Celebración de la realidad
Si la tía de Dámaso Murúa hubiera contado su historia
a García Márquez, quizá la Crónica de una muerte
anunciada hubiera tenido otro final.
Susana Contreras, que así se llama la tía de Dámaso,
tuvo en sus buenos tiempos el culo más incendiario de
cuantos se hallan visto llamear en el pueblo de
Escuinapa, y en todas las comarcas del golfo de
California.
Hace muchos años, Susana se casó con uno de los
numerosos galanes que sucumbieron a sus meneos. En
la noche de bodas, el marido descubrió que ella no era
virgen. Entonces se despidió de la ardiente Susana como
si contagiara la peste, dio un portazo y se marchó para
siempre.
El despechado se metió a beber en las cantinas,
donde los invitados de la fiesta estaban siguiendo la juerga.
Abrazado a sus amigotes, el se puso a mascullar rencores y
a proferir amenazas, pero nadie se tomaba en serio
su tormento cruel.
Con benevolencia lo escuchaban, mientras él se tragaba
a lo macho las lágrimas que a borbotones pujaban
por salir, pero después le decían que chocolate por la
noticia, que claro que Susana no era virgen, que todo el
pueblo lo sabía menos él, y que al fin y al cabo ése era
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Eduardo Galeano
un detalle que no tenía la menor importancia, y que no
seas pendejo, mano, que nomás se vive una vez.
Él insistía, y en lugar de gestos de solidaridad recibía bostezos.
Y así fue avanzando la noche, a los tumbos, en triste
bebedera cada vez más solitaria, hacia el amanecer. Uno
tras otro los invitados se fueron yendo a dormir. El alba
encontró al ofendido sentado en la calle, completamente
solo y bastante fatigado de tanto quejarse sin que nadie
le llevara el apunte.
Ya el hombre estaba aburriéndose de su propia tragedia,
y las primeras luces le desvanecieron las ganas de
sufrir y de vengarse. A media mañana se dio un buen
baño y se tomó un café bien caliente y al mediodía volvió
arrepentido, a los brazos de la repudiada.
Volvió desfilando, a paso de gran ceremonia, desde la
otra punta de la calle principal. Iba cargando un enorme
ramo de rosas, y encabezaba una larga procesión de
amigos, parientes y público en general. La orquesta de
serenatas cerraba la marcha. La orquesta sonaba a todo
dar, tocando para Susana, a modo de desagravio, La
negra consentida y Vereda tropical. Con esas musiquitas,
tiempo atrás, él se le había declarado.
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