Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 06 Jun 2023, 18:45

    ***



    ¡Si ella fuera un abejorro de la estufa, el fuego ya habría abrasado toda la
    casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café
    derramado.
    —¿Qué fue? —gritó vibrando toda ella.
    Él se asustó con el miedo de la mujer. Y de repente rió entendiendo:
    —No fue nada —dijo—, soy un descuidado.
    Él parecía cansado, con ojeras.
    Pero, ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después
    la atrajo hacia sí, en rápido abrazo.
    —¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.
    —Deja que por lo menos me suceda que la estufa explote —respondió él,
    sonriendo.
    Ella continuó sin fuerza en sus brazos. Ese día, en la tarde, algo tranquilo
    había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
    —Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.
    En un gesto que no era suyo, pero que le pareció natural, tomó la mano de la
    mujer llevándola consigo sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir.
    Había terminado el vértigo de la bondad.
    Y, si había atravesado el amor y su infierno, ahora se peinaba frente al espejo,
    por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si
    apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.




    FIN






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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 7 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:36

    Una gallina


    Era una gallina de domingo. Todavía viva porque no pasaba de las nueve de la
    mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la
    cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron,
    palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca.
    Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
    Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto,
    hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía
    vaciló un instante —el tiempo para que la cocinera diera un grito— y en breve
    estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un
    tejado. Allá quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro
    pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una
    chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer
    esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y
    decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado
    donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución
    se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle.
    Poco afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí
    misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin
    embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había
    sonado para él el grito de conquista.
    Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda,
    concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y,
    mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de
    recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
    Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo
    que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque
    es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba
    consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que
    había tantas gallinas que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra
    tan igual como si fuese ella misma.
    Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la
    alcanzó. Entre gritos y plumas, fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por
    un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta
    violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e
    indecisos.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 08 Jun 2023, 19:37

    ***


    Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo.
    Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después de que naciera a la
    maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo
    quedó respirando mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un
    plato, ahora elevaba y bajaba las plumas llenando de tibieza aquello que nunca
    pasaría de ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo,
    aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del
    suelo y escapó a los gritos:
    —¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ha puesto un huevo!, ¡ella quiere
    nuestro bien!
    Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven
    parturienta. Entibiando a su hijo, no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste,
    no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial.
    El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban, sin
    experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de
    la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
    —¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi
    vida!
    —¡Y yo tampoco! —juró la niña con ardor.
    La madre, cansada, se encogió de hombros.
    Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la
    familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin
    interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba, de vez en
    cuando: «¡Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!». La gallina se
    transformó en la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su
    existencia entre la cocina y los fondos de la casa, usando de sus dos capacidades:
    la apatía y el sobresalto.
    Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se
    llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos,
    levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo,
    aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el
    viejo susto de su especie mecanizado.

    Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había
    recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos
    llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si les hubiese sido dado
    cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, por lo menos quedaría más
    contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se
    alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la
    suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en
    los comienzos de los siglos.
    Hasta que un día la mataron, la comieron, y pasaron los años.




    FIN

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    Mensaje por Maria Lua Vie 09 Jun 2023, 20:43






    La imitación de la rosa





    Antes de que Armando volviera del trabajo la casa debería estar arreglada, y ella
    con su vestido marrón para atender al marido mientras él se vestía, y entonces
    saldrían tranquilamente, tomados del brazo como antaño. ¿Desde cuándo no
    hacían eso?
    Pero ahora que ella estaba nuevamente «bien», tomarían el autobús, ella
    miraría por la ventanilla como una esposa, su brazo en el de él, y después
    cenarían con Carlota y Juan, recostados en la silla con intimidad. ¿Desde hacía
    cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con confianza y conversar con un
    hombre? La paz de un hombre era, olvidado de su mujer, conversar con otro
    hombre sobre lo que aparecía en los diarios. Mientras tanto, ella hablaría con
    Carlota sobre cosas de mujeres, sumisa a la voluntad autoritaria y práctica de
    Carlota, recibiendo de nuevo la desatención y el vago desprecio de la amiga, su
    rudeza natural, y no más aquel cariño perplejo y lleno de curiosidad, viendo, en
    fin, a Armando olvidado de la propia mujer. Y ella misma regresando reconocida
    a su insignificancia. Como el gato que pasa la noche fuera y, como si nada hubiera
    sucedido, encuentra, sin ningún reproche, un plato de leche esperándolo.

    Felizmente, las personas la ayudaban a sentir que ahora estaba «bien». Sin
    mirarla, la ayudaban activamente a olvidar, fingiendo ellas el olvido, como si
    hubiesen leído las mismas indicaciones del mismo frasco de remedio. O habían
    olvidado realmente, quién sabe. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando
    recostarse con abandono, olvidado de ella? ¿Y ella misma?

    Interrumpiendo el arreglo del tocador, Laura se miró al espejo: ¿ella misma,
    desde hacía cuánto tiempo? Su rostro tenía una gracia doméstica, los cabellos
    estaban sujetos con horquillas detrás de las orejas grandes y pálidas. Los ojos
    marrones, los cabellos marrones, la piel morena y suave, todo daba a su rostro ya
    no muy joven un aire modesto de mujer. ¿Acaso alguien vería, en esa mínima
    punta de sorpresa que había en el fondo de sus ojos, alguien vería, en ese mínimo
    punto ofendido, la falta de los hijos que nunca había tenido?





    continuará


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 7 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua Vie 09 Jun 2023, 20:46

    ***



    Con su gusto minucioso por el método —el mismo que cuando niña la hacía
    copiar con letra perfecta los apuntes de clase, sin comprenderlos—, con su gusto
    por el método, ahora, reasumido, planeaba arreglar la casa antes de que la
    sirvienta saliese de paseo para que, una vez que María estuviera en la calle, ella
    no necesitara hacer nada más que: 1) vestirse tranquilamente; 2) esperar a
    Armando, ya lista; 3) ¿qué era lo tercero? ¡Eso es! Era eso mismo lo que haría. Se
    pondría el vestido marrón con cuello de encaje color crema. Después de tomar su
    baño. Ya en los tiempos del Sacré-Coeur ella había sido muy arregladita y limpia,
    con mucho gusto por la higiene personal y un cierto horror al desorden. Lo que no
    había logrado nunca que Carlota, ya en aquel tiempo un poco original, la
    admirase. La reacción de las dos siempre había sido diferente. Carlota,
    ambiciosa, siempre riéndose fuerte; ella, Laura, un poco lenta y, por así decir,
    cuidando de mantenerse siempre lenta; Carlota, sin ver nunca peligro en nada. Y
    ella cuidadosa. Cuando le dieron para leer la Imitación de Cristo, con un ardor de
    burra ella lo leyó sin entender pero, que Dios la perdonara, había sentido que
    quien imitase a Cristo estaría perdido; perdido en la luz, pero peligrosamente
    perdido. Cristo era la peor tentación. Y Carlota ni siquiera lo había querido leer,
    mintiéndole a la monja que sí lo había leído. Eso mismo. Se pondría el vestido
    marrón con cuello de encaje verdadero.
    Pero cuando vio la hora recordó, con un sobresalto que le hizo llevarse la
    mano al pecho, que había olvidado tomar su vaso de leche.
    Se encaminó a la cocina y, como si hubiera traicionado culpablemente a
    Armando y a los amigos devotos, junto al refrigerador bebió los primeros sorbos
    con una ansiosa lentitud, concentrándose en cada trago con fe, como si estuviera
    indemnizando a todos y castigándose ella. Como el médico había dicho: «Tome
    leche entre las comidas, no esté nunca con el estómago vacío, porque eso provoca
    ansiedad», ella, entonces, aunque sin amenaza de ansiedad, tomaba sin discutir
    trago por trago, día por día, sin fallar nunca, obedeciendo con los ojos cerrados,
    con un ligero ardor para que no pudiera encontrar en sí la menor incredulidad. Lo
    incómodo era que el médico parecía contradecirse cuando, al mismo tiempo que
    daba una orden precisa que ella quería seguir con el celo de una conversa,
    también le había dicho: «Abandónese, intente todo suavemente, no se esfuerce por
    conseguirlo, olvide completamente lo que sucedió y todo volverá con
    naturalidad». Y le había dado una palmada en la espalda, lo que la había
    lisonjeado haciéndola enrojecer de placer. Pero en su humilde opinión una orden
    parecía anular a la otra, como si le pidieran comer harina y al mismo tiempo
    silbar. Para fundirlas en una sola, empezó a usar una estratagema: aquel vaso de
    leche que había terminado por ganar un secreto poder, y tenía dentro de cada trago
    el gusto de una palabra renovando la fuerte palmada en la espalda, aquel vaso de
    leche era llevado por ella a la sala, donde se sentaba «con mucha naturalidad»,
    fingiendo falta de interés, «sin esforzarse», cumpliendo de esta manera la segunda
    orden. «No importa que yo engorde», pensó, lo principal nunca había sido la
    belleza.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Vie 09 Jun 2023, 20:47

