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MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Lluvia Abril- Administrador-Moderador
- Cantidad de envíos : 56953
Fecha de inscripción : 17/04/2011
Edad : 63
- Mensaje n°241
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Gracias Pascual, y seguimos mostrando joyitas.
_________________
“Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra
se acaba la diversión”.
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"Mafalda"
Lluvia Abril- Administrador-Moderador
- Cantidad de envíos : 56953
Fecha de inscripción : 17/04/2011
Edad : 63
- Mensaje n°242
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
(Valladolid, 1817 - Madrid, 1893) Escritor español. Es el principal representante del romanticismo medievalizante y legendario. En 1833 ingresó en la Universidad de Toledo como estudiante de leyes, y en 1835 pasó a la Univerisdad de Valladolid. José Zorrilla publicó sus primeros versos en el diario vallisoletano El Artista.
En Madrid, después de abandonar su carrera universitaria, alcanzó fama tras leer unos versos suyos en el entierro de Larra (1837). Ocupó el cargo de éste en la redacción de El Español, donde publicó la serie de poemas titulada Poesías (1837), primero de un conjunto de ocho volúmenes que completó en 1840. Su éxito poético se renovaría en 1852 con un poema descriptivo, Granada, que quedó inacabado. En 1839 se casó con Matilde O'Reilly, de la que enviudó muy pronto.
Escribió numerosas leyendas (Cantos del trovador, 1840-1841; Vigilias del estío, 1842; Flores perdidas, 1843; Recuerdos y fantasías, 1844; Un testigo de bronce, 1845), en las que resucita a la España medieval y renacentista y que constituyen lo más perdurable de su producción. Entre ellas cabe destacar «A buen juez mejor testigo», «Margarita la Tornera» y «El capitán Montoya».
En 1837 Zorrilla inició su producción teatral con Vivir loco y morir más, y alcanzó su primer éxito con El zapatero y el rey (1840), a la que siguieron El eco del torrente (1842), Sancho García (1842), El molino de Guadalajara (1843), El puñal del godo (1843), Don Juan Tenorio (1844) y Traidor, inconfeso y mártir (1849). En estas obras trata temas tradicionales o del Siglo de Oro. También escribió tragedias a la manera clásica, como Sofronia (1843).
En 1846 viajó a Burdeos y París, donde conoció a Alejandro Dumas, George Sand, Teófilo Gautier y Alfred de Musset, que dejarían en él una gran huella. En 1865 marchó a México, donde fue protegido por el emperador Maximiliano I, que lo nombró director del Teatro Nacional.
De regreso a España (1866), José Zorrilla se casó con la actriz Juana Pacheco, viajó a Roma (1871) e ingresó en la Real Academia (1882). De estos años son Recuerdos del tiempo viejo (1880-1883), La leyenda del Cid (1882), El cantar del romero (1883) y Mi última brega (1888). Fue coronado como poeta en el alcázar de Granada (1889) por el duque de Rivas, en representación de la reina regente.
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de José Zorrilla». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
(Valladolid, 1817 - Madrid, 1893) Escritor español. Es el principal representante del romanticismo medievalizante y legendario. En 1833 ingresó en la Universidad de Toledo como estudiante de leyes, y en 1835 pasó a la Univerisdad de Valladolid. José Zorrilla publicó sus primeros versos en el diario vallisoletano El Artista.
En Madrid, después de abandonar su carrera universitaria, alcanzó fama tras leer unos versos suyos en el entierro de Larra (1837). Ocupó el cargo de éste en la redacción de El Español, donde publicó la serie de poemas titulada Poesías (1837), primero de un conjunto de ocho volúmenes que completó en 1840. Su éxito poético se renovaría en 1852 con un poema descriptivo, Granada, que quedó inacabado. En 1839 se casó con Matilde O'Reilly, de la que enviudó muy pronto.
Escribió numerosas leyendas (Cantos del trovador, 1840-1841; Vigilias del estío, 1842; Flores perdidas, 1843; Recuerdos y fantasías, 1844; Un testigo de bronce, 1845), en las que resucita a la España medieval y renacentista y que constituyen lo más perdurable de su producción. Entre ellas cabe destacar «A buen juez mejor testigo», «Margarita la Tornera» y «El capitán Montoya».
En 1837 Zorrilla inició su producción teatral con Vivir loco y morir más, y alcanzó su primer éxito con El zapatero y el rey (1840), a la que siguieron El eco del torrente (1842), Sancho García (1842), El molino de Guadalajara (1843), El puñal del godo (1843), Don Juan Tenorio (1844) y Traidor, inconfeso y mártir (1849). En estas obras trata temas tradicionales o del Siglo de Oro. También escribió tragedias a la manera clásica, como Sofronia (1843).
En 1846 viajó a Burdeos y París, donde conoció a Alejandro Dumas, George Sand, Teófilo Gautier y Alfred de Musset, que dejarían en él una gran huella. En 1865 marchó a México, donde fue protegido por el emperador Maximiliano I, que lo nombró director del Teatro Nacional.
De regreso a España (1866), José Zorrilla se casó con la actriz Juana Pacheco, viajó a Roma (1871) e ingresó en la Real Academia (1882). De estos años son Recuerdos del tiempo viejo (1880-1883), La leyenda del Cid (1882), El cantar del romero (1883) y Mi última brega (1888). Fue coronado como poeta en el alcázar de Granada (1889) por el duque de Rivas, en representación de la reina regente.
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de José Zorrilla». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
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"Mafalda"
Lluvia Abril- Administrador-Moderador
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Edad : 63
- Mensaje n°243
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
79- Introducción a los “Cantos del Trovador”
¿Qué se hicieron las auras deliciosas
Que henchidas de perfume se perdían
Entre los lirios y las frescas rosas
Que el huerto ameno en derredor ceñían?
Las brisas del otoño revoltosas
En rápido tropel las impelían,
Y ahogaron la estación de los amores
Entre las hojas de sus yertas flores.
Hoy al fuego de un tronco nos sentamos
En torno de la antigua chimenea,
Y acaso la ancha sombra recordamos
De aquel tizón que a nuestros pies humea.
Y hora tras hora tristes esperamos
Que pase la estación adusta y fea,
En pereza febril adormecidos
Y en las propias memorias embebidos.
En vano a los placeres avarientos
Nos lanzamos doquier, y orgías sonoras
Estremecen los ricos aposentos
Y fantásticas danzas tentadoras;
Porque antes y después caminan lentos
Los turbios días y las lentas horas,
Sin que alguna ilusión de breve instante
Del alma el sueño fugitiva encante.
Pero yo, que he pasado entre ilusiones,
Sueños de oro y de luz, mi dulce vida,
No os dejaré dormir en los salones
Donde al placer la soledad convida;
Ni esperar, revolviendo los tizones,
Al yerto amigo o la falaz querida,
Sin que más esperanza os alimente
Que ir contando las horas tristemente.
Los que vivís de alcázares señores,
Venid, yo halagaré vuestra pereza;
Niñas hermosas que morís de amores,
Venid, yo encantaré vuestra belleza;
Viejos que idolatráis vuestros mayores,
Venid, yo os contaré vuestra grandeza;
Venid a oír en dulces armonías
Las sabrosas historias de otros días.
Yo soy el Trovador que vaga errante:
Si son de vuestro parque estos linderos,
No me dejéis pasar, mandad que cante;
Que yo sé de los bravos caballeros
La dama ingrata y la cautiva amante,
La cita oculta y los combates fieros
Con que a cabo llevaron sus empresas
Por hermosas esclavas y princesas.
Venid a mí, yo canto los amores;
Yo soy el trovador de los festines;
Yo ciño el arpa con vistosas flores,
Guirnalda que recojo en mil jardines;
Yo tengo el tulipán de cien colores
Que adoran de Estambul en los confines,
Y el lirio azul incógnito y campestre
Que nace y muere en el peñón silvestre.
¡Ven a mis manos, ven, arpa sonora!
¡Baja a mi mente, inspiración cristiana,
Y enciende en mí la llama creadora
Que del aliento del Querub emana!
¡Lejos de mí la historia tentadora
De ajena tierra y religión profana!
Mi voz, mi corazón, mi fantasía
La gloria cantan de la patria mía.
Venid, yo no hollaré con mis cantares
Del pueblo en que he nacido la creencia,
Respetaré su ley y sus aliares;
En su desgracia a par que en su opulencia
Celebraré su fuerza o sus azares,
Y, fiel ministro de la gaya ciencia,
Levantaré mi voz consoladora
Sobre las ruinas en que España llora.
¡Tierra de amor! ¡tesoro de memorias,
Grande, opulenta y vencedora un día,
Sembrada de recuerdos y de historias,
Y hollada asaz por la fortuna impía!
Yo cantaré tus olvidadas glorias;
Que en alas de la ardiente poesía
No aspiro a más laurel ni a más hazaña
Que a una sonrisa de mi dulce España.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
79- Introducción a los “Cantos del Trovador”
¿Qué se hicieron las auras deliciosas
Que henchidas de perfume se perdían
Entre los lirios y las frescas rosas
Que el huerto ameno en derredor ceñían?
Las brisas del otoño revoltosas
En rápido tropel las impelían,
Y ahogaron la estación de los amores
Entre las hojas de sus yertas flores.
Hoy al fuego de un tronco nos sentamos
En torno de la antigua chimenea,
Y acaso la ancha sombra recordamos
De aquel tizón que a nuestros pies humea.
Y hora tras hora tristes esperamos
Que pase la estación adusta y fea,
En pereza febril adormecidos
Y en las propias memorias embebidos.
En vano a los placeres avarientos
Nos lanzamos doquier, y orgías sonoras
Estremecen los ricos aposentos
Y fantásticas danzas tentadoras;
Porque antes y después caminan lentos
Los turbios días y las lentas horas,
Sin que alguna ilusión de breve instante
Del alma el sueño fugitiva encante.
Pero yo, que he pasado entre ilusiones,
Sueños de oro y de luz, mi dulce vida,
No os dejaré dormir en los salones
Donde al placer la soledad convida;
Ni esperar, revolviendo los tizones,
Al yerto amigo o la falaz querida,
Sin que más esperanza os alimente
Que ir contando las horas tristemente.
Los que vivís de alcázares señores,
Venid, yo halagaré vuestra pereza;
Niñas hermosas que morís de amores,
Venid, yo encantaré vuestra belleza;
Viejos que idolatráis vuestros mayores,
Venid, yo os contaré vuestra grandeza;
Venid a oír en dulces armonías
Las sabrosas historias de otros días.
Yo soy el Trovador que vaga errante:
Si son de vuestro parque estos linderos,
No me dejéis pasar, mandad que cante;
Que yo sé de los bravos caballeros
La dama ingrata y la cautiva amante,
La cita oculta y los combates fieros
Con que a cabo llevaron sus empresas
Por hermosas esclavas y princesas.
Venid a mí, yo canto los amores;
Yo soy el trovador de los festines;
Yo ciño el arpa con vistosas flores,
Guirnalda que recojo en mil jardines;
Yo tengo el tulipán de cien colores
Que adoran de Estambul en los confines,
Y el lirio azul incógnito y campestre
Que nace y muere en el peñón silvestre.
¡Ven a mis manos, ven, arpa sonora!
¡Baja a mi mente, inspiración cristiana,
Y enciende en mí la llama creadora
Que del aliento del Querub emana!
¡Lejos de mí la historia tentadora
De ajena tierra y religión profana!
Mi voz, mi corazón, mi fantasía
La gloria cantan de la patria mía.
Venid, yo no hollaré con mis cantares
Del pueblo en que he nacido la creencia,
Respetaré su ley y sus aliares;
En su desgracia a par que en su opulencia
Celebraré su fuerza o sus azares,
Y, fiel ministro de la gaya ciencia,
Levantaré mi voz consoladora
Sobre las ruinas en que España llora.
¡Tierra de amor! ¡tesoro de memorias,
Grande, opulenta y vencedora un día,
Sembrada de recuerdos y de historias,
Y hollada asaz por la fortuna impía!
Yo cantaré tus olvidadas glorias;
Que en alas de la ardiente poesía
No aspiro a más laurel ni a más hazaña
Que a una sonrisa de mi dulce España.
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Lluvia Abril- Administrador-Moderador
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- Mensaje n°244
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
80- A Buen Juez Mejor Testigo
Tradición de Toledo
I
Entre pardos nubarrones
Pasando la blanca luna,
Con resplandor fugitivo,
La baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
Juguetona no murmura,
Y las veletas no giran
Entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
La opaca atmósfera cruza,
Y unas en otras las sombras
Confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
Un momento se columbran,
Como lanzas de soldados
Apostados en la altura.
Reverberan los cristales
La trémula llama turbia,
Y un instante entre las rocas
Rïela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
Parecen en la espesura
De fantasmas apiñados
Medrosa y gigante turba;
Y alguna vez desprendida
Gotea pesada lluvia,
Que no despierta a quien duerme,
Ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
Entre las sombras confusas
Y el Tajo a sus pies pasando
Con pardas ondas lo arrulla.
El monótono murmullo
Sonar perdido se escucha,
Cual si por las hondas calles
Hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
Cuando a lo lejos susurran
Los álamos que se mecen,
Las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
Que el sueño del triste endulzan,
Y en tanto que sueña el triste,
No le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
Como la noche que enluta
La esquina en que desemboca
Una callejuela oculta,
Se ve de un hombre que aguarda
La vigilante figura,
Y tan a la sombra vela
Que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
Un balcón a poca altura
Deja escapar por los vidrios
La luz que dentro le alumbra;
Mas ni en el claro aposento,
Ni en la callejuela oscura
El silencio de la noche
Rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo,
Que pudiera haberse duda
De si es hombre, o solamente
Mentida ilusión nocturna;
Pero es hombre, y bien se ve,
Porque con planta segura
Ganando el centro a la calle
Resuelto y audaz pregunta:
—¿Quién va?— y a corta distancia
El igual compás se escucha
De un caballo que sacude
Las sonoras herraduras.
—¿Quién va?— repite y cercana
Otra voz menos robusta
Responde: —Un hidalgo ¡calle!—
Y el paso el bulto apresura.
—Téngase el hidalgo— el hombre
Replica, y la espada empuña.
—Ved más bien si me haréis calle—
Repitieron con mesura
—Que hasta hoy a nadie se tuvo
Iván de Vargas y Acuña.
—Pase el Acuña y perdone—
Dijo el mozo en faz de fuga,
Pues teniéndose el embozo
Sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
Y con precaución difusa
Salió una niña al balcón
Que llama interior alumbra.
—Mi padre!— clamó en voz baja
Y el viejo en la cerradura
Metió la llave pidiendo
A sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
Tomó la cabalgadura,
Cerróse detrás la puerta
Y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
Como quien tal acostumbra,
Un mancebo por las rejas
De la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
Hizo cara a Iván de Acuña,
Y huyeron, en el embozo
Velando la catadura.
II
Clara, apacible y serena
Pasa la siguiente tarde,
Y el sol tocando su ocaso
Apaga su luz gigante:
Se ve la imperial Toledo
Dorada por los remates,
Como una ciudad de gana
Coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
Sus anchos cimientos lame,
Dibujando en las arenas
Las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
En las ondas desiguales,
Como en prendas de que el río
Tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
Tiende galan por sus márgenes,
De sus álamos y huertos
El pintoresco ropaje,
Y porque su altiva gala
Mas a los ojos halague,
La salpica con escombros
De castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
Que toda una historia vale,
Cada colina un secreto
De príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
Por quien dejó un rey culpable
Amor, fama, reino y vida
En manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
A su receloso amante
En esa cuesta que entonces
Era un plantel de azahares.
Allá por aquella torre,
Que hicieron puerta los árabes,
Subió el Cid sobre Babieca
Con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve el castillo
De San Servando, o Cervantes,
Donde nada se hizo nunca
Y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
Por do sacó vigilante
El conde Don Peranzules
Al rey, que supo una tarde
Fingir tan tenaz modorra,
Que, político y constante,
Tuvo siempre el brazo quedo
Las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
Gran cifra de un pueblo grande,
Y aquí la antigua Basílica
De bizantinos pilares,
Que oyó en el primer concilio
Las palabras de los Padres
Que velaron por la Iglesia
Perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
Tiende sus turbios cendales
Por todas esas memorias
De las pasadas edades,
Y del Cambrón y Visagra
Los caminos desiguales,
Camino a los toledanos
Hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
Al fuego de sus hogares.
Cargados con sus aperos,
Cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
Se tornan con paso grave,
Calado el ancho sombrero,
Abrochados los gabanes:
Y los clérigos y monjes
Y los prelados y abades
Sacudiendo el leve polvo
De capelos y sayales.
Quédase sólo un mancebo
De impetuosos ademánes,
Que se pasea ocultando
Entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
Con decisión de evitarle,
Y él contempla a los que pasan
Como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
Los pasos al divisarle,
Cual temiendo de seguro
Que les proponga un combate;
Y los valientes le miran
Cual si sintieran dejarle
Sin que libres sus estoques
En riña sonora dancen.
Una mujer también sola
Se viene el llano adelante,
La luz del rostro escondida
En tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso,
Y en lo flexible del talle,
Puede a través de los velos
Una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
Y él al encuentro le sale
Diciendo... cuanto se dicen
En las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
Dejando severa aparte,
Así al mancebo interrumpe
En voz decisiva y grave:
—Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
Que un hombre ha entrado en su ausencia
Dentro mi aposento sabe:
Y aquí quien mancha mi honra
Con la suya me la lave;
O dadme mano de esposo,
O libre de vos dejadme.—
Miróla Diego Martínez
Atentamente un instante,
Y echando a un lado el embozo,
Repuso palabras tales:
—Dentro de un mes, Inés mía,
Parto a la guerra de Flandes;
Al ario estaré de vuelta
Y contigo en los altares.
Honra que yo te desluzca,
Con honra mía se lave;
Que por honra vuelven honra
Hidalgos que en honra nacen.
—Júralo— exclamó la niña.
—Más que mi palabra vale
No te valdrá un juramento.
—Diego, la palabra es aire.
—¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
—No me basta; que olvidar
Puedes la palabra en Flandes.
—¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes?
—Que a los pies de aquella imagen
Lo jures como cristiano
Del santo Cristo delante.—
Vaciló un punto Martínez,
Mas porfiando que jurase,
Llevóle Inés hacia el templo
Que en medio la vega yace.
Enclavado en un madero,
En duro y postrero trance,
Ceñida la sien de espinas,
Descolorido el semblante,
Veíase allí un crucifijo
Teñido de negra sangre,
A quien Toledo devota
Acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
Llegaron ambos amantes,
Y haciendo Inés que Martínez
Los sagrados pies tocase,
Preguntóle:
—Diego, ¿juras
A tu vuelta desposarme?—
Contestó el mozo:
—¡Sí juro!—
Y ambos del templo se salen.
III
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y un ario pasado había,
Mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
Su vuelta aguardando en vano,
Oraba un mes y otro mes
Del crucifijo a los pies
Do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
Después de traspuesto el sol,
Y a Dios llorando pedía
La vuelta del español,
Y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
Sin dueña y sin escudero,
En un manto una mujer
El campo salía a ver
Al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
Su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
Que el duelo con que él se abrume
Al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
Precioso y funesto don,
Pues los amantes desvelos
Cambian la esperanza en celos,
Que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
Es un consuelo en verdad;
Pero siendo una quimera,
En tan frágil realidad
Quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
Sin acabar de esperar,
Y su tez se marchitaba,
Y su llanto se secaba
Para volver a brotar.
En vano a su confesor
Pidió remedio o consejo
Para aliviar su dolor;
Que mal se cura el amor
Con las palabras de un viejo.
En vano a Iván acudía,
Llorosa y desconsolada;
El padre no respondía;
Que la lengua le tenía
Su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
Callando el padre severo
Y suspirando la bella,
Porque nació mujer ella,
Y el viejo nació altanero.
Dos arios al fin pasaron
En esperar y gemir,
Y las guerras acabaron,
Y los de Flandes tornaron
A sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y el tercer ario corría;
Diego a Flandes se partió,
Mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena,
Doraba el sol de occidente
Del Tajo la vega amena,
Y apoyada en una almena
Miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
Las riberas azotando
Bajo las murallas solas,
Musgo, espigas y amapolas L
igeramente doblando.
Algún olmo que escondido
Creció entre la yerba blanda,
Sobre las aguas tendido
Se reflejaba perdido
En su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
Entre su fresca espesura
Daba al aire embalsamado
Su cántico regalado
Desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
Tornasolada la escama,
Saltaba a besar las flores,
Que exhalan gratos olores
A las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
El torreón se dibuja
Como el contorno redondo
Del hueco sombrío y hondo
Que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
El rigor de su fortuna,
Y así la tarde pasaba
Y al horizonte trepaba
La consoladora luna.
A lo lejos por el llano
En confuso remolino
Vio de hombres tropel lejano
Que en pardo polvo liviano
Dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
Y llegando recelosa
A las puertas del Cambrón,
Sintió latir zozobrosa
Más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
Dejó ver la escasa luz
Por bajo el arco primero
Un hidalgo caballero
En un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
Banda azul, lazo en la hombrera,
Y sin pluma al diestro lado
El sombrero derribado
Tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido,
Bota de ante, espuela de oro,
Hierro al cinto suspendido,
Y a una cadena prendido
Agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete
Sobre potros jerezanos
De lanceros hasta siete,
Y en adarga y coselete
Diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés
Gritando: —¡Diego, eres tú!—
Y él viéndola de través
Dijo: —¡Voto a Belcebú,
Que no me acuerdo quién es!—
Dio la triste un alarido
Tal respuesta al escuchar,
Y a poco perdió el sentido,
Sin que más voz ni gemido
Volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas a dos cejas
Encomendóla a su gente,
Diciendo: —Malditas viejas
Que a las mozas malamente
Enloquecen con consejas!—
Y aplicando el capitán
A su potro las espuelas
El rostro a Toledo dan,
Y a trote cruzando van
Las oscuras callejuelas.
(cont.)
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
80- A Buen Juez Mejor Testigo
Tradición de Toledo
I
Entre pardos nubarrones
Pasando la blanca luna,
Con resplandor fugitivo,
La baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
Juguetona no murmura,
Y las veletas no giran
Entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
La opaca atmósfera cruza,
Y unas en otras las sombras
Confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
Un momento se columbran,
Como lanzas de soldados
Apostados en la altura.
Reverberan los cristales
La trémula llama turbia,
Y un instante entre las rocas
Rïela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
Parecen en la espesura
De fantasmas apiñados
Medrosa y gigante turba;
Y alguna vez desprendida
Gotea pesada lluvia,
Que no despierta a quien duerme,
Ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
Entre las sombras confusas
Y el Tajo a sus pies pasando
Con pardas ondas lo arrulla.
El monótono murmullo
Sonar perdido se escucha,
Cual si por las hondas calles
Hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
Cuando a lo lejos susurran
Los álamos que se mecen,
Las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
Que el sueño del triste endulzan,
Y en tanto que sueña el triste,
No le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
Como la noche que enluta
La esquina en que desemboca
Una callejuela oculta,
Se ve de un hombre que aguarda
La vigilante figura,
Y tan a la sombra vela
Que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
Un balcón a poca altura
Deja escapar por los vidrios
La luz que dentro le alumbra;
Mas ni en el claro aposento,
Ni en la callejuela oscura
El silencio de la noche
Rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo,
Que pudiera haberse duda
De si es hombre, o solamente
Mentida ilusión nocturna;
Pero es hombre, y bien se ve,
Porque con planta segura
Ganando el centro a la calle
Resuelto y audaz pregunta:
—¿Quién va?— y a corta distancia
El igual compás se escucha
De un caballo que sacude
Las sonoras herraduras.
—¿Quién va?— repite y cercana
Otra voz menos robusta
Responde: —Un hidalgo ¡calle!—
Y el paso el bulto apresura.
