Alfredo Fressia, quien ya es en buena medida brasileño, aunque nació en Uruguay, nos da a conocer aquí las crónicas de Cecilia Meireles cuando, en 1944, visitó Montevideo.
Cecilia Meireles
LA CIUDAD DE LAS PALOMAS
Alfredo Fressia
LA AUTORA
CECILIA MEIRELES (Río de Janeiro, 1901-1964), célebre como poeta, dejó también una vasta obra en prosa sobre temas educativos y folclóricos, además de crónicas de viajes y tipos humanos. De su visita a Montevideo en el invierno de 1944 quedó una serie de 13 crónicas, publicadas durante ese mismo año en los diarios A Manhã y Folha Carioca de Río. Esos textos fueron reeditados por la editora Nova Fronteira en el Tomo I de Crônicas de viagem de Cecilia Meireles, Río, 1998. Esta página reproduce algunos fragmentos de aquellos artículos seleccionados y traducidos por Alfredo Fressia.
Montevideo, 1944
Hay una paloma constantemente posada en la cabeza del general Artigas. Mientras la paloma sueña en la cabeza de Artigas, los fotógrafos, bajo los árboles, sacan retratos de parejas felices, con la primogénita vestida de azul. Y los altoparlantes irradian para el pueblo conciertos de música clásica, escuchados por los transeúntes, por los taximetristas que esperan a la clientela, y por la gente, pachorrienta, sentada en los bancos de la plaza.
Si hoy no es día de huelga, mañana lo será. Huelga de cualquier cosa: de estudiantes, que reclaman alguna reforma; de los conductores, que necesitan nafta. Y hasta se escriben carteles que dejan por las puertas de las tiendas, pidiendo al público el favor de cooperar con la huelga.
Tiendas, tiendas, tiendas. Lanas en profusión. Calles llenas de gente. Todo el comercio cierra para el almuerzo, y permanece tanto tiempo cerrado que es preciso correr, para las compras urgentes.
Los ómnibus transitan repletos. Cargan de pie a los pasajeros que logran comprimirse dentro. (…) Salir del ómnibus constituye una dura prueba. No se permite tocar algún tipo de timbre. El candidato debe estirar el cuello hacia el conductor y emitir, en el momento justo, un “pss, pss”, que es la señal convenida para expresar su deseo de bajar. Entre la señal y la parada, debe el candidato moverse en medio de la aglomeración, a fin de alcanzar la puerta de salida. Y es muy difícil lograr una coincidencia perfecta.
No es sólo Artigas con su paloma lo que adorna a Montevideo: hay otras estatuas, está el Obelisco, y la famosa “Carreta”. Existe siempre alguien con un coche que trae al forastero para contemplar ese monumento, considerado como una obra prima. Otros, con el debido respeto, preguntan por qué se ha de consagrar con tanto bronce un carro de bueyes encima de un cantero.
Se cuenta también que ahora va a ser inaugurado un monumento a la diligencia. Ese interés por los medios de transporte deja a algunos artistas aprensivos frente al futuro de los jardines de Montevideo.
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Conocí al rector de la universidad, hijo de aquel educador José Pedro Varela, cuyo nombre celebra una de nuestras escuelas. A cualquiera que haya trabajado por la educación le gustaría tener un hijo o un pariente así, con tanta nobleza de maneras, de palabra tan fina y penetrante, de trato tan sereno y agradable. Es un señor de pelo cano, alto, delgado, sobrio, que sonríe exactamente lo que debe sonreír, y dice exactamente lo que debe decir. Hacía tiempo que no veía a nadie con semejante equilibrio, cuya presencia fuese, por sí sola, tan rica de prestigio.
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El salón de “Amigos del Arte” tiene siempre una exposición de pintura. A veces también hay alguna conferencia. El ambiente es rústico, con armazones de arpillera y sillas toscas con asientos de paja.
Hoy hay una exposición póstuma, de un pintor extremadamente doloroso y con mucho talento. Un poeta, Cipriano Vitureira, saluda al compañero muerto. (…)
Aquí en Uruguay la pintura parece interesar a un gran público. Hay exposiciones constantes y no sólo en “Amigos del Arte”. Todos entran, observan, opinan. El arte no es un lujo: es una forma de comunicación. Parece que todos lo saben. Que todos quieren saberlo. Es una felicidad caminar por un lugar así.
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Caminando hacia el hotel, según la calle que tome, encuentro o bien la Panadería de la Amistad, o el Palacio de los Sándwiches. Pero hoy fui a un lugar más retirado y me encontré frente a la casa Lord Byron. El nombre me tiró la cabeza para atrás. Mis ojos entraron por la vidriera: vendían habanos.