    ***


    Se sentó en el sofá como si fuera una visita en su propia casa que,
    recientemente recuperada, arreglada y fría, recordaba la tranquilidad de una casa
    ajena. Lo que era muy satisfactorio: al contrario de Carlota, que hiciera de su
    hogar algo parecido a ella misma, Laura sentía el placer de hacer de su casa algo
    impersonal; en cierto modo perfecto por ser impersonal.

    Oh, qué bueno era estar de vuelta, realmente de vuelta, sonrió ella satisfecha.
    Tomando el vaso casi vacío, cerró los ojos con un suspiro de dulce cansancio.
    Había planchado las camisas de Armando, había hecho listas metódicas para el
    día siguiente, calculando minuciosamente lo que iba a gastar por la mañana en el
    mercado, realmente no había parado un solo instante. Oh, qué bueno era estar de
    nuevo cansada.
    Si un ser perfecto del planeta Marte descendiera y se enterara de que los seres
    de la Tierra se cansaban y envejecían, sentiría pena y espanto. Sin entender jamás
    lo que había de bueno en ser gente, en sentirse cansada, en fallar diariamente;
    sólo los iniciados comprenderían ese matiz de vicio y ese refinamiento de vida.
    Y ella retornaba al fin de la perfección del planeta Marte. Ella, que nunca

    había deseado otra cosa que ser la mujer de un hombre, reencontraba, grata, su
    parte diariamente falible. Con los ojos cerrados suspiró agradecida. ¿Cuánto
    tiempo hacía que no se cansaba? Pero ahora se sentía todos los días casi exhausta
    y planchaba, por ejemplo, las camisas de Armando, siempre le había gustado
    planchar y sin modestia podía decir que era una planchadora excelente. Y
    después, en recompensa, quedaba exhausta. No más aquella atenta falta de
    cansancio, no más aquel punto vacío y despierto y horriblemente maravilloso
    dentro de sí. No más aquella terrible independencia. No más la facilidad
    monstruosa y simple de no dormir ni de día ni de noche —que en su discreción la
    hiciera súbitamente sobrehumana en relación con un marido cansado y perplejo

    —. Él, con aquel aire que tenía cuando estaba mudo de preocupación (lo que le
    daba a ella una piedad dolorida, sí, aun dentro de su despierta perfección, la
    piedad y el amor), ella sobrehumana y tranquila en su brillante aislamiento, y él,
    cuando tímido venía a visitarla llevando manzanas y uvas que la enfermera con un
    encogerse de hombros comía, él haciendo visitas ceremoniosas, como un novio,
    con un aire infeliz y una sonrisa fija, esforzándose en su heroísmo por
    comprender, él que la recibiera de un padre y de un sacerdote, que
    inesperadamente, como un barco tranquilo que se adorna en las aguas, se había
    tornado sobrehumana.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Vie 09 Jun 2023, 20:49

    ***

    Ahora, ya nada de eso. Nunca más. Oh, apenas si había sido una debilidad; el
    genio era la peor tentación. Pero después ella se había recuperado tan
    completamente que ya hasta comenzaba otra vez a cuidarse para no incomodar a
    los otros con su viejo gusto por el detalle. Ella recordaba bien a las compañeras
    del Sacré-Coeur diciéndole: «¡Ya contaste eso mil veces!»; recordaba eso con
    una sonrisa tímida. Se había recuperado tan completamente; ahora todos los días
    ella se cansaba, todos los días su rostro decaía al atardecer, y entonces la noche
    tenía su vieja finalidad, no sólo era la perfecta noche estrellada. Y como a todo el
    mundo, cada día la fatigaba; como todo el mundo, humana y perecedera. No más
    aquella perfección. No más aquella cosa que un día se desparramara clara, como
    un cáncer, en su alma.

    Abrió los ojos pesados de sueño, sintiendo el buen vaso, sólido, en las manos,
    pero los cerró de nuevo con una confortada sonrisa de cansancio, bañándose
    como un nuevo rico, en todas sus partículas, en esa agua familiar y ligeramente
    nauseabunda. Sí, ligeramente nauseabunda; qué importancia tenía, si ella también
    era un poco fastidiosa, bien lo sabía. Pero al marido no le parecía, entonces qué
    importancia tenía, si gracias a Dios ella no vivía en un ambiente que exigiera que
    fuese ingeniosa e interesante, y hasta de la escuela secundaria, que tan
    embarazosamente exigiera que fuese despierta, se había librado. Qué importancia
    tenía. En el cansancio —había planchado las camisas de Armando sin contar que
    también había ido al mercado por la mañana demorándose tanto allí, por ese gusto
    que tenía de hacer que las cosas rindieran—, en el cansancio había un lugar bueno
    para ella, un lugar discreto y apagado del que, con bastante embarazo para sí
    misma y para los otros, una vez saliera. Pero, como iba diciendo, gracias a Dios
    se había recuperado.

    Y si buscara con mayor fe y amor encontraría dentro del cansancio un lugar
    todavía mejor, que sería el sueño. Suspiró con placer, tentada por un momento de
    maliciosa travesura a ir al encuentro del aire tibio que era su respiración ya
    somnolienta, por un instante tentada a dormitar. «¡Un instante sólo, sólo un
    momentito!», se pidió, lisonjeada por haber tenido tanto sueño, y lo pedía llena de
    maña como si pidiera un hombre, lo que siempre le gustaba mucho a Armando.







    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:56

    ***


    Pero realmente no tenía tiempo para dormir ahora, ni siquiera para echarse un
    sueñito, pensó vanidosa y con falsa modestia; ¡ella era una persona tan ocupada!,
    siempre había envidiado a las personas que decían «No tuve tiempo»; y ahora
    ella era nuevamente una persona tan ocupada; iría a comer con Carlota y todo
    tenía que estar ordenadamente listo, era la primera comida fuera desde que
    regresara y ella no quería llegar tarde, tenía que estar lista cuando… bien, ya dije
    eso mil veces, pensó avergonzada. Bastaría decir una sola vez: «No quería llegar
    tarde»; eso era motivo suficiente: si nunca había soportado sin enorme
    humillación ser un trastorno para alguien, ahora más que nunca no debería… No,
    no habrá la menor duda: no tenía tiempo para dormir. Lo que debía hacer
    moviéndose con familiaridad en aquella íntima riqueza de la rutina —y le
    mortificaba que Carlota despreciara su gusto por la rutina—, lo que debía hacer
    era: 1) esperar que la sirvienta estuviera lista; 2) darle dinero para que trajera la
    carne para mañana; cómo explicar que hasta la dificultad para encontrar buena
    carne era una cosa buena; 3) comenzar minuciosamente a lavarse y a vestirse,
    entregándose sin reserva al placer de hacer que el tiempo rindiera. El vestido
    marrón combinaba con sus ojos y el cuellito de encaje color crema le daba un
    cierto aire infantil, como de niño antiguo. Y, de regreso a la paz nocturna de
    Tijuca —no más aquella luz ciega de las enfermeras peinadas y alegres saliendo
    de fiesta, después de haberla arrojado como a una gallina indefensa en el abismo
    de la insulina—, de regreso a la paz nocturna de Tijuca, de regreso a su verdadera
    vida: ella iría tomada del brazo de Armando, caminando lentamente hacia la
    parada del autobús, con aquellos muslos duros y gruesos que la faja empaquetaba
    en uno solo transformándola en una «señora distinguida», pero cuando,
    confundida, ella le decía a Armando que eso provenía de una insuficiencia
    ovárica, él, que se sentía lisonjeado por los muslos de su mujer, respondía con
    mucha audacia: «¿Para qué habría querido casarme con una bailarina?», eso era
    lo que él respondía.