—Téngase el hidalgo— el hombre
Replica, y la espada empuña.
—Ved más bien si me haréis calle—
Repitieron con mesura
—Que hasta hoy a nadie se tuvo
Iván de Vargas y Acuña.
—Pase el Acuña y perdone—
Dijo el mozo en faz de fuga,
Pues teniéndose el embozo
Sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
Y con precaución difusa
Salió una niña al balcón
Que llama interior alumbra.
—Mi padre!— clamó en voz baja
Y el viejo en la cerradura
Metió la llave pidiendo
A sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
Tomó la cabalgadura,
Cerróse detrás la puerta
Y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
Como quien tal acostumbra,
Un mancebo por las rejas
De la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
Hizo cara a Iván de Acuña,
Y huyeron, en el embozo
Velando la catadura.
II
Clara, apacible y serena
Pasa la siguiente tarde,
Y el sol tocando su ocaso
Apaga su luz gigante:
Se ve la imperial Toledo
Dorada por los remates,
Como una ciudad de gana
Coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
Sus anchos cimientos lame,
Dibujando en las arenas
Las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
En las ondas desiguales,
Como en prendas de que el río
Tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
Tiende galan por sus márgenes,
De sus álamos y huertos
El pintoresco ropaje,
Y porque su altiva gala
Mas a los ojos halague,
La salpica con escombros
De castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
Que toda una historia vale,
Cada colina un secreto
De príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
Por quien dejó un rey culpable
Amor, fama, reino y vida
En manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
A su receloso amante
En esa cuesta que entonces
Era un plantel de azahares.
Allá por aquella torre,
Que hicieron puerta los árabes,
Subió el Cid sobre Babieca
Con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve el castillo
De San Servando, o Cervantes,
Donde nada se hizo nunca
Y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
Por do sacó vigilante
El conde Don Peranzules
Al rey, que supo una tarde
Fingir tan tenaz modorra,
Que, político y constante,
Tuvo siempre el brazo quedo
Las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
Gran cifra de un pueblo grande,
Y aquí la antigua Basílica
De bizantinos pilares,
Que oyó en el primer concilio
Las palabras de los Padres
Que velaron por la Iglesia
Perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
Tiende sus turbios cendales
Por todas esas memorias
De las pasadas edades,
Y del Cambrón y Visagra
Los caminos desiguales,
Camino a los toledanos
Hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
Al fuego de sus hogares.
Cargados con sus aperos,
Cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
Se tornan con paso grave,
Calado el ancho sombrero,
Abrochados los gabanes:
Y los clérigos y monjes
Y los prelados y abades
Sacudiendo el leve polvo
De capelos y sayales.
Quédase sólo un mancebo
De impetuosos ademánes,
Que se pasea ocultando
Entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
Con decisión de evitarle,
Y él contempla a los que pasan
Como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
Los pasos al divisarle,
Cual temiendo de seguro
Que les proponga un combate;
Y los valientes le miran
Cual si sintieran dejarle
Sin que libres sus estoques
En riña sonora dancen.
Una mujer también sola
Se viene el llano adelante,
La luz del rostro escondida
En tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso,
Y en lo flexible del talle,
Puede a través de los velos
Una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
Y él al encuentro le sale
Diciendo... cuanto se dicen
En las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
Dejando severa aparte,
Así al mancebo interrumpe
En voz decisiva y grave:
—Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
Que un hombre ha entrado en su ausencia
Dentro mi aposento sabe:
Y aquí quien mancha mi honra
Con la suya me la lave;
O dadme mano de esposo,
O libre de vos dejadme.—
Miróla Diego Martínez
Atentamente un instante,
Y echando a un lado el embozo,
Repuso palabras tales:
—Dentro de un mes, Inés mía,
Parto a la guerra de Flandes;
Al ario estaré de vuelta
Y contigo en los altares.
Honra que yo te desluzca,
Con honra mía se lave;
Que por honra vuelven honra
Hidalgos que en honra nacen.
—Júralo— exclamó la niña.
—Más que mi palabra vale
No te valdrá un juramento.
—Diego, la palabra es aire.
—¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
—No me basta; que olvidar
Puedes la palabra en Flandes.
—¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes?
—Que a los pies de aquella imagen
Lo jures como cristiano
Del santo Cristo delante.—
Vaciló un punto Martínez,
Mas porfiando que jurase,
Llevóle Inés hacia el templo
Que en medio la vega yace.
Enclavado en un madero,
En duro y postrero trance,
Ceñida la sien de espinas,
Descolorido el semblante,
Veíase allí un crucifijo
Teñido de negra sangre,
A quien Toledo devota
Acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
Llegaron ambos amantes,
Y haciendo Inés que Martínez
Los sagrados pies tocase,
Preguntóle:
—Diego, ¿juras
A tu vuelta desposarme?—
Contestó el mozo:
—¡Sí juro!—
Y ambos del templo se salen.
III
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y un ario pasado había,
Mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
Su vuelta aguardando en vano,
Oraba un mes y otro mes
Del crucifijo a los pies
Do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
Después de traspuesto el sol,
Y a Dios llorando pedía
La vuelta del español,
Y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
Sin dueña y sin escudero,
En un manto una mujer
El campo salía a ver
Al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
Su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
Que el duelo con que él se abrume
Al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
Precioso y funesto don,
Pues los amantes desvelos
Cambian la esperanza en celos,
Que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
Es un consuelo en verdad;
Pero siendo una quimera,
En tan frágil realidad
Quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
Sin acabar de esperar,
Y su tez se marchitaba,
Y su llanto se secaba
Para volver a brotar.
En vano a su confesor
Pidió remedio o consejo
Para aliviar su dolor;
Que mal se cura el amor
Con las palabras de un viejo.
En vano a Iván acudía,
Llorosa y desconsolada;
El padre no respondía;
Que la lengua le tenía
Su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
Callando el padre severo
Y suspirando la bella,
Porque nació mujer ella,
Y el viejo nació altanero.
Dos arios al fin pasaron
En esperar y gemir,
Y las guerras acabaron,
Y los de Flandes tornaron
A sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
Un mes y otro mes pasó,
Y el tercer ario corría;
Diego a Flandes se partió,
Mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena,
Doraba el sol de occidente
Del Tajo la vega amena,
Y apoyada en una almena
Miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
Las riberas azotando
Bajo las murallas solas,
Musgo, espigas y amapolas L
igeramente doblando.
Algún olmo que escondido
Creció entre la yerba blanda,
Sobre las aguas tendido
Se reflejaba perdido
En su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
Entre su fresca espesura
Daba al aire embalsamado
Su cántico regalado
Desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
Tornasolada la escama,
Saltaba a besar las flores,
Que exhalan gratos olores
A las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
El torreón se dibuja
Como el contorno redondo
Del hueco sombrío y hondo
Que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
El rigor de su fortuna,
Y así la tarde pasaba
Y al horizonte trepaba
La consoladora luna.
A lo lejos por el llano
En confuso remolino
Vio de hombres tropel lejano
Que en pardo polvo liviano
Dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
Y llegando recelosa
A las puertas del Cambrón,
Sintió latir zozobrosa
Más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
Dejó ver la escasa luz
Por bajo el arco primero
Un hidalgo caballero
En un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
Banda azul, lazo en la hombrera,
Y sin pluma al diestro lado
El sombrero derribado
Tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido,
Bota de ante, espuela de oro,
Hierro al cinto suspendido,
Y a una cadena prendido
Agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete
Sobre potros jerezanos
De lanceros hasta siete,
Y en adarga y coselete
Diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés
Gritando: —¡Diego, eres tú!—
Y él viéndola de través
Dijo: —¡Voto a Belcebú,
Que no me acuerdo quién es!—
Dio la triste un alarido
Tal respuesta al escuchar,
Y a poco perdió el sentido,
Sin que más voz ni gemido
Volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas a dos cejas
Encomendóla a su gente,
Diciendo: —Malditas viejas
Que a las mozas malamente
Enloquecen con consejas!—
Y aplicando el capitán
A su potro las espuelas
El rostro a Toledo dan,
Y a trote cruzando van
Las oscuras callejuelas.
(cont.)
_________________
“Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra
se acaba la diversión”.
se acaba la diversión”.
"Mafalda"
Lluvia Abril- Administrador-Moderador
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Edad : 63
- Mensaje n°245
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
80- A Buen Juez Mejor Testigo
Tradición de Toledo
(cont.)
IV
Así por sus altos fines
Dispone y permite el cielo
Que puedan mudar al hombre
Fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
De soldado aventurero,
Y por su suerte y hazañas
Allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
Alzábase en pensamientos,
Y tanto ayudó en la guerra
Con su valor y altos hechos,
Que el mismo rey a su vuelta
Le armó en Madrid caballero,
Tomándole a su servicio
Por capitán de Lanceros.
Y otro no fue que Martínez
Quien ha poco entró en Toledo,
Tan orgulloso y ufano
Cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
Cobrado el conocimiento,
La amorosa Inés de Vargas,
Que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
Olvidó su nombre mesmo,
Puesto que Diego Martínez
Es el capitán Don Diego,
Ni se ablanda a sus caricias,
Ni cura de sus lamentos;
Diciendo que son locuras
De gentes de poco seso;
Que ni él prometió casarse
Ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
Fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
Con amenazas y ruegos;
Cuanto más ella importuna
Está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
Enmarañado el cabello,
La hermosa niña lloraba
Prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
Porque el capitán Don Diego
No ha de ser Diego Martínez
Como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
De amor y piedad ajeno,
Mandóles que a Inés llevaran
De grado o de valimiento.
Mas ella antes que la asieran,
Cesando un punto en su duelo,
Así habló, el rostro lloroso
Hacia Martínez volviendo:
—Contigo se fue mi honra,
Conmigo tu juramento;
Pues buenas prendas son ambas,
En buen fiel las pesaremos.—
Y la faz descolorida
En la mantilla envolviendo
A pasos desatentados
Salióse del aposento.
V
Era entonces de Toledo
Por el rey gobernador
El justiciero y valiente
Don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
El buen viejo peleó;
Cercenado tiene un brazo,
Mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
Los jueces en derredor,
Los corchetes a la puerta
Y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
Del tribunal superior,
Entre un dosel y una alfombra
Reclinado en un sillón
Escuchando con paciencia
La casi asmática voz
Con que un tétrico escribano
Solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
Al murmullo arrullador,
Los jueces medio dormidos
Hacen pliegues al ropón,
Los escribanos repasan
Sus pergaminos al sol,
Los corchetes a una moza
Guiñan en un corredor,
Y abajo en Zocodover
Gritan en discorde son
Los que en el mercado venden
Lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
En faz de grande aflicción,
Rojos de llorar los ojos,
Ronca de gemir la voz,
Suelto el cabello y el manto,
Tomó plaza en el salón
Diciendo a gritos:
—Justicia, Jueces, justicia, señor!—
Y a los pies se arroja humilde
De don Pedro de Alarcón,
En tanto que los curiosos
Se agitan al rededor.
Alzóla cortés Don Pedro
Calmando la confusión
Y el tumultuoso murmullo
Que esta escena ocasionó,
Diciendo:
—Mujer, ¿qué quieres?
—Quiero justicia, señor.
—¿De qué?
—De una prenda hurtada
—¿Qué prenda?
—Mi corazón.
—¿Tú le diste?
—Le presté.
—¿Y no te le han vuelto?
—No.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—¿Y promesa?
—¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
Un juramento empeñó.
—¿Quién es él?
—Diego Martínez.
—¿Noble?
—Y capitán, señor.
—Presentadme al capitán,
Que cumplirá si juró.—
Quedó en silencio la sala,
Y a poco en el corredor
Se oyó de botas y espuelas
El acompasado son.
Un portero, levantando
El tapiz, en alta voz
Dijo: —El capitán Don Diego.—
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
Llenos de orgullo y furor.
—¿Sois el capitán Don Diego—
Díjole Don Pedro— vos?—
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
—Yo soy.
—¿Conocéis a esta muchacha?
—Ha tres arios, salvo error.
—¿Hicísteisla juramento
De ser su marido?
—No.
—¿Juráis no haberlo jurado?
—Sí juro.
—Pues id con Dios.
—¡Miente!—clamó Inés llorando
De despecho y de rubor.
—Mujer, ¡piensa lo que dices! . . .
Digo que miente, juró.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—Capitán, idos con Dios,
Y dispensad que acusado
Dudara de vuestro honor.—
Tornó Martínez la espalda
Con brusca satisfacción,
E Inés, que le vio partirse,
Resuelta y firme gritó:
—Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.—
Volvió el capitán Don Diego,
Sentóse Ruiz de Alarcón,
La multitud aquietóse
Y la de Vargas siguió:
—Tengo un testigo a quien nunca
Faltó verdad ni razón.
—¿Quién?
—Un hombre que de lejos
Nuestras palabras oyó,
Mirándonos desde arriba.
—¿Estaba en algún balcón?
—No, que estaba en un suplicio
Donde ha tiempo que expiró.
—¿Luego es muerto?
—No, que vive.
—Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fué?
—El Cristo de la Vega
A cuya faz perjuró.—
Pusiéronse en pie los jueces
Al nombre del Redentor,
Escuchando con asombro
Tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
De sorpresa y de pavor,
Y Diego bajó los ojos
De vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
Don Pedro en secreto habló,
Y levantóse diciendo
Con respetüosa voz:
—La ley es ley para todos,
Tu testigo es el mejor,
Mas para tales testigos
No hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos;
Escribano, al caer el sol
Al Cristo que está en la Vega
Tomaréis declaración.—
VI
Es una tarde serena,
Cuya luz tornasolada
Del purpurino horizonte
Blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
Sus hojas plegando exhalan,
Y el céfiro entre perfumes
Mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
Con suave rumor las aguas,
Y las aves en la orilla
Despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero
Por el Cambrón y Visagra
Confuso tropel de gente
Del Tajo a la Vega baja.
Vienen delante Don Pedro
De Alarcón, Iván de Vargas,
Su hija Inés, los escribanos,
Los corchetes y los guardias;
Y detrás monjes, hidalgos,
Mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
En la Vega les aguarda,
Cada cual comentariando
El caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
En apostura bizarra,
Calzadas espuelas de oro,
Valona de encaje blanca,
Bigote a la borgoñesa,
Melena desmelenada,
El sombrero guarnecido
Con cuatro lazos de plata,
Un pie delante del otro,
Y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
Le miran de entre las capas,
Los chicos al uniforme
Y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
Y gente que le acompaña,
Entraron todos al claustro
Que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
Cuatro cirios y una lámpara,
Y de hinojos un momento
Le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
La cruz en tierra posada,
Los pies alzados del suelo
Poco menos de una vara;
Hacia la severa imagen
Un notario se adelanta,
De modo que con el rostro
Al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
A otro lado a Inés de Vargas,
Detrás al gobernador
Con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
La acusación entablada,
El notario a Jesucristo
Así demandó en voz alta:
—Jesús, Hijo de María,
Ante nos esta mañana
Citado como testigo
Por boca de Inés de Vargas,
Juráis ser cierto que un día
A vuestras divinas plantas
Juró a Inés Diego Martínez
Por su mujer desposarla?—
Asida a un brazo desnudo
Una mano atarazada
Vino a posar en los autos
La seca y hendida palma,
Y allá en los aires «¡Sí, Juro!»
Clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
La vista a la imagen santa . . .
Los labios tenía abiertos.
Y una mano desclavada.
Conclusión
Las vanidades del mundo
Renunció allí mismo Inés,
Y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
Dieron de esta escena fe,
Firmando como testigos
Cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
Y una capilla con él,
Y Don Pedro de Alarcón
El altar ordenó hacer,
Donde hasta el tiempo que corre,
Y en cada año una vez,
Con la mano desclavada
El crucifijo se ve
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Zorrilla
80- A Buen Juez Mejor Testigo
Tradición de Toledo
(cont.)
IV
Así por sus altos fines
Dispone y permite el cielo
Que puedan mudar al hombre
Fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
De soldado aventurero,
Y por su suerte y hazañas
Allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
Alzábase en pensamientos,
Y tanto ayudó en la guerra
Con su valor y altos hechos,
Que el mismo rey a su vuelta
Le armó en Madrid caballero,
Tomándole a su servicio
Por capitán de Lanceros.
Y otro no fue que Martínez
Quien ha poco entró en Toledo,
Tan orgulloso y ufano
Cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
Cobrado el conocimiento,
La amorosa Inés de Vargas,
Que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
Olvidó su nombre mesmo,
Puesto que Diego Martínez
Es el capitán Don Diego,
Ni se ablanda a sus caricias,
Ni cura de sus lamentos;
Diciendo que son locuras
De gentes de poco seso;
Que ni él prometió casarse
Ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
Fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
Con amenazas y ruegos;
Cuanto más ella importuna
Está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
Enmarañado el cabello,
La hermosa niña lloraba
Prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
Porque el capitán Don Diego
No ha de ser Diego Martínez
Como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
De amor y piedad ajeno,
Mandóles que a Inés llevaran
De grado o de valimiento.
Mas ella antes que la asieran,
Cesando un punto en su duelo,
Así habló, el rostro lloroso
Hacia Martínez volviendo:
—Contigo se fue mi honra,
Conmigo tu juramento;
Pues buenas prendas son ambas,
En buen fiel las pesaremos.—
Y la faz descolorida
En la mantilla envolviendo
A pasos desatentados
Salióse del aposento.
V
Era entonces de Toledo
Por el rey gobernador
El justiciero y valiente
Don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
El buen viejo peleó;
Cercenado tiene un brazo,
Mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
Los jueces en derredor,
Los corchetes a la puerta
Y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
Del tribunal superior,
Entre un dosel y una alfombra
Reclinado en un sillón
Escuchando con paciencia
La casi asmática voz
Con que un tétrico escribano
Solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
Al murmullo arrullador,
Los jueces medio dormidos
Hacen pliegues al ropón,
Los escribanos repasan
Sus pergaminos al sol,
Los corchetes a una moza
Guiñan en un corredor,
Y abajo en Zocodover
Gritan en discorde son
Los que en el mercado venden
Lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
En faz de grande aflicción,
Rojos de llorar los ojos,
Ronca de gemir la voz,
Suelto el cabello y el manto,
Tomó plaza en el salón
Diciendo a gritos:
—Justicia, Jueces, justicia, señor!—
Y a los pies se arroja humilde
De don Pedro de Alarcón,
En tanto que los curiosos
Se agitan al rededor.
Alzóla cortés Don Pedro
Calmando la confusión
Y el tumultuoso murmullo
Que esta escena ocasionó,
Diciendo:
—Mujer, ¿qué quieres?
—Quiero justicia, señor.
—¿De qué?
—De una prenda hurtada
—¿Qué prenda?
—Mi corazón.
—¿Tú le diste?
—Le presté.
—¿Y no te le han vuelto?
—No.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—¿Y promesa?
—¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
Un juramento empeñó.
—¿Quién es él?
—Diego Martínez.
—¿Noble?
—Y capitán, señor.
—Presentadme al capitán,
Que cumplirá si juró.—
Quedó en silencio la sala,
Y a poco en el corredor
Se oyó de botas y espuelas
El acompasado son.
Un portero, levantando
El tapiz, en alta voz
Dijo: —El capitán Don Diego.—
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
Llenos de orgullo y furor.
—¿Sois el capitán Don Diego—
Díjole Don Pedro— vos?—
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
—Yo soy.
—¿Conocéis a esta muchacha?
—Ha tres arios, salvo error.
—¿Hicísteisla juramento
De ser su marido?
—No.
—¿Juráis no haberlo jurado?
—Sí juro.
—Pues id con Dios.
—¡Miente!—clamó Inés llorando
De despecho y de rubor.
—Mujer, ¡piensa lo que dices! . . .
Digo que miente, juró.
—¿Tienes testigos?
—Ninguno.
—Capitán, idos con Dios,
Y dispensad que acusado
Dudara de vuestro honor.—
Tornó Martínez la espalda
Con brusca satisfacción,
E Inés, que le vio partirse,
Resuelta y firme gritó:
—Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.—
Volvió el capitán Don Diego,
Sentóse Ruiz de Alarcón,
La multitud aquietóse
Y la de Vargas siguió:
—Tengo un testigo a quien nunca
Faltó verdad ni razón.
—¿Quién?
—Un hombre que de lejos
Nuestras palabras oyó,
Mirándonos desde arriba.
—¿Estaba en algún balcón?
—No, que estaba en un suplicio
Donde ha tiempo que expiró.
—¿Luego es muerto?
—No, que vive.
—Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fué?
—El Cristo de la Vega
A cuya faz perjuró.—
Pusiéronse en pie los jueces
Al nombre del Redentor,
Escuchando con asombro
Tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
De sorpresa y de pavor,
Y Diego bajó los ojos
De vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
Don Pedro en secreto habló,
Y levantóse diciendo
Con respetüosa voz:
—La ley es ley para todos,
Tu testigo es el mejor,
Mas para tales testigos
No hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos;
Escribano, al caer el sol
Al Cristo que está en la Vega
Tomaréis declaración.—
VI
Es una tarde serena,
Cuya luz tornasolada
Del purpurino horizonte
Blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
Sus hojas plegando exhalan,
Y el céfiro entre perfumes
Mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
Con suave rumor las aguas,
Y las aves en la orilla
Despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero
Por el Cambrón y Visagra
Confuso tropel de gente
Del Tajo a la Vega baja.
Vienen delante Don Pedro
De Alarcón, Iván de Vargas,
Su hija Inés, los escribanos,
Los corchetes y los guardias;
Y detrás monjes, hidalgos,
Mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
En la Vega les aguarda,
Cada cual comentariando
El caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
En apostura bizarra,
Calzadas espuelas de oro,
Valona de encaje blanca,
Bigote a la borgoñesa,
Melena desmelenada,
El sombrero guarnecido
Con cuatro lazos de plata,
Un pie delante del otro,
Y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
Le miran de entre las capas,
Los chicos al uniforme
Y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
Y gente que le acompaña,
Entraron todos al claustro
Que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
Cuatro cirios y una lámpara,
Y de hinojos un momento
Le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
La cruz en tierra posada,
Los pies alzados del suelo
Poco menos de una vara;
Hacia la severa imagen
Un notario se adelanta,
De modo que con el rostro
Al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
A otro lado a Inés de Vargas,
Detrás al gobernador
Con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
La acusación entablada,
El notario a Jesucristo
Así demandó en voz alta:
—Jesús, Hijo de María,
Ante nos esta mañana
Citado como testigo
Por boca de Inés de Vargas,
Juráis ser cierto que un día
A vuestras divinas plantas
Juró a Inés Diego Martínez
Por su mujer desposarla?—
Asida a un brazo desnudo
Una mano atarazada
Vino a posar en los autos
La seca y hendida palma,
Y allá en los aires «¡Sí, Juro!»
Clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
La vista a la imagen santa . . .
Los labios tenía abiertos.
Y una mano desclavada.
Conclusión
Las vanidades del mundo
Renunció allí mismo Inés,
Y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
Dieron de esta escena fe,
Firmando como testigos
Cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
Y una capilla con él,
Y Don Pedro de Alarcón
El altar ordenó hacer,
Donde hasta el tiempo que corre,
Y en cada año una vez,
Con la mano desclavada
El crucifijo se ve
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se acaba la diversión”.
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- Mensaje n°246
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
No recordaba que citaba a José Zorrilla. La verdad es que realiza un gran trajo de selección.
Besos.
Besos.
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ISRAEL: ¡GENOCIDA! LA HISTORIA HABRÁ DE LLEVARLOS ANTE LA CORTE PENAL INTERNACIONAL POR CONTINUADOS CRÍMMENES DE GUERRA
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- Mensaje n°247
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Pues sí, una gran selección y además, ha, hubo, de ser difícil elegir entre tantos y tantos buenos poetas y poesías.
