, que en ese momento estaba subiendo a la superficie, pero con prudencia,
    vaciando lentamente sus depósitos.
    El corazón me latía con fuerza. ¿Emergeríamos para encontrar la atmósfera
    libre del Polo?
    No. Un choque me indicó que el Nautilus había golpeado la superficie inferior
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    de la banquisa, todavía muy espesa, a juzgar por el ruido sordo que produjo. En
    efecto, la habíamos «tocado», por emplear la expresion marina, pero en sentido
    inverso y a mil pies de profundidad, lo que suponía que había dos mil pies de hielo
    por encima de nosotros, mil de ellos sobre la superficie del agua. Por lo tanto, la
    banquisa tenía una altura superior a la que habíamos calculado en sus bordes,
    circunstancia esta poco tranquilizadora.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Sep 2024, 10:18

    ***


    Durante aquel día, el Nautilus repitió varias veces el mismo experimento, y
    siempre terminaba por chocar contra la muralla que hacía de techo. En algunos
    momentos la encontró a novecientos metros, lo que indicaba mil doscientos metros
    de espesor, doscientos de los cuales se elevaban sobre la superficie del océano, el
    doble de su altura en el momento en que el Nautilus se había sumergido.
    Anoté cuidadosamente las diversas profundidades y obtuve así el perfil
    submarino de la cordillera que se extendía bajo las aguas.
    Por la noche no se había producido ningún cambio en nuestra situación. El
    mismo hielo entre cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. La
    disminución era evidente, pero ¡qué espesor aún entre nosotros y la superficie del
    océano!
    Eran las ocho, y hacía cuatro horas ya que debería haberse renovado el aire en
    el interior del Nautilus, según la rutina diaria a bordo. Sin embargo, yo no sufría
    demasiado, aunque el capitán Nemo aún no hubiera pedido a sus depósitos un
    suplemento de oxígeno.
    Dormí mal aquella noche. Asaltado alternativamente por el miedo y la
    esperanza, me levanté varias veces. Los tanteos del Nautilus continuaron. Hacia
    las tres de la mañana, observé que la superficie inferior de la banquisa se hallaba
    solamente a cincuenta metros de profundidad. Así pues, cincuenta pies nos
    separaban de la superficie. La banquisa se convertía nuevamente en un ice-field y
    la montaña en una llanura.
    Yo no apartaba la vista del manómetro. Continuábamos ascendiendo, siguiendo
    por una diagonal la superficie resplandeciente que brillaba bajo los rayos
    eléctricos. La banquisa se rebajaba por arriba y por abajo en rampas alargadas y
    se iba reduciendo de milla en milla.
    Finalmente, a las seis de la mañana de aquel memorable 19 de marzo, se abrió
    la puerta del salón y apareció el capitán Nemo.
    —¡Mar libre! —me dijo.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 19:26

    ***


    XIV






    EL POLO SUR



    Subí corriendo a la plataforma. ¡Sí! Mar libre. Apenas algunos témpanos
    dispersos e icebergs inmóviles. A lo lejos, el ancho mar. Un sinfín de pájaros en el
    aire y miríadas de peces bajo las aguas que, según el fondo, variaban del azul
    intenso al verde oliva. El termómetro marcaba tres grados sobre cero. Era casi
    como una primavera encerrada tras el banco de hielo, cuyas masas lejanas se
    perfilaban en el horizonte del norte.
    —¿Estamos en el Polo? —pregunté al capitán, con el corazón palpitante.
    —Lo ignoro —me respondió—. A mediodía fijaremos la posición.
    —Pero ¿el sol asomará a través de las brumas? —dije, mirando el cielo gris.
    —Por poco que asome me bastará —respondió el capitán.
    A diez millas del Nautilus, hacia el sur, un islote solitario se elevaba a una
    altura de doscientos metros. Hacia él nos dirigíamos, pero con prudencia, pues el
    mar podía estar sembrado de escollos.
    Una hora más tarde habíamos llegado al islote y al cabo de otra hora lo
    habíamos rodeado. Medía de cuatro a cinco millas de circunferencia. Un estrecho
    canal lo separaba de una extensión de tierra considerable, tal vez un continente, del
    que no alcanzábamos a ver los límites. La existencia de aquella masa de tierra
    parecía confirmar las hipótesis de Maury. El ingenioso americano ha señalado que
    entre el Polo Sur y el paralelo 60 el mar está cubierto de témpanos de dimensiones
    enormes que nunca se ven en el Atlántico Norte. Esto le ha llevado a concluir que
    el círculo antártico contiene grandes masas de tierra, puesto que los icebergs no
    pueden formarse en alta mar, sino sólo cerca de las costas. Según sus cálculos, la
    masa de hielo que envuelve al Polo forma un vasto casquete cuya anchura debe de
    alcanzar los cuatro mil kilómetros.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 19:27

    ***


    Sin embargo, el Nautilus, por temor a encallar, se había detenido a tres cables
    de un arenal dominado por un soberbio conglomerado de rocas. Se botó la canoa y
    en ella embarcamos el capitán, dos de sus hombres, encargados de llevar los
    instrumentos, Conseil y yo. Eran las diez de la mañana y yo no había visto a Ned
    Land. Sin duda el canadiense no quería retractarse de sus palabras a la vista del
    Polo Sur.
    Unos cuantos golpes de remo llevaron el bote hasta la orilla, donde encalló.
    Cuando Conseil se disponía a saltar a tierra, lo retuve y, dirigiéndome al capitán
    Nemo, dije:
    —A usted corresponde el honor de ser el primero en pisar esta tierra.
    —Sí, señor —respondió—, y, si no dudo en pisar este suelo, es porque ningún
    humano ha dejado aquí la huella de sus pasos.
    Dicho lo cual, saltó ágilmente sobre la arena. Una intensa emoción hacía que su
    corazón latiera con más fuerza. Trepó por una roca que sobresalía sobre un
    pequeño promontorio y allí, con los brazos cruzados, la mirada ardiente, inmóvil,
    mudo, pareció tomar posesión de aquellas regiones australes y, tras aquel éxtasis
    que duró cinco minutos, se volvió hacia nosotros.
    —Cuando quiera —me gritó.
    Desembarqué, seguido de Conseil, dejando a los dos hombres en el bote.
    El suelo mostraba una toba rojiza sobre un espacio alargado, como si fuera de
    terracota. Escorias, ríos de lava y piedras pómez lo cubrían, delatando su origen
    volcánico. En ciertos lugares, ligeras fumarolas que desprendían un olor sulfuroso
    indicaban que los fuegos interiores seguían conservando su potencia expansiva. Sin
    embargo, tras haber escalado un alto repecho, no vi ningún volcán en un radio de
    varias millas. Se sabe que en estas regiones antárticas James Ross encontró los
    cráteres del Erebus y del Terror en plena actividad en el meridiano 167 y a 77º 32´
    de latitud.
    La vegetación de aquel continente desolado me pareció muy limitada. Algunos
    líquenes de la especie usnea melanoxantha se extendían sobre las negras rocas.
    Ciertas plántulas microscópicas, diatomeas rudimentarias, como celdas dispuestas
    entre dos conchas de cuarzo, largos fucos de colores púrpura y carmesí,
    sustentados sobre pequeñas vejigas natatorias y arrojados a la costa por la resaca,
    componían la escasa flora de la región.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 19:28

    ***
    La orilla estaba sembrada de moluscos, de pequeños mejillones, de lapas, de
    berberechos lisos en forma de corazones y particularmente de clíos de cuerpo
    oblongo y membranoso, cuya cabeza está formada por dos lóbulos redondeados. Vi
    también infinidad de clíos boreales de tres centímetros de largo, que la ballena
    engulle por millares en cada bocado. Estos encantadores pterópodos, auténticas
    mariposas de mar, animaban las aguas libres en el borde de la orilla.
    Entre otros zoófitos aparecieron en las aguas superficiales algunas de esas
    arborescencias coralígenas que, según James Ross, viven en los mares antárticos
    hasta a mil metros de profundidad; pequeños alciones pertenecientes a la especie
    procellaria pelagica, así como un gran número de asterias típicas de esos climas y
    estrellas de mar que constelaban el suelo.