    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:57

    ***

    Nadie lo diría, pero Armando a veces podía ser muy
    malicioso, aunque nadie lo diría. De vez en cuando los dos decían lo mismo. Ella
    explicaba que era a causa de la insuficiencia ovárica. Entonces él decía: «¿Para
    qué me habría servido estar casado con un bailarina?». A veces él era muy
    atrevido aunque nadie lo diría. Carlota se habría espantado de haber sabido que
    ellos también tenían una vida íntima y cosas que no se contaban, pero ella no las
    diría aunque era una pena no poder contarlas, seguramente Carlota pensaba que
    ella era sólo una mujer ordenada y común y un poco aburrida, y si ella a veces
    estaba obligada a cuidarse para no molestar a los otros con detalles, a veces con
    Armando se descuidaba y era un poco aburrida, cosa que no tenía importancia
    porque él fingía que escuchaba aunque no oía todo lo que ella contaba, y eso no la
    amargaba, comprendía perfectamente bien que sus conversaciones cansaban un
    poco a la gente, pero era bueno poder contarle que no había encontrado carne
    buena aunque Armando moviera la cabeza y no escuchase, la sirvienta y ella
    conversaban mucho, en verdad más ella que la sirvienta que a veces contenía su
    impaciencia y se ponía un poco atrevida. La culpa era suya que no siempre se
    hacía respetar.
    Pero, como ella iba diciendo, tomados del brazo, bajita y castaña ella y alto y
    delgado él, gracias a Dios tenía salud. Ella castaña, como oscuramente pensaba
    que debía ser una esposa. Tener cabellos negros o rubios era un exceso que, en su
    deseo de acertar, ella nunca había ambicionado. Y en materia de ojos verdes,
    bueno, le parecía que si tuviera ojos verdes sería como no contarle todo a su
    marido. No es que Carlota diera propiamente de qué hablar, pero ella, Laura —
    que si tuviera oportunidad la defendería ardientemente, pero nunca había tenido
    ocasión—, ella, Laura, estaba obligada contra su gusto a estar de acuerdo en que
    la amiga tenía una manera extraña y cómica de tratar al marido; oh, no por ser «de
    igual a igual», pues ahora eso se usaba, pero usted ya sabe lo que quiero decir.










    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 10 Jun 2023, 18:59

    ***

    Carlos era un poco original, eso ya lo había comentado una vez con Armando y
    Armando había estado de acuerdo pero sin darle demasiada importancia. Pero,
    como ella iba diciendo, de marrón con el cuellito…, el devaneo la llenaba con el
    mismo gusto que le daba al arreglar cajones, hasta llegaba a desarreglarlos para
    poder acomodarlos de nuevo.
    Abrió los ojos y, como si fuera la sala la que hubiera dormitado y no ella, la
    sala aparecía renovada y reposada con sus sillones cepillados y las cortinas que
    habían encogido en el último lavado, como pantalones demasiado cortos y la
    persona mirara cómicamente sus propias piernas. ¡Oh!, qué bueno era ver todo
    arreglado y sin polvo, todo limpio por sus propias manos diestras, y tan
    silencioso, con un jarrón de flores, como una sala de espera, tan respetuosa, tan
    impersonal. Qué linda era la vida común para ella, que finalmente había
    regresado de la extravagancia. Hasta un florero. Lo miró.
    —¡Ah!, qué lindas son —exclamó su corazón, de pronto un poco infantil. Eran
    menudas rosas silvestres que había comprado por la mañana en el mercado, en
    parte porque el hombre había insistido mucho, en parte por osadía. Las había
    arreglado en el florero esa misma mañana, mientras tomaba el sagrado vaso de
    leche de las diez.
    Pero, a la luz de la sala, las rosas estaban en toda su completa y tranquila
    belleza.







    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 12 Jun 2023, 20:46

    ***

    Nunca vi rosas tan bonitas, pensó con curiosidad. Y como si no acabara de
    pensar justamente eso, vagamente consciente de que acababa de pensar justamente
    eso y pasando rápidamente por encima de la confusión de reconocerse un poco
    fastidiosa, pensó en una etapa más nueva de la sorpresa: «Sinceramente, nunca vi
    rosas tan bonitas». Las miró con atención. Pero la atención no podía mantenerse
    mucho tiempo como simple atención, enseguida se transformaba en suave placer,
    y ella no conseguía ya analizar las rosas, estaba obligada a interrumpirse con la
    misma exclamación de curiosidad sumisa: ¡Qué lindas son!
    Eran varias rosas perfectas, algunas en el mismo tallo. En cierto momento
    habían trepado con ligera avidez unas sobre otras, pero después, hecho el juego,
    tranquilas se habían inmovilizado. Eran algunas rosas perfectas en su pequeñez,
    no del todo abiertas, y el tono rosado era casi blanco. ¡Hasta parecían
    artificiales!, dijo sorprendida. Podrían dar la impresión de blancas si estuvieran
    completamente abiertas, pero con los pétalos centrales envueltos en botón, el
    color se concentraba y, como el lóbulo de una oreja, se sentía el rubor circular
    dentro de ellas. ¡Qué lindas son!, pensó Laura sorprendida.
    Pero sin saber por qué estaba un poco tímida, un poco perturbada. ¡Oh!, no
    demasiado, pero sucedía que la belleza extrema la molestaba.
    Oyó los pasos de la criada sobre el mosaico de la cocina y por el sonido
    hueco reconoció que llevaba tacones altos; por lo tanto, debía de estar a punto de
    salir. Entonces Laura tuvo una idea en cierta manera original: ¿por qué no pedirle
    a María que pasara por la casa de Carlota y le dejase las rosas de regalo?
    Porque aquella extrema belleza la molestaba. ¿La molestaba? Era un riesgo.
    ¡Oh!, no, ¿por qué un riesgo?, apenas molestaban, era una advertencia, ¡oh!, no,
    ¿por qué advertencia? María le daría las rosas a Carlota:
    —Las manda la señora Laura —diría María.
    Sonrió pensativa. Carlota se extrañaría de que Laura, pudiendo traer
    personalmente las rosas, ya que deseaba regalárselas, las mandara antes de la
    cena con la sirvienta. Sin hablar de que encontraría gracioso recibir las rosas, le
    parecería «refinado»…