Seguimos pues.
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- Mensaje n°248
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Nicomedes Pastor Díaz
Biografía de Nicomedes Pastor Díaz y Corbelle (1811-1863)
Nació en Vivero (Lugo), en 1811. Después de sus primeros estudios, en 1826 comenzó en Santiago de Compostela la carrera de derecho, trasladándose en 1832 a la Universidad Complutense, en Alcalá de Henares, donde la finalizó en 1833. Pronto participó en la vida literaria y política de Madrid, donde residió habitualmente. Colaboró en revistas como El Siglo, junto con Espronceda, Ros de Olano y Ventura de la Vega; en El Artista y en distintos periódicos como La Abeja o La patria. Participó en las actividades del Liceo Artístico y Literario y el Ateneo de Madrid y tuvo un papel importante en la difusión del romanticismo a través de su obra de creación, su crítica literaria y la promoción de autores como Zorrilla, a quien favoreció especialmente a partir de la lectura de su poema en el entierro de Larra. En su obra de creación destacan sus poesías y su novela De Villahermosa a la China, que se publicó en versión definitiva en 1858. A lo largo de su vida tuvo diversos cargos políticos de responsabilidad. Murió en Madrid en 1863.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Nicomedes Pastor Díaz
Biografía de Nicomedes Pastor Díaz y Corbelle (1811-1863)
Nació en Vivero (Lugo), en 1811. Después de sus primeros estudios, en 1826 comenzó en Santiago de Compostela la carrera de derecho, trasladándose en 1832 a la Universidad Complutense, en Alcalá de Henares, donde la finalizó en 1833. Pronto participó en la vida literaria y política de Madrid, donde residió habitualmente. Colaboró en revistas como El Siglo, junto con Espronceda, Ros de Olano y Ventura de la Vega; en El Artista y en distintos periódicos como La Abeja o La patria. Participó en las actividades del Liceo Artístico y Literario y el Ateneo de Madrid y tuvo un papel importante en la difusión del romanticismo a través de su obra de creación, su crítica literaria y la promoción de autores como Zorrilla, a quien favoreció especialmente a partir de la lectura de su poema en el entierro de Larra. En su obra de creación destacan sus poesías y su novela De Villahermosa a la China, que se publicó en versión definitiva en 1858. A lo largo de su vida tuvo diversos cargos políticos de responsabilidad. Murió en Madrid en 1863.
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- Mensaje n°249
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Nicomedes Pastor Díaz
81- A la Luna
Desde el primer latido de mi pecho,
Condenado al amor y a la tristeza,
Ni un eco a mi gemir, ni a la belleza
Un suspiro alcancé:
Halló por fin mi fúnebre despecho
Inmenso objeto a mi ilusión amante;
Y de la luna el célico semblante,
Y el triste mar amé.
El mar quedóse allá por su ribera;
Sus olas no treparon las montañas;
Nunca llega a estas márgenes extrañas
Su solemne mugir.
Tú empero que mi amor sigues doquiera,
Cándida luna, en tu amoroso vuelo,
Tú eres la misma que miré en el cielo
De mi patria lucir.
Tú sola mi beldad, sola mi amante,
Única antorcha que mis pasos guía,
Tú sola enciendes en el alma fría
Una sombra de amor.
Sólo el blando lucir de tu semblante
Mis ya cansados párpados resisten;
Sólo tus formas inconstantes visten
Bello, grato color.
Ora cubra cargada, rubicunda
Nube de fuego tu ardorosa frente;
Ora cándida, pura, refulgente,
Deslumbre tu mirar;
Ora sumida en soledad profunda
Te mire el cielo desmayada y yerta,
Como el semblante de una virgen muerta
¡Ah!. .. que yo vi expirar.
La he visto ¡ay, Dios! . . . Al sueño en que reposa
Yo le cerré los anublados ojos;
Yo tendí sus angélicos despojos
Sobre el negro ataúd.
Yo solo oré sobre la yerta losa
Donde no corre ya lágrima alguna . . .
Báñala al menos tú, pálida luna...
¡Báñala con tu luz!
Tú lo harás... que a los tristes acompañas,
Y al pensador y al infeliz visitas;
Con la inocencia o con la muerte habitas:
El mundo huye de ti.
Antorcha de alegría en las cabañas,
Lámpara solitaria en las rüinas,
El salón del magnate no iluminas,
¡Pero su tumba ... sí!
Cargado a veces de aplomadas nubes
Amaga el cielo con tormenta oscura;
Mas ríe al horizonte tu hermosura,
Y huyó la tempestad;
Y allá del trono do esplendente subes
Riges el curso al férvido Oceano,
Cual pecho amante, que al mirar lejano
Hierve, de tu beldad.
Mas ¡ay! que en vano en tu esplendor encantas;
Ese hechizo falaz no es de alegría;
Y huyen tu luz y triste compañía
Los astros con temor.
Sola por el vacío te adelantas,
Y en vano en derredor tus rayos tiendes,
Que sólo al mundo en tu dolor desciendes,
Cual sube a ti mi amor.
Y en esta tierra, de aflicción guarida,
¿Quién goza en tu fulgor blandos placeres?
Del nocturno reposo de los seres
No turbas la quietud.
No cantarán las aves tu venida;
Ni abren su cáliz las dormidas flores:
¡Sólo un ser . . . de desvelos y dolores,
Ama tu yerta luz! . . .
¡Sí, tú mi amor, mi admiración, mi encanto!
La noche anhelo por vivir contigo,
Y hacia el ocaso lentamente sigo
Tu curso al fin veloz.
Pásarte a veces a escuchar mi llanto,
Y desciende en tus rayos amoroso
Un espíritu vago, misterioso,
Que responde a mi voz. . .
¡Ay! calló ya... Mi celestial querida
Sufrió también mi inexorable suerte...
Era un sueño de amor, . . .Desvanecerte
Pudo una realidad.
Es cieno ya la esqueletada vida;
No hay ilusión, ni encantos, ni hermosura;
La muerte reina ya sobre natura,
¡Y la llaman . . .VERDAD!
¡Qué feliz, qué encantado, si ignorante,
El hombre de otros tiempos viviría,
Cuando en el mundo, de los dioses vía
Doquiera la mansión!
Cada eco fuera un suspirar amante,
Una inmortal belleza cada fuente;
Cada pastor ¡oh luna! en sueño ardiente
Ser pudo un Endimión.
Ora trocada en un planeta oscuro,
Girando en los abismos del vacío,
Do fuerza oculta y ciega, en su extravío,
Cual piedra te arrojó,
Es luz de ajena luz tu brillo puro;
Es ilusión tu mágica influencia,
Y mi celeste amor... ciega demencia,
¡Ay!. . . que se disipó.
Astro de paz, belleza de consuelo,
Antorcha celestial de los amores,
Lámpara sepulcral de los dolores,
Tierna y casta deidad,
¿Qué eres, de hoy más, sobre ese helado cielo?
Un peñasco que rueda en el olvido,
¡O el cadáver de un sol que, endurecido
Yace en la eternidad!
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
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Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Nicomedes Pastor Díaz
81- A la Luna
Desde el primer latido de mi pecho,
Condenado al amor y a la tristeza,
Ni un eco a mi gemir, ni a la belleza
Un suspiro alcancé:
Halló por fin mi fúnebre despecho
Inmenso objeto a mi ilusión amante;
Y de la luna el célico semblante,
Y el triste mar amé.
El mar quedóse allá por su ribera;
Sus olas no treparon las montañas;
Nunca llega a estas márgenes extrañas
Su solemne mugir.
Tú empero que mi amor sigues doquiera,
Cándida luna, en tu amoroso vuelo,
Tú eres la misma que miré en el cielo
De mi patria lucir.
Tú sola mi beldad, sola mi amante,
Única antorcha que mis pasos guía,
Tú sola enciendes en el alma fría
Una sombra de amor.
Sólo el blando lucir de tu semblante
Mis ya cansados párpados resisten;
Sólo tus formas inconstantes visten
Bello, grato color.
Ora cubra cargada, rubicunda
Nube de fuego tu ardorosa frente;
Ora cándida, pura, refulgente,
Deslumbre tu mirar;
Ora sumida en soledad profunda
Te mire el cielo desmayada y yerta,
Como el semblante de una virgen muerta
¡Ah!. .. que yo vi expirar.
La he visto ¡ay, Dios! . . . Al sueño en que reposa
Yo le cerré los anublados ojos;
Yo tendí sus angélicos despojos
Sobre el negro ataúd.
Yo solo oré sobre la yerta losa
Donde no corre ya lágrima alguna . . .
Báñala al menos tú, pálida luna...
¡Báñala con tu luz!
Tú lo harás... que a los tristes acompañas,
Y al pensador y al infeliz visitas;
Con la inocencia o con la muerte habitas:
El mundo huye de ti.
Antorcha de alegría en las cabañas,
Lámpara solitaria en las rüinas,
El salón del magnate no iluminas,
¡Pero su tumba ... sí!
Cargado a veces de aplomadas nubes
Amaga el cielo con tormenta oscura;
Mas ríe al horizonte tu hermosura,
Y huyó la tempestad;
Y allá del trono do esplendente subes
Riges el curso al férvido Oceano,
Cual pecho amante, que al mirar lejano
Hierve, de tu beldad.
Mas ¡ay! que en vano en tu esplendor encantas;
Ese hechizo falaz no es de alegría;
Y huyen tu luz y triste compañía
Los astros con temor.
Sola por el vacío te adelantas,
Y en vano en derredor tus rayos tiendes,
Que sólo al mundo en tu dolor desciendes,
Cual sube a ti mi amor.
Y en esta tierra, de aflicción guarida,
¿Quién goza en tu fulgor blandos placeres?
Del nocturno reposo de los seres
No turbas la quietud.
No cantarán las aves tu venida;
Ni abren su cáliz las dormidas flores:
¡Sólo un ser . . . de desvelos y dolores,
Ama tu yerta luz! . . .
¡Sí, tú mi amor, mi admiración, mi encanto!
La noche anhelo por vivir contigo,
Y hacia el ocaso lentamente sigo
Tu curso al fin veloz.
Pásarte a veces a escuchar mi llanto,
Y desciende en tus rayos amoroso
Un espíritu vago, misterioso,
Que responde a mi voz. . .
¡Ay! calló ya... Mi celestial querida
Sufrió también mi inexorable suerte...
Era un sueño de amor, . . .Desvanecerte
Pudo una realidad.
Es cieno ya la esqueletada vida;
No hay ilusión, ni encantos, ni hermosura;
La muerte reina ya sobre natura,
¡Y la llaman . . .VERDAD!
¡Qué feliz, qué encantado, si ignorante,
El hombre de otros tiempos viviría,
Cuando en el mundo, de los dioses vía
Doquiera la mansión!
Cada eco fuera un suspirar amante,
Una inmortal belleza cada fuente;
Cada pastor ¡oh luna! en sueño ardiente
Ser pudo un Endimión.
Ora trocada en un planeta oscuro,
Girando en los abismos del vacío,
Do fuerza oculta y ciega, en su extravío,
Cual piedra te arrojó,
Es luz de ajena luz tu brillo puro;
Es ilusión tu mágica influencia,
Y mi celeste amor... ciega demencia,
¡Ay!. . . que se disipó.
Astro de paz, belleza de consuelo,
Antorcha celestial de los amores,
Lámpara sepulcral de los dolores,
Tierna y casta deidad,
¿Qué eres, de hoy más, sobre ese helado cielo?
Un peñasco que rueda en el olvido,
¡O el cadáver de un sol que, endurecido
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Enrique Gil Carrasco
Biografía
Enrique Gil y Carrasco nació en Villafranca del Bierzo, el 15 de julio de 1815. Su padre era el administrador de las fincas de la Marquesa de Villafranca. Cuando era pequeño la familia se trasladó a Ponferrada, donde estudió en el Colegio de los Padres Agustinos. Entre 1829 y 1831 estudió en el Seminario de Astorga, para pasar después a la Universidad de Valladolid.
En 1836 se trasladó a Madrid, donde frecuentó las reuniones de “El Parnasillo”. Espronceda lo ayudó al leer públicamente la composición “Una gota de rocío” de Gil Carrasco, que fue publicada después en El Español.
En 1838 inició su colaboración en El Correo Nacional y ese mismo año uno de sus poemas, “La niebla”, fue seleccionado para el álbum de sus composiciones poéticas que El Liceo regalaba a doña María Cristina de Borbón.
En 1839 su estado de salud empeoró y volvió a Ponferrada a pasar una temporada con la familia, y allí escribió su primera novela. De regreso a Madrid obtuvo un puesto en la Biblioteca Nacional y fundó con su amigo Miguel de los Santos Alvarez la revista El Pensamiento. Tras la muerte de Espronceda en 1842 escribió la novela que le dio fama: El señor de Bembibre, considerada la novela histórica española más importante de la época romántica, la obra trata la disolución de los templarios en España. En 1844 se trasladó a Berlín para desempeñar su cargo de representante de España en Prusia. Falleció el 22 de febrero de 1846, a los treinta y un años de edad.
Como representante del romanticismo español, se ha equiparado su poesía con la de Bécquer, a quien se anticipa, y se le considera uno de los más valiosos autores de prosa poética de su época.
BIBLIOGRAFÍA
Poesías
El lago de Carucedo (1840)
El señor de Bembibre (1844
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Enrique Gil Carrasco
Biografía
Enrique Gil y Carrasco nació en Villafranca del Bierzo, el 15 de julio de 1815. Su padre era el administrador de las fincas de la Marquesa de Villafranca. Cuando era pequeño la familia se trasladó a Ponferrada, donde estudió en el Colegio de los Padres Agustinos. Entre 1829 y 1831 estudió en el Seminario de Astorga, para pasar después a la Universidad de Valladolid.
En 1836 se trasladó a Madrid, donde frecuentó las reuniones de “El Parnasillo”. Espronceda lo ayudó al leer públicamente la composición “Una gota de rocío” de Gil Carrasco, que fue publicada después en El Español.
En 1838 inició su colaboración en El Correo Nacional y ese mismo año uno de sus poemas, “La niebla”, fue seleccionado para el álbum de sus composiciones poéticas que El Liceo regalaba a doña María Cristina de Borbón.
En 1839 su estado de salud empeoró y volvió a Ponferrada a pasar una temporada con la familia, y allí escribió su primera novela. De regreso a Madrid obtuvo un puesto en la Biblioteca Nacional y fundó con su amigo Miguel de los Santos Alvarez la revista El Pensamiento. Tras la muerte de Espronceda en 1842 escribió la novela que le dio fama: El señor de Bembibre, considerada la novela histórica española más importante de la época romántica, la obra trata la disolución de los templarios en España. En 1844 se trasladó a Berlín para desempeñar su cargo de representante de España en Prusia. Falleció el 22 de febrero de 1846, a los treinta y un años de edad.
Como representante del romanticismo español, se ha equiparado su poesía con la de Bécquer, a quien se anticipa, y se le considera uno de los más valiosos autores de prosa poética de su época.
BIBLIOGRAFÍA
Poesías
El lago de Carucedo (1840)
El señor de Bembibre (1844
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Enrique Gil Carrasco
82- La Violeta
Flor deliciosa en la memoria mía,
Ven mi triste laúd a coronar,
Y volverán las trovas de alegría
En sus ecos tal vez a resonar.
Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;
Yo sobre ti no inclinaré mi sien,
De miedo, pura flor, que entonces pierdas
Tu tesoro de olores y tu bien.
Yo, sin embargo, coroné mi frente
Con tu gala en las tardes del Abril,
Yo te buscaba a orillas de la fuente,
Porque eras melancólica y perdida,
Y era perdido y lúgubre mi amor,
Y en ti miré el emblema de mi vida
Y mi destino, solitaria flor.
Tú allí crecías olorosa y pura
Con tus moradas hojas de pesar;
Pasaba entre la yerba tu frescura
De la fuente al confuso murmurar.
Y pasaba mi amor desconocido,
De un arpa oscura al apagado son,
Con frívolos cantares confundido
El himno de mi amante corazón.
Yo busqué la hermandad de la desdicha
En tu cáliz de aroma y soledad,
Y a tu ventura asemejé mi dicha,
Y a tu prisión mi antigua libertad.
¡Cuántas meditaciones han pasado
Por mi frente mirando tu arrebol!
¡Cuántas veces mis ojos te han dejado
Para volverse al moribundo sol!
¡Qué de consuelos a mi pena diste
Con tu calma y tu dulce lobreguez,
Cuando la mente imaginaba triste
El negro porvenir de la vejez!
Yo me decía: «Buscaré en las flores
Seres que escuchen mi infeliz cantar,
Que mitiguen con bálsamos de olores
Las ocultas heridas del pesar.»
Y me apartaba, al alumbrar la luna,
De ti, bañada en moribunda luz,
Adormecida en tu vistosa cuna,
Velada en tu aromático capuz.
Y una esperanza el corazón llevaba
Pensando en tu sereno amanecer,
Y otra vez en tu cáliz divisaba
Perdidas ilusiones de placer.
Héme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!
¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!
Ya no hay flores que escuchen mis pesares,
Ni soledad donde poder gemir.
Lo secó todo el soplo de mi aliento,
Y naufragué con mi doliente amor;
Lejos ya de la paz y del contento,
Mírame aquí en el valle del dolor.
Era dulce mi pena y mi tristeza;
Tal vez moraba una ilusión detrás:
Mas la ilusión voló con su pureza;
Mis ojos ¡ay! no la verán jamás.
Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero
Vuelve al hogar que niño le acogió;
Pero mis glorias recobrar no espero,
Sólo a buscar la huesa vengo yo.
Vengo a buscar mi huesa solitaria
Para dormir tranquilo junto a ti,
Ya que escuchaste un día mi plegaria,
Y un ser humano en tu corola vi.
Ven mi tumba a adornar, triste viola,
Y embalsama mi oscura soledad;
Sé de su pobre césped la aureola
Con tu vaga y poética beldad.
Quizá al pasar la virgen de los valles,
Enamorada y rica en juventud,
Por las umbrosas y desiertas calles
Do yacerá escondido mi ataúd,
Irá a cortar la humilde violeta
Y la pondrá en su seno con dolor,
Y llorando dirá: «¡Pobre poeta!
¡Ya está callada el arpa del amor!»
(1856-1912).
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Enrique Gil Carrasco
82- La Violeta
Flor deliciosa en la memoria mía,
Ven mi triste laúd a coronar,
Y volverán las trovas de alegría
En sus ecos tal vez a resonar.
Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;
Yo sobre ti no inclinaré mi sien,
De miedo, pura flor, que entonces pierdas
Tu tesoro de olores y tu bien.
Yo, sin embargo, coroné mi frente
Con tu gala en las tardes del Abril,
Yo te buscaba a orillas de la fuente,
Porque eras melancólica y perdida,
Y era perdido y lúgubre mi amor,
Y en ti miré el emblema de mi vida
Y mi destino, solitaria flor.
Tú allí crecías olorosa y pura
Con tus moradas hojas de pesar;
Pasaba entre la yerba tu frescura
De la fuente al confuso murmurar.
Y pasaba mi amor desconocido,
De un arpa oscura al apagado son,
Con frívolos cantares confundido
El himno de mi amante corazón.
Yo busqué la hermandad de la desdicha
En tu cáliz de aroma y soledad,
Y a tu ventura asemejé mi dicha,
Y a tu prisión mi antigua libertad.
¡Cuántas meditaciones han pasado
Por mi frente mirando tu arrebol!
¡Cuántas veces mis ojos te han dejado
Para volverse al moribundo sol!
¡Qué de consuelos a mi pena diste
Con tu calma y tu dulce lobreguez,
Cuando la mente imaginaba triste
El negro porvenir de la vejez!
Yo me decía: «Buscaré en las flores
Seres que escuchen mi infeliz cantar,
Que mitiguen con bálsamos de olores
Las ocultas heridas del pesar.»
Y me apartaba, al alumbrar la luna,
De ti, bañada en moribunda luz,
Adormecida en tu vistosa cuna,
Velada en tu aromático capuz.
Y una esperanza el corazón llevaba
Pensando en tu sereno amanecer,
Y otra vez en tu cáliz divisaba
Perdidas ilusiones de placer.
Héme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!
¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!
Ya no hay flores que escuchen mis pesares,
Ni soledad donde poder gemir.
Lo secó todo el soplo de mi aliento,
Y naufragué con mi doliente amor;
Lejos ya de la paz y del contento,
Mírame aquí en el valle del dolor.
Era dulce mi pena y mi tristeza;
Tal vez moraba una ilusión detrás:
Mas la ilusión voló con su pureza;
Mis ojos ¡ay! no la verán jamás.
Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero
Vuelve al hogar que niño le acogió;
Pero mis glorias recobrar no espero,
Sólo a buscar la huesa vengo yo.
Vengo a buscar mi huesa solitaria
Para dormir tranquilo junto a ti,
Ya que escuchaste un día mi plegaria,
Y un ser humano en tu corola vi.
Ven mi tumba a adornar, triste viola,
Y embalsama mi oscura soledad;
Sé de su pobre césped la aureola
Con tu vaga y poética beldad.
Quizá al pasar la virgen de los valles,
Enamorada y rica en juventud,
Por las umbrosas y desiertas calles
Do yacerá escondido mi ataúd,
Irá a cortar la humilde violeta
Y la pondrá en su seno con dolor,
Y llorando dirá: «¡Pobre poeta!
¡Ya está callada el arpa del amor!»
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Padre Juan Arolas
Arolas Bonet, Juan. Barcelona, 20.VI.1805 – Valencia, 25.IX.1849. Poeta y sacerdote (SchP).
Fue el sexto de los siete hijos de Francisco y Teresa, tejedores y comerciantes de indias. Al morir la madre en 1809, los Arolas se trasladaron a Reus y después a Valencia, donde en 1814 Juan y su hermano Pablo ya figuran como alumnos de las Escuelas Pías de San Joaquín. La soledad y melancolía que le producía su orfandad, agudizadas, quizá, por el fracaso de una experiencia amorosa —si se aceptan como autobiográficas algunas insinuaciones que se encuentran en su obra—, determinaron que emulara a su hermano mayor y vistiera la sotana calasancia en 1819. Durante su noviciado en Peralta de la Sal (Huesca) como Juan de la Pasión, alternó los estudios sagrados con los humanísticos, y probablemente despertó su vocación poética.
Tras cursar filosofía en Zaragoza, regresó a Valencia para completar su formación eclesiástica. Ya diácono, mientras realizaba tareas docentes en el Colegio Andresiano, asistía a la tertulia que el padre Jaime Vicente reunía en su celda y componía imitaciones de los poetas clásicos latinos y españoles, recogidas luego en las Poesías de 1843. También por entonces debió de introducirse en los círculos literarios de la ciudad y acudir a los agrios debates entre clásicos y románticos que dieron al traste con la Academia de Apolo. Es segura su asistencia a la tertulia de la librería de Cabrerizo, en donde Arolas —sacerdote desde 1829— descubrió la literatura contemporánea, los estilos de cuyos autores más representativos —Byron, Hugo y Lamartine, entre los extranjeros, y Rivas y Zorrilla, entre los españoles— convirtió muy pronto en modelos de sus propias creaciones. Con ellas ilustró el Diario Mercantil de Valencia, que, con su compañero de orden Pascual Pérez, fundó en 1834. Y en su “boletín”, con una frecuencia casi semanal, fueron apareciendo sus “caballerescas”, “orientales”, “armonías”y “meditaciones” junto a otros versos patrióticos y circunstanciales.
