MARÍA TERESA CERVANTES
PRÓLOGO DEL LIBRO "CARTAS A UN APÁTRIDA" DE María Teresa Cervantes ( El Prólogo es de CRISTINA MORANO )
“Acercarse a la muerte de alguien amado es para mí uno de los mayores riesgos que afronta un escritor. Acudimos con el instrumento que mejor nos describe –la palabra– a aquello que no puede ser descrito –la muerte, aquello que nos desconoce–. Acudimos, en cuanto que poetas y hombres, con todo nuestro saber (“hemos hecho todo lo que hemos sabido”, “hicimos lo que pudimos” se dice en los lechos de muerte); sí, pero, ¿qué sabe un hombre de la muerte?
Al problema del no-ser y del no-poder-ser-dicho se une la complicación de los sentimientos: la pena puede arrastrar al poema, llenándolo de una lírica falsaria en la cual, las imágenes rebuscadas, el surrealismo de bachillerato o las confesiones desgarradas conforman un cortejo fúnebre que, con sus pañuelos bien a la vista, corre detrás de una catafalco romántico.
Y sin embargo, aunque toda nuestra experiencia literaria nos indique el camino del silencio, lo cierto es que la primera cosa que deseamos en la muerte del ser amado es volver a hablarle con urgencia, reanudar el diálogo interrumpido cuanto antes. Para los que no reconocemos instancia mayor que la poesía, ese diálogo tendrá forma de cartas, de pequeñas cartas-poema que son fragmentos de ese diálogo redireccionado contra lo obscuro.
En el libro de María Teresa “Cartas a un apátrida”, ese diálogo comienza con un poderoso efecto de “eco”: el tema de la voz. La autora, con su voz, rememora la voz del que se ha marchado en todos sus aspectos, timbre, tono, manera de hablar, conversaciones mantenidas, etc. Pero enseguida se advierte que esa voz no contestará al poema-carta que se le dirige, y que, por lo tanto, el efecto conversacional, querido por el deudo, será negado. Las cartas no serán jamás leídas ni contestadas. La autora sabe. Los textos se interrumpen, la poeta balbucea, la expresión se puebla de preguntas sin respuesta: “¿Acaso eres tú el mismo que camina esta noche por mi noche?”, “¿Soy yo nosotros dos o soy yo sola?”, o el hermoso “¿Quién es éste que habla conmigo y no dice su nombre?” que parece hermanar al ser perdido con lo trascendente.
El otro tema importante del libro, que sale al paso de la voz rememorada, es el de las vivencias comunes. También aquí encontramos un efecto de maestría, esta vez en el juego de paralelos: por un lado, la autora rememora momentos en común que son tratados sutilmente, con discreción, parece haber una voluntariedad muy concreta en la elección de recuerdos dulces, cotidianos, “aquellas flores silvestres que escogías para mí”, “un poema inconcluso al borde de la almohada”. Estos versos son como una vela encendida para el muerto, no hay deseo de herir ni de hurgar en los errores. Se intuye una separación, una relación desgastada, pero sin odio, más bien como si las circunstancias de la Guerra en España primero, y luego en Europa, hubieran hecho una mella imposible de superar por la pareja, una pareja que deberá esperar tiempos mejores para la reconciliación. Así en los primeros poemas: “Algo impreciso vagaba entre nosotros, / algo que nos unía y nos separaba”, y luego: “Veinte años después volvieron nuestras voces a encontrarse”, que se resuelven en “si acaso fueses tú el que golpea la puerta sin llave de mi vida, / encontrarías aquí todo lo que era tuyo.”
Por otro lado, junto a estos recuerdos, está la demanda de la poeta sobre la ausencia, reflejada en unos versos sin respuesta, a veces de un aterrador desamparo, que componen figuras cercanas a la alucinación, al dolor que nos extravía: “Ya no sé cómo eres”; el espectral “Una desconocida me presiona a cerrar / los ojos y mantenerlos cerrados. Nadie la ve”; o el inquietante “Alguien, desde una ventana apagada está pidiendo socorro. / No sé lo que me obsede. // Mi cuerpo parece desplomarse como un pájaro herido. / Vacila y vuelve a caer de nuevo.”
Incluso, llevada por este dolor, la palabra que quiere describir pasión se obscurece y se adentra, como sin querer, por el lado desconocido. Uno de los poemas, cuando la autora está ralatando un encuentro amoroso, termina: “Y recuerdo que, de pronto, quisimos entrar / en un recinto oscuro, muy oscuro, sin puerta / ni ventanas” que, aun estando referido al lugar del encuentro, Mª Teresa consigue hacer que sea también el de la tumba, uniendo así amor y muerte en una especie de sombra consciente, significante, total, fuera del tiempo.
El libro al completo, de principio a fin, se mueve entre estas dos orillas contrapuestas del recuerdo sutil (que podríamos identificar con el perdón y la pena que cura) y de la ausencia (la pena que nos perturba con la culpa y el vacío). Como un mar sin calma, el poemario no resuelve, no se decanta por uno u otro sentido de la muerte, tal vez atendiendo a ese no-poder-ser-dicho que el lenguaje reconoce en sus fronteras. De esta manera, al verso amable del “Me he despertado junto al fuego de turba”, le sigue la desolación del “¿Dónde estás? Nadie responde”. A la esperanza del “Me concentro en mi oración de hoy, como si tú estuvieses todavía”, le contesta la noche: “Todo me hace temblar / hasta el silencio frío de esta ciudad de ahora”. Ante la certeza consoladora del recuerdo: “Ahora veo los objetos que palpo, que eran nuestros”, se interpone la duda de lo desconocido, el no-saber acerca del ser perdido en “Sí, es tu otro tú, que me mira y no me reconoce”.
Una vez comprobado este desamparo, esta duda del texto entre el recuerdo y el dolor de la muerte, entendemos mejor el título del libro y nos preguntamos con la autora: ¿habrá encontrado por fin descanso este apátrida en una tierra mejor? ¿Es acaso la muerte otro deambular sin respuestas o nos reconcilia –aunque sea un instante, el instante de la lucidez– con el todo, en una casa definitiva? ¿Habrá vuelto el exiliado a su tierra?…
Quisiera pedir a este apátrida, como dice la autora en uno de los poemas centrales de libro: Dime que sí.”
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