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 12 Jun 2023, 20:47

    ***

    —¡Esas cosas no son necesarias entre nosotras, Laura! —diría la otra con
    aquella franqueza un poco brutal, y Laura diría con un sofocado gritito de
    arrebatamiento:
    —¡Oh no, no!, ¡no es por la invitación a cenar!, ¡es que las rosas eran tan
    lindas que sentí el impulso de ofrecértelas!
    Sí, si en ese momento tuviera valor, sería eso lo que diría. ¿Cómo diría?,
    necesitaba no olvidarse: diría:
    —¡Oh, no!, etcétera —y Carlota se sorprendería con la delicadeza de
    sentimientos de Laura, nadie imaginaría que Laura tuviera también esas ideas. En
    esa escena imaginaria y apacible que la hacía sonreír beatíficamente, ella se
    llamaba a sí misma «Laura», como si se tratara de una tercera persona. Una
    tercera persona llena de aquella fe suya y crepitante y grata y tranquila, Laura, la
    del cuellito de encaje auténtico, vestida discretamente, esposa de Armando, en
    fin, un Armando que ya no necesitaba esforzarse en prestar atención a todas sus
    conversaciones sobre la sirvienta y la carne, que ya no necesitaba pensar en su
    mujer, como un hombre que es feliz, como un hombre que no está casado con una
    bailarina.
    —No pude dejar de mandarte las rosas —diría Laura, esa tercera persona tan,
    pero tan… Y regalar las rosas era casi tan lindo como las propias rosas.
    Y ella quedaría libre de las flores.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 12 Jun 2023, 20:49

    ***

    Y, entonces, ¿qué es lo que sucedería? Ah, sí: como iba diciendo, Carlota
    quedaría sorprendida con aquella Laura que no era inteligente ni buena pero
    también tenía sus sentimientos secretos. ¿Y Armando? Armando la miraría un
    poco asustado —¡pues es esencial no olvidar que de ninguna manera él está
    enterado de que la sirvienta llevó por la tarde las rosas!—, Armando encararía
    con benevolencia los impulsos de su pequeña mujer, y de noche ellos dormirían
    juntos.
    Y ella habría olvidado las rosas y su belleza.
    No, pensó de repente, vagamente advertida. Era necesario tener cuidado con
    la mirada asustada de los otros. Era necesario no dar nunca más motivo de miedo,
    sobre todo con eso tan reciente. Y, en particular, ahorrarles cualquier sufrimiento
    de duda. Y que nunca más tuviera necesidad de la atención de los otros, nunca
    más esa cosa horrible de que todos la miraran mudos, y ella frente a todos. Nada
    de impulsos.
    Pero al mismo tiempo vio el vaso vacío en la mano y también pensó: «él» dijo
    que yo no me esfuerce por conseguirlo, que no piense en tomar actitudes
    solamente para probar que ya estoy…
    —María —dijo entonces al escuchar de nuevo los pasos de la empleada. Y
    cuando ésta se acercó, le dijo temeraria y desafiante—: ¿Podrías pasar por la
    casa de la señora Carlota y dejarle estas rosas? Diga así: «Señora Carlota, la
    señora Laura se las manda». Solamente eso: «Señora Carlota…».







    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 13 Jun 2023, 20:49

    ****



    —Sí, sí… —dijo la sirvienta, paciente. Laura fue a buscar una vieja hoja de
    papel de China. Después sacó con cuidado las rosas del florero, tan lindas y
    tranquilas, con las delicadas y mortales espinas. Quería hacer un ramo muy
    artístico. Y al mismo tiempo se libraría de ellas. Y podría vestirse y continuar su
    día. Cuando reunió las rositas húmedas en un ramo, alejó la mano que las
    sostenía, las miró a distancia torciendo la cabeza y entrecerrando los ojos para un
    juicio imparcial y severo.
    Y, cuando las miró, vio las rosas.
    Y entonces, irreprimible, suave, ella insinuó para sí: no lleves las flores, son
    muy lindas.
    Un segundo después, muy suave todavía, el pensamiento fue levemente más
    intenso, casi tentador: no las regales, son tuyas. Laura se asustó un poco: porque
    las cosas nunca eran suyas.
    Pero esas rosas lo eran. Rosadas, pequeñas, perfectas: lo eran. Las miró con
    incredulidad: eran lindas y eran suyas. Si consiguiera pensar algo más, pensaría:
    suyas como hasta entonces nada lo había sido.
    Y podía quedarse con ellas, pues ya había pasado aquella primera molestia
    que hiciera que vagamente ella hubiese evitado mirar demasiado las rosas.
    ¿Por qué regalarlas, entonces?, ¿lindas y darlas? Entonces, cuando descubres
    una cosa bella, ¿entonces vas y la regalas? Si eran suyas, se insinuaba ella
    persuasiva sin encontrar otro argumento además del simple y repetido, que le
    parecía cada vez más convincente y simple. No iban a durar mucho, ¿por qué
    darlas entonces mientras estaban vivas? ¿Dar el placer de tenerlas mientras
    estaban vivas?

    El placer de tenerlas no significa gran riesgo —se engañó— pues,
    lo quisiera o no, en breve sería forzada a privarse de ellas, y entonces nunca más
    pensaría en ellas, pues ellas habrían muerto; no iban a durar mucho, entonces,
    ¿por qué regalarlas? El hecho de que no duraran mucho le parecía quitarle la
    culpa de quedarse con ellas, en una oscura lógica de mujer que peca. Pues se veía
    que iban a durar poco (iba a ser rápido, sin peligro). Y aunque —argumentó en un
    último y victorioso rechazo de culpa— no fuera de modo alguno ella quien había
    querido comprarlas, el vendedor había insistido mucho y ella se tornaba siempre
    muy tímida cuando la forzaban a algo, no había sido ella quien quiso comprar,
    ella no tenía culpa ninguna. Las miró encantada, pensativa, profunda.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 13 Jun 2023, 20:50

    ***

    Y, sinceramente, nunca vi en mi vida cosa más perfecta.
    Bien, pero ella ahora había hablado con María y no tendría sentido volver
    atrás. ¿Era entonces demasiado tarde?, se asustó viendo las rosas que aguardaban
    impasibles en su mano. Si quisiera, no sería demasiado tarde… Podría decirle a
    María: «¡María, resolví que yo misma llevaré las rosas cuando vaya a cenar!». Y,
    claro, no las llevaría… María no tendría por qué saberlo. Antes de cambiarse de
    ropa ella se sentaría en el sofá por un momento, sólo por un momento, para
    mirarlas. Mirar aquel tranquilo desprendimiento de las rosas. Sí, porque ya
    estaba hecha la cosa, valía más aprovechar, no sería tan tonta de quedarse con la
    fama y sin el provecho. Eso mismo es lo que haría.
    Pero con las rosas desenvueltas en la mano ella esperaba. No las ponía en el
    florero, no llamaba a María. Ella sabía por qué. Porque debía darlas. Oh, ella
    sabía por qué.
    Y también que una cosa hermosa era para ser dada o recibida, no sólo para
    tenerla. Y, sobre todo, nunca para «ser». Sobre todo nunca se tenía que ser una
    cosa hermosa. Porque a una cosa hermosa le faltaba el gesto de dar. Nunca se
    debía quedar con una cosa hermosa, así como guardada dentro del silencio
    perfecto del corazón. (Aunque si ella no regalaba las rosas, ¿alguien lo
    descubriría alguna vez?, era horriblemente fácil y al alcance de la mano quedarse
    con ellas, ¿pues quién iría a descubrirlo? Y serían suyas, y por eso mismo las
    cosas quedarían así y no se hablaría más de eso…).
    ¿Entonces?, ¿y entonces?, se preguntó algo inquieta. Entonces, no. Lo que
    debía hacer era envolverlas y mandarlas, ahora sin ningún placer; envolverlas y,
    decepcionada, enviarlas; y asustada, quedar libre de ellas. Porque una persona
    debía tener coherencia, los pensamientos debían tener congruencia: si
    espontáneamente resolviera cederlas a Carlota, debería mantener la resolución y
    regalárselas. Porque nadie cambiaba de idea de un momento a otro.