Durante el convulso tiempo de las regencias, desarrolla una actividad literaria febril, y su romanticismo y compromiso liberal entran en conflicto con su profesión religiosa. El proceso desamortizador de Mendizábal y la subsiguiente exclaustración —a que se acogieron sus amigos— desencadenaron en el escolapio una aguda crisis —sublimada en La sílfida del acueducto (1837), novela en verso de un amor sacrílego e incendiario anticlericalismo— que dejó en su obra posterior evidentes señales de arrepentimiento y precipitó un desequilibrio psíquico que desembocaría en locura. En 1840 funda, con Pérez, La Psiquis, y Cabrerizo edita sus Poesías caballerescas y orientales; colabora en El Fénix (1844-1849) y otras revistas valencianas, y en El Constitucional barcelonés, que le publica su segundo libro de Poesías (1842); al año siguiente, Mompié recoge en tres tomos Cartas amatorias, Poesías pastoriles y Libro de amores, compuesto por poemas más recientes y la versión libre en prosa de los Basia de Everaerts. Además de su miracle de san Vicente Ferrer, realza su aportación al auge literario de Valencia su faceta de traductor de obras tan dispares como las Poesías de Chateaubriand (1846) y Trabajo de la Divina Gracia de Capizzi (1847), entre otras, publicadas cuando su deterioro mental ya se había declarado. Apartado de toda labor intelectual y recluido en su celda, moría dos años después de una apoplejía. Sus amigos dedicaron a su memoria una Corona fúnebre que acompañó la edición de sus Poesías a partir de 1850
(1856-1912).
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Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Padre Juan Arolas
Arolas Bonet, Juan. Barcelona, 20.VI.1805 – Valencia, 25.IX.1849. Poeta y sacerdote (SchP).
Fue el sexto de los siete hijos de Francisco y Teresa, tejedores y comerciantes de indias. Al morir la madre en 1809, los Arolas se trasladaron a Reus y después a Valencia, donde en 1814 Juan y su hermano Pablo ya figuran como alumnos de las Escuelas Pías de San Joaquín. La soledad y melancolía que le producía su orfandad, agudizadas, quizá, por el fracaso de una experiencia amorosa —si se aceptan como autobiográficas algunas insinuaciones que se encuentran en su obra—, determinaron que emulara a su hermano mayor y vistiera la sotana calasancia en 1819. Durante su noviciado en Peralta de la Sal (Huesca) como Juan de la Pasión, alternó los estudios sagrados con los humanísticos, y probablemente despertó su vocación poética.
Tras cursar filosofía en Zaragoza, regresó a Valencia para completar su formación eclesiástica. Ya diácono, mientras realizaba tareas docentes en el Colegio Andresiano, asistía a la tertulia que el padre Jaime Vicente reunía en su celda y componía imitaciones de los poetas clásicos latinos y españoles, recogidas luego en las Poesías de 1843. También por entonces debió de introducirse en los círculos literarios de la ciudad y acudir a los agrios debates entre clásicos y románticos que dieron al traste con la Academia de Apolo. Es segura su asistencia a la tertulia de la librería de Cabrerizo, en donde Arolas —sacerdote desde 1829— descubrió la literatura contemporánea, los estilos de cuyos autores más representativos —Byron, Hugo y Lamartine, entre los extranjeros, y Rivas y Zorrilla, entre los españoles— convirtió muy pronto en modelos de sus propias creaciones. Con ellas ilustró el Diario Mercantil de Valencia, que, con su compañero de orden Pascual Pérez, fundó en 1834. Y en su “boletín”, con una frecuencia casi semanal, fueron apareciendo sus “caballerescas”, “orientales”, “armonías”y “meditaciones” junto a otros versos patrióticos y circunstanciales.
Durante el convulso tiempo de las regencias, desarrolla una actividad literaria febril, y su romanticismo y compromiso liberal entran en conflicto con su profesión religiosa. El proceso desamortizador de Mendizábal y la subsiguiente exclaustración —a que se acogieron sus amigos— desencadenaron en el escolapio una aguda crisis —sublimada en La sílfida del acueducto (1837), novela en verso de un amor sacrílego e incendiario anticlericalismo— que dejó en su obra posterior evidentes señales de arrepentimiento y precipitó un desequilibrio psíquico que desembocaría en locura. En 1840 funda, con Pérez, La Psiquis, y Cabrerizo edita sus Poesías caballerescas y orientales; colabora en El Fénix (1844-1849) y otras revistas valencianas, y en El Constitucional barcelonés, que le publica su segundo libro de Poesías (1842); al año siguiente, Mompié recoge en tres tomos Cartas amatorias, Poesías pastoriles y Libro de amores, compuesto por poemas más recientes y la versión libre en prosa de los Basia de Everaerts. Además de su miracle de san Vicente Ferrer, realza su aportación al auge literario de Valencia su faceta de traductor de obras tan dispares como las Poesías de Chateaubriand (1846) y Trabajo de la Divina Gracia de Capizzi (1847), entre otras, publicadas cuando su deterioro mental ya se había declarado. Apartado de toda labor intelectual y recluido en su celda, moría dos años después de una apoplejía. Sus amigos dedicaron a su memoria una Corona fúnebre que acompañó la edición de sus Poesías a partir de 1850
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Padre Juan Arolas
83. Sé Más Feliz Que Yo
Sobre pupila azul, con sueño leve,
Tu párpado cayendo amortecido,
Se parece a la pura y blanca nieve
Que sobre las violetas reposó:
Yo el sueño del placer nunca he dormido:
Sé más feliz que yo.
Se asemeja tu voz en la plegaria
Al canto del zorzal de indiano suelo
Que sobre la pagoda solitaria
Los himnos de la tarde suspiró:
Yo sólo esta oración dirijo al cielo:
Sé más feliz que yo.
Es tu aliento la esencia más fragante
De los lirios del Arno caudaloso
Que brotan sobre un junco vacilante
Cuando el céfiro blando los meció:
Yo no gozo su aroma delicioso:
Sé más feliz que yo.
El amor, que es espíritu de fuego,
Que de callada noche se aconseja
Y se nutre don lágrimas y ruego,
En tus purpúreos labios se escondió:
Él te guarde el placer y a mí la queja:
Sé más feliz que yo.
Bella es tu juventud en sus albores
Como un campo de rosas del Oriente;
Al ángel del recuerdo pedí flores
Para adornar tu sien, y me las dio;
Yo decía al ponerlas en tu frente:
Sé más feliz que yo.
Tu mirada Vivaz es de paloma;
Como la adormidera del desierto
Causas dulce embriaguez, hurí de aroma
Que el cielo de topacio abandonó:
Mi suerte es dura, mi destino incierto:
Sé más feliz que yo.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
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Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Padre Juan Arolas
83. Sé Más Feliz Que Yo
Sobre pupila azul, con sueño leve,
Tu párpado cayendo amortecido,
Se parece a la pura y blanca nieve
Que sobre las violetas reposó:
Yo el sueño del placer nunca he dormido:
Sé más feliz que yo.
Se asemeja tu voz en la plegaria
Al canto del zorzal de indiano suelo
Que sobre la pagoda solitaria
Los himnos de la tarde suspiró:
Yo sólo esta oración dirijo al cielo:
Sé más feliz que yo.
Es tu aliento la esencia más fragante
De los lirios del Arno caudaloso
Que brotan sobre un junco vacilante
Cuando el céfiro blando los meció:
Yo no gozo su aroma delicioso:
Sé más feliz que yo.
El amor, que es espíritu de fuego,
Que de callada noche se aconseja
Y se nutre don lágrimas y ruego,
En tus purpúreos labios se escondió:
Él te guarde el placer y a mí la queja:
Sé más feliz que yo.
Bella es tu juventud en sus albores
Como un campo de rosas del Oriente;
Al ángel del recuerdo pedí flores
Para adornar tu sien, y me las dio;
Yo decía al ponerlas en tu frente:
Sé más feliz que yo.
Tu mirada Vivaz es de paloma;
Como la adormidera del desierto
Causas dulce embriaguez, hurí de aroma
Que el cielo de topacio abandonó:
Mi suerte es dura, mi destino incierto:
Sé más feliz que yo.
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- Mensaje n°254
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Pablo Piferrer
Pablo Piferrer y Fábregas (Barcelona, 1818-Barcelona, 1848), periodista, poeta y prosista español.
Biografía
Tuvo una infancia pobre; su padre fue un laborioso tejedor de velos, oriundo de Vilassar de Mar1. Estudios de letras y Derecho realizados con gran esfuerzo económico. Fue bibliotecario y profesor de retórica en el Colegio Barcelonés. Colaborador de El Vapor, El Guardia Nacional, Diario de Barcelona y otros periódicos. Perteneció al grupo de escritores catalanes formado por Manuel Milá y Fontanals, Rubió y Lluch, Joaquín Rubió y Ors y otros, que supieron unir el amor a España y a su lengua con el amor a su región. Milá publicó sus poesías después de su muerte en Composiciones poéticas de don Pablo Piferrer, don Juan Bautista Carbó y don José Semís y Mensá (1851). En prosa escribió Clásicos españoles (1846), antología destinada al uso de los estudiantes que lleva una "Noticia de todas las épocas de nuestra prosa", donde se relaiza un estudio estilístico de la prosa española hasta Larra; Estudios de crítica (1859) es una colección de artículos publicados en el Diario de Barcelona sobre teatro, libros, historia, música y arte. Inició con Francisco Javier Parcerisa Recuerdos y bellezas de España con erudición arqueológica y sensibilidad artística. Cultivó asimismo la narración breve de tipo histórico ("El castillo de Monsolíu" y "Cap d'estopa") o de tipo social e imaginario ("Cuento fantástico", 1837). Se conserva también un valioso Epistolario.
Se le ha llamado poeta de alma germánica por su popularismo, la melancolía amorosa, la sencillez expresiva y cierta vaguedad en el ambiente. Admiraba de hecho el Romanticismo alemán, e introdujo la balada y se percibe la influencia de Schiller en la gravedad sentenciosa de sus poemas. Pero hay que destacar también el catalanismo manifiesto en su gusto por el color local y la suma estima en que tenía la poesía catalana popular y trovadoresca. Entre sus poemas destacan "El ermitaño de Montserrat", "Canción de la primavera", "Retorno de la feria", "Alina y el Genio" y "La cascada y la campana", poema simbólico en la que la primera incita a la desesperación y la segunda a la esperanza.
Bibliografía
Ramón Carnicer Blanco, Vida y obra de Pablo Piferrer. Madrid: CSIC, 1963
• Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español. Madrid: Cátedra, 1982 (3.ª).
(1856-1912).
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(1856–1912)
Pablo Piferrer
Pablo Piferrer y Fábregas (Barcelona, 1818-Barcelona, 1848), periodista, poeta y prosista español.
Biografía
Tuvo una infancia pobre; su padre fue un laborioso tejedor de velos, oriundo de Vilassar de Mar1. Estudios de letras y Derecho realizados con gran esfuerzo económico. Fue bibliotecario y profesor de retórica en el Colegio Barcelonés. Colaborador de El Vapor, El Guardia Nacional, Diario de Barcelona y otros periódicos. Perteneció al grupo de escritores catalanes formado por Manuel Milá y Fontanals, Rubió y Lluch, Joaquín Rubió y Ors y otros, que supieron unir el amor a España y a su lengua con el amor a su región. Milá publicó sus poesías después de su muerte en Composiciones poéticas de don Pablo Piferrer, don Juan Bautista Carbó y don José Semís y Mensá (1851). En prosa escribió Clásicos españoles (1846), antología destinada al uso de los estudiantes que lleva una "Noticia de todas las épocas de nuestra prosa", donde se relaiza un estudio estilístico de la prosa española hasta Larra; Estudios de crítica (1859) es una colección de artículos publicados en el Diario de Barcelona sobre teatro, libros, historia, música y arte. Inició con Francisco Javier Parcerisa Recuerdos y bellezas de España con erudición arqueológica y sensibilidad artística. Cultivó asimismo la narración breve de tipo histórico ("El castillo de Monsolíu" y "Cap d'estopa") o de tipo social e imaginario ("Cuento fantástico", 1837). Se conserva también un valioso Epistolario.
Se le ha llamado poeta de alma germánica por su popularismo, la melancolía amorosa, la sencillez expresiva y cierta vaguedad en el ambiente. Admiraba de hecho el Romanticismo alemán, e introdujo la balada y se percibe la influencia de Schiller en la gravedad sentenciosa de sus poemas. Pero hay que destacar también el catalanismo manifiesto en su gusto por el color local y la suma estima en que tenía la poesía catalana popular y trovadoresca. Entre sus poemas destacan "El ermitaño de Montserrat", "Canción de la primavera", "Retorno de la feria", "Alina y el Genio" y "La cascada y la campana", poema simbólico en la que la primera incita a la desesperación y la segunda a la esperanza.
Bibliografía
Ramón Carnicer Blanco, Vida y obra de Pablo Piferrer. Madrid: CSIC, 1963
• Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español. Madrid: Cátedra, 1982 (3.ª).
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
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Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Pablo Piferrer
84. Canción de la Primavera
Ya vuelve la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Tiende sobre la pradera
El verde manto—de la esperanza.
Sopla caliente la brisa:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Las nubes pasan aprisa,
Y el azur muestran—de la esperanza.
La flor ríe en su capullo:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Canta el agua en su murmullo
El poder santo—de la esperanza.
¿La oís que en los aires trina?
Suene la gaita,—ruede la danza:
—«Abrid a la golondrina,
Que vuelve en alas—de la esperanza.»—
Niña, la niña modesta:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El Mayo trae tu fiesta
Que el logro trae—de tu esperanza.
Cubre la tierra el amor:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El perfume engendrador
Al seno sube—de la esperanza.
Todo zumba y reverdece:
Suene la gaita,--ruede la danza:
Cuanto el son y el verdor crece,
Tanto más crece—toda esperanza.
Sonido, aroma y color
(Suene la gaita,—ruede la danza)
Únense en himnos de amor,
Que engendra el himno—de la esperanza.
Morirá la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Mas cada año en la pradera
Tornará el manto—de la esperanza.
La inocencia de la vida
(Calle la gaita,—pare la danza)
No torna una vez perdida:
¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!
(1856-1912).
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Pablo Piferrer
84. Canción de la Primavera
Ya vuelve la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Tiende sobre la pradera
El verde manto—de la esperanza.
Sopla caliente la brisa:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Las nubes pasan aprisa,
Y el azur muestran—de la esperanza.
La flor ríe en su capullo:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Canta el agua en su murmullo
El poder santo—de la esperanza.
¿La oís que en los aires trina?
Suene la gaita,—ruede la danza:
—«Abrid a la golondrina,
Que vuelve en alas—de la esperanza.»—
Niña, la niña modesta:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El Mayo trae tu fiesta
Que el logro trae—de tu esperanza.
Cubre la tierra el amor:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El perfume engendrador
Al seno sube—de la esperanza.
Todo zumba y reverdece:
Suene la gaita,--ruede la danza:
Cuanto el son y el verdor crece,
Tanto más crece—toda esperanza.
Sonido, aroma y color
(Suene la gaita,—ruede la danza)
Únense en himnos de amor,
Que engendra el himno—de la esperanza.
Morirá la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Mas cada año en la pradera
Tornará el manto—de la esperanza.
La inocencia de la vida
(Calle la gaita,—pare la danza)
No torna una vez perdida:
¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!
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- Mensaje n°256
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
84. Canción de la Primavera
Ya vuelve la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Tiende sobre la pradera
El verde manto—de la esperanza.
Sopla caliente la brisa:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Las nubes pasan aprisa,
Y el azur muestran—de la esperanza.
La flor ríe en su capullo:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Canta el agua en su murmullo
El poder santo—de la esperanza.
¿La oís que en los aires trina?
Suene la gaita,—ruede la danza:
—«Abrid a la golondrina,
Que vuelve en alas—de la esperanza.»—
Niña, la niña modesta:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El Mayo trae tu fiesta
Que el logro trae—de tu esperanza.
Cubre la tierra el amor:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El perfume engendrador
Al seno sube—de la esperanza.
Todo zumba y reverdece:
Suene la gaita,--ruede la danza:
Cuanto el son y el verdor crece,
Tanto más crece—toda esperanza.
Sonido, aroma y color
(Suene la gaita,—ruede la danza)
Únense en himnos de amor,
Que engendra el himno—de la esperanza.
Morirá la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Mas cada año en la pradera
Tornará el manto—de la esperanza.
La inocencia de la vida
(Calle la gaita,—pare la danza)
No torna una vez perdida:
¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!
PRECIOSO. LO DESCONOCÍA. LO QUE LLAMA LA ATENCIÓN DE MENÉNDEZ PELAYO, ADEMÁS DE SU INTELIGENCIA ES SU CAPACIDAD DE TRABAJO... INMENSA.
Ya vuelve la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Tiende sobre la pradera
El verde manto—de la esperanza.
Sopla caliente la brisa:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Las nubes pasan aprisa,
Y el azur muestran—de la esperanza.
La flor ríe en su capullo:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Canta el agua en su murmullo
El poder santo—de la esperanza.
¿La oís que en los aires trina?
Suene la gaita,—ruede la danza:
—«Abrid a la golondrina,
Que vuelve en alas—de la esperanza.»—
Niña, la niña modesta:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El Mayo trae tu fiesta
Que el logro trae—de tu esperanza.
Cubre la tierra el amor:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El perfume engendrador
Al seno sube—de la esperanza.
Todo zumba y reverdece:
Suene la gaita,--ruede la danza:
Cuanto el son y el verdor crece,
Tanto más crece—toda esperanza.
Sonido, aroma y color
(Suene la gaita,—ruede la danza)
Únense en himnos de amor,
Que engendra el himno—de la esperanza.
Morirá la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Mas cada año en la pradera
Tornará el manto—de la esperanza.
La inocencia de la vida
(Calle la gaita,—pare la danza)
No torna una vez perdida:
¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!
PRECIOSO. LO DESCONOCÍA. LO QUE LLAMA LA ATENCIÓN DE MENÉNDEZ PELAYO, ADEMÁS DE SU INTELIGENCIA ES SU CAPACIDAD DE TRABAJO... INMENSA.
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ISRAEL: ¡GENOCIDA! LA HISTORIA HABRÁ DE LLEVARLOS ANTE LA CORTE PENAL INTERNACIONAL POR CONTINUADOS CRÍMMENES DE GUERRA
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- Mensaje n°257
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Totalmente de acuerdo, inmensa capacidad.
Gracias y seguimos pues.
Gracias y seguimos pues.
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se acaba la diversión”.
se acaba la diversión”.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
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(1856–1912)
Gabriel García Tassara
García Tassara, Gabriel. Sevilla, 19.XII.1817 – Madrid, 14.II.1875. Poeta, periodista, político y diplomático.
De familia distinguida, hizo sus primeros estudios en el sevillano colegio de Santo Tomás, en donde el padre Sotelo inició su formación clásica y animó su vocación poética, según recordaría el discípulo en una emotiva elegía. Compartió aficiones y cursos de Derecho con su entrañable S. Bermúdez de Castro y, tras un breve período madrileño, en que publicó “Almerinda en el teatro” en la romántica revista El Artista (1835) —que también acogía colaboraciones de algunos de sus compañeros—, obtuvo el grado de bachiller en Jurisprudencia Civil por la Universidad hispalense (1836). Pero cada vez más inclinado a la literatura y asiduo a las reuniones que celebraba el duque de Rivas y a las sesiones y debates del Liceo Bético —algunas de sus composiciones aparecen en La lira andaluza y El Nuevo Paraíso—, abandonó las aulas para trasladarse a la Corte (1839), en donde ya había empezado a darse a conocer.
Comenzó entonces una etapa de intensa actividad: asiste a la tertulia del “Parnasillo” y alterna con la sociedad de intelectuales y políticos que concurre al Ateneo y a los “jueves” del Liceo; publica sus poesías en el Semanario Pintoresco Español, El Correo Nacional, Revista de Madrid, El Pensamiento —que agrupaba a los amigos de Espronceda—, El Conservador, El Iris y El Laberinto, entre otras revistas, y proyecta coleccionarlas en un libro que no verá la luz hasta treinta años después; desde las páginas de El Piloto, El Sol, El Faro —que llegó a dirigir— polemiza con la prensa progresista; vive episodios sentimentales —de lamentable final con Gertrudis Gómez de Avellaneda, resuelto en amistad con Carolina Coronado—; y, terminada la regencia de Espartero, es elegido diputado a Cortes durante la década moderada, en 1846 por Lugo y en 1854 y 1856 por Sevilla. Sus mesiánicos versos satíricos y discursos parlamentarios sobre las consecuencias del revolucionario 1848 europeo, en matizada afinidad con las interpretaciones de su amigo Donoso Cortés, lo perfilarán como posible diplomático.
Renuncia al cargo de ministro plenipotenciario en Parma, pero dos años después dimite de diputado al ser nombrado con igual categoría para representar a España en los Estados Unidos.
Durante una década García Tassara elaboró y quiso poner en práctica su teoría de la “raza hispana” en un intento de recuperar el prestigio de la metrópoli entre las antiguas colonias. A ello orienta su gestión durante la intervención europea en México (1863) —premiada con las Cruces de Isabel la Católica y Carlos III— y en la guerra del Pacífico (1866), paralelamente a la misión de rebajar las pretensiones de Washington sobre Cuba y evitar el conflicto bélico que estalló cuando ya había regresado a España destituido.
En Madrid fue testigo de la Revolución de 1868, que dio al traste con sus esperanzas de ser elegido diputado en las Cortes del último Gobierno de Isabel II, y reafirmó su desconfianza en el futuro. No obstante su filiación moderada, aceptó del Gobierno Provisional el nombramiento de embajador en Londres, pero dimitió dos meses después (junio de 1869) por razones de salud. Desahuciado de la política tras un nuevo fracaso electoral (1871), preparó y publicó la edición de sus Poesías (1872) y consumió sus últimos años en el retiro horaciano que, como ideal de vida, había deseado en sus versos.
Obras de ~: Poesías de [...], publicadas por J.J.B., Bogotá, Imprenta El Mosaico, 1861 (Madrid, 1869); Poesías. Colección formada por el autor, Madrid, Rivadeneyra, 1872 (Madrid- Sevilla, s. f. [1880]); Antología poética, ed. de M. Palenque, Sevilla, Servicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento (Biblioteca de Temas Sevillanos, 35), 1986.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Gabriel García Tassara
García Tassara, Gabriel. Sevilla, 19.XII.1817 – Madrid, 14.II.1875. Poeta, periodista, político y diplomático.
De familia distinguida, hizo sus primeros estudios en el sevillano colegio de Santo Tomás, en donde el padre Sotelo inició su formación clásica y animó su vocación poética, según recordaría el discípulo en una emotiva elegía. Compartió aficiones y cursos de Derecho con su entrañable S. Bermúdez de Castro y, tras un breve período madrileño, en que publicó “Almerinda en el teatro” en la romántica revista El Artista (1835) —que también acogía colaboraciones de algunos de sus compañeros—, obtuvo el grado de bachiller en Jurisprudencia Civil por la Universidad hispalense (1836). Pero cada vez más inclinado a la literatura y asiduo a las reuniones que celebraba el duque de Rivas y a las sesiones y debates del Liceo Bético —algunas de sus composiciones aparecen en La lira andaluza y El Nuevo Paraíso—, abandonó las aulas para trasladarse a la Corte (1839), en donde ya había empezado a darse a conocer.
Comenzó entonces una etapa de intensa actividad: asiste a la tertulia del “Parnasillo” y alterna con la sociedad de intelectuales y políticos que concurre al Ateneo y a los “jueves” del Liceo; publica sus poesías en el Semanario Pintoresco Español, El Correo Nacional, Revista de Madrid, El Pensamiento —que agrupaba a los amigos de Espronceda—, El Conservador, El Iris y El Laberinto, entre otras revistas, y proyecta coleccionarlas en un libro que no verá la luz hasta treinta años después; desde las páginas de El Piloto, El Sol, El Faro —que llegó a dirigir— polemiza con la prensa progresista; vive episodios sentimentales —de lamentable final con Gertrudis Gómez de Avellaneda, resuelto en amistad con Carolina Coronado—; y, terminada la regencia de Espartero, es elegido diputado a Cortes durante la década moderada, en 1846 por Lugo y en 1854 y 1856 por Sevilla. Sus mesiánicos versos satíricos y discursos parlamentarios sobre las consecuencias del revolucionario 1848 europeo, en matizada afinidad con las interpretaciones de su amigo Donoso Cortés, lo perfilarán como posible diplomático.
