DISYUNTIVAS, IRRUPCIONES Y DISERTACIONES,
Por ARTURO ALVAR
Cont.
Pero al mismo tiempo, habría que tomar en cuenta a Walter Benjamin y preguntarnos qué técnica, a través de su capacidad de producción y reproducción, puede modificar los códigos de desigualdad cultural que lleva implícita la obra y sus contenidos. No a partir de un yo, pero tampoco un tú, sino desde la construcción de un nosotros ―del que habla Pavese y el filósofo Carlos Lenkesdorf, como abordaré más adelante― que conlleva en sí una postura ética y una visión del mundo, tanto en el autor como en el lector, para establecer otra relación con aquella realidad impuesta a través del régimen de representaciones, reflejos y fantasmagorías que proyecta el sistema capitalista.
Este proyecto hace de la poesía social un dispositivo de lenguaje muy peligroso para el estatus quo, en pugna por un canon tradicional dominante, cuya poesía social se ha visto limitada al marco de confrontación entre los nacionalismos recalcitrantes y los voluntarismos cosmopolitas. Al hablar sobre lo que ocurre en México, no resulta tan conveniente ―estribillo vanguardista― anunciar la muerte de la poesía, pues estaríamos dando pie incluso al imaginario de la resurrección, tomando en cuenta que la lógica de dominación cultural hacia el pueblo parte de la religiosidad como control político. Al pueblo se le ha impuesto no sólo el símbolo de la cruz, sino también, al menos en nuestro país, un control clientelar que se parece a tener fe en otra vida ―siempre y cuando haya pan y circo―. Es mejor, pues, que la poesía sea insurrecta y se mantenga viva. No es que sea inmortal, sino que la poesía es una dimensión imaginaria que sobrevive y forja la memoria colectiva. Mejor que adecuarla a una legitimación de símbolos dominantes que han configurado el discurso literario, el campo de lo hispánico, en América Latina, a través de la imposición de sus cánones. Así que Lázaro, no te levantes, no te conviertas en un zombi, mejor quédate ahí donde estás.
No parece extraño, entonces, que en nuestra literatura la noción de lo iberoamericano sea coherente con las opiniones de los “contados” críticos de la poesía social escrita en nuestro país, quienes ven en la península ibérica un punto de partida para canonizar cierta poesía social que se escribe desde la actualidad, esto es, la sociedad que está planteando el canon poético dominante. En México, existen poetas que legitiman la sacralidad de su arte. Reparten premios y castigos desde el poder del Estado, aún a costa de que el espacio social de la poesía quede reducido a unas cuantas islas solitarias, evocaciones de los carrefours que describió Walter Benjamin. En este sentido, abrir espacios para la poesía es detonar los mecanismos para la creación de una poesía social sin comillas, que pueda ser útil ante la inutilidad de declaraciones que tratan de ser definitivas, de dar el carpetazo sin interpelaciones. Hay quienes incluso afirman la muerte de la poesía, como una variación a la idea nietzscheana de la muerte de Dios. La relación teleológica se instaura y el canon configura una poesía social que se apropia de la divinidad como recurso para llegar al pueblo, otorgándole al poeta un “aura” sacerdotal. Dentro de esta lógica, no hay necesidad de lectores, basta con el regodeo del intelecto, asociar precisamente el arte a lo mental y al fetichismo del objeto que propugnaba Marcel Duchamp.
En este sentido, es necesario irrumpir con otro tipo de crítica. Sin embargo, muestra de ese colonialismo mental que campea en las letras mexicanas desde hace tiempo, es Iván Cruz Osorio, quien a falta de referentes teóricos sobre poesía social en México, en un ensayo sobre el tema, publicado en la revista Alforja en 2006, comienza citando a Leopoldo de Luis, un crítico español, quien identifica la poesía social con el testimonio de carácter denunciante, situándola “en el aquí y el ahora”, enunciando preceptos que luego Iván Cruz Osorio considera más un “ideal poético” que una realidad, afirmando que tanto el testimonio como la denuncia han caído en “largas y discursivas diatribas contra el tirano”. La perspectiva reduccionista del crítico está engarzada más a la tradición iberoamericana que latinoamericana; a la experiencia de los europeos y de sus filias con “lo hispánico”. Planteando, en suma, un discurso teórico colonizado.
Tampoco es extraño, en cuanto al particular gusto estético de Iván Cruz Osorio, que comience su selección con un poeta que no es mexicano, precisamente para hablar de poesía social y mostrar que no hay tal cosa en México, a no ser una simple curiosidad, aun cuando sí retoma la tradición latinoamericana, al menos como lector de poesía. En cuanto al aparato crítico y la selección de poetas, toma una sola muestra y la presenta como búsqueda exhaustiva, pero más bien el método ha sido excluyente, si tomamos en cuenta el universo de posibilidades que nos da el panorama poético mexicano. He ahí el punto más cuestionable de su crítica. Su referencia teórica más cercana remite a la poesía surgida en la España de la posguerra, la del desarraigo, más que a una experiencia mexicana; mientras que sus referentes poéticos se encuentran fijos en el contexto latinoamericano.
Tal pareciera, entonces, que la discusión sobre poesía social en México sólo encuentra asidero en las reflexiones sobre las poéticas de españoles que vivieron la posguerra. El trascendentalismo de T.S Eliot es una salida fácil del crítico cuando afirma que, sin importar los compromisos del poeta, tarde o temprano ocurrirá lo que sucede con toda obra artística: “sobrevivir o no al juicio del tiempo”, una visión recupera la idea de un destino para la poesía, es decir, la instauración del paradigma teleológico, los que implica una sacralización tanto del campo estético como del papel de la poesía para incidir en el orden social. De manera que si se discute en México sobre la existencia o no de una poesía social, deberíamos intentar acudir a referentes propios. ¿O es que la crítica, que implica réplica, como se suele advertir, es inexistente? Mas cuando vemos que los acontecimientos están marcados con sangre, narrados por la historia de los vencedores, es donde advertimos que el “juicio del tiempo” no es una categoría sempiterna, sino una construcción histórica y un mecanismo de control, por lo que hay que irrumpir en su aparentemente perpetua continuidad.
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