    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 15 Jun 2023, 17:42

    ***


    Pero ¡cualquier persona se puede arrepentir!, se rebeló de pronto. Porque sólo
    en el momento en que tomó las rosas notó qué lindas eran. ¿O un poco antes? (Y
    éstas eran suyas). El propio médico le había dado una palmada en la espalda
    diciéndole: «No se esfuerce por fingir, usted sabe que está bien», y después de
    eso la palmada fuerte en la espalda. Así, pues, ella no estaba obligada a tener
    coherencia, no tenía que probar nada a nadie y se quedaría con las rosas. (Eso
    mismo, eso mismo ya que éstas eran suyas).
    —¿Están listas?
    —Sí, ya están —dijo Laura sorprendida.
    Las miró mudas en su mano. Impersonales en su extrema belleza. En su
    extrema tranquilidad perfecta de rosas. Aquella última instancia: la flor. Aquella
    última perfección: la luminosa tranquilidad.
    Como viciosa, ella miraba ligeramente ávida la perfección tentadora de las
    rosas, con la boca un poco seca las miraba.
    Hasta que, lentamente austera, envolvió los tallos y las espinas en el papel de
    China. Tan absorta había estado que sólo al extender el ramo preparado notó que
    ya María no estaba en la sala y se quedó sola con su heroico sacrificio.
    Vagamente, dolorosamente, las miró, así distantes como estaban en la punta del
    brazo extendido, y la boca quedó aún más apretada, aquella envidia, aquel deseo,
    pero ellas son mías, exclamó con gran timidez





    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 15 Jun 2023, 17:44

    ***

    Cuando María regresó y cogió el ramo, por un pequeño instante de avaricia
    Laura encogió la mano reteniendo las rosas un segundo más… ¡ellas son tan
    lindas y son mías, es la primera cosa linda que es mía!, ¡y fue el hombre quien
    insistió, no fui yo quien las busqué!, ¡fue el destino quien lo quiso!, ¡oh, sólo esta
    vez!, ¡sólo esta vez y juro que nunca más! (Ella podría, por lo menos, sacar para
    sí una rosa, nada más que eso: una rosa para sí. Solamente ella lo sabría, y
    después nunca más, ¡oh, ella se comprometía a no dejarse tentar más por la
    perfección, nunca más!).
    Y en el minuto siguiente, sin ninguna transición, sin ningún obstáculo, las rosas
    estaban en manos de la sirvienta, ¡no en las suyas, como una carta que ya se ha
    echado en el correo!, ¡no se puede recuperar más ni arriesgar las palabras!, no
    sirve de nada gritar: ¡no fue eso lo que quise decir! Quedó con las manos vacías
    pero su corazón obstinado y rencoroso aún decía: «¡Todavía puedes alcanzar a
    María en las escaleras, bien sabes que puedes arrebatarle las rosas de las manos
    y robarlas!». Porque quitárselas ahora sería robarlas. ¿Robar lo que era suyo?
    Eso mismo es lo que haría cualquier persona que no tuviera lástima de las otras:
    ¡robaría lo que era de ella por derecho propio! ¡Oh, ten piedad, Dios mío! Puedes
    recuperarlas, insistía con rabia. Y entonces la puerta de la calle golpeó.
    En ese momento la puerta de la calle golpeó.
    Entonces lentamente ella se sentó con tranquilidad en el sofá. Sin apoyar la
    espalda. Sólo para descansar. No, no estaba enojada, oh, ni siquiera un poco.
    Pero el punto ofendido en el fondo de los ojos se había agrandado y estaba
    pensativo. Miró el florero. «Dónde están mis rosas», se dijo entonces muy
    sosegada.



    continuará


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 17 Jun 2023, 20:03

    ***


    Y las rosas le hacían falta. Habían dejado un lugar claro dentro de ella. Si se
    retira de una mesa limpia un objeto, por la marca más limpia que éste deja, se ve
    que alrededor había polvo. Las rosas habían dejado un lugar sin polvo y sin sueño
    dentro de ella. En su corazón, aquella rosa que por lo menos habría podido
    quedarse sin perjudicar a nadie en el mundo, faltaba. Como una ausencia muy
    grande. En verdad, como una falta. Una ausencia que entraba en ella como una
    claridad. Y, también alrededor de la huella de las rosas, el polvo iba
    desapareciendo. El centro de la fatiga se abría en un círculo que se ensanchaba.
    Como si ella no hubiera planchado ninguna camisa de Armando. Y en la claridad
    de las rosas, éstas hacían falta. «Dónde están mis rosas», se quejó sin dolor,
    alisando los pliegues de la falda.
    Como cuando se exprime un limón en el té oscuro y éste se va aclarando, su
    cansancio iba aclarándose gradualmente. Sin cansancio alguno, por otra parte. Así
    como se encienden las luciérnagas. Ya que no estaba cansada, iba a levantarse y
    vestirse. Era la hora de comenzar.
    Pero, con los labios secos, por un instante trató de imitar por dentro a las
    rosas. Ni siquiera era difícil.
    Por suerte no estaba cansada. Así podría ir más fresca a la cena. ¿Por qué no
    poner sobre el cuellito de encaje auténtico el camafeo? Ese que el mayor trajera
    de la guerra en Italia. Embellecería más el escote. Cuando estuviera lista
    escucharía el ruido de la llave de Armando en la puerta. Debía vestirse. Pero
    todavía era temprano. Él se retrasaba por las dificultades del transporte. Todavía
    era de tarde. Una tarde muy linda.









    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 19 Jun 2023, 08:20

    ***


    Ya no era más de tarde.
    Era de noche. Desde la calle subían los primeros ruidos de la oscuridad y las
    primeras luces.
    En ese momento la llave entró con facilidad en el agujero de la cerradura.
    Armando abriría la puerta. Apretaría el botón de la luz. Y de pronto en el
    marco de la puerta se recortaría aquel rostro expectante que él trataba de
    disfrazar pero que no podía contener. Después su respiración ansiosa se
    transformaría en una sonrisa de gran alivio. Aquella sonrisa embarazada de alivio
    que él jamás sospechaba que ella advertía. Aquella libido que probablemente,
    con una palmada en la espalda, le habían aconsejado a su pobre marido que
    ocultara. Pero que para el corazón tan lleno de culpa de la mujer había sido cada
    día la recompensa por haber dado de nuevo a aquel hombre la alegría posible y la
    paz, consagrada por la mano de un sacerdote austero que apenas permitía a los
    seres la alegría humilde, y no la imitación de Cristo.
    La llave giró en la cerradura, la figura oscura y precipitada entró, la luz
    inundó con violencia la sala.
    Y en la misma puerta se destacó él con aquel aire ansioso y de súbito
    paralizado, como si hubiera corrido leguas para no llegar demasiado tarde. Ella
    iba a sonreír. Para que él borrara la ansiosa expectativa del rostro, que siempre
    venía mezclada con la infantil victoria de haber llegado a tiempo para encontrarla
    aburrida, buena y diligente, a ella, su mujer. Ella iba a sonreír para que de nuevo
    él supiera que nunca más correría el peligro de llegar tarde. Había sido inútil
    recomendarles que nunca hablaran de aquello: ellos no hablaban pero habían
    logrado un lenguaje del rostro donde el miedo y la desconfianza se comunicaban,
    y pregunta y respuesta se telegrafiaban, mudas. Ella iba a sonreír. Se estaba
    demorando un poco, sin embargo, iba a sonreír.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 19 Jun 2023, 08:21