    Pero era en el aire donde la vida proliferaba. Allí volaban y revoloteaban por
    millares pájaros de especies variadas que nos ensordecían con sus gritos. Otros,
    que abarrotaban las rocas, nos miraban pasar sin ningún miedo y nos seguían en
    manada con total confianza. Eran pingüinos, tan ágiles y flexibles en el agua, donde
    a veces se les ha confundido con veloces bonitos, como torpes y pesados en tierra.
    Lanzaban gritos extravagantes y formaban asambleas numerosas, sobrios en gestos
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 312
    pero pródigos en clamores.
    Entre las aves, vi chionis, de la familia de las zancudas, gruesas como palomas,
    de color blanco, pico corto y cónico y el ojo enmarcado en un círculo rojo. Conseil
    y yo nos hicimos con una buena provisión de estas aves, pues, convenientemente
    aderezadas, constituyen un plato agradable. Por el aire pasaban albatros
    fuliginosos de cuatro metros de envergadura, llamados con toda justicia los buitres
    del océano; petreles gigantescos, entre ellos los quebrantahuesos, de alas
    arqueadas, que son grandes devoradores de focas; damieros, especie de patos
    pequeños de lomo negro y blanco; y, por último, toda una serie de petreles, unos
    azules y típicos de los mares antárticos y otros blancos, de alas ribeteadas de
    oscuro, «tan aceitosos», le expliqué a Conseil, «que a los habitantes de las islas
    Feroe les basta con ponerles una mecha antes de encenderlos».
    —Un poco más —respondió Conseil— y serían lámparas perfectas. Pero no se
    puede exigir a la naturaleza que además los dote de una mecha.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Sep 2024, 19:29

    ***
    Media milla después el suelo pareció acribillado de nidos de pájaros bobo,
    como madrigueras excavadas para la puesta de los huevos, de las que escapaban
    numerosos pájaros. El capitán ordenó cazar más tarde algunos cientos, pues su
    negra carne es comestible. Lanzaban gritos que parecían rebuznos. Estos animales,
    del tamaño de una oca, cuerpo pizarroso, blancos por abajo y con un ribete
    amarillo a modo de corbata, se dejaban matar a pedradas sin intentar escapar.
    La bruma no se disipaba y a las once el sol aún no había aparecido. Su
    ausencia no dejaba de inquietarme, pues sin él no había observación posible.
    ¿Cómo determinar entonces si habíamos llegado al Polo?
    Cuando volví junto al capitán Nemo, lo encontré callado, acodado en una roca
    y mirando al cielo. Parecía impaciente y contrariado. Pero ¿qué se podía hacer?
    Aquel hombre audaz y poderoso no mandaba sobre el sol como sobre el mar.
    Llegó el mediodía sin que el sol asomara ni un instante. Ni siquiera se podía
    distinguir el lugar que ocupaba tras la cortina de bruma, que pronto se convirtió en
    nieve.
    —Hasta mañana —me dijo simplemente el capitán, y regresamos al Nautilus
    entre los torbellinos de la atmósfera.
    Durante nuestra ausencia se habían echado las redes, y observé con interés los
    peces que acababan de subir a bordo. Los mares atlánticos sirven de refugio a gran
    cantidad de peces migratorios que huyen de las tempestades de las zonas menos
    elevadas para terminar, es cierto, en las fauces de las marsopas y las focas.
    Reconocí algunos cótidos australes de un decímetro de largo, especie de
    cartilaginosos blancos atravesados por bandas amoratadas y armados de aguijones;
    quimeras antárticas de tres pies de longitud, cuerpo alargado, piel blanca, plateada
    y lisa, cabeza redondeada, con el dorso provisto de tres aletas natatorias y el
    hocico terminado en una trompa que se curva hacia la boca. Probé su carne, pero la
    encontré insípida, contra la opinión de Conseil, a quien le satisfizo.
    La tempestad de nieve duró hasta el día siguiente y era imposible permanecer
    en la plataforma. Desde el salón, donde yo anotaba los incidentes de la excursión
    al continente polar, escuchaba los gritos de los petreles y los albatros, que se
    burlaban de la tormenta. El Nautilus no permaneció inmóvil y, siguiendo la costa,
    avanzó doce millas más hacia el sur entre la difusa claridad que dejaba el sol al
    bordear el horizonte.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:53

    ***


    Al día siguiente, 20 de marzo, había dejado de nevar y el frío era un poco más
    intenso. El termómetro marcaba dos grados bajo cero. La niebla se levantó y
    esperé que aquel día pudiera efectuarse nuestra observación.
    Puesto que el capitán Nemo aún no había aparecido, el bote nos dejó en tierra a
    Conseil y a mí. La naturaleza del suelo seguía siendo volcánica. Por todas partes,
    restos de lava, de escorias y basaltos, sin que yo viese el cráter que los había
    vomitado. Allí, como en el lugar precedente, un sinfín de pájaros animaba esa parte
    del continente polar. Pero ese imperio lo compartían con grandes manadas de
    mamíferos marinos que nos miraban con sus mansos ojos. Eran focas de especies
    diversas; unas tumbadas en el suelo, otras echadas sobre témpanos a la deriva y
    varias entrando o saliendo del mar. No huían cuando nos acercábamos, pues nunca
    habían visto al hombre, y calculé que allí había suficientes para aprovisionar
    varios centenares de barcos.
    —Menos mal que Ned Land no nos ha acompañado —dijo Conseil.
    —¿Por qué?
    —Porque ese cazador empedernido no hubiera dejado un animal vivo.
    —Eso es mucho decir, pero es cierto que no habríamos podido impedir a
    nuestro amigo canadiense arponear algunos de esos magníficos cetáceos, lo que
    hubiera disgustado al capitán Nemo, que no vierte inútilmente la sangre de
    animales inofensivos.
    —Y tiene razón.
    —Desde luego. Pero, dime, ¿ya has clasificado estos soberbios ejemplares de
    la fauna marina?
    —El señor sabe que la práctica no se me da bien. Cuando el señor me haya
    dicho el nombre de esos animales…
    —Son focas y morsas.
    —Dos géneros pertenecientes a la familia de los pinnípedos —se apresuró a
    decir el sabio Conseil—, orden de los carnívoros, grupo de los unguiculados,
    subclase de los monodelfos, clase de los mamíferos, rama de los vertebrados.
    —Bien, Conseil, pero estos dos géneros, focas y morsas, se dividen en
    especies y, si no me equivoco, aquí tendremos ocasión de observarlas. En marcha.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:54

    ***

    Eran las ocho de la mañana. Teníamos cuatro horas hasta que pudiera
    efectuarse debidamente la observación solar. Dirigí nuestros pasos hacia una gran
    bahía que se recortaba en el acantilado granítico de la orilla.
    Puedo decir que allí, hasta donde se perdía la vista, las tierras y los témpanos
    estaban saturados de mamíferos marinos, e involuntariamente busqué con la mirada
    al viejo Proteo, el pastor mitológico que guardaba los inmensos rebaños de
    Neptuno. Había sobre todo focas, que formaban grupos diferenciados de machos y
    hembras. El padre vigilaba a la familia y la madre amamantaba a sus crías.
    Algunos jóvenes, fuertes ya, se emancipaban a algunos pasos. Cuando aquellos
    mamíferos querían desplazarse lo hacían a saltitos debidos a la contracción de sus
    cuerpos y se ayudaban torpemente de su imperfecta aleta, que, en la vaca marina,
    su congénere, forma un verdadero antebrazo. Debo decir que en el agua, su
    elemento por excelencia, estos animales de espina dorsal móvil, pelvis estrecha,
    pelo raso y tupido y pies palmeados nadan admirablemente. En reposo y en tierra
    adoptaban posturas extremadamente graciosas. Por eso los antiguos, al observar su
    dulce fisonomía, su expresiva mirada, que ni la más bella mirada de mujer podía
    superar, sus ojos límpidos y aterciopelados, sus encantadoras poses, poetizándolos
    a su manera, metamorfosearon a los machos en tritones y a las hembras en sirenas.
    Señalé a Conseil el desarrollo considerable de los lóbulos cerebrales en estos
    inteligentes cetáceos. Ningún mamífero, a excepción del hombre, tiene una materia
    cerebral tan rica. Por eso las focas pueden recibir cierta educación. Se domestican
    fácilmente y convengo con otros naturalistas en que, convenientemente
    amaestradas, prestarían grandes servicios como perros de pesca.
    La mayor parte de las focas dormían sobre las rocas o en la arena. Entre las
    focas propiamente dichas, que carecen de orejas externas —lo que las distingue de
    las otarias, que sí las tienen—, observé algunas variedades de estenorrincos de
    tres metros de largo, pelo blanco, cabeza de bulldog y armados con diez dientes en
    cada mandíbula, cuatro incisivos arriba y abajo y dos grandes colmillos recortados
    en forma de flor de lis. Entre ellas había también elefantes marinos, especie de
    focas de trompa corta y móvil, los gigantes de la especie, con una longitud de diez
    metros y una circunferencia de veinte pies. No hicieron ningún movimiento cuando
    nos acercamos.
    —¿No son animales peligrosos? —preguntó Conseil.
    —No, a menos que se les ataque. Cuando una foca defiende a su pequeño, su
    furia es terrible y no es raro que despedaze la embarcación de los pescadores.
    —Está en su derecho —replicó Conseil.
    —No digo que no.
    Dos millas más lejos nos vimos detenidos por el promontorio que protegía la
    bahía de los vientos del sur. Caía a pico sobre el mar y espumajeaba por la resaca.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:55

