TOMO II
LOS INNOMBRABLES
(1959 -1973)
CASA CAUTIVA
Ésta es la casa; es nuestra.
Ésta es su música; las exigencias todas
de la vida pasaron por sus habitaciones, por el ascua
quemante de sus fronteras; la locura de quienes
emprendieron una empresa más ancha que sus
fuerzas,
el sueño que los fue desgarrando,
esa sal escogida que salpicó las llagas
de su vasto martirio.
Es nuestra. Aquí resuenan
músicas melancólicas, instrumentos que exaltan
querencias y alegrías. Le pertenecen la quietud
antigua
y los hechos sangrientos. Sus ríos, los espejos,
recogieron despojos
de injuria y desventura (por eso es esta música);
obsedieron
a sus hijos colores de aturdidos relámpagos, sus
manos
apresaron los frutos de una infausta cosecha.
Su música es así. Descansa ahora
en un boreal tembladeral de pájaros, de plumas
amarillas, de crucifijos deslavados, rotos, Y es
hora
de preguntarse ¿qué trajimos
para ungirla a un estado de habitación del hombre;
se habrá sentido, como cal viva en los ojos, la
tribulación
de su destino? ¿Qué tembloroso cántaro
amasamos, qué súplica o trastorno,
qué empeño y asechanza para evitar la herida
de su piel, esa absorta mirada de sus ojos terribles
como una acusación? ¿Habremos, pues, cumplido
con el deber que hiciese merecer habitarla?
Es nuestra. Ésta es su música. ¿Qué rencores
oscuros
le habrán tejido esa circunferencia,
el halo que empurpura sus techumbres? ¿La
enemistad,
como un osario vano entre sus hijos?
¿El desconsuelo
de las cruces plantadas en su suelo y la obliga a
prosternarse a solas junto a su sombra rota,
a la intemperie, al umbral del orgullo que vela su
infortunio?
A saco habrán entrado
en ella los Impuros, los cómplices
del ritual del crimen; habrán entrado a saco
con miserables máscaras que engendra la codicia;
habrán marcado un día trágico por sus muros,
trágico y de fatalidad, espurio
como el inicuo cuervo sobre el árbol desierto
en cuya raíz de hueso reposan los desnudos.
Su música es así, una cifra
de dulce acento humano, un anuncio
previo de acusación anudado a la rueda del destino
y al párpado de los muertos, melodía incesante en
el desgaste
del desierto cubil, sonido desgajado
de un instrumento oscuro con imagen de reja y
cautiverio.
Todo saldrá de aquí, de su piedra
y su polvo, de su migaja el pan, de su venero
verde la cosecha, de las estancias tristes la
temblorosa noche
de la revelación y los rebeldes;
de aquí la sangre, el fuego, de los cuencos vacíos
la mirada
final y salvadora, como un amor que brota
de madrigueras hondas de escarnio y menosprecio.
No habrá ya que olvidar decir su nombre
de mùsica y quejumbre, ese nombre de selvas que
prohijó nacimientos,
muertes, inmolaciones, sed amarga sobre los labios,
del hombre; nombrarla en todo trance,
marcarla a hierro lento en nuestros huesos;
a cada instante repetir su nombre (como triunfo o
condena)
mentar esas señales remontadas a tiempos de
arcilla fatigada, de plumajes y tribus destruidas,
nombrarla siempre,
morder su nombre de sol inevitable
(como virtud o pecado), llevar su nombre en la carne
como esta lleva su corrupción; seguir nombrándola
y revestirla toda con el rebozo intacto de esa
música dulce, inmemorial, desamparada música de
un anhelo insaciable.
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