    ***

    Calma y suave, dijo:
    —Volviste, Armando. Volviste.
    Como si nunca fuera a entender, él mostró un rostro sonriente, desconfiado. Su
    principal trabajo era retener el aliento ansioso por su carrera en las escaleras, ya
    que ella estaba allí, sonriéndole. Como si nunca fuera a entender.
    —Volví, y qué —dijo finalmente en tono expresivo.
    Pero, mientras trataba de no entender jamás, el rostro cada vez más vacilante
    del hombre ya había entendido sin que se le hubiera alterado un rasgo. Su trabajo
    principal era ganar tiempo y concentrarse en retener la respiración. Lo que, de
    pronto, ya no era difícil. Pues inesperadamente él percibía con horror que la sala
    y la mujer estaban tranquilas y sin prisa. Pero desconfiando todavía, como quien
    fuese a terminar por dar una carcajada al comprobar el absurdo, él se obstinaba,
    sin embargo, en mantener el rostro torcido, mirándola en guardia, casi enemigo.
    De donde comenzaba a no poder impedir verla sentada con las manos cruzadas en
    el regazo, con la serenidad de la luciérnaga que tiene luz.
    En la mirada castaña e inocente el embarazo vanidoso de no haber podido
    resistir.
    —Volví, y qué —dijo él de repente, con dureza.
    —No pude impedirlo —dijo ella, y en su voz había la última piedad por el
    hombre, la última petición de perdón que ya venía mezclada a la altivez de una
    soledad casi perfecta—. No pude impedirlo —repitió entregándole con alivio la
    piedad que ella consiguiera con esfuerzo guardar hasta que él llegara—. Fue por
    las rosas —dijo con modestia.
    Como si fuese para retratar aquel instante, él mantuvo aún el mismo rostro
    ausente, como si el fotógrafo le pidiera solamente un rostro y no un alma. Abrió la
    boca e involuntariamente por un instante la cara tomó la expresión de cómico
    desprendimiento que él había usado para esconder la vergüenza cuando le pidiera
    un aumento al jefe. Al instante siguiente, desvió los ojos con vergüenza por la
    falta de pudor de su mujer que, suelta y serena, allí estaba.
    Pero de pronto la tensión cayó. Sus hombros se bajaron, los rasgos del rostro
    cedieron y una gran pesadez lo relajó. Él la observó, envejecido, curioso.
    Ella estaba sentada con su vestido de casa. Él sabía que ella había hecho lo
    posible para no tornarse luminosa e inalcanzable. Con timidez y respeto, él la
    miraba. Envejecido, cansado, curioso. Pero no tenía nada que decir. Desde la
    puerta abierta veía a su mujer que estaba sentada en el sofá, sin apoyar las
    espaldas, nuevamente alerta y tranquila como en un tren. Que ya partiera.





    FIN



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    Mensaje por Maria Lua Lun 19 Jun 2023, 08:23

    Feliz cumpleaños


    La familia fue llegando poco a poco. Los que vinieron de Olaria estaban muy bien
    vestidos porque la visita significaba al mismo tiempo un paseo a Copacabana. La
    nuera de Olaria apareció vestida de azul marino, con adornos de chaquira y unos
    pliegues que disimulaban la barriga sin faja. El marido no vino por razones
    obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a la mujer para que no
    parecieran rotos todos los lazos, y ella vino con su mejor vestido para demostrar
    que no precisaba de ninguno de ellos, acompañada de sus tres hijos: dos niñas a
    las que ya les estaba naciendo el pecho, infantilizadas con olanes color rosa y
    enaguas almidonadas, y el chico acobardado por el traje nuevo y la corbata.
    Zilda —la hija con la que vivía quien cumplía años— había dispuesto sillas
    unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar, y la
    nuera de Olaria, después de saludar con la cara adusta a los de la casa, se
    apoltronó en una de las sillas y enmudeció, la boca apretada, manteniendo su
    posición de ultrajada. «Vine por no dejar de venir», le dijo a Zilda, sentándose
    enseguida, ofendida. Las dos chiquillas de color rosa y el chico, amarillos y muy
    peinados, no sabían muy bien qué actitud tomar y se quedaron de pie al lado de la
    madre, impresionados con su vestido azul marino y las chaquiras.
    Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la niñera. El marido
    llegaría después. Y como Zilda —la única mujer entre los seis hermanos y la
    única que, como estaba decidido desde hacía años, tenía espacio y tiempo para
    alojar a la del cumpleaños—, como Zilda estaba en la cocina ultimando con la
    sirvienta las croquetas y los sándwiches, quedaron: la nuera de Olaria muy dura,
    con sus hijos de corazón inquieto a su lado; la nuera de Ipanema en la hilera
    opuesta de las sillas, fingiendo ocuparse del bebé para no encarar a la concuñada
    de Olaria; la niñera, ociosa y uniformada, con la boca abierta.
    Y a la cabecera de la mesa grande, la del aniversario, que ese día festejaba
    sus ochenta y nueve años.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 20 Jun 2023, 15:12

    ***

    Zilda, la dueña de la casa, había arreglado la mesa temprano, llenándola de
    servilletas de papel de colores y vasos de cartón alusivos a la fecha, esparciendo
    globos colgados del techo en algunos de los cuales estaba escrito «¡Happy
    Birthday!», en otros: «¡Feliz cumpleaños!». En el centro había dispuesto el
    enorme pastel. Para adelantar el expediente, había arreglado la mesa después del
    almuerzo, apoyando las sillas contra la pared, y mandó a los chicos a jugar en la
    casa del vecino para que no la desarreglaran.
    Y, para ganar tiempo, había vestido a la festejada después del almuerzo.
    Desde ese momento le había puesto la presilla con el broche alrededor del cuello,
    esparciendo por arriba un poco de colonia para disfrazarle aquel olor a encierro,
    y la había sentado a la mesa. Y desde las dos de la tarde quien cumplía años
    estaba sentada a la cabecera de la ancha mesa vacía, tiesa, en la sala silenciosa.
    De vez en cuando era consciente de las servilletas de colores. Miró curiosa a
    uno u otro globo que los coches que pasaban hacían estremecer. Y de vez en
    cuando aquella angustia muda: cuando seguía, fascinada e impotente, el vuelo de
    la mosca en torno al pastel.
    Hasta que a las cuatro horas había entrado la nuera de Olaria y después la de
    Ipanema.
    Cuando la nuera de Ipanema pensó que no soportaría ni un minuto más la
    situación de estar sentada enfrente de la concuñada de Olaria —que harta de las
    ofensas pasadas no veía motivos para apartar los ojos desafiantes de la nuera de
    Ipanema— entraron finalmente José y la familia. Y apenas ellos se besaban
    cuando ya la sala comenzó a llenarse de gente, que ruidosamente se saludaba
    como si todos hubiesen esperado abajo el momento de, sofocados por el retraso,
    subir los tres escalones, hablando, arrastrando criaturas sorprendidas, llenando la
    sala e inaugurando la fiesta.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 20 Jun 2023, 15:13

    ***
    Los músculos del rostro de la agasajada ya no la interpretaban, de modo que
    nadie podía saber si se sentía alegre. Estaba puesta a la cabecera. Se trataba de
    una anciana grande y delgada, imponente y morena. Parecía hueca.
    —Ochenta y nueve años, ¡sí, señor! —dijo José, el hijo mayor, ahora que
    había fallecido Jonga—. ¡Ochenta y nueve años, sí, señora! —dijo restregándose
    las manos en pública admiración y como imperceptible señal para los demás.
    Todos interrumpieron atentos, y miraron a la del cumpleaños de un modo más
    oficial. Algunos movieron la cabeza en señal de admiración, como si se tratara de
    un récord. Cada año que la anciana vencía era una vaga etapa de toda la familia.
    ¡Sí, señor!, dijeron algunos sonriendo tímidamente.
    —¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel, que era socio de José—. ¡Es una
    florecita! —agregó espiritual y nervioso, y todos rieron menos su esposa.
    La vieja no daba señales.
    Algunos no le habían traído ningún regalo. Otros le habían llevado una
    jabonera, un conjunto de jerséis, un broche de fantasía, una plantita de cactus,
    nada, nada que la dueña de casa pudiese aprovechar para sí misma o para sus
    hijos, nada que la propia agasajada pudiese realmente aprovechar, haciendo de
    esta manera algún ahorro: la dueña de la casa guardaba los regalos, amarga,
    irónica.
    —¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel afligido, mirando a la esposa.
    La vieja no daba señales.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Mar 20 Jun 2023, 15:15