Renuncia al cargo de ministro plenipotenciario en Parma, pero dos años después dimite de diputado al ser nombrado con igual categoría para representar a España en los Estados Unidos.
Durante una década García Tassara elaboró y quiso poner en práctica su teoría de la “raza hispana” en un intento de recuperar el prestigio de la metrópoli entre las antiguas colonias. A ello orienta su gestión durante la intervención europea en México (1863) —premiada con las Cruces de Isabel la Católica y Carlos III— y en la guerra del Pacífico (1866), paralelamente a la misión de rebajar las pretensiones de Washington sobre Cuba y evitar el conflicto bélico que estalló cuando ya había regresado a España destituido.
En Madrid fue testigo de la Revolución de 1868, que dio al traste con sus esperanzas de ser elegido diputado en las Cortes del último Gobierno de Isabel II, y reafirmó su desconfianza en el futuro. No obstante su filiación moderada, aceptó del Gobierno Provisional el nombramiento de embajador en Londres, pero dimitió dos meses después (junio de 1869) por razones de salud. Desahuciado de la política tras un nuevo fracaso electoral (1871), preparó y publicó la edición de sus Poesías (1872) y consumió sus últimos años en el retiro horaciano que, como ideal de vida, había deseado en sus versos.
Obras de ~: Poesías de [...], publicadas por J.J.B., Bogotá, Imprenta El Mosaico, 1861 (Madrid, 1869); Poesías. Colección formada por el autor, Madrid, Rivadeneyra, 1872 (Madrid- Sevilla, s. f. [1880]); Antología poética, ed. de M. Palenque, Sevilla, Servicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento (Biblioteca de Temas Sevillanos, 35), 1986.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Gabriel García Tassara
85. Himno al Mesías
Baja otra vez al mundo,
¡Baja otra vez, Mesías!
De nuevo son los días
De tu alta vocación;
Y en su dolor profundo
La humanidad entera
El nuevo oriente espera
De un sol de redención.
Corrieron veinte edades
Desde el supremo día
Que en esa cruz te vía
Morir Jerusalén;
Y nuevas tempestades
Surgieron y bramaron,
De aquellas que asolaron
El primitivo Edén.
De aquellas que le ocultan
Al hombre su camino
Con ciego torbellino
De culpa y expiación;
De aquellas que sepultan
En hondos cautiverios
Cadáveres de imperios
Que fueron y no son.
Sereno está en la esfera
El sol del firmamento;
La tierra en su cimiento
Inconmovible está:
La blanca primavera
Con su gentil abrazo
Fecunda el gran regazo
Que flor y fruto da.
Mas ¡ay! que de las almas
El sol yace eclipsado:
Mas ¡ay! que ha vacilado
El polo de la fe;
Mas ¡ay! que ya tus palmas
Se vuelven at desierto
No crecen, no, en el huerto
Del que tu pueblo fue.
Tiniebla es ya la Europa:
Ella agotó la ciencia,
Maldijo su creencia,
Se apacentó con hiel;
Y rota ya la copa
En que su fe bebía,
Se alzaba y te decía:
«¡Señor! yo soy Luzbel.»
Mas ¡ay! que contra el cielo
No tiene el hombre rayo,
Y en súbito desmayo
Cayó de ayer a hoy;
"Y en son de desconsuelo,
Y en llanto de impotencia,
Hoy dama en tu presencia:
«Señor, tu pueblo soy.»
No es, no, la Roma atea
Que entre aras derrocadas
Despide a carcajadas
Los dioses que se van;
Es la que, humilde rea,
Baja a las catacumbas,
Y palpa entre las tumbas
Los tiempos que vendrán.
Todo, Señor, diciendo
Está los grandes días
De luto y agonías,
De muerte y orfandad;
Que, del pecado horrendo
Envuelta en el sudario,
Pasa por un Calvario
La ciega humanidad.
Baja ¡oh Señor! no en vano
Siglos y siglos vuelan;
Los siglos nos revelan
Con misteriosa luz
El infinito arcano
Y la virtud que encierra,
Trono de cielo y tierra
Tu sacrosanta cruz.
Toda la historia humana
¡Señor! está en tu nombre;
Tú fuiste Dios del hombre,
Dios de la humanidad.
Tu sangre soberana
Es su Calvario eterno;
Tu triunfo del infierno
Es su inmortalidad.
¿Quién dijo, Dios clemente,
Que tú no volverías,
Y a horribles gemonías,
Y a eterna perdición,
Condena a esta doliente
Raza del ser humano
Que espera de tu mano
Su nueva salvación?
Sí, tú vendrás. Vencidos
Serán con nuevo ejemplo
Los que del santo templo
Apartan a tu grey.
Vendrás y confundidos
Caerán con los ateos
Los nuevos fariseos
De la caduca ley.
¿Quién sabe si ahora mismo
Entre alaridos tantos
De tus profetas santos
La voz no suena ya?
Ven, saca del abismo
A un pueblo moribundo;
Luzbel ha vuelto al mundo
Y Dios ¿no volverá?
¡Señor! En tus juicios
La comprensión se abisma;
Mas es siempre la misma
Del Gólgota la voz.
Fatídicos auspicios
Resonarán en vano;
No es el destino humano
La humanidad sin Dios.
Ya pasarán los siglos
De la tremenda prueba;
¡Ya nacerás, luz nueva
De la futura edad!
Ya huiréis ¡negros vestiglos
De los antiguos días!
Ya volverás ¡Mesías!
En gloria y majestad.
(1856-1912).
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Gabriel García Tassara
85. Himno al Mesías
Baja otra vez al mundo,
¡Baja otra vez, Mesías!
De nuevo son los días
De tu alta vocación;
Y en su dolor profundo
La humanidad entera
El nuevo oriente espera
De un sol de redención.
Corrieron veinte edades
Desde el supremo día
Que en esa cruz te vía
Morir Jerusalén;
Y nuevas tempestades
Surgieron y bramaron,
De aquellas que asolaron
El primitivo Edén.
De aquellas que le ocultan
Al hombre su camino
Con ciego torbellino
De culpa y expiación;
De aquellas que sepultan
En hondos cautiverios
Cadáveres de imperios
Que fueron y no son.
Sereno está en la esfera
El sol del firmamento;
La tierra en su cimiento
Inconmovible está:
La blanca primavera
Con su gentil abrazo
Fecunda el gran regazo
Que flor y fruto da.
Mas ¡ay! que de las almas
El sol yace eclipsado:
Mas ¡ay! que ha vacilado
El polo de la fe;
Mas ¡ay! que ya tus palmas
Se vuelven at desierto
No crecen, no, en el huerto
Del que tu pueblo fue.
Tiniebla es ya la Europa:
Ella agotó la ciencia,
Maldijo su creencia,
Se apacentó con hiel;
Y rota ya la copa
En que su fe bebía,
Se alzaba y te decía:
«¡Señor! yo soy Luzbel.»
Mas ¡ay! que contra el cielo
No tiene el hombre rayo,
Y en súbito desmayo
Cayó de ayer a hoy;
"Y en son de desconsuelo,
Y en llanto de impotencia,
Hoy dama en tu presencia:
«Señor, tu pueblo soy.»
No es, no, la Roma atea
Que entre aras derrocadas
Despide a carcajadas
Los dioses que se van;
Es la que, humilde rea,
Baja a las catacumbas,
Y palpa entre las tumbas
Los tiempos que vendrán.
Todo, Señor, diciendo
Está los grandes días
De luto y agonías,
De muerte y orfandad;
Que, del pecado horrendo
Envuelta en el sudario,
Pasa por un Calvario
La ciega humanidad.
Baja ¡oh Señor! no en vano
Siglos y siglos vuelan;
Los siglos nos revelan
Con misteriosa luz
El infinito arcano
Y la virtud que encierra,
Trono de cielo y tierra
Tu sacrosanta cruz.
Toda la historia humana
¡Señor! está en tu nombre;
Tú fuiste Dios del hombre,
Dios de la humanidad.
Tu sangre soberana
Es su Calvario eterno;
Tu triunfo del infierno
Es su inmortalidad.
¿Quién dijo, Dios clemente,
Que tú no volverías,
Y a horribles gemonías,
Y a eterna perdición,
Condena a esta doliente
Raza del ser humano
Que espera de tu mano
Su nueva salvación?
Sí, tú vendrás. Vencidos
Serán con nuevo ejemplo
Los que del santo templo
Apartan a tu grey.
Vendrás y confundidos
Caerán con los ateos
Los nuevos fariseos
De la caduca ley.
¿Quién sabe si ahora mismo
Entre alaridos tantos
De tus profetas santos
La voz no suena ya?
Ven, saca del abismo
A un pueblo moribundo;
Luzbel ha vuelto al mundo
Y Dios ¿no volverá?
¡Señor! En tus juicios
La comprensión se abisma;
Mas es siempre la misma
Del Gólgota la voz.
Fatídicos auspicios
Resonarán en vano;
No es el destino humano
La humanidad sin Dios.
Ya pasarán los siglos
De la tremenda prueba;
¡Ya nacerás, luz nueva
De la futura edad!
Ya huiréis ¡negros vestiglos
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Gertrudis Gómez de Avellaneda
Breve biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Por M.ª Ángeles Ayala Aracil
(Universidad de Alicante)
La información y datos biográficos más fidedignos con que contamos para esbozar la trayectoria personal y profesional de Gertrudis Gómez de Avellaneda corresponden a los numerosos textos autobiográfícos -cartas y memorias- escritos por la propia autora a lo largo de su vida. La escritora nace en Puerto Príncipe, hoy Camagüey (Cuba), el 23 de marzo de 1814. Hija de padre español, don Manuel Gómez de Avellaneda, comandante de Marina, destinado en Cuba y madre cubana, doña Francisca de Arteaga y Betancourt, perteneciente a una ilustre y acaudalada familia isleña. Su infancia transcurre sin contratiempos hasta la muerte de su padre (1823) y posterior casamiento de su madre con don Gaspar de Escalada y López de la Peña en este mismo año. Matrimonio que Tula nunca terminará de aceptar. Su educación fue esmerada, tal como le correspondía por la clase social a la que pertenecía. Sus aficiones favoritas en este tiempo -representar comedias, redactar cuentos, lectura de novelas, poesías y comedias- indican claramente su inclinación por la literatura. La lectura de escritores románticos franceses e ingleses -Byron, Victor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Madame de Staël, George Sand- reforzaría, sin duda, su vocación literaria. A los catorce años, 1830, rechaza el matrimonio concertado por su familia y como consecuencia pierde la herencia de su abuelo.
En 1836 la familia decide establecerse en España, instalándose en La Coruña tras varios meses de viaje. El ambiente conservador de la ciudad no es del agrado de Gertrudis Gómez de Avellaneda y tras visitar Andalucía, acompañada por su hermano Manuel, la escritora fija su residencia en Sevilla. El animado ambiente cultural de la ciudad estimula la actividad creadora de Tula y da a conocer sus primeros trabajos literarios. En 1839 publica sus versos bajo el pseudónimo de La Peregrina en periódicos y revistas de esta ciudad y, más tarde, en algunos de Cádiz. En junio de 1840 estrena su primera obra dramática Leoncia, que es muy bien acogida por los espectadores sevillanos. En Sevilla conocerá a Ignacio de Cepeda, el hombre que despertó un apasionado amor en la joven escritora que se mantendrá vivo, a pesar de que él nunca le correspondió con la misma intensidad, a lo largo de casi toda su vida. Sentimiento amoroso que ella recreó con admirable maestría en la Autobiografía y cartas publicadas por Lorenzo Cruz en 1837.
A partir de 1840 la escritora se instala en Madrid y comienza un periodo de fecunda actividad literaria. Entre 1840 y 1846 Gertrudis da a conocer parte de su producción poética -Poesías (1841)-; publica novelas -Sab (1841), Dos mujeres (1842-1843), Espatolino (1844), Guatimozín (1845)-, artículos de costumbres -La dama de gran tono (1843) y leyendas La baronesa de Joux (1844)-; estrena en 1844 los dramas titulados Munio Alfonso y El príncipe de Viana y en 1846, Egilona. Son los años donde se consolida su prestigio literario. Participa en las veladas literarias del reconocido Liceo madrileño, donde se relaciona con los grandes escritores e intelectuales de la época: Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego, Manuel Quintana, Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, Nicomedes Pastor Díaz, José Zorrilla, Francisco de Paula y Mellado, entre otros, se convertirán en sus protectores y amigos. Éxito literario que coincide con la relación amorosa que la escritora mantiene durante 1844 y 1845 con el poeta Gabriel García Tassara. Fruto de esta relación es el nacimiento de una niña en abril de 1845 que solo sobrevivirá siete meses, sin que su padre se digne a verla, ni mucho menos reconocerla como suya. Gertrudis Gómez de Avellaneda acepta en mayo de 1846 contraer matrimonio con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid en aquel entonces. La unión dura poco más de seis meses, pues Sabater morirá de una afección en la laringe en Burdeos en agosto de 1846. Gertrudis Gómez de Avellaneda, tras pasar algunos meses en el convento de Nuestra Señora del Loreto de Burdeos reponiéndose de su pérdida, regresa a Madrid.
Reanuda su relación amorosa con Ignacio de Cepeda con idéntico resultado que la primera vez, pues Cepeda, de nuevo, no está a la altura de la apasionada Tula. Años, pues, de soledad afectiva, pero años de éxito literario. Entre 1849 y 1853 estrena siete obras dramáticas: Saúl (1849) tragedia bíblica calurosamente acogida por el público, Flavio Recaredo (1851), La verdad vence apariencias (1852), Errores del corazón (1852), El donativo del diablo (1852), La hija de las flores (1852) y La Aventurera (1853). Reedita sus Poesías (1851) y publica un relato de tema histórico Dolores. Páginas de una crónica de familia. Asimismo en el Semanario Pintoresco Español aparecen dos nuevas leyendas: La velada del helecho (1849) y La montaña maldita (1851). El éxito literario alcanzado, no impide, sin embargo, que Gertrudis Gómez de Avellaneda vea rechazada su pretensión de ingresar en la Real Academia Española de la Lengua en 1853.
Tras una relación amorosa con Antonio Romero Ortiz, la escritora se casará en 1855 con Domingo Verdugo y Massieu, coronel y diputado a Cortes. Su labor literaria no decae en estos años. Escribe varias leyendas que recogerá más tarde en sus Obras literarias y estrena Simpatía y antipatía (1855), La hija del rey René (1855), Oráculos de Talía o los duendes de palacio (1855), Los tres amores (1858) y Baltasar (1858), una de las mejores obras dramáticas de la autora. Producción que se verá alterada cuando Domingo Verdugo resulta gravemente herido en una disputa originada, precisamente, a raíz del estreno de los Tres amores. En 1859 el matrimonio se traslada a Cuba, donde el coronel Verdugo morirá en 1863 a consecuencia de la herida recibida en Madrid. Tras veintitrés años de ausencia, pues, Gertrudis Gómez de Avellaneda regresa a su tierra natal. Allí continuará sus trabajos literarios. Dirige en 1860 la revista El Álbum Cubano y en este medio publica, además de sus leyendas La montaña maldita, La dama de Amboto y La flor del ángel, sus discutidos artículos sobre La mujer. El 1 de febrero de 1873 muere en Madrid Gertrudis Gómez de Avellaneda, después de regresar a España (1864), y haber permanecido dos años en Sevilla y el resto en Madrid, dedicándose, casi exclusivamente, a la tarea de corregir sus obras y preparar la edición completa de las mismas, Obras literarias, dramáticas y poéticas (1869-1871).
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Gertrudis Gómez de Avellaneda
Breve biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Por M.ª Ángeles Ayala Aracil
(Universidad de Alicante)
La información y datos biográficos más fidedignos con que contamos para esbozar la trayectoria personal y profesional de Gertrudis Gómez de Avellaneda corresponden a los numerosos textos autobiográfícos -cartas y memorias- escritos por la propia autora a lo largo de su vida. La escritora nace en Puerto Príncipe, hoy Camagüey (Cuba), el 23 de marzo de 1814. Hija de padre español, don Manuel Gómez de Avellaneda, comandante de Marina, destinado en Cuba y madre cubana, doña Francisca de Arteaga y Betancourt, perteneciente a una ilustre y acaudalada familia isleña. Su infancia transcurre sin contratiempos hasta la muerte de su padre (1823) y posterior casamiento de su madre con don Gaspar de Escalada y López de la Peña en este mismo año. Matrimonio que Tula nunca terminará de aceptar. Su educación fue esmerada, tal como le correspondía por la clase social a la que pertenecía. Sus aficiones favoritas en este tiempo -representar comedias, redactar cuentos, lectura de novelas, poesías y comedias- indican claramente su inclinación por la literatura. La lectura de escritores románticos franceses e ingleses -Byron, Victor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Madame de Staël, George Sand- reforzaría, sin duda, su vocación literaria. A los catorce años, 1830, rechaza el matrimonio concertado por su familia y como consecuencia pierde la herencia de su abuelo.
En 1836 la familia decide establecerse en España, instalándose en La Coruña tras varios meses de viaje. El ambiente conservador de la ciudad no es del agrado de Gertrudis Gómez de Avellaneda y tras visitar Andalucía, acompañada por su hermano Manuel, la escritora fija su residencia en Sevilla. El animado ambiente cultural de la ciudad estimula la actividad creadora de Tula y da a conocer sus primeros trabajos literarios. En 1839 publica sus versos bajo el pseudónimo de La Peregrina en periódicos y revistas de esta ciudad y, más tarde, en algunos de Cádiz. En junio de 1840 estrena su primera obra dramática Leoncia, que es muy bien acogida por los espectadores sevillanos. En Sevilla conocerá a Ignacio de Cepeda, el hombre que despertó un apasionado amor en la joven escritora que se mantendrá vivo, a pesar de que él nunca le correspondió con la misma intensidad, a lo largo de casi toda su vida. Sentimiento amoroso que ella recreó con admirable maestría en la Autobiografía y cartas publicadas por Lorenzo Cruz en 1837.
A partir de 1840 la escritora se instala en Madrid y comienza un periodo de fecunda actividad literaria. Entre 1840 y 1846 Gertrudis da a conocer parte de su producción poética -Poesías (1841)-; publica novelas -Sab (1841), Dos mujeres (1842-1843), Espatolino (1844), Guatimozín (1845)-, artículos de costumbres -La dama de gran tono (1843) y leyendas La baronesa de Joux (1844)-; estrena en 1844 los dramas titulados Munio Alfonso y El príncipe de Viana y en 1846, Egilona. Son los años donde se consolida su prestigio literario. Participa en las veladas literarias del reconocido Liceo madrileño, donde se relaciona con los grandes escritores e intelectuales de la época: Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego, Manuel Quintana, Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, Nicomedes Pastor Díaz, José Zorrilla, Francisco de Paula y Mellado, entre otros, se convertirán en sus protectores y amigos. Éxito literario que coincide con la relación amorosa que la escritora mantiene durante 1844 y 1845 con el poeta Gabriel García Tassara. Fruto de esta relación es el nacimiento de una niña en abril de 1845 que solo sobrevivirá siete meses, sin que su padre se digne a verla, ni mucho menos reconocerla como suya. Gertrudis Gómez de Avellaneda acepta en mayo de 1846 contraer matrimonio con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid en aquel entonces. La unión dura poco más de seis meses, pues Sabater morirá de una afección en la laringe en Burdeos en agosto de 1846. Gertrudis Gómez de Avellaneda, tras pasar algunos meses en el convento de Nuestra Señora del Loreto de Burdeos reponiéndose de su pérdida, regresa a Madrid.
Reanuda su relación amorosa con Ignacio de Cepeda con idéntico resultado que la primera vez, pues Cepeda, de nuevo, no está a la altura de la apasionada Tula. Años, pues, de soledad afectiva, pero años de éxito literario. Entre 1849 y 1853 estrena siete obras dramáticas: Saúl (1849) tragedia bíblica calurosamente acogida por el público, Flavio Recaredo (1851), La verdad vence apariencias (1852), Errores del corazón (1852), El donativo del diablo (1852), La hija de las flores (1852) y La Aventurera (1853). Reedita sus Poesías (1851) y publica un relato de tema histórico Dolores. Páginas de una crónica de familia. Asimismo en el Semanario Pintoresco Español aparecen dos nuevas leyendas: La velada del helecho (1849) y La montaña maldita (1851). El éxito literario alcanzado, no impide, sin embargo, que Gertrudis Gómez de Avellaneda vea rechazada su pretensión de ingresar en la Real Academia Española de la Lengua en 1853.
Tras una relación amorosa con Antonio Romero Ortiz, la escritora se casará en 1855 con Domingo Verdugo y Massieu, coronel y diputado a Cortes. Su labor literaria no decae en estos años. Escribe varias leyendas que recogerá más tarde en sus Obras literarias y estrena Simpatía y antipatía (1855), La hija del rey René (1855), Oráculos de Talía o los duendes de palacio (1855), Los tres amores (1858) y Baltasar (1858), una de las mejores obras dramáticas de la autora. Producción que se verá alterada cuando Domingo Verdugo resulta gravemente herido en una disputa originada, precisamente, a raíz del estreno de los Tres amores. En 1859 el matrimonio se traslada a Cuba, donde el coronel Verdugo morirá en 1863 a consecuencia de la herida recibida en Madrid. Tras veintitrés años de ausencia, pues, Gertrudis Gómez de Avellaneda regresa a su tierra natal. Allí continuará sus trabajos literarios. Dirige en 1860 la revista El Álbum Cubano y en este medio publica, además de sus leyendas La montaña maldita, La dama de Amboto y La flor del ángel, sus discutidos artículos sobre La mujer. El 1 de febrero de 1873 muere en Madrid Gertrudis Gómez de Avellaneda, después de regresar a España (1864), y haber permanecido dos años en Sevilla y el resto en Madrid, dedicándose, casi exclusivamente, a la tarea de corregir sus obras y preparar la edición completa de las mismas, Obras literarias, dramáticas y poéticas (1869-1871).
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
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Gertrudis Gómez de Avellaneda
86. Amor y Orgullo
Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano
Contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento —en temerario vuelo—
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino. . .
¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño;
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
—Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!—
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú misma te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura.
Los lazos caprichosos que otros días
—Por pasatiempo— a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro;
Los que ahora rinden tu valor primero
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.
¿Qué esperaste ¡ay de ti! de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú —que anhelabas tan sublime objeto—
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla? . . .
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver' en mi frente
El sello del amor que te devora? . . .
¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.
¡Salga del pecho —requemando el labio—
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero? . . .
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?
Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:
Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos, donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga y halagando mata;
Nombre que hiere —como sierpe ingrata—
Al pecho que le anida.
¡No, no lo envíes, corazón, al labio! . . .
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Gertrudis Gómez de Avellaneda
86. Amor y Orgullo
Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano
Contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento —en temerario vuelo—
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino. . .
¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño;
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
—Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!—
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú misma te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura.
Los lazos caprichosos que otros días
—Por pasatiempo— a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro;
Los que ahora rinden tu valor primero
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.
¿Qué esperaste ¡ay de ti! de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú —que anhelabas tan sublime objeto—
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla? . . .
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver' en mi frente
El sello del amor que te devora? . . .
¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.
¡Salga del pecho —requemando el labio—
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero? . . .
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?
Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:
Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos, donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga y halagando mata;
Nombre que hiere —como sierpe ingrata—
Al pecho que le anida.
¡No, no lo envíes, corazón, al labio! . . .
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!
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“Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra
se acaba la diversión”.
se acaba la diversión”.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Eulogio Florentino Sanz
Sanz y Sánchez, Eulogio Florentino. Arévalo (Ávila), 11.III.1822 – Madrid, 24.IV.1881. Periodista, poeta, dramaturgo, crítico literario, diplomático y político.
• Resumen
o
o Eulogio Florentino Sanz fue un escritor de brillante pero no muy larga carrera a mediados del siglo XIX. En estos años fue uno de los autores españoles de mayor renombre, tanto en la poesía como en el teatro. Vivió en una época en que la literatura española, saliendo del Romanticismo, carecía de una orientación clara, y él fue uno de los autores que contribuyeron a encauzarla por nuevos rumbos: hacia el intimismo en la lírica y hacia el realismo en el teatro.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Eulogio Florentino Sanz
Sanz y Sánchez, Eulogio Florentino. Arévalo (Ávila), 11.III.1822 – Madrid, 24.IV.1881. Periodista, poeta, dramaturgo, crítico literario, diplomático y político.
• Resumen
o
o Eulogio Florentino Sanz fue un escritor de brillante pero no muy larga carrera a mediados del siglo XIX. En estos años fue uno de los autores españoles de mayor renombre, tanto en la poesía como en el teatro. Vivió en una época en que la literatura española, saliendo del Romanticismo, carecía de una orientación clara, y él fue uno de los autores que contribuyeron a encauzarla por nuevos rumbos: hacia el intimismo en la lírica y hacia el realismo en el teatro.
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“Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra
se acaba la diversión”.
se acaba la diversión”.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Eulogio Florentino Sanz
87. Epístola a Pedro
Quiero que sepas, aunque bien lo sabes,
Que a orillas del Sprée (ya que del río
Se hace mención en circunstancias graves)
Mora un semi-alemán, muy señor mío,
Que entre los rudos témpanos del Norte
Recuerda la amistad y olvida el frío.
Lejos de mi Madrid, la villa y corte,
Ni de ella falto yo porque esté lejos,
Ni hay una piedra allí que no me importe;
Pues sueña con la patria, a los reflejos
De su distante sol, el desterrado,
Como con su niñez sueñan los viejos.
Ver quisiera un momento, y a tu lado,
Cuál por ese aire azul nuestra Cibeles
En carroza triunfal rompe hacia el Prado . . .
¿Ríes? . . . Juzga el volar cuando no vueles . . .
¡Átomo harás del mundo que poseas
Y mundo harás del átomo que anheles!
Al sentir coram vulgo no te creas . . .
Al pensar coram vulgo, no te olvides
De compulsar a solas tus ideas.
Como dejes la España en que resides,
Donde quiera que estés, ya echarás menos
Esa patria de Dolfos y de Cides;
Que obeliscos y pórticos ajenos
Nunca valdrán los patrios palomares
Con las memorias de la infancia llenos.
Por eso, aunque dan son a mis cantares
Elba, Danubio y Rhin, yo los olvido
Recordando a mi pobre Manzanares.
¡Allí mi juventud! . . . ¡ay! ¿quién no ha oído
Desde cualquier región, ecos de aquella
Donde niñez y juventud han sido?
Hoy mi vida de ayer, pálida o bella,
Múltiple se repite en mis memorias,
Como en lágrimas mil única estrella . . .
Que quedan en el alma las historias
De dolor o placer, y allí se hacinan,
Del fundido metal muertas escorias.
Y, aunque ya no calientan ni iluminan,
Si al soplo de un suspiro se estremecen,
¡Aún consuelan el alma! . . . ¡o la asesinan!
Cuando al partir del sol las sombras crecen,
Y, entre sombras y sol, tibios instantes
En torno del horario se adormecen;
El dolor y el placer, férvidos antes,
Se pierden ya en el alma indefinidos,
A la luz y a la sombra semejantes.
Y en esta languidez de los sentidos,
Crepúsculo moral en que indolente
Se arrulla el corazón con sus latidos,
Pláceme contemplar indiferente
Cuál del dormido Sprée sobre la espalda
Y en lúbrico chapín sesga la gente.
O recordar el toldo de esmeralda
Que antes bordó el Abril en donde ahora
Nieve septentrional tiende su falda:
Mientras la luz del Héspero incolora
Baria el campo sin fin, que el
Norte rudo Salpicó de brillantes a la aurora.
• • • • • •
¡Hijo de otra región, trémulo y mudo
Con la mirada que por ti paseo.
Nieve septentrional, yo te saludo!
Una tarde de Mayo (casi creo
Que salta a mi memoria su hermosura
De este cuadro invernal, como un deseo),
Una tarde de flores y verdura,
Rica de cielo azul, sin un celaje,
Y empapada en aromas y frescura;
En que, al son de las auras, el ramaje
Trémulo de los tilos repetía
De otros lejanos bosques el mensaje;
Yo, con mi propio afán por compañía,
Del recinto salí que nombró el mundo
Corte del rey filósofo algún día.
A su verdor del Norte sin segundo,
De un frondoso jardín los laberintos
Atrajeron mi paso vagabundo . . .
En armoniosa confusión distintos,
Cándidos nardos y claveles rojos,
Tulipanes, violetas y jacintos,
De admirar el vergel diéronme antojos;
Y perdíme en sus vueltas, rebuscando,
Ya que no al corazón, pasto a los ojos.
Y una viola, que al favonio blando
Columpiaba su tímida corola,
Quise arrancar . . . Mas súbito, clavando
Mis ojos en el césped, donde sola
Daba al favonio sus esencias puras,
Respeté por el césped la viola. . . .
¡Guirnalda funeral, de desventuras
Y lágrimas nacida, eran las flores
De aquel vasto jardín de sepulturas!
Pero jardín. Allí, cuando los llores,
Aún te hablarán la amante o el amigo
Con aromas y jugos y colores . . .
¡Y de tu santo afán mudo testigo,
Algo en aquellas flores sepulcrales,
Algo del muerto bien será contigo!
Dentro de nuestros muros funerales
Jamás brota una flor. ...Mal brotaría
De ese alcázar de cal y mechinales,
Indice de la nada en simetría,
Que a la madre común roba los muertos
Para henchir su profana estantería;
¡Ruin estación de huéspedes inciertos
Que ofreciera a los vivos su morada
Por alquilar los túmulos abiertos!
De tierra sobre tierra fabricadas,
Más solemnes quizá, por más sencillas,
Las del santo jardín tumbas aisladas,
Con su césped de flores amarillas
Se elevan . . . no muy altas . . . a la altura
Del que llore, al besarlas, de rodillas.
¡Mas sola allí, sin flores, sin verdura,
Bajo su cruz de hierro se levanta
De un hispano cantor la sepultura! . . . (se refiere a Enrique Gil Carrasco)
Delante de su cruz tuve mi planta.
Y soñé que en su rótulo leía:
«¡Nunca duerme entre flores quien las canta!»
¡Pobre césped marchito! ¡Quién diría
Que el cantor de las flores en tu seno
Durmiera tan sin flores algún día!
Mas ¡ay del ruiseñor que, en aire ajeno,
Por atmósfera extraña sofocado,
Sobre extraña región cayó en el cieno!
¡Ay del vate infeliz que, amortajado
Con su negro ropón de peregrino,
Yace en su propia tumba desterrado!
Yo, al encontrar su cruz en mi camino,
Como engendra el dolor supersticiones,
Llamé tres veces al cantor divino.
Y de su lira desperté los sones,
Y turbé los sepulcros murmurando
La más triste canción de sus canciones . . .
Y a la viola, que al favonio blando
Columpiaba allí cerca su corola,
Volví turbios los ojos...Y clavando
La rodilla en el césped (donde sola
Era airón sepulcral de una doncella)
Desprendí de su césped la viola.
Y al lado del cantor volví con ella;
Y así lloré, sobre su cruz mi mano,
La del pobre cantor mísera estrella:
—Bien te dice mi voz que soy tu hermano;
¿Quién saludara tus despojos fríos
Sin el ¡ay! de mi acento castellano?
Diéronte ajena tumba hados impíos . . .
¡Si ojos extraños la contemplan secos,
Hoy la riegan de lágrimas los míos!
Sólo suena mi voz entre sus huecos,
Para que en ella, si la escuchas, halles
Los de tu propia voz póstumos ecos . . .
¡Por las desiertas y sombrías calles
Donde duerme tu féretro escondido,
No pasa, no, la Virgen de los valles!
Una vez que ha pasado no ha venido . . .
Trajéronla con rosas . . . A tu lado
La virgen, desde entonces, ha dormido . . .
Si su pálida sombra, al compasado
Son de media noche, inoportuna,
Flores entre tu césped ha buscado,
Bien habrá visto a la menguante luna
Que en el santo jardín, rico de flores,
Solo yace tu césped sin ninguna.
¡No tienes una flor!. .. Ni ¿a qué dolores
Una flor de tu césped respondiera
Con aromas y jugos y colores?
Sólo al riego de lágrimas naciera,
Y de tu fosa en el terrón ajeno
¿Quién derrama una lágrima siquiera?
¡Ay, sí, del ruiseñor, de vida lleno,
Que, en atmósfera extraña sofocado,
Sobre extraña región cayó en el cieno!
Cantor en el sepulcro desterrado,
Descansa en paz. ¡Adiós! . . . Y si a deshora
Un viajero del Sur pasa a tu lado,
Si al contemplar tu cruz, como yo ahora,
Con su idioma español el Viajero
Te llama aquí tres veces y aquí llora,
Dígale el son del aura lastimero
Cuál en los brazos de tu cruz escueta
Peregrino del Sur lloré primero . . .
¡Recibe con mi adiós tu vïoleta!
La tumba de la virgen te la envía . . .
• • • • •
¡Y al unirse la flor con su poeta,
Ya en el ocaso agonizaba el día!
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Eulogio Florentino Sanz
87. Epístola a Pedro
Quiero que sepas, aunque bien lo sabes,
Que a orillas del Sprée (ya que del río
Se hace mención en circunstancias graves)
Mora un semi-alemán, muy señor mío,
Que entre los rudos témpanos del Norte
Recuerda la amistad y olvida el frío.
Lejos de mi Madrid, la villa y corte,
Ni de ella falto yo porque esté lejos,
Ni hay una piedra allí que no me importe;
Pues sueña con la patria, a los reflejos
De su distante sol, el desterrado,
Como con su niñez sueñan los viejos.
Ver quisiera un momento, y a tu lado,
Cuál por ese aire azul nuestra Cibeles
En carroza triunfal rompe hacia el Prado . . .
¿Ríes? . . . Juzga el volar cuando no vueles . . .
¡Átomo harás del mundo que poseas
Y mundo harás del átomo que anheles!
Al sentir coram vulgo no te creas . . .
Al pensar coram vulgo, no te olvides
De compulsar a solas tus ideas.
Como dejes la España en que resides,
Donde quiera que estés, ya echarás menos
Esa patria de Dolfos y de Cides;
Que obeliscos y pórticos ajenos
Nunca valdrán los patrios palomares
Con las memorias de la infancia llenos.
Por eso, aunque dan son a mis cantares
Elba, Danubio y Rhin, yo los olvido
Recordando a mi pobre Manzanares.
¡Allí mi juventud! . . . ¡ay! ¿quién no ha oído
Desde cualquier región, ecos de aquella
Donde niñez y juventud han sido?
Hoy mi vida de ayer, pálida o bella,
Múltiple se repite en mis memorias,
Como en lágrimas mil única estrella . . .
Que quedan en el alma las historias
De dolor o placer, y allí se hacinan,
Del fundido metal muertas escorias.
Y, aunque ya no calientan ni iluminan,
Si al soplo de un suspiro se estremecen,
¡Aún consuelan el alma! . . . ¡o la asesinan!
Cuando al partir del sol las sombras crecen,
Y, entre sombras y sol, tibios instantes
En torno del horario se adormecen;
El dolor y el placer, férvidos antes,
Se pierden ya en el alma indefinidos,
A la luz y a la sombra semejantes.
Y en esta languidez de los sentidos,
Crepúsculo moral en que indolente
Se arrulla el corazón con sus latidos,
Pláceme contemplar indiferente
Cuál del dormido Sprée sobre la espalda
Y en lúbrico chapín sesga la gente.
O recordar el toldo de esmeralda
Que antes bordó el Abril en donde ahora
Nieve septentrional tiende su falda:
Mientras la luz del Héspero incolora
Baria el campo sin fin, que el
Norte rudo Salpicó de brillantes a la aurora.
• • • • • •
¡Hijo de otra región, trémulo y mudo
Con la mirada que por ti paseo.
Nieve septentrional, yo te saludo!
Una tarde de Mayo (casi creo
Que salta a mi memoria su hermosura
De este cuadro invernal, como un deseo),
Una tarde de flores y verdura,
Rica de cielo azul, sin un celaje,
Y empapada en aromas y frescura;
En que, al son de las auras, el ramaje
Trémulo de los tilos repetía
De otros lejanos bosques el mensaje;
Yo, con mi propio afán por compañía,
Del recinto salí que nombró el mundo
Corte del rey filósofo algún día.
A su verdor del Norte sin segundo,
De un frondoso jardín los laberintos
Atrajeron mi paso vagabundo . . .
En armoniosa confusión distintos,
Cándidos nardos y claveles rojos,
Tulipanes, violetas y jacintos,
De admirar el vergel diéronme antojos;
Y perdíme en sus vueltas, rebuscando,
Ya que no al corazón, pasto a los ojos.
Y una viola, que al favonio blando
Columpiaba su tímida corola,
Quise arrancar . . . Mas súbito, clavando
Mis ojos en el césped, donde sola
Daba al favonio sus esencias puras,
Respeté por el césped la viola. . . .
¡Guirnalda funeral, de desventuras
Y lágrimas nacida, eran las flores
De aquel vasto jardín de sepulturas!
Pero jardín. Allí, cuando los llores,
Aún te hablarán la amante o el amigo
Con aromas y jugos y colores . . .
¡Y de tu santo afán mudo testigo,
Algo en aquellas flores sepulcrales,
Algo del muerto bien será contigo!
Dentro de nuestros muros funerales
Jamás brota una flor. ...Mal brotaría
De ese alcázar de cal y mechinales,
Indice de la nada en simetría,
Que a la madre común roba los muertos
Para henchir su profana estantería;
¡Ruin estación de huéspedes inciertos
Que ofreciera a los vivos su morada
Por alquilar los túmulos abiertos!
De tierra sobre tierra fabricadas,
Más solemnes quizá, por más sencillas,
Las del santo jardín tumbas aisladas,
Con su césped de flores amarillas
Se elevan . . . no muy altas . . . a la altura
Del que llore, al besarlas, de rodillas.
¡Mas sola allí, sin flores, sin verdura,
Bajo su cruz de hierro se levanta
De un hispano cantor la sepultura! . . . (se refiere a Enrique Gil Carrasco)
Delante de su cruz tuve mi planta.
Y soñé que en su rótulo leía:
«¡Nunca duerme entre flores quien las canta!»
¡Pobre césped marchito! ¡Quién diría
Que el cantor de las flores en tu seno
Durmiera tan sin flores algún día!
Mas ¡ay del ruiseñor que, en aire ajeno,
Por atmósfera extraña sofocado,
Sobre extraña región cayó en el cieno!
¡Ay del vate infeliz que, amortajado
Con su negro ropón de peregrino,
Yace en su propia tumba desterrado!
Yo, al encontrar su cruz en mi camino,
Como engendra el dolor supersticiones,
Llamé tres veces al cantor divino.
Y de su lira desperté los sones,
Y turbé los sepulcros murmurando
La más triste canción de sus canciones . . .
Y a la viola, que al favonio blando
Columpiaba allí cerca su corola,
Volví turbios los ojos...Y clavando
La rodilla en el césped (donde sola
Era airón sepulcral de una doncella)
Desprendí de su césped la viola.
Y al lado del cantor volví con ella;
Y así lloré, sobre su cruz mi mano,
La del pobre cantor mísera estrella:
—Bien te dice mi voz que soy tu hermano;
¿Quién saludara tus despojos fríos
Sin el ¡ay! de mi acento castellano?
Diéronte ajena tumba hados impíos . . .
¡Si ojos extraños la contemplan secos,
Hoy la riegan de lágrimas los míos!
Sólo suena mi voz entre sus huecos,
Para que en ella, si la escuchas, halles
Los de tu propia voz póstumos ecos . . .
¡Por las desiertas y sombrías calles
Donde duerme tu féretro escondido,
No pasa, no, la Virgen de los valles!
Una vez que ha pasado no ha venido . . .
Trajéronla con rosas . . . A tu lado
La virgen, desde entonces, ha dormido . . .
Si su pálida sombra, al compasado
Son de media noche, inoportuna,
Flores entre tu césped ha buscado,
Bien habrá visto a la menguante luna
Que en el santo jardín, rico de flores,
Solo yace tu césped sin ninguna.
¡No tienes una flor!. .. Ni ¿a qué dolores
Una flor de tu césped respondiera
Con aromas y jugos y colores?
Sólo al riego de lágrimas naciera,
Y de tu fosa en el terrón ajeno
¿Quién derrama una lágrima siquiera?
¡Ay, sí, del ruiseñor, de vida lleno,
Que, en atmósfera extraña sofocado,
Sobre extraña región cayó en el cieno!
Cantor en el sepulcro desterrado,
Descansa en paz. ¡Adiós! . . . Y si a deshora
Un viajero del Sur pasa a tu lado,
Si al contemplar tu cruz, como yo ahora,
Con su idioma español el Viajero
Te llama aquí tres veces y aquí llora,
Dígale el son del aura lastimero
Cuál en los brazos de tu cruz escueta
Peregrino del Sur lloré primero . . .
¡Recibe con mi adiós tu vïoleta!
La tumba de la virgen te la envía . . .
• • • • •
¡Y al unirse la flor con su poeta,
Ya en el ocaso agonizaba el día!
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Adelardo López de Ayala
BIOGRAFÍA
Adelardo López de Ayala nació en Guadalcanal en 1828. Estudió el bachillerato y la carrera de Derecho en Sevilla, aunque no terminó los estudios. En 1849 se trasladó a Madrid, para intentar estrenar su primera obra teatral, Un hombre de estado, y lo consiguió en 1851 en el Teatro Español. Se casó con la intérprete protagonista, Teodora Lamadrid.
En 1851 escribió su primera zarzuela, Guerra a muerte.
Paralelamente se inició en la política, en 1857 fue elegido diputado por Mérida y al año siguiente fue elegido por Castuera. Sufrió un destierro a Portugal por oponerse al régimen de Isabel II y un año después suscribió el Manifiesto de Cádiz que ayudó a destronarla. Fue nombrado Ministro de Ultramar en el reinado de Amadeo I de Saboya, pero de nuevo sus opiniones políticas lo obligaron a dimitir. A la caída de éste, pactó con Cánovas del Castillo y en 1875, bajo el reinado de Alfonso XII, ocupó de nuevo el ministerio de Ultramar. En 1878 fue elegido presidente del Congreso.
En 1870 ingresó en la Real Academia de la Lengua Española.
Murió en Madrid en 1879.
BIBLIOGRAFÍA
Los dos Guzmanes (1851)
Rioja (1854)
Un hombre de Estado (1851)
El tejado de vidrio (1856)
El tanto por ciento (1861)
El nuevo Don Juan (1863)
Consuelo (1870)
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Adelardo López de Ayala
BIOGRAFÍA
Adelardo López de Ayala nació en Guadalcanal en 1828. Estudió el bachillerato y la carrera de Derecho en Sevilla, aunque no terminó los estudios. En 1849 se trasladó a Madrid, para intentar estrenar su primera obra teatral, Un hombre de estado, y lo consiguió en 1851 en el Teatro Español. Se casó con la intérprete protagonista, Teodora Lamadrid.
En 1851 escribió su primera zarzuela, Guerra a muerte.
Paralelamente se inició en la política, en 1857 fue elegido diputado por Mérida y al año siguiente fue elegido por Castuera. Sufrió un destierro a Portugal por oponerse al régimen de Isabel II y un año después suscribió el Manifiesto de Cádiz que ayudó a destronarla. Fue nombrado Ministro de Ultramar en el reinado de Amadeo I de Saboya, pero de nuevo sus opiniones políticas lo obligaron a dimitir. A la caída de éste, pactó con Cánovas del Castillo y en 1875, bajo el reinado de Alfonso XII, ocupó de nuevo el ministerio de Ultramar. En 1878 fue elegido presidente del Congreso.
En 1870 ingresó en la Real Academia de la Lengua Española.
Murió en Madrid en 1879.
BIBLIOGRAFÍA
Los dos Guzmanes (1851)
Rioja (1854)
Un hombre de Estado (1851)
El tejado de vidrio (1856)
El tanto por ciento (1861)
El nuevo Don Juan (1863)
Consuelo (1870)
_________________
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Adelardo López de Ayala
88. Epístola a Emilio Arrieta
De nuestra gran virtud y fortaleza
Al mundo hacemos con placer testigo:
Las ruindades del alma y su flaqueza
Sólo se cuentan al secreto amigo.
De mi ardiente ansiedad y mi tristeza
A solas quiero razonar contigo:
Rasgue a su alma sin pudor el velo
Quien busque admiración y no consuelo.
No quiera Dios que en rimas insolentes
De mi pesar al mundo le dé indicios,
Imitando a esos genios imprudentes
Que alzan la voz para cantar sus vicios.
Yo busco, retirado de las gentes,
De la amistad los dulces beneficios:
No hay causa ni razón que me convenza
De que es genio la falta de vergüenza.
En esta humilde y escondida estancia,
Donde aún resuenan con medroso acento
Los primeros sollozos de mi infancia
Y de mi padre el postrimer lamento:
Esclarecido el mundo a la distancia
A que de aquí le mira el pensamiento,
Se eleva la verdad que amaba tanto;
Y. antes que afecto, me produce espanto.
Aquí, aumentando mi congoja fiera.
Mi edad pasada y la presente miro.
La limpia voz de mi virtud entera.
Hoy convertida en áspero suspiro,
Y el noble aliento de mi edad primera
Trocado en la ansiedad con que respiro,
Claro publican dentro de mi pecho
Lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.
Me dotaron los cielos de profundo
Amor al bien y de valor bastante
Para exponer al embriagado mundo
Del vicio vil el sórdido semblante;
Y al ver que imbécil en el cieno hundo
De mi existencia la misión brillante,
Me parece que el hombre en voz confusa
Me pide el robo y de ladrón me acusa.
Y estos salvajes montes corpulentos,
Fieles amigos de la infancia mía,
Que con la voz de los airados vientos
Me hablaban de virtud y de energía,
Hoy con duros semblantes macilentos
Contemplan mi abandono y cobardía,
Y gimen de dolor, y cuando braman,
Ingrato y débil y traidor me llaman.
Tal vez a la batalla me apercibo;
Dudo de mi constancia y de esta duda
Toma ocasión el vicio ejecutivo
Para moverme guerra más sañuda;
Y, cuando débil el combate esquivo,
«Mañana, digo, llegará en mi ayuda»;
¡Y mañana es la muerte, y mi ansia vana
Deja mi redención para mañana!
Perdido tengo el crédito conmigo,
Y avanza cual gangrena el desaliento:
Conozco y aborrezco a mi enemigo,
Y en sus brazos me arrojo soñoliento.
La conciencia el deleite que consigo
Perturba siempre: sofocar su acento
Quiere el placer, y, lleno de impaciencia,
Ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.
