MÉXICO
FRANCISCO SERRANO
CUENTA DE MIS MUERTOS (2006)
G / ELEGÍA NOCTURNA
Vuelvo a encontrarte después de tantos años, de tantos desencuentros,
de tanto hacernos bolas sin encontrar jamás el tiempo justo de franquearnos,
desde el volátil barandal de la infancia hasta los precipicios de la insolvente
adolescencia,
en las encrucijadas donde crecí, no sé si para bien,
lejos de tu cercanía, de tu suficiente y tan sabia sinrazón,
de tus alcances, de tus aspiraciones,
vuelvo a encontrarte y no puedo dejar de barbotar mi desconcierto,
mi dolor, la inaceptable ausencia de no haberte sabido,
de no haber tenido tiempo de saberte.
Te veo, remoto, desleído, en la temprana madurez de tus cincuenta
(que no cumpliste nunca), la piel oscurecida a la luz del crepúsculo,
como una fotografía que ha comenzado a borrarse roída por la humedad,
desvanecida en círculos de moho luyendo, royéndote los rasgos,
la ondulación lentísima del hongo como una migración y una sutura.
Rumor de hojarasca, de círculos escamosos.
Un solar abolido por la asechanza de la herrumbre.
Sueño a veces que llegas del fondo de la noche.
Tienes un aire ausente, como absorto en tus cosas.
De pronto parece que tuvieras la boca llena de tierra,
tu imagen adquiere un aspecto sombrío,
la in/consistencia de un espectro,
las órbitas vaciadas, los dientes carcomidos,
la boca abierta en una mueca amarga, como espasmo o sollozo,
como la momia infame de aquel minero en Guanajuato
con las ropas raídas, encogidas,
y los dedos crispados, como pidiendo algo,
en la mano el revólver con que te disparaste
(con cachas de nácar, incrustado de oro,
un revólver que había sido de tu padre),
macilento, cetrino.
¿Vuelves así desfondado, hueco
desde el fondo barroso de tus actos fallidos,
de tu tenaz aturdimiento?
Padre,¿que ha quedado de ti?
Esa sombra que se desliza en las orillas del crepúsculo, ¿eres tú?
Pienso que quieres decirme algo,
agitas el brazo con un ademán de impotencia.
La reverberación y la angustia estampada en tus rasgos
reblandecidos bajo ese escorzo escaldan.
Hablar de ti, poner en el papel en perspectiva tu recuerdo,
me produce un dolor impronunciable, un dolor moral.
Como una veladura que se cierne detrás de muchas capas de aire
en la inclemencia de la hora vengativa.
¿Es así el infierno?
Veo los paisajes donde solías llevarnos de niños:
el escamoso pedregal tapizado de yucas, palos locos, estrellas de San Juan,
las lomas amarillas cuajadas de magueyes camino al Desierto de los Leones, tierra
arcillosa,
los bosques de pinos y oyameles en las inmediaciones de la ciudad,
el policromo cárcamo de Lerma, las cuevas de Teotihuacán.
Me doy cuenta de que ha empezado a llover en mis recuerdos.
El otoño crepita en cada hoja,
rumor de seda o cañas golpeadas por el viento,
rumor de ásperos juncos, de cardos en las córneas,
de retorcidas ramas al romperse,
un roedor atareado rayendo una bellota,
un crujido de duelas en el piso.
En invierno solíamos salir a la montaña.
Íbamos a recoger “basura” para el Nacimiento:
troncos, guijarros, rocas, ramas, tierra
que luego tú meticulosamente disponías
(siguiendo a tu admirado maestro Pellicer)
en deslumbrantes escenarios miniatura.
Transfigurado en mago indicabas la ruta,
decías en qué sitios nos debíamos detener,
qué tipo de piedras y troncos recoger,
qué forma de qué rama convenía o cuál manchón de musgo o liquen
entrarían en la composición del paisaje recreado.
De vuelta construirías con aquellas minucias
un pasmoso universo en la cochera de la casa.