    ***

    Entonces, como si todos hubiesen tenido la prueba final de que no servía para
    nada esforzarse, con el encogimiento de hombros de quien estuviera junto a una
    sorda, continuaron haciendo solos su fiesta, comiendo los primeros sándwiches
    de jamón, más como prueba de animación que por apetito, jugando a que todos
    estaban muertos de hambre. Se sirvió el ponche, Zilda transpiraba, ninguna
    cuñada la había ayudado en realidad, la grasa caliente de las croquetas esparcía
    un olor a pícnic; y de espaldas a la agasajada, que no podía comer frituras, ellos
    reían inquietos. ¿Y Cordelia? Cordelia, la nuera más joven, sentada, sonreía.
    —¡No, señor! —respondió José con falsa severidad—, ¡hoy no se habla de
    negocios!
    —¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel de inmediato, mirando
    rápidamente a su mujer, que de lejos extendía su oído atento.
    —Nada de negocios —gritó José—, ¡hoy es el Día de la Madre!
    A la cabecera de la mesa ya sucia, los vasos manchados, sólo permanecía el
    pastel entero; ella era la madre. La agasajada pestañeó.
    Y cuando ya la mesa estaba inmunda, las madres enervadas con el barullo que
    los hijos hacían, mientras las abuelas se recostaban complacientes en las sillas,
    entonces apagaron la inútil luz del corredor para encender la vela del pastel, una
    vela grande con un papel en el que estaba escrito «89». Pero nadie elogió la idea
    de Zilda, y ella se preguntó angustiada si ellos no estarían pensando que había
    sido por economizar en las velas sin que nadie recordara que ninguno había
    contribuido ni siquiera con una caja de fósforos a la comida de la agasajada, que
    ella, Zilda, trabajaba como una esclava, con los pies exhaustos y el corazón
    sublevado. Entonces encendieron las velas. Y entonces José, el líder, cantó con
    más fuerza, entusiasmando con una mirada autoritaria a los más vacilantes o
    sorprendidos, «¡Vamos!», «¡Todos a la vez!» —y de repente todos comenzaron a
    cantar en voz alta como soldados—. Despertada por las voces, Cordelia miró
    despavorida. Como no habían ensayado, unos cantaron en portugués, y otros en
    inglés. Entonces intentaron corregirlo: y los que habían cantado en inglés se
    pusieron a cantar en portugués, y los que lo habían hecho en portugués cantaron en
    voz baja en inglés.


    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 22 Jun 2023, 20:46

    ***


    Mientras cantaban, la agasajada, a la luz de la vela, meditaba como si
    estuviera junto a una chimenea.
    Eligieron al bisnieto menor, que, de bruces sobre el regazo de la madre
    animosa, ¡apagó la llama con un único soplido lleno de saliva! Por un instante
    aplaudieron la inesperada potencia del chico, que, espantado y jubiloso, miraba a
    todos encantado. La dueña de la casa esperaba con el dedo listo en el apagador
    del corredor, y encendió el foco.
    —¡Viva mamá!
    —¡Viva la abuela!
    —¡Viva doña Anita! —dijo la vecina que había aparecido.
    —¡Happy birthday! —gritaron los nietos del colegio Bennett.
    Aplaudieron todavía con algunos aplausos espaciados.
    —¡Parta el pastel, abuela! —dijo la madre de los cuatro hijos—. ¡Ella es
    quien debe partirlo! —aseguró incierta a todos, con aire íntimo e intrigante. Y,
    como todos aprobaron satisfechos y curiosos, ella de repente se tornó impetuosa
    —: ¡Parta el pastel, abuela!
    Y de pronto la anciana cogió el cuchillo. Y sin vacilar, como si vacilando un
    momento toda ella cayera al frente, dio la primera tajada con puño de asesina.
    —¡Qué fuerza! —secreteó la cuñada de Ipanema, y no se sabía si estaba
    escandalizada o agradablemente sorprendida. Estaba un poco horrorizada.
    —Hasta hace un año ella era capaz de subir esas escaleras con más aliento
    que yo —dijo Zilda, amarga.
    Una vez dado el primer tajo, como si la primera pala de tierra hubiese sido
    lanzada, todos se acercaron con el plato en la mano, insinuándose con fingidos
    codazos de animación, cada uno con su cuchara.
    En poco tiempo las rebanadas fueron distribuidas en los platos, en un silencio
    lleno de confusión. Los hijos menores, con la boca escondida por la mesa y los
    ojos al nivel de ésta, seguían la distribución con muda intensidad. Las pasas
    rodaban del pastel entre migajas secas. Los chicos asustados veían cómo se
    desperdiciaban las pasas, y seguían con la mirada atenta la caída.




    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 22 Jun 2023, 20:47

    ***

    Y cuando fueron a mirar, ¿no se encontraron con que la agasajada ya estaba
    devorando su último bocado?
    Y, por así decir, la fiesta había terminado.
    Cordelia miraba a todos ausente, sonreía.
    —¡Ya lo dije: hoy no se habla de negocios! —respondió José, radiante.
    —¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel conciliador, sin mirar a la
    esposa que no le perdía de vista—. Está bien. —Manuel intentó sonreír y una
    contracción le pasó rápida por los músculos de la cara.
    —¡Hoy es el día de mamá! —dijo José.
    En la cabecera de la mesa, el mantel manchado de Coca-Cola, el pastel
    deshecho, ella era la madre. La agasajada pestañeó.
    Ellos se movían agitados, riendo a su familia. Y ella era madre de todos. Y si
    bien ella no se irguió, como un muerto que se levanta lentamente obligando a la
    mudez y al terror a los vivos, la agasajada se puso más tiesa en su silla, y más
    alta. Ella era la madre de todos. Y como la presilla la sofocaba, y ella era la
    madre de todos, impotente desde la silla, los despreciaba. Y los miraba
    pestañeando. Todos aquellos hijos suyos y nietos y bisnietos que no pasaban de
    carne de su rodilla, pensó de pronto como si escupiera. Rodrigo, el nieto de siete
    años, era el único que era carne de su corazón, Rodrigo, esa carita dura, viril,
    despeinada. ¿Dónde estaba Rodrigo con la mirada somnolienta y entumecida, con
    su cabecita ardiente, confundida? Aquél sería un hombre. Pero, parpadeando, ella
    miraba a los otros, ella, la agasajada. ¡Oh, el desprecio por la vida que fallaba!
    ¿Cómo?, ¿cómo habiendo sido tan fuerte había podido dar a luz a aquellos seres
    opacos, con brazos blandos y rostros ansiosos? Ella, la fuerte, que se había
    casado en la hora y el tiempo debidos con un buen hombre a quien, obediente e
    independiente, ella respetó y que le hizo hijos y le pagó los partos y le honró las
    abstinencias. El tronco había sido bueno. Pero había dado aquellos ácidos e
    infelices frutos, sin capacidad siquiera para una buena alegría. ¿Cómo había
    podido ella dar a luz a aquellos seres risueños, débiles, sin austeridad? El rencor
    rugía en su pecho vacío. Unos comunistas, eso es lo que eran; unos comunistas.
    Los miró con su cólera de vieja. Parecían ratones acodándose, eso parecía su
    familia.