Me prometieron llevarme a la Carbonería Venus de Milo. ¡Estos uruguayos son de una elegancia! Me parece ver, en medio del carbón, un mármol inmaculado, la flexión de una cadera bajo la túnica milagrosamente sustentada y que los brazos ausentes no podrían recoger.
El perfil griego sobre el carbón me acompaña como un camafeo monumental.
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Hace dos días, al entrar a una sala de conferencias, divisé en una pieza contigua al pintor Torres-García, que iba cargando un cuadro, hacia una pared. Algún día escribiré largamente sobre ese hombre admirable que anda por los setenta años de vida dura, realizando una obra a la que ha sido constantemente fiel. Quiero dejar ahora aquí sólo su perfil enérgico, de tierra amarillenta, con grandes ángulos agudos, y su melena blanca bajando hacia los hombros como en la cabeza batalladora de un profeta. La profesión le encorvó el cuerpo delgado: camina como un pájaro, y el cuadro que lleva en las manos es como una rama con flores, de geometrías alucinantes.
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Ahora pienso en Gastón Figueira, a quien encontré ayer de mañana en la estación. Es muy conocido en Río, y muy estimado, porque ha traducido con cariño innúmeros poetas brasileños, y prepara incluso ediciones resumidas de algunos, para una editorial de los Estados Unidos. Eso, por el lado intelectual e interesado. Por el lado desinteresado, Gastón Figueira es un poeta para quien la poesía parece tener una finalidad moral de comprensión y solidaridad humana. También es un apasionado por paisajes nuevos y cosas exóticas. La ciudad de Río de Janeiro es el tema de uno de sus libros de versos. En otro libro, celebra los aspectos de un viaje que hizo por el interior del Brasil. Eso, en cuanto al escritor. En cuanto a la persona, Gastón Figueira es una figura amable, sensible y tímida, que aparece en un determinado momento, saluda, deja su declaración de amistad y se evapora. Yo creo que realmente se evapora. No logro verlo —delgadito, moreno, sonriente, siempre vestido con una sobriedad extrema— sin acordarme de Aladín.
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Algún día cantaré las palomas de Montevideo. Son claras, hechas de nube deslizándose; son grises, com un tono extraño de agua turbia; son violetas, con súbitos, móviles collares metálicos, verdes, encarnados, amarillos…
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A pesar de la huelga, no falta público para esta conferencia sobre el Brasil. El anfiteatro de la universidad está lleno. La sra. María V. de Muller, directora del curso de “Arte y Cultura Popular” hace una rápida presentación. Fotografías. Silencio de expectativa. La conferencia va ilustrada con discos brasileños, muchos de los cuales son conocidos aquí. Lo que más agrada son las canciones negras. La sra. Nilda Muller, cantante uruguaya, también ilustra pasajes de la conferencia con fragmentos de música popular. (…)
Frente a lo que hay para aprender, ¿qué somos todos nosotros sino estudiantes? Así se piensa cuando se está en Montevideo.
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María V. de Muller tiene un saloncito pequeño, aparentemente. Pensé que con una docena de personas fuera intransitable. ¡Qué error! Están los Cáceres, está Silva Valdés, está Fernando Pereda, están Julio Casal, José Gabriel, Orfila Bardesio, la joven poetisa uruguaya, Arzadum, y otros pintores, otros poetas, otros periodistas. Hay diplomáticos, hay pianistas y cantantes, y esa multitud se mueve prodigiosamente entre bandejas con copitas doradas y sándwiches, entre el piano y las fotografías, y todos pueden estar sentados o de pie, y si ahora llegaran doscientas personas, podrían ser recibidas, porque éste es un saloncito mágico donde hay lugar para todos los amigos, y donde siempre se puede ser feliz.
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Se inauguró otro “Café Sorocabana”. Este es el tercero que visito en Montevideo. Mostrador de mármol, anuncios por las paredes, con ramos de café, pinturas verdeamarillas. En la puerta se lee “Café Puro del Brasil”.
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¿En qué pienso? Pienso que dentro de dos o tres días dejaré estos lugares: y empiezo a sentir nostalgia de todo, de las veredas, de las tiendas, de las ventanas, de las palomas que vuelan sobre los plátanos deshojados, de la catedral, de las aguas azules del río, del teatro Solís que está desmoronando, y de esta gente con quien me entiendo divinamente.