    ***

    Más allá estallaron unos tremendos rugidos, como los que hubiera podido producir
    una manada de rumiantes.
    —¡Diantre! —exclamó Conseil—. ¿Un concierto de toros?
    —No, un concierto de morsas.
    —¿Se están peleando?
    —Se pelean o juegan.
    —Habría que verlo.
    —Hay que verlo, Conseil.
    Y henos ahí franqueando las negras rocas, entre desprendimientos repentinos y
    piedras que el hielo tornaba resbaladizas. Más de una vez rodé lastimándome los
    riñones. Conseil, más prudente o estable, apenas resbalaba, y me levantaba,
    diciendo:
    —Si el señor tuviera la bondad de separar las piernas, mantendría mejor el
    equilibrio.
    Llegados a la arista superior del promontorio, divisé una vasta llanura blanca
    cubierta de morsas que jugaban entre sí, lanzando bramidos de alegría y no de
    cólera.
    Las morsas recuerdan a las focas por la forma de su cuerpo y por la
    disposición de sus miembros. Pero carecen de colmillos e incisivos en la
    mandíbula inferior y, en cuanto a los colmillos superiores, son dos defensas de
    ochenta centímetros de largo y de treinta y tres en la circunferencia de su alvéolo.
    Estos dientes, de un marfil compacto y sin estrías, más duro que el de los elefantes
    y menos susceptible de amarillear, son muy codiciados. Por eso las morsas son
    víctimas de una caza desmedida que no tardará en exterminarlas, pues los
    cazadores, que matan indiscriminadamente a las hembras preñadas y a los animales
    jóvenes, sacrifican cada año más de cuatro mil.
    Al pasar junto a esos curiosos animales pude examinarlos a placer, pues no
    parecían molestarse. Su piel era espesa y rugosa, de un tono leonado tirando a rojo,
    su pelaje corto y poco tupido. Algunos tenían cuatro metros de largo. Más
    tranquilos y menos temerosos que sus congéneres del norte, no confiaban a
    centinelas escogidos la vigilancia de las inmediaciones de su campamento.
    Tras haber examinado la comunidad de morsas, pensé en volver sobre mis
    pasos. Eran las once, y si el capitán Nemo hallaba condiciones favorables para sus
    observaciones, yo quería estar presente durante la operación, aunque no esperaba
    que ese día saliera el sol. Unas nubes aplastadas sobre el horizonte lo ocultaban a
    nuestros ojos y parecía que el astro, celoso, no quería revelar a seres humanos el
    punto inabordable del Polo.
    Decidí regresar al Nautilus. Seguimos una estrecha pendiente que corría por la
    cima del acantilado. A las once y media habíamos llegado al punto de desembarco.


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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:55

    ***
    El bote varado había dejado al capitán en tierra. Lo vi de pie sobre una roca de
    basalto, con sus instrumentos junto a él y la mirada fija en el horizonte, donde el
    sol iba describiendo su curva alargada.
    Me situé a su lado y esperé en silencio. Llegó el mediodía e, igual que la
    víspera, el sol no apareció.
    Era una fatalidad. De nuevo nos quedábamos sin observación. De no poder
    hacerla al día siguiente habría que renunciar definitivamente a fijar nuestra
    posición. En efecto, estábamos a 20 de marzo. Al día siguiente, 21, día del
    equinoccio, sin contar la refracción, el sol desaparecería del horizonte durante seis
    meses y, con su desapararición, comenzaría la larga noche polar. Desde el
    equinoccio de septiembre había salido por el horizonte septentrional, elevándose
    en espirales alargadas hasta el 21 de diciembre. En esa fecha, solsticio de verano
    de las regiones boreales, había empezado a descender y al día siguiente lanzaría
    sus últimos rayos.
    Comuniqué mis observaciones y temores al capitán Nemo, y él me dijo:
    —Tiene razón. Si mañana no logro medir la altura del sol, no podré hacerlo
    hasta dentro de seis meses. Pero, asimismo, precisamente porque los azares de mi
    navegación me han traído a estos mares el 21 de marzo, nuestra posición será fácil
    de fijar si el sol asoma a mediodía.
    —¿Por qué, capitán?
    —Porque cuando el sol describe espirales tan largas, es difícil medir
    exactamente su altura en el horizonte y los instrumentos están expuestos a cometer
    graves errores.
    —Entonces, ¿cómo lo hará?
    —Emplearé únicamente mi cronómetro. Si mañana, 21 de marzo, a mediodía,
    el disco solar, teniendo en cuenta la refracción, es cortado exactamente por el
    horizonte del norte, es que estoy en el Polo Sur.
    —Sí. Sin embargo, esa afirmación no es matemáticamente rigurosa, porque el
    equinoccio no se produce necesariamente a mediodía.
    —Cierto, pero el error no será ni de cien metros, y con eso nos basta. Hasta
    mañana, pues.
    El capitán Nemo regresó a bordo. Conseil y yo nos quedamos hasta las cinco
    recorriendo la playa, observando y estudiando. No recogí ningún objeto curioso, a
    excepción de un huevo de pingüino de un tamaño notable y por el que un aficionado
    habría pagado más de mil francos. Su color perla y las rayas y caracteres que lo
    adornaban como jeroglíficos lo convertían en un extraño bibelot. Lo dejé en manos
    de Conseil y el prudente muchacho, con paso firme y sosteniéndolo como una
    valiosa porcelana china, lo llevó intacto al Nautilus, donde lo coloqué en una de
    las vitrinas del museo.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Sep 2024, 08:56

    ***

    Cené con apetito una excelente rodaja de hígado de foca, cuyo sabor recordaba
    al de la carne de cerdo. Luego me acosté, no sin haber invocado, como un hindú,
    los favores del astro rey.
    Al día siguiente, 21 de marzo, subí a la plataforma a las cinco de la mañana, y
    encontré en ella al capitán Nemo.
    —El tiempo se aclara un poco —me dijo—. Eso me da esperanzas. Después de
    desayunar volveremos a tierra para elegir un puesto de observación.
    Convenido este punto, fui a buscar a Ned Land. Me habría gustado llevarlo
    conmigo, pero el obstinado canadiense se negó y comprendí que su taciturnidad y
    mal humor aumentaban día a día. Después de todo, no lamenté su obcecación en
    tales circunstancias, pues verdaderamente había demasiadas focas en tierra y no
    hacía falta someter al empedernido cazador a esa tentación.
    Terminado el desayuno, me dirigí a tierra. El Nautilus había avanzado unas
    cuantas millas durante la noche y se hallaba en alta mar, a más de una milla de la
    costa dominada por un pico agudo de unos cuatrocientos o quinientos metros. En el
    bote íbamos el capitán Nemo, dos miembros de la tripulación, los instrumentos, es
    decir, un cronómetro, un catalejo y un barómetro, y yo.
    Durante la travesía vi numerosas ballenas pertenecientes a tres especies
    propias de los mares australes: la ballena franca o right-wale, como la llaman los
    ingleses, desprovista de aleta dorsal; la humpback, balenóptero de vientre
    arrugado y grandes aletas blancas que, pese a su nombre, no forman alas; y, por
    último, la fin-back, de un marrón amarillento, el más vivaz de los cetáceos. Este
    poderoso animal se hace oír desde lejos cuando proyecta a gran altura sus
    columnas de aire y vapor, que parecen torbellinos de humo. Los diferentes
    mamíferos jugueteaban por grupos en las aguas tranquilas, y comprendí que esa
    zona del Polo antártico servía de refugio a los cetáceos, implacablemente
    hostigados por los cazadores.
    Vi también largos nudos blancuzcos de salpas, especie de molucos agregados, y
    medusas de gran tamaño que se balanceaban entre los remolinos de las olas.
    A las nueve llegamos a tierra. El cielo se aclaraba, las nubes huían hacia el sur
    y las brumas abandonaban la fría superficie de las aguas. El capitán Nemo se
    dirigió hacia el pico que sin duda había elegido como observatorio. Fue una
    ascensión difícil entre lavas puntiagudas y piedras pómez, en medio de una
    atmósfera a menudo saturada por las emanaciones sulfurosas de las fumarolas. El
    capitán, para ser alguien poco habituado a pisar la tierra, escalaba las pendientes
    más escarpadas con una ligereza y una agilidad que yo no podía igualar y que
    habría envidiado un cazador de rebecos.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:35

    ***

    Tardamos dos horas en llegar a la cima del pico, mitad pórfido, mitad basalto.
    Desde allí se divisaba un vasto mar que, hacia el norte, trazaba claramente su
    límite sobre el fondo de cielo. A nuestros pies, campos de una blancura
    deslumbrante. Sobre nosotros, un pálido azul, libre de brumas. Al norte, el disco
    solar, como una bola de fuego cortada ya por el filo del horizonte. De las aguas se
    elevaban en magníficos haces centenares de surtidores líquidos. A lo lejos se veía
    el Nautilus, como un cetáceo dormido. Detrás de nosotros, al sur y al este, una
    tierra inmensa, una caótica acumulación de rocas y hielos cuyos confines no se
    divisaban.