Como un demiurgo ordenabas el orbe.
Habías trazado una bóveda y distribuido las constelaciones,
establecido la duración del día, el ritmo de la noche
y señalado un sitio al alba y al ocaso.
“Aquí irá la montaña, en este extremo el río, allá el pueblo.”
Y remojabas grandes pliegos de cartón
para dar forma a las montañas
que barnizabas con pegamento
y luego recubrías con musgo y tierra.
Durante largos fines de semana te afanabas
en la reproducción de un vívido paisaje
que serviría de marco al hecho navideño.
Recomponías y retocabas figuritas de barro
para hacerlas representar los gestos que querías:
brazos y piernas rotos y vueltos a pegar,
pastores adorantes, ángeles, peregrinos,
cabezas ranuradas para hacerles brillar una aureola de luz.
Amabas sorprender, y así un aspecto notable de tu ingenio
se consagraba a los efectos especiales:
nubes radiantes de las que surgían al oscurecer ángeles flamígeros,
montes que se iluminaban dejando ver en su interior al pesebre y al Niño,
un paraje oculto donde, en mitad de la noche, resplandecía
una inquietante prefiguración del Gólgota.
Había música, crescendos, trozos de gran lirismo:
un ámbito propicio.
Muchas veces fuimos al campo a recoger la exultante materia prima.
Días de campo o excursiones festivas con adultos.
A veces, niños al fin, nos quedábamos solos.
“No se muevan de aquí, no nos tardamos.”
Silbidos, trinos. El viento en los follajes.
El más hondo silencio.
Una patria abdicada.
Recuerdo la olorosa humedad de la tierra esmaltada de musgo,
tréboles y musgo y agujas de pinos fragantes iridiscentes de rocío,
los líquenes trazando en la piel de las rocas los círculos de su expansión lentísima,
avanzadas de minúsculas torres grisáceas, alcázares, ciudadelas, lagos:
ondas reverberando en la mojada superficie de la piedra.
Navegaciones fabulosas.
El bosque guardaba intacta la magia de lo desconocido,
una imagen palpable del poder transmutador de la naturaleza.
En cualquier sitio podría alzarse un castillo, detrás de cada piedra, de cada árbol
acechaban seres prodigiosos, duendes, chaneques, hadas.
Había que irse con cuidado. La tierra se cubría de una neblina opaca,
una manta grisácea y ondulante tendida hacia otro mundo.
La tierra del altiplano ennegrecida, los claros, las veredas,
el vaho de nuestra respiración en el aire de la mañana de diciembre.
La luz entre las ramas caía con un fulgor de vidrio.
Llovía luz, las hojas refulgían,
el aire del invierno recortaba
con una intensidad de nácar
la bóveda azulísima.
Bajo la inmóvil sombra de un encino
un cenzontle exploraba
con su canto la soledad en torno.
Vuelve su eco exterior e imprevisto.
Recuerdo otros parajes y otros tiempos:
el cuento alucinante de Katchei y del pájaro,
los poemas al paisaje y al mar, el mar,
la amistad de la música,
tu afición a los toros llevándome a corridas
y a un tenso aprendizaje
de ciertos rudimentos del arte de torear,
puesto después a prueba
en tientas y festivales pueblerinos
(no compartí ese amor.)
O una noche en que fuimos a ver, “para formarme”,
un vulgar pero intenso espectáculo lúbrico.
Parejas de ocasión, noctámbulos, un orbe fantasioso.
Temblé con los ojos vidriosos
ante una voluntariosa pelirroja que fingía una felación
y luego, gimoteando, cabalgaba a su espectral pareja.
Fuerte olor a sudor, a perfume barato.
Aún flotaba al subirnos al coche.
Nubes color de guata en un callejón.
Pulsan las farolas del alumbrado público.
Su luminosidad traza en el asfalto sinuosidades, estrías.
El semáforo desperdiga regueros de rubíes.
Detenidos, fluida luz de magnesio.
Una mujer en el auto contiguo, muy bella, borrachísima,
lasciva y serpenteante se repega al hombre que conduce.