Inquieto, vacilante, confundido
Con la múltiple forma del deseo,
Impávido una vez, otra corrido
Del vergonzoso estado en que me veo,
Al mismo Dios contemplo arrepentido
De darme un alma que tan mal empleo:
La hacienda que he perdido no era mía,
Y el deshonor los tuétanos me enfría.
Aquí, revuelto en la fatal madeja
Del torpe amor, disipador cansado
Del tiempo, que al pasar sólo me deja
El disgusto de haberlo malgastado;
Si el hondo afán con que de mí se queja
Todo mi ser, me tiene desvelado,
¿Por qué no es antes noble impedimento
Lo que es después atroz remordimiento?
¡Valor! y que resulte de mi daño
Fecundo el bien: que de la edad perdida
Brote la clara luz del desengaño
Iluminando mi razón dormida:
Para vivir me basta con un ario,
Que envejecer no es alargar la vida:
¡Joven murió tal vez que eterno ha sido,
Y viejos mueren sin haber vivido!
Que tu voz, queridísimo Emiliano,
Me mantenga seguro en mi porfía;
Y así el Creador, que con tan larga mano
Te regaló fecunda fantasía,
Te enriquezca, mostrándote el arcano
De su eterna y espléndida armonía;
Tanto, que el hombre, en su placer o duelo
Tu canto elija para hablar al cielo.
Los ecos de la cándida alborada,
Que al mundo anima en blando movimiento,
Te demuestren del alma enamorada
El dulce anhelo y el primer acento;
El rumor de la noche sosegada,
La noble gravedad del pensamiento;
Y las quejas del ábrego sombrío
La ronca voz del corazón impío.
Y el gran torrente que, con pena tanta,
Por las quiebras del hondo precipicio,
Rugiendo de amargura, se quebranta,
Deje en tu alma verdadero indicio
De la virtud, que gime y se abrillanta
En las quiebras del rudo sacrificio,
Y en tu canto resuenen juntamente
El bien futuro y el dolor presente.
Y en las férvidas olas impelidas
Del huracán, que asalta las estrellas,
Y rebraman, mostrando embravecidas
Que el aliento de Dios se encierra en ellas,
Aprendas las canciones dirigidas
Al que para en su curso las centellas,
Y resuene tu voz de polo a polo,
De su grandeza intérprete tú solo.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Adelardo López de Ayala
88. Epístola a Emilio Arrieta
De nuestra gran virtud y fortaleza
Al mundo hacemos con placer testigo:
Las ruindades del alma y su flaqueza
Sólo se cuentan al secreto amigo.
De mi ardiente ansiedad y mi tristeza
A solas quiero razonar contigo:
Rasgue a su alma sin pudor el velo
Quien busque admiración y no consuelo.
No quiera Dios que en rimas insolentes
De mi pesar al mundo le dé indicios,
Imitando a esos genios imprudentes
Que alzan la voz para cantar sus vicios.
Yo busco, retirado de las gentes,
De la amistad los dulces beneficios:
No hay causa ni razón que me convenza
De que es genio la falta de vergüenza.
En esta humilde y escondida estancia,
Donde aún resuenan con medroso acento
Los primeros sollozos de mi infancia
Y de mi padre el postrimer lamento:
Esclarecido el mundo a la distancia
A que de aquí le mira el pensamiento,
Se eleva la verdad que amaba tanto;
Y. antes que afecto, me produce espanto.
Aquí, aumentando mi congoja fiera.
Mi edad pasada y la presente miro.
La limpia voz de mi virtud entera.
Hoy convertida en áspero suspiro,
Y el noble aliento de mi edad primera
Trocado en la ansiedad con que respiro,
Claro publican dentro de mi pecho
Lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.
Me dotaron los cielos de profundo
Amor al bien y de valor bastante
Para exponer al embriagado mundo
Del vicio vil el sórdido semblante;
Y al ver que imbécil en el cieno hundo
De mi existencia la misión brillante,
Me parece que el hombre en voz confusa
Me pide el robo y de ladrón me acusa.
Y estos salvajes montes corpulentos,
Fieles amigos de la infancia mía,
Que con la voz de los airados vientos
Me hablaban de virtud y de energía,
Hoy con duros semblantes macilentos
Contemplan mi abandono y cobardía,
Y gimen de dolor, y cuando braman,
Ingrato y débil y traidor me llaman.
Tal vez a la batalla me apercibo;
Dudo de mi constancia y de esta duda
Toma ocasión el vicio ejecutivo
Para moverme guerra más sañuda;
Y, cuando débil el combate esquivo,
«Mañana, digo, llegará en mi ayuda»;
¡Y mañana es la muerte, y mi ansia vana
Deja mi redención para mañana!
Perdido tengo el crédito conmigo,
Y avanza cual gangrena el desaliento:
Conozco y aborrezco a mi enemigo,
Y en sus brazos me arrojo soñoliento.
La conciencia el deleite que consigo
Perturba siempre: sofocar su acento
Quiere el placer, y, lleno de impaciencia,
Ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.
Inquieto, vacilante, confundido
Con la múltiple forma del deseo,
Impávido una vez, otra corrido
Del vergonzoso estado en que me veo,
Al mismo Dios contemplo arrepentido
De darme un alma que tan mal empleo:
La hacienda que he perdido no era mía,
Y el deshonor los tuétanos me enfría.
Aquí, revuelto en la fatal madeja
Del torpe amor, disipador cansado
Del tiempo, que al pasar sólo me deja
El disgusto de haberlo malgastado;
Si el hondo afán con que de mí se queja
Todo mi ser, me tiene desvelado,
¿Por qué no es antes noble impedimento
Lo que es después atroz remordimiento?
¡Valor! y que resulte de mi daño
Fecundo el bien: que de la edad perdida
Brote la clara luz del desengaño
Iluminando mi razón dormida:
Para vivir me basta con un ario,
Que envejecer no es alargar la vida:
¡Joven murió tal vez que eterno ha sido,
Y viejos mueren sin haber vivido!
Que tu voz, queridísimo Emiliano,
Me mantenga seguro en mi porfía;
Y así el Creador, que con tan larga mano
Te regaló fecunda fantasía,
Te enriquezca, mostrándote el arcano
De su eterna y espléndida armonía;
Tanto, que el hombre, en su placer o duelo
Tu canto elija para hablar al cielo.
Los ecos de la cándida alborada,
Que al mundo anima en blando movimiento,
Te demuestren del alma enamorada
El dulce anhelo y el primer acento;
El rumor de la noche sosegada,
La noble gravedad del pensamiento;
Y las quejas del ábrego sombrío
La ronca voz del corazón impío.
Y el gran torrente que, con pena tanta,
Por las quiebras del hondo precipicio,
Rugiendo de amargura, se quebranta,
Deje en tu alma verdadero indicio
De la virtud, que gime y se abrillanta
En las quiebras del rudo sacrificio,
Y en tu canto resuenen juntamente
El bien futuro y el dolor presente.
Y en las férvidas olas impelidas
Del huracán, que asalta las estrellas,
Y rebraman, mostrando embravecidas
Que el aliento de Dios se encierra en ellas,
Aprendas las canciones dirigidas
Al que para en su curso las centellas,
Y resuene tu voz de polo a polo,
De su grandeza intérprete tú solo.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Ramón de Campoamor
BIOGRAFÍA
Ramón de Campoamor y Campoosorio nació en Navia, Asturias, el 24 septiembre de 1817. Su padre era un modesto campesino y su madre una rica hacendada. A los nueve años comenzó sus estudios secundarios en la villa de Puerto de Vega. Posteriormente cursó estudios de filosofía en Santiago de Compostela y de lógica y matemáticas, en Madrid. A los dieciocho años se trasladó a Torrejón de Ardoz (Madrid) donde empezó los estudios de Medicina, pero los dejó en breve tiempo. A los veinte años publicó su primera obra impresa, una comedia titulada "Una mujer generosa" y sus primeros versos "Ternezas y flores".
Se afilió al partido moderado y fue nombrado gobernador civil de la provincia de Castellón. Se casó con Guillermina o'Gorman, una joven dama de acomodada familia irlandesa afincada en Alicante; una devotísima católica, de cuya unión no hubo descendencia. Entre 1851 y 1854 fue gobernador de Valencia e intervino con un escaño en el Congreso. En 1861 fue designado como miembro de la Real Academia de la Lengua Española, ocupando el sillón E.
Murió en Madrid el once de febrero de 1901.
BIBLIOGRAFÍA
Teatro
Una mujer generosa, comedia en dos actos, 1838.
Poesía
Ternezas y flores, versos románticos, 1838.
Ayes del alma, 1840.
Doloras, 1846.
Pequeños poemas.
Humoradas.
Nochebuena.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Ramón de Campoamor
BIOGRAFÍA
Ramón de Campoamor y Campoosorio nació en Navia, Asturias, el 24 septiembre de 1817. Su padre era un modesto campesino y su madre una rica hacendada. A los nueve años comenzó sus estudios secundarios en la villa de Puerto de Vega. Posteriormente cursó estudios de filosofía en Santiago de Compostela y de lógica y matemáticas, en Madrid. A los dieciocho años se trasladó a Torrejón de Ardoz (Madrid) donde empezó los estudios de Medicina, pero los dejó en breve tiempo. A los veinte años publicó su primera obra impresa, una comedia titulada "Una mujer generosa" y sus primeros versos "Ternezas y flores".
Se afilió al partido moderado y fue nombrado gobernador civil de la provincia de Castellón. Se casó con Guillermina o'Gorman, una joven dama de acomodada familia irlandesa afincada en Alicante; una devotísima católica, de cuya unión no hubo descendencia. Entre 1851 y 1854 fue gobernador de Valencia e intervino con un escaño en el Congreso. En 1861 fue designado como miembro de la Real Academia de la Lengua Española, ocupando el sillón E.
Murió en Madrid el once de febrero de 1901.
BIBLIOGRAFÍA
Teatro
Una mujer generosa, comedia en dos actos, 1838.
Poesía
Ternezas y flores, versos románticos, 1838.
Ayes del alma, 1840.
Doloras, 1846.
Pequeños poemas.
Humoradas.
Nochebuena.
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se acaba la diversión”.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Ramón de Campoamor
89-¡Quién Supiera Escribir!
I
—Escribidme una carta, señor Cura.
—Ya sé para quién es.
—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
Nos visteis juntos? —Pues.
—Perdonad; mas . . . —No extraño ese tropiezo.
La noche . . . la ocasión . . .
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón:
—¿Querido? . . . Pero, en fin, ya lo habéis puesto . . .
—Si no queréis . . . —¡Sí, sí!
—¡Qué triste estoy! ¿No es eso? —Por supuesto
—¡Qué triste estoy sin ti!
Una congoja, al empezar, me viene . . .
—¿Cómo sabéis mi mal?
—Para un viejo, una niña siempre tiene
El pecho de cristal.
¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
—Haced la letra clara, señor Cura;
Que lo entienda eso bien.
—El beso aquel que de marchar a punto
Te di . . . —¿Cómo sabéis? . . .
—Cuando se va y se viene y se está junto
Siempre . . . nos os afrentéis . . .
Y si volver tu afecto no procura
Tanto me harás sufrir . . .
—¿Sufrir y nada más? No, señor Cura,
¡Que me voy a morir!
—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo? . . .
—Pues, sí, señor, ¡morir!
—Yo no pongo morir. —¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!
II
¡Señor Rector, señor Rector! en vano
Me queréis complacer,
Si no encarnan los signos de la mano
Todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
Ya en mí no quiere estar;
Que la pena no me ahoga cada día.
Porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
No se saben abrir;
Que olvidan de la risa el movimiento
A fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
Cargados con mi afán,
Como no tienen quien se mire en ellos,
Cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
La ausencia el más atroz;
Que es un perpetuo sueño de mi oído
El eco de su voz . . .
Que siendo por su causa, el alma mía
¡Goza tanto en sufrir! . . .
Dios mío ¡cuántas cosas le diría
Si supiera escribir! . . .
III
Epílogo
—Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón . . . En fin,
Que es inútil saber para esto arguyo
Ni el griego ni el latín.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Ramón de Campoamor
89-¡Quién Supiera Escribir!
I
—Escribidme una carta, señor Cura.
—Ya sé para quién es.
—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
Nos visteis juntos? —Pues.
—Perdonad; mas . . . —No extraño ese tropiezo.
La noche . . . la ocasión . . .
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón:
—¿Querido? . . . Pero, en fin, ya lo habéis puesto . . .
—Si no queréis . . . —¡Sí, sí!
—¡Qué triste estoy! ¿No es eso? —Por supuesto
—¡Qué triste estoy sin ti!
Una congoja, al empezar, me viene . . .
—¿Cómo sabéis mi mal?
—Para un viejo, una niña siempre tiene
El pecho de cristal.
¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
—Haced la letra clara, señor Cura;
Que lo entienda eso bien.
—El beso aquel que de marchar a punto
Te di . . . —¿Cómo sabéis? . . .
—Cuando se va y se viene y se está junto
Siempre . . . nos os afrentéis . . .
Y si volver tu afecto no procura
Tanto me harás sufrir . . .
—¿Sufrir y nada más? No, señor Cura,
¡Que me voy a morir!
—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo? . . .
—Pues, sí, señor, ¡morir!
—Yo no pongo morir. —¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!
II
¡Señor Rector, señor Rector! en vano
Me queréis complacer,
Si no encarnan los signos de la mano
Todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
Ya en mí no quiere estar;
Que la pena no me ahoga cada día.
Porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
No se saben abrir;
Que olvidan de la risa el movimiento
A fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
Cargados con mi afán,
Como no tienen quien se mire en ellos,
Cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
La ausencia el más atroz;
Que es un perpetuo sueño de mi oído
El eco de su voz . . .
Que siendo por su causa, el alma mía
¡Goza tanto en sufrir! . . .
Dios mío ¡cuántas cosas le diría
Si supiera escribir! . . .
III
Epílogo
—Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón . . . En fin,
Que es inútil saber para esto arguyo
Ni el griego ni el latín.
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Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
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Ramón de Campoamor
90. Lo Que Hace el Tiempo
A Blanca Rosa de Osma
Con mis coplas, Blanca Rosa,
Tal vez te cause cuidados
Por cantar
Con la voz ya temblorosa,
Y los ojos ya cansados
De llorar.
Hoy para ti sólo hay glorias,
Y danzas y flores bellas;
Mas después,
Se alzarán tristes memorias,
Hasta de las mismas huellas
De tus pies.
En tus fiestas seductoras
¿No oyes del alma en lo interno
Un rumor,
Que lúgubre a todas horas,
Nos dice que no es eterno
Nuestro amor?
¡Cuánto a creer se resiste
Una verdad tan odiosa
Tu bondad!
¡Y esto fuera menos triste
Si no fuera, Blanca Rosa,
Tan verdad!
Te aseguro, como amigo,
Que es muy raro, y no te extrañe,
Amar bien.
Siento decir lo que digo;
Pero ¿quieres que te engañe
Yo también?
Pasa un viento arrebatado,
Viene amor, y a dos en uno
Funde Dios;
Sopla el desamor helado,
Y vuelve a hacer, importuno,
De uno, dos.
Que amor, de egoísmo lleno,
A su gusto se acomoda
Bien y mal;
En él hasta herir es bueno,
Se ama o no se ama, ésta es toda
Su moral.
¡Oh! ¡qué bien cumple el amante,
Cuando aun tiene la inocencia,
Su deber!
Y ¡cómo, más adelante,
Aviene con su conciencia
Su placer!
¿Y es culpable el que, sediento,
Buscando va en nuevos lazos
Otro amor?
¡Sí! culpable como el viento
Que, al pasar, hace pedazos
Una flor.
¿Verdad que es abominable
Que el corazón vagabundo
Mude así,
Sin ser por ello culpable,
Porque esto pasa en el mundo
Porque sí?
Se ama una vez sin medida,
Y aun se vuelve a amar sin tino
Más de dos.
¡Cuán versátil es la vida!
¡Cuán vano es nuestro destino,
Santo Dios!
É1 lleve tu labio ayuno
A algún manantial querido
De placer,
Donde dichosa, ninguno
Te enserie nunca el olvido
Del deber.
Siempre el destino constante
Nos da cual vil usurero
Su favor:
Da amor primero y no amante;
Después mucho amante, pero
Poco amor.
Tranquila a veces reposa,
Y otras se marcha volando
Nuestra fe.
Y esto pasa, Blanca Rosa,
Sin saber cómo, ni cuándo,
Ni por qué.
Nunca es estable el deseo,
Ni he visto jamás terneza
Siempre igual.
Y ¿a qué negarlo? No creo
Ni del bien en la fijeza,
Ni del mal.
Este ir y venir sin tasa,
Y este moverse impaciente,
Pasa así,
Porque así ha pasado y pasa,
Porque sí, y ¡ay! solamente
Porque sí.
¡Cuán inútil es que huyamos
De los fáciles amores
Con horror,
Si cuanto más las pisamos,
Más nos embriagan las flores
Con su olor!
El cielo sin duda envía
La lucha a la tormentosa
Juventud;
Pues ¿qué mérito tendría
Sin esfuerzos, Blanca Rosa,
La virtud?
¡Ay! un alma inteligente,
Siempre en nuestra alma divisa
Una flor.
Que se abre infaliblemente
Al soplo de alguna brisa
De otro amor.
Mas dirás: —¿Y en qué consiste
Que todo a mudar convida?—
¡Ay de mí!
En que la vida es muy triste . . .
Pero aunque triste, la vida
Es así.
Y si no es amor el vaso
Donde el sobrante se vierte
Del dolor,
Pregunto yo: —¿Es digno acaso
De ocuparnos vida y muerte
Tal amor?—
Nunca sepas, Blanca Rosa,
Que es la dicha una locura,
Cual yo sé;
Si quieres ser venturosa,
Ten mucha fe en la ventura,
Mucha fe.
Si eres feliz algún día,
¡Guay, que el recuerdo tirano
De otro amor
No se filtre en tu alegría,
Cual se desliza un gusano
Roedor!
Tú eres de las almas buenas,
Cuyos honrados amores
Siempre son
Los que bendicen sus penas,
Penas que se abren en flores
De pasión.
Con tus visiones hermosas,
Nunca de tu alma el abismo
Llenarás,
Pues la fuerza de las cosas
Puede más que Hércules mismo,
¡Mucho más! . . .
Si huye una vez la ventura,
Nadie después ve las flores
Renacer
Que cubren la sepultura
De los recuerdos traidores
Del ayer.
¿Y quién es el responsable
De hacer tragar sin medida
Tanta hiel?
¡La vida! ¡ésa es la culpable!
La vida, sólo es la vida
Nuestra infiel.
La vida, que desalada,
De un vértigo del infierno
Corre en pos:
Ella corre hacia la nada;
¿Quieres ir hacia lo eterno?
Ve hacia Dios.
¡Sí! corre hacia Dios, y Él haga
Que tengas siempre una vieja
Juventud.
La tumba todo lo traga;
Sólo de tragarse deja
La virtud.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
Ramón de Campoamor
90. Lo Que Hace el Tiempo
A Blanca Rosa de Osma
Con mis coplas, Blanca Rosa,
Tal vez te cause cuidados
Por cantar
Con la voz ya temblorosa,
Y los ojos ya cansados
De llorar.
Hoy para ti sólo hay glorias,
Y danzas y flores bellas;
Mas después,
Se alzarán tristes memorias,
Hasta de las mismas huellas
De tus pies.
En tus fiestas seductoras
¿No oyes del alma en lo interno
Un rumor,
Que lúgubre a todas horas,
Nos dice que no es eterno
Nuestro amor?
¡Cuánto a creer se resiste
Una verdad tan odiosa
Tu bondad!
¡Y esto fuera menos triste
Si no fuera, Blanca Rosa,
Tan verdad!
Te aseguro, como amigo,
Que es muy raro, y no te extrañe,
Amar bien.
Siento decir lo que digo;
Pero ¿quieres que te engañe
Yo también?
Pasa un viento arrebatado,
Viene amor, y a dos en uno
Funde Dios;
Sopla el desamor helado,
Y vuelve a hacer, importuno,
De uno, dos.
Que amor, de egoísmo lleno,
A su gusto se acomoda
Bien y mal;
En él hasta herir es bueno,
Se ama o no se ama, ésta es toda
Su moral.
¡Oh! ¡qué bien cumple el amante,
Cuando aun tiene la inocencia,
Su deber!
Y ¡cómo, más adelante,
Aviene con su conciencia
Su placer!
¿Y es culpable el que, sediento,
Buscando va en nuevos lazos
Otro amor?
¡Sí! culpable como el viento
Que, al pasar, hace pedazos
Una flor.
¿Verdad que es abominable
Que el corazón vagabundo
Mude así,
Sin ser por ello culpable,
Porque esto pasa en el mundo
Porque sí?
Se ama una vez sin medida,
Y aun se vuelve a amar sin tino
Más de dos.
¡Cuán versátil es la vida!
¡Cuán vano es nuestro destino,
Santo Dios!
É1 lleve tu labio ayuno
A algún manantial querido
De placer,
Donde dichosa, ninguno
Te enserie nunca el olvido
Del deber.
Siempre el destino constante
Nos da cual vil usurero
Su favor:
Da amor primero y no amante;
Después mucho amante, pero
Poco amor.
Tranquila a veces reposa,
Y otras se marcha volando
Nuestra fe.
Y esto pasa, Blanca Rosa,
Sin saber cómo, ni cuándo,
Ni por qué.
Nunca es estable el deseo,
Ni he visto jamás terneza
Siempre igual.
Y ¿a qué negarlo? No creo
Ni del bien en la fijeza,
Ni del mal.
Este ir y venir sin tasa,
Y este moverse impaciente,
Pasa así,
Porque así ha pasado y pasa,
Porque sí, y ¡ay! solamente
Porque sí.
¡Cuán inútil es que huyamos
De los fáciles amores
Con horror,
Si cuanto más las pisamos,
Más nos embriagan las flores
Con su olor!
El cielo sin duda envía
La lucha a la tormentosa
Juventud;
Pues ¿qué mérito tendría
Sin esfuerzos, Blanca Rosa,
La virtud?
¡Ay! un alma inteligente,
Siempre en nuestra alma divisa
Una flor.
Que se abre infaliblemente
Al soplo de alguna brisa
De otro amor.
Mas dirás: —¿Y en qué consiste
Que todo a mudar convida?—
¡Ay de mí!
En que la vida es muy triste . . .
Pero aunque triste, la vida
Es así.
Y si no es amor el vaso
Donde el sobrante se vierte
Del dolor,
Pregunto yo: —¿Es digno acaso
De ocuparnos vida y muerte
Tal amor?—
Nunca sepas, Blanca Rosa,
Que es la dicha una locura,
Cual yo sé;
Si quieres ser venturosa,
Ten mucha fe en la ventura,
Mucha fe.
Si eres feliz algún día,
¡Guay, que el recuerdo tirano
De otro amor
No se filtre en tu alegría,
Cual se desliza un gusano
Roedor!
Tú eres de las almas buenas,
Cuyos honrados amores
Siempre son
Los que bendicen sus penas,
Penas que se abren en flores
De pasión.
Con tus visiones hermosas,
Nunca de tu alma el abismo
Llenarás,
Pues la fuerza de las cosas
Puede más que Hércules mismo,
¡Mucho más! . . .
Si huye una vez la ventura,
Nadie después ve las flores
Renacer
Que cubren la sepultura
De los recuerdos traidores
Del ayer.
¿Y quién es el responsable
De hacer tragar sin medida
Tanta hiel?
¡La vida! ¡ésa es la culpable!
La vida, sólo es la vida
Nuestra infiel.
La vida, que desalada,
De un vértigo del infierno
Corre en pos:
Ella corre hacia la nada;
¿Quieres ir hacia lo eterno?
Ve hacia Dios.