    Al llegar a la cima del pico, el capitán Nemo midió cuidadosamente su altura
    por medio del barómetro, pues debía tenerla en cuenta en su observación.
    A las doce menos cuarto, el sol, que hasta entonces sólo se veía por refracción,
    asomó como un disco dorado y esparció sus últimos rayos sobre aquel continente
    abandonado, en aquellos mares que el hombre nunca había surcado.
    El capitán Nemo, provisto de un catalejo con retículas que corregía la
    refracción por medio de un espejo, observó el astro, que se iba hundiendo poco a
    poco en el horizonte siguiendo una diagonal muy alargada. Yo sujetaba el
    cronómetro. El corazón me latía con fuerza. Si la desaparición del semidisco solar
    coincidía con el mediodía del cronómetro, es que estábamos en el mismo Polo.
    —¡Mediodía! —exclamé.
    —¡El Polo Sur! —respondió el capitán Nemo con voz grave, dándome el
    catalejo para que viera el sol cortado en dos mitades por el horizonte.
    Contemplé los últimos rayos coronando el pico y las sombras que ascendían
    poco a poco por las rampas.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:36

    ***

    En ese momento, el capitán Nemo, apoyando su mano en mi hombro, me dijo:
    —En 1600 el holandés Ghéritk, llevado por las corrientes y las tempestades,
    alcanzó los 64º de latitud sur y descubrió las Nuevas Shetland. El 17 de enero de
    1773, el ilustre Cook, siguiendo el meridiano 38, llegó a los 67º 30´ de latitud, y,
    el 30 de enero de 1774, por el meridiano 109, alcanzó los 71º 15´ de latitud. En
    1819, el ruso Bellinghausen llegó al paralelo 69 y, en 1821, en el paralelo 66, a
    111º de longitud oeste. En 1820, el inglés Brunsfield tuvo que detenerse en los 65º.
    Ese mismo año, el americano Morrel, cuyo relato no es muy fiable, subió por el
    paralelo 42 hasta encontrar mar libre a 70º 14´ de latitud. En 1825, el inglés
    Powell no pudo sobrepasar los 62º. Ese mismo año, un simple pescador de focas,
    el inglés Weddel, llegó hasta los 72º 14´ de latitud por el meridiano 35, y hasta los
    74º 15´ por el 36. En 1829, el inglés Forster, comandante del Chanticleer, tomó
    posesión del continente antártico a 63º 26´ de latitud y a 66º 26´ de longitud. El 1
    de febrero de 1831, el inglés Biscoe descubrió la tierra de Enderby a 68º 50´ de
    latitud, el 5 de febrero de 1832, la tierra de Adelaida a 67º de latitud, y, el 21 de
    febrero, la tierra de Graham a 64º 45´de latitud. En 1838, el francés Dumont
    d’Urville, detenido por la banquisa a 62º 57´ de latitud, avistó la tierra de Luis
    Felipe; dos años más tarde, a 66º 30´, bautizaba otro cabo al sur como «tierra de
    Adelaida», y ocho días después, a 64º 40´, la costa Claire. En 1838, el inglés
    Wilkes avanzó hasta el paralelo 69 por el meridiano 100. En 1839, el inglés
    Balleny descubría la tierra Sabrina, en el límite del círculo polar. Por último, el 12
    de enero de 1842, el inglés James Ross, a bordo del Erebus y del Terror, encontró
    la tierra Victoria a 76º 56´ de latitud y a 171º 7´ de longitud este; el 23 del mismo
    mes llegó al paralelo 74, el punto más alto alcanzado hasta entonces; el 27 se
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] - Página 320
    hallaba a 76º 8´, el 28 a 77 32´, el 2 de febrero, a 78º 4´, y en 1842 volvió al 71º,
    que no pudo sobrepasar. Pues bien, yo, el capitán Nemo, hoy, 21 de marzo de 1868,
    tomo posesión de esta parte del globo, que equivale a un sexto de los continentes
    reconocidos.
    —¿En nombre de quién, capitán?
    —En el mío.
    Y diciendo esto, el capitán Nemo desplegó una bandera negra que portaba
    una N de oro cuartelada sobre su estameña. Luego, volviéndose hacia el sol, cuyos
    últimos rayos lamían el horizonte del mar, exclamó:
    —¡Adiós, sol! ¡Desaparece, astro radiante! ¡Duerme bajo este mar libre y deja
    que una noche de seis meses extienda sus sombras sobre mi nuevo dominio!




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:37

    ***

    XV
    ¿ACCIDENTE O INCIDENTE?
    A las seis de la mañana del día siguiente, 22 de marzo, comenzaron los
    preparativos para zarpar. Los últimos fulgores del crepúsculo se fundían en la
    noche, el frío era intenso y las constelaciones resplandecían con sorprendente
    intensidad. En el cénit brillaba la admirable Cruz del Sur, la estrella polar de las
    regiones antárticas.
    El termómetro marcaba doce grados bajo cero y el viento, al enfriarse, picaba.
    Los témpanos se multiplicaban en las aguas libres y el mar tendía a congelarse por
    doquier. Numerosas placas negruzcas, esparcidas sobre su superficie, anunciaban
    la inminente formación de los primeros hielos. Evidentemente, el mar austral,
    congelado durante los seis meses de invierno, era completamente inaccesible. ¿Qué
    hacían las ballenas durante ese período? Sin duda irían bajo la banquisa en busca
    de mares más accesibles. En cuanto a las focas y morsas, acostumbradas a vivir en
    climas más duros, permanecerían en esos parajes helados. Estos animales tienen el
    instinto de cavar agujeros en los ice-fields y de mantenerlos siempre abiertos para
    poder respirar. Cuando los pájaros emigran al Norte huyendo del frío, estos
    mamíferos marinos quedan como amos y señores del continente polar.
    Los depósitos de agua se habían llenado y el Nautilus descendía lentamente. Se
    detuvo a una profundidad de mil pies, su hélice batió las olas y avanzó directo
    hacia el norte a una velocidad de quince millas por hora. Por la tarde, navegaba ya
    bajo el inmenso caparazón helado de la banquisa.
    Los paneles del salón se habían cerrado por precaución, pues el casco del
    Nautilus podía chocar con algún bloque sumergido. Así pues, pasé el día poniendo
    mis notas en limpio. Mi mente estaba absorbida por los recuerdos del Polo.
    Habíamos alcanzado ese punto inaccesible sin esfuerzo, sin peligro, como si
    nuestro vagón flotante se hubiera deslizado por los raíles del ferrocarril. Ahora
    comenzaba de verdad el retorno. ¿Me depararía aún sorpresas semejantes? Así lo
    creía, tan inagotable es la serie de maravillas submarinas. En los cinco meses y
    medio transcurridos desde que el azar nos arrojara a aquel barco habíamos
    recorrido catorce mil millas y, en esa travesía más larga que el ecuador terrestre,
    ¡cuántos incidentes, curiosos o terribles, habían jalonado nuestro viaje! La cacería
    en los bosques de Crespo, la encalladura en el estrecho de Torres, el cementerio de
    coral, las pesquerías de Ceilán, el túnel arábigo, los fuegos de Santorin, los
    millones de la bahía de Vigo, la Atlántida, el Polo Sur… Durante la noche, todos
    estos recuerdos, pasando de un sueño a otro, no dejaron reposar ni un instante mi
    cerebro.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:38

    ***

    A las tres de la mañana me despertó un choque violento. Me había levantado de
    la cama y trataba de escuchar en la oscuridad cuando caí súbitamente al suelo.
    Evidentemente, el Nautilus había dado un bandazo considerable tras el choque.
    Apoyándome en las paredes, avancé por las crujías hasta el salón alumbrado
    por el techo luminoso. Los muebles estaban volcados. Afortunadamente, las
    vitrinas, sólidamente sujetas en su base, habían aguantado. Los cuadros de estribor,
    por el desplazamiento de la vertical, estaban pegados a los tapices, mientras que
    los de babor se hallaban separados al menos un pie por su borde inferior. Por lo
    tanto, el Nautilus estaba recostado sobre estribor y, además, había quedado
    completamente inmóvil.
    Dentro se oía un ruido de pasos y voces confusas, pero el capitán no apareció.
    Cuando me disponía a salir del salón, entraron Ned Land y Conseil.
    —¿Qué ocurre? —les pregunté.
    —Venía a preguntárselo al señor —respondió Conseil.
    —¡Por todos los diablos! —exclamó el canadiense—, yo sí sé lo que pasa. El
    Nautilus ha chocado y, a juzgar por su escora, no creo que salga tan bien librado
    como la primera vez en el estrecho de Torres.
    —Pero ¿al menos ha vuelto a la superficie? —pregunté.
    —Lo ignoramos —respondió Conseil.
    —Eso es fácil de averiguar —respondí, consultando el manómetro.
    Sorprendido, vi que indicaba una profundidad de trescientos sesenta metros.
    —¿Qué significa esto? —exclamé.
    —Hay que preguntar al capitán Nemo —dijo Conseil.
    —Pero ¿dónde encontrarlo? —preguntó Ned Land.
    —Seguidme —les dije a mis dos compañeros.
    Salimos del salón. No había nadie en la biblioteca. En la escalera central y en
    la cabina de la tripulación, tampoco. Supuse que el capitán Nemo debía de estar en
    la cabina del timonel. Lo mejor era esperar, y los tres regresamos al salón.
    Callaré las recriminaciones del canadiense, que halló una buena ocasión para
    enfurecerse. Le dejé desahogarse a gusto, sin responderle.
    Llevábamos así veinte minutos, intentando sorprender el menor ruido en el
    interior del Nautilus, cuando entró el capitán Nemo. Pareció no vernos. Su
    fisonomía, habitualmente tan impasible, revelaba cierta inquietud. Observó en
    silencio la brújula y el manómetro y posó un dedo en un punto del planisferio, en la
    parte correspondiente a los mares australes.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:39