    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 22 Jun 2023, 20:48

    ***

    Irrefrenable, dio vuelta a la cabeza y con fuerza insospechada escupió en el
    suelo.
    —¡Mamá! —gritó mortificada la dueña de la casa—. ¡Qué es eso, mamá! —
    gritó traspasada de vergüenza, sin querer mirar siquiera a los demás, sabía que
    los desgraciados se miraban entre sí victoriosamente, como si le correspondiera a
    ella educar a la vieja, y no faltaría mucho para que dijeran que ella ya no bañaba
    más a su madre, jamás comprenderían el sacrificio que ella hacía—. ¡Mamá, qué
    es eso! —dijo en voz baja, angustiada—. ¡Usted nunca hizo eso! —agregó bien
    alto para que todos escucharan, quería sumarse al escándalo de los otros, cuando
    el gallo cante por tercera vez renegarás de tu madre. Pero su enorme vergüenza se
    suavizó cuando ella percibió que los demás bajaban la cabeza como si estuvieran
    de acuerdo en que la vieja ahora no era más que una criatura.
    —Últimamente le ha dado por escupir —terminó entonces confesando afligida
    ante todos.
    Ellos miraron a la agasajada, compungidos, respetuosos, en silencio.
    Parecían ratones amontonados esa familia suya. Los chicos, aunque crecidos
    —probablemente ya habían pasado los cincuenta años, ¡qué sé yo!—, los chicos
    todavía conservaban bonitos rasgos. Pero ¡qué mujeres habían elegido! ¡Y qué
    mujeres las que los nietos —todavía más débiles y agrios— habían escogido!
    Todas vanidosas y de piernas flacas, con aquellos collares falsificados de
    mujeres que a la hora no aguantan la mano, aquellas mujercitas que casaban mal a
    sus hijos, que no sabían poner en su lugar a una sirvienta, y todas ellas con las
    orejas llenas de aretes, ¡ninguno, ninguno de oro! La rabia la sofocaba.









    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Jue 22 Jun 2023, 20:49

    ***


    —¡Denme un vaso de vino! —exigió.
    De pronto se hizo el silencio, cada uno con un vaso inmovilizado en la mano.
    —Abuelita, ¿no le va a hacer mal? —insinuó cautelosamente la nieta rolliza y
    bajita.
    —¡Qué abuelita ni qué nada! —explotó ácidamente la agasajada—. ¡Que el
    diablo se los lleve, banda de maricas, cornudos y vagabundos!, ¡quiero un vaso
    de vino, Dorothy! —ordenó.
    Dorothy no sabía qué hacer, miró a todos en una cómica llamada de auxilio.
    Pero como máscaras eximidas e inapelables, ningún rostro se manifestaba. La
    fiesta interrumpida, los sándwiches mordidos en la mano, algún pedazo que
    estuviera en la boca hinchando hacia fuera las mejillas. Todos se habían quedado
    ciegos, sordos y mudos, con las croquetas en las manos. Y miraban impasibles.
    Desamparada, divertida, Dorothy le dio el vino: astutamente, apenas dos
    dedos en el vaso. Inexpresivos, preparados, todos esperaban la tempestad.
    Pero la agasajada no explotó con la miseria del vino que Dorothy le había
    dado, que no se movió en el vaso. Su mirada estaba fija, silenciosa. Como si nada
    hubiera pasado.



    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Dom 25 Jun 2023, 09:49

    ***

    Todos miraron corteses, sonriendo ciegamente, abstractos como si un perro
    hubiese hecho pis en la sala. Con estoicismo, recomenzaron las bocas y las risas.
    La nuera de Olaria, que había tenido su primer momento de unión con los demás
    cuando la tragedia victoriosamente parecía próxima a desencadenarse, tuvo que
    retornar solitaria a su severidad, sin contar siquiera con el apoyo de los tres hijos
    que ahora se mezclaban traidoramente con los otros. Desde su silla monacal, ella
    analizaba críticamente esos vestidos sin ningún modelo determinado, sin un
    pliegue, qué manía tenían de usar vestido negro con collar de perlas, eso no era
    de moda ni cosa que se le pareciera, no pasaba de maniobra de tacañería.
    Examinaba distante los sándwiches que casi no tenían mantequilla. Ella no se
    había servido nada, ¡nada! Solamente había comido una sola cosa de cada plato,
    para probar.
    Por así decir, la fiesta había terminado.
    Todos se quedaron sentados, benevolentes. Algunos con la atención vuelta
    hacia dentro de sí, a la espera de algo que decir. Otros vacíos y expectantes, con
    una sonrisa amable, el estómago lleno de aquellas porquerías que no alimentaban
    pero quitaban el hambre. Los chicos, incontrolables ya, gritaban llenos de vigor.
    Algunos tenían la cara mugrienta; otros, los más pequeños, estaban mojados; la
    tarde había caído rápidamente. ¿Y Cordelia? Cordelia miraba ausente, con una
    sonrisa atontada, soportando sola su secreto. ¿Qué tenía ella?, preguntó alguien
    con curiosidad negligente, señalándola de lejos con la cabeza, pero nadie
    respondió. Encendieron el resto de las luces para precipitar la tranquilidad de la
    noche, los chicos comenzaban a pelearse. Pero las luces eran más pálidas que la
    tensión pálida de la tarde. Y el crepúsculo de Copacabana, sin ceder, mientras
    tanto se ensanchaba cada vez más y penetraba por las ventanas como un peso.
    —Tengo que irme —dijo perturbada una de las nueras, levantándose y
    sacudiéndose las migas de la falda. Varios se levantaron sonriendo.
    La agasajada recibió un beso cauteloso de cada uno como si su piel tan poco
    familiar fuese una trampa. E, impasible, parpadeando, recibió aquellas palabras
    voluntariamente atropelladas que le decían intentando dar un ímpetu final de
    efusión a lo que no era otra cosa que pasado; la noche ya había caído casi por
    completo. La luz de la sala parecía entonces más amarilla y más rica, las personas
    envejecidas. Los chicos ya estaban histéricos.






    continuará


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    Mensaje por Maria Lua Lun 26 Jun 2023, 17:46

    ***


    —Ella debe pensar que el pastel sustituye a la cena —se preguntaba la vieja,
    allá en sus profundidades.
    Pero nadie podría adivinar lo que ella pensaba. Y para aquellos que junto a la
    puerta todavía la miraron una vez más, la agasajada era sólo lo que parecía ser:
    sentada a la cabecera de la mesa sucia, con la mano cerrada sobre el mantel como
    sujetando un cetro, y con aquella mudez que era su última palabra. Con un puño
    cerrado sobre la mesa, nunca más sería únicamente lo que ella pensara. Su
    apariencia final la había sobrepasado y, superándola, se agigantaba serena.
    Cordelia la miró espantada. El puño mudo y severo sobre la mesa decía a la
    infeliz nuera que sin remedio amaba quizás por última vez: Es necesario que se
    sepa. Es necesario que se sepa. Que la vida es corta. Que la vida es corta.
    Sin embargo, ninguna vez más lo repitió. Porque la verdad es un relámpago.
    Cordelia la miró espantada. Y, nunca más, ni una sola vez lo repitió mientras
    Rodrigo, el nieto de la agasajada, empujaba la mano de aquella madre culpable,
    perpleja y desesperada que una vez más miró hacia atrás implorando a la vejez
    todavía una señal de que una mujer debe, en su ímpetu afligido, finalmente aferrar
    su última oportunidad y vivir. Una vez más Cordelia quiso mirar.
    Pero para esa nueva mirada, la agasajada era una vieja a la cabecera de la
    mesa.
    Había pasado el relámpago. Y arrastrada por la mano paciente e insistente de
    Rodrigo, la nuera lo siguió, aterrada.
    —No todos tienen el privilegio y el orgullo de reunirse alrededor de la madre
    —carraspeó José recordando que era Jonga el que hacía los discursos.
    —De la madre, ¡al diablo! —rió bajito la sobrina, y la prima más lenta rió sin
    ver la gracia.
    —Nosotros lo tenemos —dijo Manuel, tímido, sin volver a mirar a su mujer
    —. Nosotros tenemos ese gran privilegio —dijo distraído, enjugándose la palma
    húmeda de las manos





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