Por un instante veo sus hermosos ojos intoxicados.
Tengo 12 años y confusamente percibo
y me estremezco alterado al pensarlo
que pronto esa belleza desnuda y suplicante
gemirá de verdad en brazos del zafio acompañante.
(La belleza, la belleza física tendría
que tener un mejor destino, pensé.)
Quemante, turbadora, la imagen del deseo en sus ojos
no me ha dejado.
Un domingo llegaste, cosa infrecuente en ti, sombrío, meditabundo.
Hablaste de compromisos, de difíciles retos,
de fechas perentorias.
Y añadiste
“Quizá no lo veamos.”
¿Te acuerdas? Habíamos entrado, sin saberlo,
en el reino de la premonición,
esa tierra de nadie en donde naufragamos todos.
Protestaste, con una urgencia incomprensible,
porque habíamos decorado
nuestro cuarto de adolescentes tremebundos
con una cruz de piedra, robada de un panteón.
“No me gustan las cosas de los muertos,
traen la muerte”.
Apenas registramos tu aprehensión, tu vehemencia.
Tus palabras: guijarros hundiéndose en la indolencia de un estanque.
¿Quién hubiera dicho que menos de una semana después
volveríamos incrédulos, inconsolables, de enterrarte?
El domingo siguiente, una tarde de nubes como cordilleras
llevamos la cruz hasta una colina a orillas de un barranco
en las inmediaciones de la ciudad. El perfume
de los suburbios, turbio y dulce. Irreal.
Graznidos de pájaros, algún claxon lejano.
Cargamos la detestable cruz
y la arrojamos al fondo del barranco.
Rebotó, rodó, levantó polvo.
Sequedad del aire, sequedad del cielo enorme de abril.
Entonces un viento como un árbol de sombra se levantó
de pronto, una tolvanera, un trasgo de polvo y hojas secas,
silbando, rodando cuesta abajo, envolviendo la cruz como una despedida.
Palabras deshaciéndose en la boca,
hongos enmohecidos.
¿Qué te impulsó a abandonarlo todo,
qué agravio insoportable te rompió, papá?
¿Te fastidiaste de lidiar con la pobreza,
ese enemigo que no pudiste derrotar?
¿Te socavaron las desilusiones políticas,
la cicatriz de tu orfandad
- - - - - - - - - - - - - - - - (“Despójame del miedo
que me causa tu rostro”,
le escribiste a tu padre asesinado),
la nostalgia de tu brillante juventud?
Todo convergía para afirmar en ti
un sentimiento de errar fuera del tiempo,
de no pertenecer al tiempo que vivías.
¿Quién o qué determina
los verdaderos atributos de un hombre,
quién tiene razón?
Muy joven te marearon en los pasillos del poder,
en los salones de Palacio,
los seductores de la corte
te ofrecieron, buscador de tesoros, los halagos
del privilegio y la fortuna.
Te utilizaron, te engañaron.
- - - - - - - - - - - - - - - - - Al final
te trituró su tortuoso engranaje,
los enjuagues de la ambición política.
Creíste que ese oropel podía ser tuyo.
Perdiste peso, encandilado y te embarcaste
absurda y peligrosa, ingenuamente,
en una empresa para ti mortífera.
Te hicieron contradecir de tus orígenes
y planteaste la reelección del presidente Alemán.
Cuando te percataste de tu error era muy tarde.
La prensa se ensañó, te repudiaron,
tu inmaduro prestigio vuelto polvo.
Quedaste como marcado, señalado:
echado de tu tiempo.
A partir de entonces comenzó tu declive.
Muchos años después, en la vigilia del alcohol,
entre los versos de algún libro
o en la estulticia de un escritorio burocrático
¿comprendiste que habías dilapidado tus talentos
y esa visión te atenazó?
Pero ya ninguna contrición tiene sentido
No eres más que una esbozo
y una lamentación y una sombra,
huésped oscuro de mis sueños.
Porque has muerto del todo.
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