    ***


    No quise interrumpirle. Pero, instantes más tarde, cuando se volvió hacia mí, le
    dije, devolviéndole una expresión que había utilizado en el estrecho de Torres:
    —¿Un incidente, capitán?
    —No —respondió—, esta vez un accidente.
    —¿Grave?
    —Tal vez.
    —¿Hay peligro inminente?
    —No.
    —¿El Nautilus ha encallado?
    —Sí.
    —Y esa encalladura se ha producido…
    —Por un capricho de la naturaleza, no por la impericia humana. No se ha
    cometido un solo fallo en nuestras maniobras. Pero no se puede impedir que el
    equilibrio produzca sus efectos. Se puede desafiar a las leyes humanas, pero no
    resistir a las leyes naturales.
    El capitán Nemo había elegido un momento singular para entregarse a esta
    reflexión filosófica. En resumen, su respuesta no me aclaró nada.
    —¿Puedo saber cuál es la causa del accidente?
    —Un enorme bloque de hielo, una montaña entera, ha dado una vuelta
    completa. Cuando los icebergs son minados en su base por aguas más cálidas o por
    choques reiterados, su centro de gravedad sube. Entonces vuelcan a lo grande y se
    voltean. Eso es lo que ha ocurrido. Uno de esos bloques, al girar, ha chocado con
    el Nautilus, que navegaba sumergido. Luego, deslizándose bajo su casco y
    alzándolo con fuerza irresistible, lo ha llevado a capas menos densas, donde está
    tumbado sobre un costado.
    —Pero ¿no se puede liberar el Nautilus vaciando sus depósitos para volver a
    equilibrarlo?
    —Es lo que se está haciendo en estos momentos. Puede oír las bombas
    funcionando. Mire la aguja del manómetro, indica que el Nautilus está subiendo,
    pero el bloque de hielo sube con él, y hasta que un obstáculo no detenga su
    ascensión nuestra posición no cambiará.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:41

    ***

    En efecto, el Nautilus seguía dando la misma inclinación a estribor.
    Seguramente se enderezaría cuando el bloque se detuviera. Pero ¿quién sabía si no
    chocaríamos en ese momento con la parte superior de la banquisa y quedaríamos
    espantosamente comprimidos entre las dos superficies heladas?
    Yo reflexionaba sobre las consecuencias de aquella situación, mientras el
    capitán Nemo no apartaba la vista del manómetro. Desde la caída del iceberg, el
    Nautilus había subido unos ciento cincuenta pies, pero seguía formando el mismo
    ángulo con la perpendicular.
    De repente sentimos un ligero movimiento en el casco. Evidentemente, el
    Nautilus se enderezaba un poco. Los objetos colgados en el salón iban recobrando
    sensiblemente su posición normal. Las paredes se acercaban a la verticalidad.
    Ninguno de nosotros hablaba mientras, con el corazón encogido, observábamos y
    sentíamos cómo se enderezaba el barco y el suelo volvía a ser horizontal bajo
    nuestros pies. Así transcurrieron diez minutos.
    —¡Por fin nos hemos enderezado! —exclamé.
    —Sí —dijo el capitán Nemo, dirigiéndose a la puerta del salón.
    —Pero ¿podremos flotar?
    —Desde luego —respondió—, puesto que los depósitos no se han vaciado
    todavía y que, una vez vacíos, el Nautilus emergerá a la superficie.
    El capitán salió y enseguida vi que, por orden suya, se había detenido la
    ascención del Nautilus, que pronto habría chocado con la parte inferior de la
    banquisa. Más valía mantenerlo entre dos aguas.
    —¡De buena nos hemos librado! —dijo Conseil.
    —Sí, podíamos haber quedado aplastados, o al menos encerrados, entre los
    bloques de hielo. Y entonces, sin poder renovar el aire… Sí, ¡de buena nos hemos
    librado!
    —Si es que esto ha terminado —murmuró Ned Land.
    No quise entablar una discusión inútil con el canadiense y no respondí.
    Además, los paneles se abrieron en ese momento y la luz exterior irrumpió a través
    del cristal.
    Estábamos, como dije antes, en aguas profundas, pero a una distancia de diez
    metros a ambos lados del Nautilus se elevaba una reluciente muralla de hielo. Por
    encima y por debajo, lo mismo. Por encima, porque la superficie inferior de la
    banquisa de extendía como un inmenso techo. Por debajo, porque el bloque
    volcado, al haberse deslizado poco a poco, había encontrado dos puntos de apoyo
    en las murallas laterales que lo mantenían en esa posición. El Nautilus estaba
    encerrado en un tunel de hielo de unos veinte metros de ancho por el que fluían
    aguas tranquilas. Así, le era fácil salir navegando hacia adelante o hacia atrás hasta
    encontrar, algunos centenares de metros más abajo, un paso libre bajo la banquisa.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:42

    ***

    El techo luminoso se había apagado y, sin embargo, el salón resplandecía con
    una luz intensa. Eso se debía a que la potente reverberación de las paredes de hielo
    reflejaba los haces luminosos del fanal. No sabría describir el efecto de los rayos
    voltaicos sobre los grandes bloques caprichosamente recortados, de los que cada
    ángulo, cada arista, cada faceta, lanzaba un destello diferente, según la naturaleza
    de las vetas que surcaban el hielo. Mina deslumbrante de gemas y especialmente de
    zafiros que aumentaban sus reflejos azules con el fulgor verde de las esmeraldas.
    Aquí y allá, matices opalinos de una delicadeza infinita corrían entre picos
    ardientes como diamantes de fuego cuyo resplandor cegaba la mirada. La potencia
    del fanal se veía centuplicada, como la de una lámpara a través de las hojas
    lenticulares de un faro de primer orden.
    —¡Qué hermoso! —exclamó Conseil.
    —Sí, es un espectáculo admirable, ¿verdad, Ned? —dije.
    —¡Pues sí, por todos los diablos! —replicó Ned Land—. Es soberbio. Me da
    rabia tener que admitirlo. No he visto nada igual. Pero este espectáculo nos puede
    salir caro y, para decirlo todo, creo que estamos viendo cosas que Dios quiso
    prohibir al ojo humano.
    Ned tenía razón. Era demasiado hermoso.
    De pronto, un grito de Conseil me hizo volverme.
    —¿Qué ocurre?
    —¡Cierre los ojos! ¡No mire! —dijo Conseil, tapándose los ojos.
    —Pero ¿qué te pasa, muchacho?
    —¡Estoy deslumbrado, ciego!
    Miré involuntariamente al cristal, pero no pude soportar el resplandor que lo
    devoraba.
    Comprendí lo que había ocurrido. El Nautilus acababa de ponerse en marcha a
    gran velocidad, haciendo que los suaves centelleos de las murallas de hielo se
    tornaran rayos fulgurantes y se confundieran los resplandores de esas miríadas de
    diamantes. El Nautilus, impulsado por su hélice, viajaba en un joyero
    deslumbrante.
    Se cerraron los paneles del salón, mientras seguíamos con los ojos tapados,
    impregnados de esos brillos concéntricos que flotan en la retina cuando los rayos
    solares la golpean. Tuvo que pasar un rato para que se aliviaran nuestros ojos.
    Finalmente pudimos retirar las manos.
    —Juro que nunca lo habría creído —dijo Conseil.
    —Y yo sigo sin creerlo —replicó el canadiense.
    —Cuando volvamos a tierra, hastiados de tantas maravillas naturales, ¿qué
    pensaremos de los miserables continentes y de las insignificantes obras salidas de
    la mano del hombre? No, el mundo habitado ya no es digno de nosotros