¡Sí! corre hacia Dios, y Él haga
Que tengas siempre una vieja
Juventud.
La tumba todo lo traga;
Sólo de tragarse deja
La virtud.
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“Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra
se acaba la diversión”.
se acaba la diversión”.
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- Mensaje n°269
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Selgas
El José Selgas Carrasco (Lorca, 27 de noviembre de 1822-Madrid, 5 de febrero de 1882) fue un escritor, funcionario y periodista español.
Biografía
De familia por extremo pobre, se quedó huérfano muy joven y tuvo que abandonar sus estudios en el Seminario Mayor de San Fulgencio de Murcia; marchó a Madrid, donde trabajaría durante toda su vida como funcionario y donde lo protegieron el conde de San Luis y Aureliano Fernández Guerra. El primero le consiguió algunos empleos no mal remunerados para la época y el segundo lo propuso como académico de la Real Academia Española, de la que fue elegido numerario en 1874. González Bravo lo hizo diputado. Fue ultraconservador en política y neocatólico en lo moral. Fundó el famoso periódico satírico El Padre Cobos para combatir a los progresistas.
Durante el Sexenio Revolucionario se adhirió al carlismo.1 Entre 1868 a 1870 fue el más firme y eficaz colaborador de La Gorda, periódico de áspera oposición. Cuando el general Martínez Campos fue primer ministro, en plena Restauración, fue nombrado subsecretario suyo. En 1881 Selgas perteneció a la Unión Católica de Alejandro Pidal.2 No obstante, según el diario tradicionalista El Siglo Futuro, el espíritu de sus obras literarias no era el de los liberales conservadores, a quienes, según este periódico, «maltrataba con evidente justicia y sin ninguna piedad».3
Escritor muy popular en su tiempo, en la actualidad está muy olvidado; su poesía, defensora de los valores tradicionales campesinos y familiares, representa en España lo mismo que la de Giovanni Pascoli para Italia.
Obra
Como poeta lírico representa, después de las exageraciones románticas, una tendencia ecléctica. Canta con sensibilidad las flores, la inocencia, la hermosura de la Naturaleza, la religiosidad, la alegría sana y la tristeza resignada. Su ensalzamiento de los valores hogareños emocionaba a Unamuno. Cantó sus temas en pequeños poemas a manera de miniaturas.
Sus libros La primavera (1850) y El estío (1853) están formados por piezas en que, bajo el ejemplo de flores u otras personificaciones sencillas, trata de deducir un precepto moral. Estos preceptos no suelen ser muy variados ni muy trascendentales: se fundan casi siempre en el episodio de unas flores enamoradas. En "Lágrimas fecundas" están enamorados un nardo y una diamela; en "La ingratitud", un alelí y una rosa; en "Verdadero amor", un jacinto de una rosa de Alejandría; en "Las azucenas", el céfiro de una azucena. Como se comprenderá, el partido que puede extraerse de esta temática deliberadamente menor es muy escaso, y se reduce a proclamar las virtudes de la constancia, de la pureza o de la modestia, o condenar la envidia y la ingratitud.
Idénticas conclusiones y por los mismos procedimientos se extraen en El estío, pero la misión moralizadora se encomienda esta vez a abstracciones como el alba, las auras, la mañana y la tarde, etcétera, aunque todavía hay poemas a las flores, como "Las dos amapolas", "Los lirios azules", "La magnolia", "La sensitiva". Mejores son los poemas de Flores y espinas (1879)
Entre sus novelas, escritas en excelente prosa, destacan: Dos para dos, El pacto secreto, Dos rivales y Una madre el cual destaca por su publicación un año después de la fecha de su muerte y por la excelente interpretación de los personajes en la trama además de ser el único libro de este autor que contenía imágenes representativas así como ser nombrada novela del ahora en honor a su muerte y considerada la mejor en 1883. Es asimismo destacable su cultivo del cuento y la novela corta de carácter fantástico, en dos colecciones de relatos: Escenas fantásticas y Mundo invisible. Finalmente, en sus artículos de costumbres y de crítica literaria, desplegó un gran e implacable talento satírico de humor muy rebuscado, abundante en paradojas, antífrasis y retruécanos. Su tema preferente es la cruzada contra la ciencia y la civilización modernas, en lo cual era especialmente cáustico y mordaz. Recogió sus artículos periodísticos en Hojas sueltas, Más hojas sueltas (1866) Estudios sociales, Manzana de Oro (1872), Obras (1882) etcétera.
Bibliografía
Entre 1884 y 1894 se publicó una excelente edición de sus Obras en 13 volúmenes.
Lírica
La primavera (1850)
• El estío (1853)
• Flores y espinas (1879)
• Versos póstumos (1883)
Novelas
• Deuda del corazón (1872)
• La manzana de oro (1872)
• Una madre (1883) etc.
Cuentos
Escenas fantásticas (1877)
• Mundo invisible (1877).
Artículos y ensayos
Estudios sociales. I. Hojas Sueltas y más hojas sueltas (2 vol.). II. Nuevas hojas sueltas. III. Luces y sombras y libro de memorias. IV. Delicias del nuevo paraíso y cosas del día. V. Fisionomías contemporáneas Madrid: Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1883-1889, cinco volúmenes
• Hechos y dichos (continuación de las Cosas del Día) Idilio patibulario. El banco. Cuenta corriente. La emoción del día. Los suicidios. Frases hechas. Sevilla: Francisco Álvarez y Cª, 1879.
• Hojas sueltas. Viajes ligeros alrededor de varios asuntos (La guerra, La Semana Santa, El crédito, El dinero, Los niños, La esperanza...).
• Libro de memorias Madrid: Imprenta del Centro General de Administración, 1866
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Selgas
El José Selgas Carrasco (Lorca, 27 de noviembre de 1822-Madrid, 5 de febrero de 1882) fue un escritor, funcionario y periodista español.
Biografía
De familia por extremo pobre, se quedó huérfano muy joven y tuvo que abandonar sus estudios en el Seminario Mayor de San Fulgencio de Murcia; marchó a Madrid, donde trabajaría durante toda su vida como funcionario y donde lo protegieron el conde de San Luis y Aureliano Fernández Guerra. El primero le consiguió algunos empleos no mal remunerados para la época y el segundo lo propuso como académico de la Real Academia Española, de la que fue elegido numerario en 1874. González Bravo lo hizo diputado. Fue ultraconservador en política y neocatólico en lo moral. Fundó el famoso periódico satírico El Padre Cobos para combatir a los progresistas.
Durante el Sexenio Revolucionario se adhirió al carlismo.1 Entre 1868 a 1870 fue el más firme y eficaz colaborador de La Gorda, periódico de áspera oposición. Cuando el general Martínez Campos fue primer ministro, en plena Restauración, fue nombrado subsecretario suyo. En 1881 Selgas perteneció a la Unión Católica de Alejandro Pidal.2 No obstante, según el diario tradicionalista El Siglo Futuro, el espíritu de sus obras literarias no era el de los liberales conservadores, a quienes, según este periódico, «maltrataba con evidente justicia y sin ninguna piedad».3
Escritor muy popular en su tiempo, en la actualidad está muy olvidado; su poesía, defensora de los valores tradicionales campesinos y familiares, representa en España lo mismo que la de Giovanni Pascoli para Italia.
Obra
Como poeta lírico representa, después de las exageraciones románticas, una tendencia ecléctica. Canta con sensibilidad las flores, la inocencia, la hermosura de la Naturaleza, la religiosidad, la alegría sana y la tristeza resignada. Su ensalzamiento de los valores hogareños emocionaba a Unamuno. Cantó sus temas en pequeños poemas a manera de miniaturas.
Sus libros La primavera (1850) y El estío (1853) están formados por piezas en que, bajo el ejemplo de flores u otras personificaciones sencillas, trata de deducir un precepto moral. Estos preceptos no suelen ser muy variados ni muy trascendentales: se fundan casi siempre en el episodio de unas flores enamoradas. En "Lágrimas fecundas" están enamorados un nardo y una diamela; en "La ingratitud", un alelí y una rosa; en "Verdadero amor", un jacinto de una rosa de Alejandría; en "Las azucenas", el céfiro de una azucena. Como se comprenderá, el partido que puede extraerse de esta temática deliberadamente menor es muy escaso, y se reduce a proclamar las virtudes de la constancia, de la pureza o de la modestia, o condenar la envidia y la ingratitud.
Idénticas conclusiones y por los mismos procedimientos se extraen en El estío, pero la misión moralizadora se encomienda esta vez a abstracciones como el alba, las auras, la mañana y la tarde, etcétera, aunque todavía hay poemas a las flores, como "Las dos amapolas", "Los lirios azules", "La magnolia", "La sensitiva". Mejores son los poemas de Flores y espinas (1879)
Entre sus novelas, escritas en excelente prosa, destacan: Dos para dos, El pacto secreto, Dos rivales y Una madre el cual destaca por su publicación un año después de la fecha de su muerte y por la excelente interpretación de los personajes en la trama además de ser el único libro de este autor que contenía imágenes representativas así como ser nombrada novela del ahora en honor a su muerte y considerada la mejor en 1883. Es asimismo destacable su cultivo del cuento y la novela corta de carácter fantástico, en dos colecciones de relatos: Escenas fantásticas y Mundo invisible. Finalmente, en sus artículos de costumbres y de crítica literaria, desplegó un gran e implacable talento satírico de humor muy rebuscado, abundante en paradojas, antífrasis y retruécanos. Su tema preferente es la cruzada contra la ciencia y la civilización modernas, en lo cual era especialmente cáustico y mordaz. Recogió sus artículos periodísticos en Hojas sueltas, Más hojas sueltas (1866) Estudios sociales, Manzana de Oro (1872), Obras (1882) etcétera.
Bibliografía
Entre 1884 y 1894 se publicó una excelente edición de sus Obras en 13 volúmenes.
Lírica
La primavera (1850)
• El estío (1853)
• Flores y espinas (1879)
• Versos póstumos (1883)
Novelas
• Deuda del corazón (1872)
• La manzana de oro (1872)
• Una madre (1883) etc.
Cuentos
Escenas fantásticas (1877)
• Mundo invisible (1877).
Artículos y ensayos
Estudios sociales. I. Hojas Sueltas y más hojas sueltas (2 vol.). II. Nuevas hojas sueltas. III. Luces y sombras y libro de memorias. IV. Delicias del nuevo paraíso y cosas del día. V. Fisionomías contemporáneas Madrid: Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1883-1889, cinco volúmenes
• Hechos y dichos (continuación de las Cosas del Día) Idilio patibulario. El banco. Cuenta corriente. La emoción del día. Los suicidios. Frases hechas. Sevilla: Francisco Álvarez y Cª, 1879.
• Hojas sueltas. Viajes ligeros alrededor de varios asuntos (La guerra, La Semana Santa, El crédito, El dinero, Los niños, La esperanza...).
• Libro de memorias Madrid: Imprenta del Centro General de Administración, 1866
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- Mensaje n°270
Re: MARCELINO MENENDEZ PELAYO (1856-1912)
Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Selgas
91-El Estío
Mayo recoge el virginal tesoro;
Desciñe Flora su gentil guirnalda;
La sombra busca el manantial sonoro
Del alto monte en la risueña falda;
Campos son ya de púrpura y de oro
Los que fueron de rosa y esmeralda;
Y apenas riza su corriente el río
A los primeros soplos del Estío.
El soto ameno y la enramada umbrosa,
El valle alegre y la feraz ribera,
Con voz desalentada y cariñosa
Despiden a la dulce Primavera;
Muere en su tallo la inocente rosa;
Desfallece la altiva enredadera;
Y en desigual y tenue movimiento
Gime en el bosque fatigado el viento.
Por la alta cumbre del collado asoma
La blanca aurora su rosada frente,
Reparte perlas y recoge aroma;
Se abre la flor que su mirada siente;
Repite los arrullos la paloma
Bajo las ramas del laurel naciente;
Y allá por los tendidos olivares
Se escuchan melancólicos cantares.
Del aura dócil al impulso blando
La rubia mies en la llanura ondea;
Del dulce nido alrededor volando
La alondra gira y de placer gorjea;
Las ondas de la fuente suspirando
Quiebran el rayo de la luz febea,
Y en delicados mágicos colores
El fruto asoma al expirar las flores.
Sobre los montes que cercando toca
La niebla tiende su bordado encaje;
Desde el peñón de la desierta roca
Lanzase audaz el águila salvaje;
El seco vientecillo que sofoca
Cubre de polvo el pálido follaje;
Y por el monte y por la vega umbría
Crece el calor y se derrama el día.
Y en el árido ambiente se dilata
La esencia de la flor de los tomillos,
Y lento el río su raudal desata
Entre mimbres y juncos amarillos;
Y si al cubrir sus círculos de plata
Con sus plumeros blandos y sencillos
La caria dócil la corriente roza,
Trémula el agua de placer solloza.
Del valle en tanto en la pendiente orilla
Manso cordero del calor sosiega;
Se oyen los cantos de la alegre trilla;
Suenan los ecos de la tarda siega;
Ardiente el sol en el espacio brilla:
El cielo azul su majestad despliega,
Y duermen a la sombra los pastores,
Y se abrasan de sed los segadores.
Presta sombra a la rústica majada
La noble encina que a la edad resiste;
En su copa de fruto coronada
La vid de verde majestad se viste;
A su pie la doncella enamorada
Canta de amor, pero su canto es triste,
Que, en el profundo afán que la devora,
Amores canta porque celos llora.
Y el eco de su voz, dulce al oído
Más que el tierno arrullar de la paloma,
Por el monte y el valle repetido,
Tristes, confusas vibraciones toma;
Y en las ondas del aire suspendido
Se escapa al fin por la quebrada loma,
Y sin que el aura devolverlo pueda
Todo en reposo y en silencio queda.
Mudas están las fuentes y las aves;
No circula ni un átomo de viento;
Cortadas por el sol lentas y graves
Caen las hojas del árbol macilento;
Tenue vapor en ráfagas süaves
Se levanta con fácil movimiento,
Y mezclando en la luz su sombra extraña,
Va formando la nube en la montaña.
Hinchada, al fin, soberbia, se desprende
Del horizonte azul la nube densa,
Y el fuego del relámpago la enciende,
Y gira por la atmósfera suspensa.
Y ya sus flancos inflamados tiende,
Ya el vapor de su seno se condensa,
Y soltando el granizo en lluvia escasa
La rompe el trueno, y se divide y pasa.
Y el sol que se reclina en Occidente
De su encendido manto se despoja,
Y en los blancos celajes del Oriente
Se pierde el rayo de su lumbre roja.
Brilla la gota de agua trasparente
Detenida en el polvo de la hoja,
Y tendiendo el crepúsculo su planta
Del fondo de los valles se levanta.
Como el ensueño dulce y regalado
Que en la fiebre de amor templa el desvelo,
Vertiendo en nuestro espíritu agitado
La misteriosa esencia del consuelo;
Así por el ambiente reposado
De estrellas y vapor bordando el cielo,
Breves y llenas de feraz rocío
Cruzan las noches del ardiente Estío.
Y en tristes ecos el silencio crece,
Y en tibio resplandor la sombra vaga;
La luz de las estrellas se estremece
Y en el limpio raudal brilla y se apaga;
Naturaleza entera se adormece
En el hondo placer que la embríaga,
Y lleva el aura en vacilantes giros
Besos, sombras, perfumes y suspiros.
Más puro que le tímida esperanza
Que sueña el alma en el amor primero,
Su rayo débil desde Oriente lanza,
Sol de la noche, virginal lucero;
Triste y sereno por el cielo avanza
De la cándida luna mensajero,
Por ella viene, y suspirando ella,
Síguele en pos enamorada y bella.
Cuantos guardáis la tímida inocencia
Que a la esperanza y al amor convida;
Los que en el alma la impalpable esencia
De su primer amor lloráis perdida;
Cuantos con dolorosa indiferencia
Vais apurando el cáliz de la vida;
Todos llegad, y bajo el bosque umbrío
Sentid las noches del ardiente Estío.
Las del tirano amor, desengañadas,
Pálidas y dulcísimas doncellas,
Vosotras que lloráis desconsoladas
Sólo el delito de nacer tan bellas;
Mirad entre las nubes sosegadas
Cómo cruzan el cielo las estrellas;
Que no hay duda, ni afán, ni desconsuelo
Que no se calme contemplando el cielo.
Y tú, tierna a mi voz, blanca hermosura,
Fuente de virginal melancolía,
Más hermosa a mis ojos y más pura
Que el rayo azul con que despunta el día;
Corazón abrasado de ternura,
Espíritu de amor y de armonía,
Ven y derrama en el tranquilo viento
El ámbar delicado de tu aliento.
La dulce vaguedad que me enajena
Aumenta la inquietud de mi deseo;
Tu voz perdida en el ambiente suena;
Donde mis ojos van tu sombra veo;
De amor y afán mi corazón se llena,
Porque en tu amor y en mi esperanza creo;
Y así suspende el sentimiento mío
La tibia noche del ardiente Estío.
Noche serena y misteriosa, en donde
Dormido vaga el pensamiento humano,
Todo a los ecos de tu voz responde,
La mar, el monte, la espesura, el llano;
Acaso Dios entre tu sombra esconde
La impenetrable luz de algún arcano;
Tal vez cubierta de tu inmenso velo
Se confunde la tierra con el cielo.
(1856-1912).
Las Cien Mejores Poesías (Líricas) de la Lengua Castellana
Escogidas por:
Marcelino Menéndez y Pelayo
(1856–1912)
José Selgas
91-El Estío
Mayo recoge el virginal tesoro;
Desciñe Flora su gentil guirnalda;
La sombra busca el manantial sonoro
Del alto monte en la risueña falda;
Campos son ya de púrpura y de oro
Los que fueron de rosa y esmeralda;
Y apenas riza su corriente el río
A los primeros soplos del Estío.
El soto ameno y la enramada umbrosa,
El valle alegre y la feraz ribera,
Con voz desalentada y cariñosa
Despiden a la dulce Primavera;
Muere en su tallo la inocente rosa;
Desfallece la altiva enredadera;
Y en desigual y tenue movimiento
Gime en el bosque fatigado el viento.
Por la alta cumbre del collado asoma
La blanca aurora su rosada frente,
Reparte perlas y recoge aroma;
Se abre la flor que su mirada siente;
Repite los arrullos la paloma
Bajo las ramas del laurel naciente;
Y allá por los tendidos olivares
Se escuchan melancólicos cantares.
Del aura dócil al impulso blando
La rubia mies en la llanura ondea;
Del dulce nido alrededor volando
La alondra gira y de placer gorjea;
Las ondas de la fuente suspirando
Quiebran el rayo de la luz febea,
Y en delicados mágicos colores
El fruto asoma al expirar las flores.
Sobre los montes que cercando toca
La niebla tiende su bordado encaje;
Desde el peñón de la desierta roca
Lanzase audaz el águila salvaje;
El seco vientecillo que sofoca
Cubre de polvo el pálido follaje;
Y por el monte y por la vega umbría
Crece el calor y se derrama el día.
Y en el árido ambiente se dilata
La esencia de la flor de los tomillos,
Y lento el río su raudal desata
Entre mimbres y juncos amarillos;
Y si al cubrir sus círculos de plata
Con sus plumeros blandos y sencillos
La caria dócil la corriente roza,
Trémula el agua de placer solloza.
Del valle en tanto en la pendiente orilla
Manso cordero del calor sosiega;
Se oyen los cantos de la alegre trilla;
Suenan los ecos de la tarda siega;
Ardiente el sol en el espacio brilla:
El cielo azul su majestad despliega,
Y duermen a la sombra los pastores,
Y se abrasan de sed los segadores.
Presta sombra a la rústica majada
La noble encina que a la edad resiste;
En su copa de fruto coronada
La vid de verde majestad se viste;
A su pie la doncella enamorada
Canta de amor, pero su canto es triste,
Que, en el profundo afán que la devora,
Amores canta porque celos llora.
Y el eco de su voz, dulce al oído
Más que el tierno arrullar de la paloma,
Por el monte y el valle repetido,
Tristes, confusas vibraciones toma;
Y en las ondas del aire suspendido
Se escapa al fin por la quebrada loma,
Y sin que el aura devolverlo pueda
Todo en reposo y en silencio queda.
Mudas están las fuentes y las aves;
No circula ni un átomo de viento;
Cortadas por el sol lentas y graves
Caen las hojas del árbol macilento;
Tenue vapor en ráfagas süaves
Se levanta con fácil movimiento,
Y mezclando en la luz su sombra extraña,
Va formando la nube en la montaña.
Hinchada, al fin, soberbia, se desprende
Del horizonte azul la nube densa,
Y el fuego del relámpago la enciende,
Y gira por la atmósfera suspensa.
Y ya sus flancos inflamados tiende,
Ya el vapor de su seno se condensa,
Y soltando el granizo en lluvia escasa
La rompe el trueno, y se divide y pasa.
Y el sol que se reclina en Occidente
De su encendido manto se despoja,
Y en los blancos celajes del Oriente
Se pierde el rayo de su lumbre roja.
Brilla la gota de agua trasparente
Detenida en el polvo de la hoja,
Y tendiendo el crepúsculo su planta
Del fondo de los valles se levanta.
Como el ensueño dulce y regalado
Que en la fiebre de amor templa el desvelo,
Vertiendo en nuestro espíritu agitado
La misteriosa esencia del consuelo;
Así por el ambiente reposado
De estrellas y vapor bordando el cielo,
Breves y llenas de feraz rocío
Cruzan las noches del ardiente Estío.
Y en tristes ecos el silencio crece,
Y en tibio resplandor la sombra vaga;
La luz de las estrellas se estremece
Y en el limpio raudal brilla y se apaga;
Naturaleza entera se adormece
En el hondo placer que la embríaga,
Y lleva el aura en vacilantes giros
Besos, sombras, perfumes y suspiros.
Más puro que le tímida esperanza
Que sueña el alma en el amor primero,
Su rayo débil desde Oriente lanza,
Sol de la noche, virginal lucero;
Triste y sereno por el cielo avanza
De la cándida luna mensajero,
Por ella viene, y suspirando ella,
Síguele en pos enamorada y bella.
Cuantos guardáis la tímida inocencia
Que a la esperanza y al amor convida;
Los que en el alma la impalpable esencia
De su primer amor lloráis perdida;
Cuantos con dolorosa indiferencia
Vais apurando el cáliz de la vida;
Todos llegad, y bajo el bosque umbrío
Sentid las noches del ardiente Estío.
Las del tirano amor, desengañadas,
Pálidas y dulcísimas doncellas,
Vosotras que lloráis desconsoladas
Sólo el delito de nacer tan bellas;
Mirad entre las nubes sosegadas
Cómo cruzan el cielo las estrellas;
Que no hay duda, ni afán, ni desconsuelo
Que no se calme contemplando el cielo.
Y tú, tierna a mi voz, blanca hermosura,
Fuente de virginal melancolía,
Más hermosa a mis ojos y más pura
Que el rayo azul con que despunta el día;
Corazón abrasado de ternura,
Espíritu de amor y de armonía,
Ven y derrama en el tranquilo viento
El ámbar delicado de tu aliento.
La dulce vaguedad que me enajena
Aumenta la inquietud de mi deseo;
Tu voz perdida en el ambiente suena;
Donde mis ojos van tu sombra veo;
De amor y afán mi corazón se llena,
Porque en tu amor y en mi esperanza creo;
Y así suspende el sentimiento mío
La tibia noche del ardiente Estío.
Noche serena y misteriosa, en donde
Dormido vaga el pensamiento humano,
Todo a los ecos de tu voz responde,
La mar, el monte, la espesura, el llano;
Acaso Dios entre tu sombra esconde
La impenetrable luz de algún arcano;
Tal vez cubierta de tu inmenso velo
Se confunde la tierra con el cielo.
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