Alguien dice, para consolarme: “En Buenos Aires vas a encontrar parrilladas mucho más grandes que las de aquí” (¡Triste consuelo para una vegetariana!). “En Buenos Aires vas a encontrar billeteras de cocodrilo mucho más baratas” (¡Ah, los cocodrilos!…)
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Lluvia leve. Palomas apresurándose, con perlas de agua cayendo por las plumas. Muchachas llevando hasta la frente la capucha de los capas. Un paraguas secular, de marfil labrado, aquí, cerca de mí, en el ómnibus.
¡Qué dulzura, la de la lluvia por los arrabales! Los maridos salen ahora, después del almuerzo, y las esposas les dicen adiós desde lo alto de la escalera, o en el escalón de piedra del portón. (¡La risa de las despedidas bajo la lluvia fina!)
Alguien recorre escalas cromáticas al piano. Escalas en tono menor, tristes y tímidas. Cortinas cruzadas atrás de los vidrios de las ventanas. Gotas de agua en los botones de rosa de los jardines…
Pasamos el parque Rodó, donde los niños y las palomas juegan felices en los días claros. Y el parque Rodó era un cristal fosco, con delicados dibujos de árboles.
Ahora estamos en un barrio que conduce al museo de Zorrilla de San Martín. Cada calle tiene el nombre de uno de sus poemas. ¿No es una dulzura ser poeta en Montevideo?
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Aquí se recuerda al Brasil con melancolía. Tanta gente estudiando portugués. Y ningún libro brasileño en las librerías. Todos nos tratan como vecinos, amigos próximos, gente de la famila… Todos saben que el Brasil empieza ahí cerca, entre Santana y Rivera, entre Yaguarón y Río Branco. Saben que hablamos idiomas muy parecidos, aunque tan perturbadores que la misma palabra significa casi siempre las cosas más distintas. Tenemos en común las cuchillas, el caballo, el mate, el poncho, y la dulzura del corazón, la cortesía del gesto, el coraje que inspira la noble vida del campo, entre vastos horizontes, en la lid con el ganado y la planta.
Pero falta alguna cosa, para unirnos más. ¿Cómo nos comunicaremos, tanto cuanto pide la vida humana, de un lado y de otro de la frontera? Tomamos café pensando en eso. Y el café es nuestro consuelo. Ramitas verdes y amarillas… “Puro del Brasil…” No, nuestros libros son para la edad de las letras… Por el momento, el Brasil, visto desde aquí, es el país del café y de las medias de seda…
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Los miércoles, los amigos acuden a la casa de Vaz Ferreira, para oír un poco de música. Se abre una puerta enorme, al fondo del jardín, y se está en un vestíbulo que impresiona por la altura, por la iluminación, que es lejana, adormecedora, y por la soledad que anda en todo: en las otras puertas altas y cerradas, en alguna silla, en la larga mesa central. (…)
Pálido, casi sin palabras, toda la figura marcada por el trabajo infatigable del pensamiento, Vaz Ferreira saluda a sus amigos. Tiene la mano suavísima, como sus movimientos y su mirada vaga.
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Diré rápidamente una diferencia que se me ocurre, entre argentinos y uruguayos: en los primeros parece pesar la sangre española; en los segundos, la portuguesa. La sangre portuguesa es lírica; la española, dramática. Nosotros, brasileños, no sentimos ningún extrañamiento entre la gente uruguaya; entre los argentinos sentimos una diferencia de índole. El argentino puede ser extremadamente cortés; no logra ser tierno. Esta aspereza es lo que nos sorprende, aun cuando les admiremos otras cualidades, que sin duda poseen. El argentino es fácilmente anecdótico, irónico, muy propenso a la carcajada, a pesar de su apariencia a primera vista imponente, solemne, austera. (…)
Reunión en un taller de pintura (en Buenos Aires). Pienso que, en Uruguay, probablemente no estaríamos tan bien vestidos, hablaríamos de arte, recordaríamos algún episodio afectuoso, ocurrido en tiempos, con un amigo ya muerto, que habría sido bueno y triste. Nos conmoveríamos, sentiríamos nuestro parentesco de espíritu, nos quedaríamos por momentos en silencio, como en un sueño; la noche pasaría llevándonos a todos juntos por lugares aéreos, y llamaríamos a esto ser amigos y estar felices.
*
Quiero decirte adiós y no puedo, Montevideo, hasta la mirada de tus caballos me prende a ti. Pero si me quedara tal vez nunca más los viera, porque el oficio humano es triste, y se vicia fácilmente: los ojos dejan de ver lo que ven siempre, y el corazón se acostumbra, y olvida aquello que se hace maravilla constante… Y así, para amarte, es mejor que te deje.
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