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:42

    ***

    Tales palabras en boca de un impasible flamenco muestran qué cotas había
    alcanzado nuestro entusiasmo. Pero el canadiense no dejó de echar sobre él un
    jarro de agua fría.
    —¡El mundo habitado! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Esté tranquilo, amigo
    Conseil, que no volveremos a pisarlo.
    Eran las cinco de la mañana, y en ese momento se produjo un choque a proa del
    Nautilus. Comprendí que su espolón acababa de golpear un bloque de hielo. Debía
    de tratarse de una falsa maniobra, pues el túnel submarino, obstruido por los
    bloques, no ofrecía una navegación fácil. Pensé, pues, que el capitán Nemo
    modificaría su rumbo para sortear los obstáculos o bien seguiría las sinuosidades
    del túnel. En cualquier caso, el barco no podía dejar de avanzar, pero, contra lo
    que yo esperaba, el Nautilus hizo un movimiento de retroceso muy acusado.
    —¿Vamos marcha atrás? —dijo Conseil.
    —Sí —respondí—. El túnel no debe de tener salida por ese lado.
    —¿Entonces?
    —Entonces la solución es muy sencilla. Volveremos sobre nuestros pasos y
    saldremos por el orificio del sur. Eso es todo.
    Al hablar así, mi intención era parecer más tranquilo de lo que realmente me
    sentía. El Nautilus aceleró su movimiento de retroceso y, marchando a contra
    hélice, nos llevó con gran rapidez.
    —Esto va a suponer un retraso —dijo Ned.
    —Qué importan unas horas más o menos, con tal de que salgamos.
    —Eso es, con tal de que salgamos —repitió Ned Land.
    Paseé durante unos instantes del salón a la biblioteca. Mis compañeros,
    sentados, permanecían en silencio. Pronto me senté en un sofá y hojée un libro sin
    prestar atención. Al cabo de un cuarto de hora, Conseil se me acercó y dijo:
    —¿Es interesante lo que lee el señor?
    —Muy interesante —respondí.
    —Lo creo. Es el libro del señor.
    —¿Mi libro?
    En efecto, tenía en la mano Los grandes fondos submarinos. Ni siquiera me
    había dado cuenta. Cerré el libro y reanudé mis paseos. Ned y Conseil se
    levantaron para retirarse.
    —Quedaos, amigos míos —les dije, reteniéndolos—. Permanezcamos juntos
    hasta que hayamos salido de este atolladero.
    —Como guste el señor —respondió Conseil.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:44

    ***


    Transcurrieron varias horas, durante las que observé a menudo los instrumentos
    colgados en la pared del salón. El manómetro indicaba que el Nautilus se mantenía
    a una profundidad constante de trescientos metros; la brújula, que se dirigía
    siempre al sur; la corredera, que marchaba a una velocidad de veinte millas por
    hora, velocidad excesiva en un espacio tan cerrado. Pero el capitán Nemo sabía
    que no podía apresurarse demasiado y que, en esos momentos, los minutos valían
    siglos.
    A las ocho y veinticinco se produjo un segundo choque, esta vez a popa. Me
    quedé pálido. Mis compañeros se habían acercado a mí y agarré la mano de
    Conseil. Nos interrogamos con la mirada, más directamente que si hubiéramos
    verbalizado nuestro pensamiento.
    En ese momento entró el capitán en el salón y yo fui hacia él.
    —¿La ruta está bloqueada al sur? —le pregunté.
    —Sí. El iceberg, al volcarse, ha cerrado cualquier salida.
    —¿Estamos encerrados?
    —Sí



    XVI



    FALTA DE AIRE



    Así pues, por encima y por debajo, el Nautilus se hallaba rodeado de un
    impenetrable muro de hielo. Estábamos prisioneros de la banquisa. El canadiense
    había dado un puñetazo a una mesa, Conseil callaba y yo miré al capitán, que había
    recobrado su habitual impasibilidad y, con los brazos cruzados, reflexionaba. El
    Nautilus no se movía.
    El capitán habló de nuevo:
    —Señores —dijo, con voz tranquila—, hay dos formas de morir en la situación
    en que nos hallamos.
    Aquel inexplicable personaje parecía un profesor de matemáticas que hiciera
    una demostración a sus alumnos.
    —La primera es morir aplastados. La segunda, morir asfixiados. Excluyo la
    posibilidad de morir de hambre, porque sin duda las provisiones del Nautilus
    durarán más que nosotros. Preocupémonos, pues, de las posibilidades de
    aplastamiento y asfixia.
    —En cuanto a la asfixia, capitán, no hay que temerla, porque nuestros depósitos
    están llenos —respondí.
    —Cierto, pero sólo nos darán aire durante dos días. Llevamos treinta y seis
    horas sumergidos y ya la atmósfera enrarecida del Nautilus necesita renovarse.
    Dentro de cuarenta y ocho horas nuestra reserva se habrá agotado.
    —Entonces, capitán, tenemos que liberarnos antes de que pasen cuarenta y
    ocho horas.
    —Lo intentaremos al menos perforando la muralla que nos rodea.
    —¿Por dónde?
    —Eso nos lo dirá la sonda. Voy a encallar el Nautilus en el banco inferior y
    mis hombres, vestidos con sus escafandras, atacarán el iceberg por su pared menos
    gruesa.
    —¿Se pueden abrir los paneles del salón?
    —No hay inconveniente, pues estamos parados.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Sep 2024, 09:45

    ***

    El capitán Nemo salió y al poco unos silbidos me indicaron que el agua entraba
    en los depósitos. El Nautilus descendió lentamente y se posó en el fondo helado a
    una profundidad de trescientos cincuenta metros.
    —Amigos —dije—, la situación es grave, pero cuento con vuestro valor y
    vuestra energía.
    —Señor —dijo el canadiense—, este no es momento para abrumarle con mis
    recriminaciones. Estoy dispuesto a lo que sea por la salvación común.
    —Bien, Ned —dije, tendiéndole la mano.
    —Y añadiré —prosiguió— que soy tan diestro manejando el pico como el
    arpón. Conque, si puedo ser útil al capitán, aquí me tiene.
    —No rechazará su ayuda. Venga conmigo, Ned.
    Conduje al canadiense al camarote donde los tripulantes del Nautilus se
    estaban poniendo sus escafandras. Comuniqué al capitán la propuesta de Ned, que
    fue inmediatamente aceptada. El canadiense se embutió en su traje marino y
    enseguida estuvo tan preparado como sus compañeros de faena. Cada uno de ellos
    llevaba a la espalda el aparato Rouquayrol, con una buena reserva de aire puro
    procedente de los depósitos. Préstamo considerable pero necesario, tomado de la
    reserva del Nautilus. En cuanto a las lámparas Ruhmkorff, resultaban inútiles en
    aquellas aguas luminosas y saturadas de rayos eléctricos.
    Cuando Ned estuvo vestido, regresé al salón, donde los cristales seguían
    descubiertos, y, junto a Conseil, examiné las capas circundantes que sostenían al
    Nautilus.
    Instantes después vimos a doce miembros de la tripulación poner el pie sobre
    el banco de hielo, entre ellos a Ned Land, reconocible por su estatura. El capitán
    Nemo estaba con ellos.
    Antes de proceder a la perforación de las murallas, mandó efectuar sondeos
    para asegurar que el trabajo se realizaba en la dirección adecuada. Se sumergieron
    largas sondas en las paredes laterales, pero quince metros más allá también se
    vieron detenidas por la espesa muralla. Era inútil atacar la superficie superior,
    pues era la banquisa misma, con más de cuatrocientos metros de altura. El capitán
    mandó sondear entonces la superficie inferior. Allí, una pared de diez metros nos
    separaba del agua, tal era el espesor del ice-field. Por lo tanto, se trataba de cortar
    un trozo igual en superficie a la línea de flotación del Nautilus. Había, pues, que
    arrancar unos seis mil quinientos centímetros cúbicos para abrir un agujero por el
    que descender bajo el campo de hielo.
    Se empezó a trabajar de inmediato con un tesón infatigable. En vez de perforar
    alrededor del Nautilus, lo que hubiera entrañado dificultades aún mayores, el
    capitán Nemo mandó cavar la inmensa fosa a ocho metros de su línea de babor.
    Luego, sus hombres taladraron simultáneamente varios puntos de su circunferencia.
    Pronto los picos atacaron vigorosamente la materia compacta, arrancando grandes
    bloques de la masa helada. Por un curioso efecto de peso específico, esos bloques,
    menos pesados que el agua, salían volando, por así decirlo, hasta la bóveda del
    túnel, que espesaba por arriba lo que disminuía por abajo. Pero poco importaba
    con tal de que la pared inferior adelgazase otro tanto.

