«Quiere decir que estoy perdida», piensa Flora.
Oye al principio unos golpecitos sordos, rítmicos, singulares y
misteriosos, procedentes de la tarima de la orquesta. En efervescencia
creciente, como animalitos burbujeando en un medio desconocido, se va
acentuando el ritmo. Y, de pronto, del último negro de la segunda fila, se
eleva un grito salvaje, prolongado, hasta morir en una queja dulce. El
mulato de la primera fila se retuerce en un giro, su instrumento apunta al
aire y responde con un «bu-bu» ronco e infantil. Los golpecitos parecen
hombres y mujeres balanceándose en un ejido en África. De repente
silencio. El piano canta tres notas sueltas y serias. Silencio.
La orquesta, con movimientos suaves, casi inmóvil, inclinada, desliza
un «fox-blue» pianisimo, insinuante como una fuga.
Algunas parejas salieron abrazadas.
Llevo aquí tanto tiempo, ¡tanto tiempo!, piensa Flora y siente que debe
llorar. Quiere decir que estoy perdida. Se aprieta la frente con las manos.
¿Qué va a pasar ahora? Al camarero le da pena y viene a decirle que puede
esperar lo que haga falta. Gracias. Se mira en el espejo. Pero ¿ella es esa que
está ahí? ¿Es esa, con cara de conejo asustado, que está pensando y
esperando? (¿De quién es esa boquita? ¿De quién son esos ojitos? Tuyos,
no me fastidies). Si no intento salvarme me ahogaré. Pues si Cristiano no
viene, ¿quién dirá a toda esta gente que existo? Y si yo, de repente, llamara
al camarero, le pidiese papel y tinta y dijera: ¡Señores, voy a escribir una
poesía! ¡Cristiano querido! Te juro que Nenê y yo somos tuyas.
Miren: Debussy era un músico-poeta, pero tan poeta que uno solo de
los títulos de sus suites hacen que te eches en el césped del jardín, con los
brazos debajo de la cabeza, a soñar. Miren: campanas entre hojas.
Perfumes nocturnos… Miren… gritó una mujer delgada en la mesa vecina,
golpeando con el dorso de la mano en la mesa, como si dijese: «Te lo
garantizo, ahora es de noche. No discutas».
—Tonterías, Margarita —replicó uno de los hombres fríamente—,
tonterías. Mira que músico-poeta… Hay que ver…
Flora pediría papel y escribiría:
«Árboles silenciosos
perdidos en el camino.
Refugio manso
de frescura y sombra».
Cristiano no vendrá. Un hombre se acerca. ¿Qué pasa?
—¿Eh?
—Le pregunto si quiere bailar —repite. Guiña sus ojos miopes con un
aire tonto y curioso.
—Oh, no… Realmente no puedo… Oh, quizá más tarde… Espero a un
amigo.
Él aún parado. ¿Qué hacer con aquel pelmazo? Dios mío, mis ojos.
—Yo no…
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—Por favor, señorita, ya la he entendido —dice el hombre ofendido.
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