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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:00

    ***

    Tras dos horas de arduo trabajo, Ned Land regresó extenuado. Él y sus
    compañeros fueron reemplazados por nuevos trabajadores, a los que nos unimos
    Conseil y yo, bajo la dirección del segundo del Nautilus.
    El agua me pareció particularmente fría, pero pronto entré en calor manejando
    el pico. Tenía una gran libertad de movimentos, pese a efectuarlos bajo una presión
    de treinta atmósferas.
    Cuando, tras dos horas de trabajo, volví para comer algo y descansar, encontré
    una notable diferencia entre el fluido puro que me proporcionaba el aparato de
    Rouquayrol y la atmósfera del Nautilus, cargada ya de ácido carbónico. El aire
    llevaba cuarenta y ocho horas sin renovarse y sus cualidades vivificantes se habían
    debilitado considerablemente. Pero, transcurridas doce horas, sólo habíamos
    arrancado una capa de hielo de un metro de espesor en la superficie delimitada, es
    decir, unos seiscientos metros cúbicos. Admitiendo que se hiciera el mismo trabajo
    cada doce horas, todavía harían falta cinco noches y cuatro días para llevar a buen
    término nuestra empresa.
    —¡Cinco noches y cuatro días! Sólo nos queda aire para dos días en los
    depósitos —dije a mis compañeros.
    —Sin contar con que, una vez fuera de esta condenada cárcel, seguiremos
    aprisionados bajo la banquisa y sin comunicación posible con la atmósfera —
    replicó Ned.
    Reflexión acertada. ¿Quién podía prever el mínimo de tiempo necesario para
    nuestra liberación? ¿Acaso no nos habríamos asfixiado antes de que el Nautilus
    hubiera podido emerger a la superficie? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba
    de hielo con todos sus pasajeros? La situación parecía terrible, pero cada uno de
    nosotros le había plantado cara y estaba decidido a cumplir con su deber hasta el
    final.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:01

    ***
    l.
    Según mis previsiones, durante la noche se arrancó otra capa de un metro al
    inmenso alvéolo. Pero cuando por la mañana, vestido con mi escafandra, recorrí la
    masa líquida a una temperatura de unos seis o siete grados bajo cero, noté que las
    murallas laterales se iban cerrando poco a poco. Las capas de agua alejadas de la
    fosa, que no habían sido calentadas por el trabajo de los hombres y de las
    herramientas, tendían a solidificarse. Ante este nuevo e inminente peligro, ¿qué
    sería de nuestras posibilidades de salvación y cómo impedir la solidificación del
    medio líquido, que reventaría las paredes de Nautilus como si fueran de cristal?
    No dije nada de ese nuevo peligro a mis dos compañeros. ¿Para qué
    arriesgarse a abatir la energía que empleaban en el penoso trabajo de salvamento?
    Pero cuando regresé a bordo señalé al capitán esa grave complicación.
    —Lo sé —me dijo con ese tono tranquilo que no podían alterar ni las más
    terribles conjeturas—. Es un peligro más, pero no veo ningún medio de evitarlo. La
    única posibilidad de salvarnos es ser más rápidos que la solidificación. Se trata de
    llegar los primeros. Eso es todo.
    ¡Llegar los primeros! En fin, debería haberme acostumbrado a su forma de
    hablar.
    Aquel día manejé el pico con tesón durante varias horas. El trabajo me ayudaba
    a aguantar. Además, trabajar suponía salir del Nautilus, respirar directamente el
    aire puro procedente de los depósitos y suministrado por los aparatos y abandonar
    una atmósfera enrarecida y viciada.
    Por la noche habíamos excavado un metro más de fosa. De regreso a bordo, me
    sentí asfixiado por el ácido carbónico que saturaba el aire. ¡Y no tener los medios
    químicos que nos hubieran permitido expulsar ese gas nocivo! Oxígeno no nos
    faltaba, pues toda esa agua lo contenía en cantidades considerables y,
    descomponiéndolo con nuestras poderosas pilas, nos habría restituido el fluido
    vivificante. Yo había pensado en ello, sabiéndolo inútil, pues el ácido carbónico
    producido por nuestra respiración había invadido todas las partes del barco. Para
    absorberlo habría hecho falta llenar recipientes de potasa cáustica y agitarlos sin
    cesar. Pero carecíamos de esa materia a bordo y nada podía reemplazarla.
    Aquella tarde el capitán Nemo tuvo que abrir las válvulas de sus depósitos y
    lanzar algunas columnas de aire puro al interior del Nautilus. Sin esa precaución
    no nos habríamos despertado.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 19 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:02

    ***

    Al día siguiente, 26 de marzo, reanudé mi trabajo de minero perforando el
    quinto metro. Las paredes laterales y la superficie inferior de la banquisa se
    espesaban visiblemente. Era evidente que se unirían antes de que el Nautilus
    hubiera logrado liberarse. Por un momento me venció la desesperación y a punto
    estuve de soltar el pico. Para qué picar si iba a morir ahogado, aplastado por el
    agua que se volvía piedra, un suplicio que no habrían podido inventar ni los más
    feroces salvajes. Me parecía estar entre las formidables fauces de un monstruo que
    se iban cerrando irremisiblemente.
    En ese momento el capitán Nemo, que dirigía el trabajo al tiempo que
    trabajaba, pasó a mi lado. Le toqué con la mano y le señalé las paredes de nuestra
    prisión. La muralla de estribor había avanzado a menos de cuatro metros del
    Nautilus. El capitán me comprendió y con un gesto me indicó que lo siguiera.
    Regresamos a bordo. Me quité la escafandra y le acompañé al salón.
    —Señor Aronnax, hay que intentar algún medio heroico de salir de aquí o
    quedaremos sellados en esta agua solidificada como en el cemento.
    —Sí, pero ¿qué hacer?
    —¡Si mi Nautilus fuera lo bastante fuerte para soportar esta presión sin quedar
    aplastado! —exclamó.
    —¿Y bien? —pregunté, sin captar la idea del capitán.
    —¿No comprende que la congelación del agua vendría en nuestra ayuda? ¿No
    ve que por su solidificación reventaría los bloques de hielo que nos aprisionan,
    igual que, cuando se congela, hace estallar las piedras más duras? ¿No se figura
    que sería un agente de salvación y no de destrucción?
    —Sí, tal vez, capitán. Pero por muy resistente que sea el Nautilus no podrá
    soportar esa terrible presión sin quedar aplastado como una chapa.
    —Lo sé. No hay que contar con el socorro de la naturaleza, sino con nosotros
    mismos. Hay que impedir la solidificación, frenarla como sea. No sólo se
    estrechan las paredes laterales, sino que apenas quedan diez pies de agua a proa y
    a popa del Nautilus. La congelación nos gana por todas partes.
    —¿Cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los depósitos?
    El capitán me miró a los ojos.
    —Pasado mañana los depósitos estarán vacíos.
    Me invadió un sudor frío. Sin embargo, ¿por qué me sorprendía su respuesta?
    El 22 de marzo, el Nautilus se había sumergido en el mar libre del Polo.
    Estábamos a 26. Llevábamos cinco días viviendo de las reservas de a bordo. Y lo
    que quedaba de aire respirable había que conservarlo para los trabajadores.
    Mientras escribo esto, mi impresión es aún tan viva que un terror involuntario me
    embarga y siento que me falta el aire en los pulmones.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:03

    ***

    Entretanto, el capitán Nemo reflexionaba, silencioso e inmóvil. Era evidente
    que una idea le cruzaba por la mente, pero parecía descartarla, pues se respondía a
    sí mismo negativamente, hasta que de sus labios escaparon las siguientes palabras:
    —¡Agua hirviendo!
    —¿Agua hirviendo?
    —Sí. Estamos encerrados en un espacio relativamente pequeño. ¿Acaso unos
    chorros de agua hirviendo, inyectada constantemente por las bombas del Nautilus,
    no elevarían la temperatura de este medio y retrasarían su congelación?
    —Hay que probarlo —dije resueltamente.
    —Hagámoslo, profesor.
    El termómetro marcaba siete grados bajo cero en el exterior. El capitán Nemo
    me condujo a las cocinas, donde funcionaban grandes aparatos de destilación que
    suministraban agua potable por evaporación. Se llenaron de agua y el calor
    eléctrico de las pilas fue lanzado a través de los serpentines bañados por el
    líquido. En unos minutos, el agua había alcanzado los cien grados y fue enviada a
    las bombas al tiempo que un agua nueva la iba reemplazando. El calor producido
    por las pilas era tal que el agua fría extraída del mar llegaba hirviendo a los
    cuerpos de las bombas con sólo haber atravesado los aparatos.
    A las tres horas de comenzada la operación, el termómetro marcaba seis grados
    bajo cero en el exterior. Se había ganado un grado y, dos horas después, el
    termómetro sólo marcaba cuatro grados.
    —¡Lo conseguiremos! —dije al capitán, tras haber seguido y controlado
    mediante numerosas observaciones los progresos de la operación.
    —Eso creo —me respondió—. No quedaremos aplastados. Sólo nos queda
    temer la asfixia.
    Por la noche, la temperatura del agua subió a un grado bajo cero. Las
    inyecciones no pudieron llevarla más allá, pero como el agua marina se congela
    únicamente a cuatro grados bajo cero, me tranquilicé definitivamente respecto al
    peligro de solidificación.
    Al día siguiente, 27 de marzo, ya se habían arrancado seis metros de hielo del
    alvéolo y sólo quedaban cuatro. Eso equivalía a cuarenta y ocho horas más de
    trabajo. Ya no se podía renovar el aire en el interior del Nautilus, por lo que
    aquella jornada se iba poniendo cada vez peor.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:04

    ***

    Una pesantez insoportable me abrumaba y a las tres de la tarde esa sensación
    de angustia llegó a un grado extremo. Los bostezos me dislocaban las mandíbulas,
    mis pulmones resollaban buscando el fluido comburente indispensable para la
    respiración y que se iba enrareciendo cada vez más. Tendido, sin fuerzas, casi
    inconsciente, el embotamiento se apoderó de mí. Mi buen Conseil, aquejado de los
    mismos síntomas, víctima de los mismos padecimientos, no me abandonaba, me
    cogía la mano, me animaba y aún le oía murmurar:
    —¡Si pudiera no respirar para dejar más aire al señor!
    Se me saltaban las lágrimas al oírle hablar así.
    Aunque nuestra situación era insoportable en el interior, ¡con cuánta alegría y
    presteza nos poníamos las escafandras cuando nos llegaba el turno de trabajar! Los
    picos resonaban en la placa helada, los brazos se extenuaban y las manos se
    desollaban, pero ¡qué importaban el cansancio y las heridas! ¡El aire vital llegaba
    a los pulmones! ¡Respirábamos!
    Y sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su trabajo submarino.
    Cumplida su tarea, cada uno entregaba a sus jadeantes compañeros el depósito que
    debía insuflarle vida. El capitán Nemo daba ejemplo y era el primero en someterse
    a esa severa disciplina. Llegado el momento, cedía su aparato a otro y regresaba a
    la atmósfera viciada de a bordo, siempre tranquilo, sin una queja o
    desfallecimiento.
    Aquel día se realizó el trabajo habitual con más vigor aún. Sólo quedaban dos
    metros por arrancar en toda la superficie. Dos metros nos separaban del mar libre.
    Pero los depósitos estaban casi vacíos de aire y lo poco que quedaba debía
    reservarse para los trabajadores. Ni un átomo para el Nautilus.
    Cuando regresé a bordo sentí que me ahogaba. ¡Qué noche! No sabría
    representarla, pues tales padecimientos no pueden describirse. Al día siguiente me
    costaba respirar. Los dolores de cabeza se mezclaban con terribles mareos que me
    hacían sentirme ebrio. Mis compañeros experimentaban los mismos síntomas y
    algunos miembros de la tripulación daban estertores.
    Aquel día, el sexto de nuestro encierro, el capitán Nemo, al parecerle
    demasiado lentos el pico y la pala, decidió aplastar la capa de hielo que aún nos
    separaba de la franja líquida. Aquel hombre había conservado su sangre fría y su
    energía, domando los dolores físicos mediante su fuerza moral. Pensaba, calculaba
    y actuaba.
    A una orden suya, el barco fue liberado, es decir, se zafó de la capa helada por
    un cambio de peso específico y, cuando empezó a flotar, fue halado para llevarlo a
    la inmensa fosa trazada según su línea de flotación. Luego, llenando sus depósitos
    de agua, descendió y quedó encajado en el alvéolo.









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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:05

    ***

    Toda la tripulación regresó a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación.
    El Nautilus reposaba sobre la capa de hielo, que no tenía ni un metro de espesor y
    que las sondas habían perforado por mil sitios.
    Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos y cien metros cúbicos de
    agua se precipitaron en su interior, aumentando en cien mil kilos el peso del
    Nautilus.
    Olvidando nuestros sufrimientos, todavía esperanzados, aguardábamos y
    escuchábamos. Nos jugábamos nuestra salvación a una última baza.
    Pese a los zumbidos que llenaban mi cabeza, pronto oí los temblores bajo el
    casco del Nautilus. Se produjo un desnivel, el hielo crujió con un ruido singular,
    parecido al del papel al rasgarse, y el Nautilus descendió.
    —¡Pasamos! —me dijo Conseil al oído.
    Incapaz de responderle, cogí su mano y la apreté en una convulsión
    involuntaria.
    De repente el Nautilus, llevado por su tremenda sobrecarga, se hundió como
    una bala en las profundidades, precipitándose como lo hubiera hecho en el vacío.
    Toda la fuerza eléctrica se aplicó a las bombas, que enseguida comenzaron a
    expulsar el agua de los depósitos. Pasados unos minutos, se frenó la caída. Muy
    pronto el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, accionada a
    toda velocidad, sacudió hasta los pernos del casco de acero y nos impulsó hacia el
    norte.
    Pero ¿cuánto duraría la navegación bajo la banquisa hasta el mar libre? ¿Un día
    más? Para entonces ya me habría muerto.
    Medio tumbado en un diván de la biblioteca, sentía que me ahogaba. Tenía la
    cara lívida, los labios azules y los sentidos embotados. Ni oía ni veía nada, había
    perdido la noción del tiempo y no podía contraer los músculos. Así transcurrieron
    las horas, no sabría decir cuántas, pero tuve conciencia de que comenzaba mi
    agonía y comprendí que iba a morir.
    Súbitamente volví en mí, al sentir unas bocanadas de aire penetrando en mis
    pulmones. ¿Habíamos subido a la superficie? ¿Habíamos atravesado la banquisa?
    ¡No! Eran Ned y Conseil, mis dos grandes amigos, que se sacrificaban para
    salvarme. Aún quedaban unos átomos de aire en el fondo de un aparato y, en vez de
    respirarlo, lo habían reservado para mí. Mientras ellos se ahogaban, me insuflaban
    la vida gota a gota. Intenté rechazar el aparato, pero me sujetaron las manos y
    durante unos instantes respiré con fruición.






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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:06

    ***

    Miré el reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos de estar a 28 de marzo. El
    Nautilus volvía a navegar a una formidable velocidad de cuarenta millas por hora,
    retorciéndose bajo las aguas.
    ¿Dónde estaba el capitán Nemo? ¿Había sucumbido? ¿Sus compañeros habían
    muerto con él?
    El manómetro indicó que nos hallábamos a tan sólo veinte pies de la superficie.
    Un simple campo de hielo nos separaba de la atmósfera. ¿No se podía romper? Tal
    vez. En cualquier caso, el Nautilus iba a intentarlo. Sentí, en efecto, que adoptaba
    una posición oblicua, bajando la popa y levantando el espolón. La introducción de
    agua había bastado para romper su equilibrio. Luego, impulsado por su poderosa
    hélice, atacó el ice-field por debajo como un formidable ariete. Lo iba reventando
    poco a poco, se retiraba e impactaba a toda velocidad contra el campo que se
    resquebrajaba, hasta que, tomando un impulso extremo, se lanzó sobre la superficie
    helada, aplastándola bajo su peso.
    Se abrió, o mejor dicho, se arrancó la escotilla, y el aire puro entró a raudales
    por todas las secciones del Nautilus.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Sep 2024, 08:07

    ***
    XVII
    DEL CABO DE HORNOS AL AMAZONAS
    No sabría decir cómo llegué a la plataforma. Puede que el canadiense me hubiese
    llevado hasta allí, pero el caso es que por fin podía aspirar el aire vivificante del
    mar. Mis dos compañeros se embriagaban junto a mí con esas frescas moléculas.
    Los infelices que llevan largo tiempo privados de comida no pueden lanzarse
    irreflexivamente al primer alimento que se les presenta. Nosotros, por el contrario,
    no teníamos por qué moderarnos. Podíamos aspirar a pleno pulmón los átomos de
    la atmósfera, y era la brisa, la brisa misma, la que nos provocaba esa voluptuosa
    embriaguez.
    —¡Ah, qué bueno es el oxígeno! —exclamó Conseil—. Respire sin miedo el
    señor, que hay para todos.
    En cuanto a Ned Land, no hablaba, pero abría de tal modo las mandíbulas que
    habría asustado a un tiburón. Y cómo aspiraba. El canadiense «tiraba» como una
    estufa en plena combustión.
    No tardamos en recuperar las fuerzas y, al mirar a mi alrededor, vi que
    estábamos solos en la plataforma. Ni un tripulante, ni siquiera el capitán Nemo.
    Los extraños marinos del Nautilus se conformaban con el aire que circulaba en el
    interior y ninguno había venido a deleitarse al aire libre.
    Mis primeras palabras fueron de reconocimiento y gratitud para mis dos
    compañeros. Ned y Conseil me habían mantenido con vida durante las últimas
    horas de aquella lenta agonía. No había gratitud suficiente para pagar tal sacrificio.
    —¡Bah, profesor! No vale la pena hablar de eso —respondió Ned Land—.
    ¿Qué mérito tiene? Ninguno. No es más que una cuestión de aritmética. Su vida
    vale más que la nuestra, luego había que conservarla.
    —No, Ned, no vale más. Nadie es superior a un hombre bueno y generoso, y
    usted lo es.
    —Está bien, está bien —repetía el canadiense, turbado.
    —Y tú, mi buen Conseil, has sufrido mucho.
    —Debo decir al señor que no demasiado. Es cierto que me faltaba un poco el
    aire, pero creo que me habría acostumbrado. Además, veía al señor desmayarse y
    se me quitaban las ganas de respirar, se me cortaba, como suele decirse, la
    respir…





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